Se dirigió hacia Rocheville en su camioneta, después de dejar atrás el barullo y los atascos de la Rue Louis-Blane, y, más arriba, flanqueando la tapia del cementerio, le pareció que una ola lo arrastraba.
No se planteaba dudas, ni titubeaba. Si esto le había ocurrido durante las últimas semanas, como los hay que cantan en la oscuridad, hoy, por el contrario, ya al despertarse, había tomado otra vez contacto con los seres y las cosas, como en su infancia.
En la cocina, por ejemplo, con la taza de café en la mano, había estado contemplando el paisaje, impregnándose de él, y después, tanto en la carretera como en el mercado y en el puerto, no había dejado de formar parte de aquel hermoso domingo.
Miró al pasar las viejas piedras rojizas de la colina de Mougins, una gasolinera nueva junto a la cual jugaba una niña con una muñeca, y los campesinos endomingados que bajaban por la carretera hasta la parada del autobús.
Todo se encadenaba con un ritmo tranquilo y sereno. Giró a la izquierda, y a lo largo del camino pedregoso que empezaba a ascender, se erguían los pinos, dejando entrever a veces la Piedra Plana, que le traía un cálido recuerdo.
No se precipitaba hacia su destino, y aparcó sin prisa, sin ansiedad, la camioneta metalizada frente a la puerta de la cocina.
Bajó. Solo cuatro metros le separaban de la puerta. No había nadie en la terraza. Ya esperaba no encontrar a nadie a aquella hora, y había visto, por el camino, los sombreros de paja de las dos huéspedes, la señorita Baels y la señora Delcour, que paseaban despacio por el sendero de Pégomas.
Como de costumbre, los dos batientes de la puerta pintada de verde oliva estaban entornados, dejando pasar al interior solo una rendija de luz y actuando como barrera contra el calor.
Abrió uno. Estuvo a: punto de hablar, de pronunciar un nombre, cualquiera, el de la primera persona que viera, tan acostumbrado estaba a que hubiera alguien, hombre o mujer, para ayudarle a descargar sus cestas. Por una vez, la cocina estaba vacía, y esto le extrañó tanto como el único signo de vida que había allí dentro, y que era la tapa vibrante de una cacerola enorme, en la cual hervía agua.
Se dirigió al comedor, donde estaba el bar y que ocupaba casi por entero la planta baja. Esperaba encontrar allí a Berthe ocupada en anotar los menús, en su rincón junto a la vidriera.
Pero tampoco había nadie, y en una de las sillas vio la labor de punto en la que había visto trabajar a la señorita Baels.
Desconcertado, avanzó hasta la escalera, y alzó la cabeza para escuchar.
No comprendía, aunque tampoco se paró a reflexionar. Fue, en realidad, el único momento de verdadero pánico, sin ninguna relación con todo lo que iba a suceder.
No pensó que era la hora en que, sobre todo en domingo, La Bastide parecía más desierta. Una fonda es como un teatro, con la vida entre las tramoyas por un lado, y la de la sala por otro. A los dos lados del telón, se necesita un tiempo para poner las cosas en marcha, y así, por ejemplo, cuando los primeros espectadores entran en la sala medio iluminada, el profano difícilmente podría suponer que diez minutos después todas las localidades estarán ocupadas.
Entre las tramoyas, también, se requiere cada noche casi un milagro para que actores y maquinistas estén en su sitio cuando se alza el telón.
En La Bastide, cada cual tenía más o menos su tarea precisa. Sabía que Maubi iba a buscar verduras al huerto, que Eugene, el nuevo camarero contratado la semana anterior, se cambiaba y peinaba.
Para cada uno en particular, la ausencia era explicable, pero lo que daba a la casa una atmósfera irreal, angustiante, era la ausencia de todos al mismo tiempo.
Por un momento, llegó a sentirse verdaderamente fuera de sí.
—¡Señora Lavaud…! ¡Ada…!
Subió la escalera, empujó la puerta de una habitación, luego de otra, que era la de las dos clientes belgas. Por fin encontró en la contigua a Ada, ocupada en sacar el polvo.
—¿Qué ocurre? ¿Qué estás haciendo?
Ella no comprendía su ansiedad.
—Han llamado de Marsella para reservar dos habitaciones. Están por llegar, y la señora me ha dicho…
—¿Dónde está ella?
—¿No está abajo?
—¿Y Marie?
La bizca, que se llamaba en realidad Berthe y a la que habían rebautizado. No él sino su mujer, vejada porque una criada llevaba su mismo nombre.
—¿No está en la cocina?
Volvió a bajar, y encontró a Marie en su sitio, con aspecto de no haberse movido nunca de él.
—¿Dónde se había metido?
—En el retrete.
Una estupidez. Se maldijo por ella.
—¿Y Maubi?
—Ha ido a buscar tomates.
—¿Y Eugene?
—Debe de estar por la casa…
No decía dónde. Solo a él le había extrañado el momentáneo vacío y se había sentido afectado por él.
—Ayúdeme a descargar la camioneta.
Estaba ocupado con sus paquetes cuando Berthe y Eugene salieron del Cabanon, y durante un momento notó otra vez una sensación de irrealidad. La relacionó con sus citas allí con Ada, y aquella asociación de ideas se adueñó de su espíritu.
Su mujer no se fijó en él. De pie ante el anexo, daba instrucciones a Eugene, que escuchaba con atención.
Era simple. Todo había sido simple. No hubo una llamada, sino dos, de personas que anunciaban su llegada aunque Berthe no se refiriese a ello para nada y se limitara a decirle algo más tarde, al instalarse ante la mesa para copiar los menús:
—Siete cubiertos más.
Además de la pareja de Marsella, llegaba una familia de Limoges con tres hijos, que debían de encontrarse en aquel momento entre Toulon y Saint-Raphael.
Berthe había ido a asegurarse que el Cabanon estuviera en condiciones, y llevó allí sábanas y toallas. La acompañó, además de Eugene, la señora Lavaud, que hizo las camas.
Émile volvía por fin a la realidad, molesto por haberse asustado sin razón, y también porque Berthe pareciera haberlo advertido. En su manera de mirarle había muy diversos matices. A veces, como, la madre de Émile, recordaba la atención sostenida del que tiene mala vista y se esfuerza en leer letras pequeñas. Otras veces, a ello se añadía la desconfianza.
Algunas mañanas mostraba un aire melancólico y digno, y se hubiese podido creer que estaba dispuesta a refrenar su orgullo para perdonar y reanudar la vida de antes.
Pero la expresión más frecuente era la de la soledad valientemente soportada, la actitud de la mujer que cumple su deber con todos y frente a todos, y que soporta sin queja el peso de la casa.
Había también resignación, más raramente una nota de indulgencia, que irritaba todavía más a Émile. Parecía tomar al mundo por testigo:
—Mi marido es joven. Los hombres siguen siendo niños mucho tiempo. Se ha encaprichado con esa chiquilla y habrá que esperar que se le pase. No es culpa suya. Un día volverá a mí y me encontrará.
Hoy, era otra nota, que él también conocía, teñida de ironía: ¡Pobre Émile! Te consideras un hombre y no te das cuenta de que solo eres un niño, que yo leo los pensamientos en tu frente testaruda, que lo sé todo… ¡La señora Sabelotodo! Normalmente, esto le enfurecía. Esta mañana se había dejado desconcertar demasiado por el vacío de la casa. Gracias a Dios, ella no iba a mirarle mucho tiempo con esa expresión. Le iba a demostrar que, por más que se creyera superior a los demás, se había equivocado del todo. Subió a cambiarse. En la escalera se cruzó con la pobre Ada, que debía de estar preguntándose qué iba a pasar. La decisión de Émile había sido tomada de hecho el domingo del cassoulet, cuando Berthe se puso tan enferma. No era difícil que Ada, cuya mirada se había cruzado con la suya en aquel preciso instante, adivinara el método que había elegido.
Ella conocía la fecha fijada. Había empezado por contar los meses:
—Dentro de tres meses…
—Dentro de dos meses…
Luego las semanas.
—Dentro de tres semanas…
—Dentro de dos semanas…
Y había acabado por murmurar con alivio:
—¡El domingo!
No le había dicho nada de la hora, ni del arroz. ¿No era ella un poco bruja? En el fondo, a veces le daba miedo.
Rara vez pronunciaba una frase entera, y a menudo, cuando se reunía con él en el Cabanon a la hora de la siesta, no decía ni una palabra.
Se expresaba sobre todo con los ojos. Los que no la conocían la tomaban al principio por sordomuda y, cuando él la vio por primera vez en el bosquecillo, también esta fue su impresión.
Pertenecía a un mundo diferente, el de los árboles y las bestias, y Émile sospechaba que sabía cosas que los demás, en general, ignoran. No le habría sorprendido el que supiera leer el porvenir o que fuera capaz de echar el mal de ojo.
¿No se lo habría echado a Berthe? ¿No estaría él obrando como lo hacía precisamente por su influjo?
Afortunadamente, se había prendido, poco a poco, en el engranaje, en la rutina de los domingos de verano. Limpiaba personalmente los calamares en la cocina, a fin de no perder ni una gota de su tinta, y oía detenerse los primeros coches.
Alguien diría pronto, con voz alegre:
—¿Está ahí Émile?
A los clientes les gustaba llamar al dueño por su nombre, asomar la cabeza por la puerta de la cocina y, a algunos, incluso entrar y ver el pescado.
—A ver, Émile, ¿qué nos preparas hoy?
Era peor aún con los que venían acompañados por amigos que no conocían el restaurante, y que se empeñaban en demostrarles que se encontraban en él como en su casa.
—A ver, Émile, ven a beber un vaso de rosado con nosotros. ¡Que sí, hombre!
Se secaba las manos con un trapo, se metía detrás del mostrador. Esto formaba parte del oficio.
Esa mañana, tuvo que ir tres veces, escapando por unos momentos del calor del horno. Muy temprano llegaron seis clientes fuera de lo común, jóvenes de Grasse que iban a Cannes para asistir a un partido de fútbol y que habían decidido comer algo en su camino. Les habían informado mal y, muy endomingados, intentaban cobrar aplomo al comprender que se habían equivocado de restaurante.
Cuando vieron la carta y los precios, estuvieron a punto de marcharse. Luego discutieron a media voz y acabaron pidiendo bullabesa y vino rosado.
Estaban en la tercera botella y hablaban a gritos y se reían a carcajadas, decididos a compensar el gasto como fuera.
Las dos belgas ocupaban su mesa de costumbre. La familia de Limoges, tras una ojeada al Cabanon, se había acomodado en la terraza. Émile llevaba en el bolsillo el saquito que le bastaría abrir llegado el momento oportuno.
Sabía los gestos que tendría que hacer. Era tan solo una cuestión mecánica. Había pasado el tiempo de las reflexiones, y, con más razón aún, el de cualquier titubeo.
El saquito vacío ardería en un segundo en las llamas del horno, y no quedaría rastro de él.
En la cocina había tres personas permanentemente, y aún se quedarían allí una buena hora: la señora Lavaud, Marie y él. Ada y Eugene servían. Maubi se ocupaba del vino en la bodega y fuera de ella.
Una vez o dos, antes de sentarse, Berthe entraría en la cocina, para echar un vistazo sin decir nada. Lo mejor era mirar hacia otro lado.
De todos modos, era demasiado tarde.
—¡Tres bullabesas, tres!
Maubi acababa de atravesar la cocina para bajar a la bodega, y fue entonces cuando, mientras Émile hacía las porciones en los platos, se le ocurrió un pensamiento, tan sencillo, tan evidente, que se preguntó cómo no había acudido a él durante los once meses anteriores.
¡La señora Harnaud!
Lo había previsto todo, había contado con todo, salvo con ella. En su mente la situaba en Luçon, con su hermana y su sobrina, como si tuviera que quedarse allí eternamente.
Pero no era así. La conocía bien. Berthe no había sido la única en comprar a Émile. La madre había participado en la operación, y quizá fue a ella la primera en concebida. Ya cuando él estaba en Vichy y le propusieron que viniera… Gros-Louis había escrito la carta, sí, ¿pero no se la habría inspirado su mujer? Sabía que su marido estaba enfermo, que iban a quedarse las dos solas, que La Bastide aún no estaba terminada y que no tenían clientela… Émile recordaba con qué discreción subía la señora Harnaud por la noche, para dejarlo solo con la hija. ¿Cabía esperar que esa mujer, una vez muerta la hija, se quedara en Luçon sin venir a defender lo que seguía siendo en parte su propiedad? Vendría, seguro. De momento confiaba en Berthe para vigilar a Émile, pero, desaparecida su hija, se vería obligada a encargarse personalmente de ello.
En el espacio de unos segundos, todo esto quedó impreso en su cabeza. Tenía la frente cubierta de sudor, a causa del calor de los fogones, pero también le parecía que ahora era un sudor malsano, de fiebre.
Con Berthe existía una especie de pacto y ya no tenía por qué ocultar sus entrevistas con Ada en el Cabanon. Pero su suegra no estaba al corriente y él se había forjado falsas ilusiones al pensar en bajar a Ada de su buhardilla para llevarla a su cuarto. Había encontrado ya la solución. Ella no le asustaba. Si la había aceptado una vez, no había motivo para que no la aceptara otra. Eso solo retrasaba el momento de su liberación. Tendría que esperar años, dos o tres tal vez, en todo caso muchos meses. Se sabía de memoria el párrafo leído en el despacho del doctor Chouard, y sus palabras acudían a él:
«La incertidumbre del diagnostico explica la frecuencia de los envenenamientos en serie por un mismo individuo, que se cree impune hasta que la repetición de idénticos síntomas y su semejanza orientan el diagnóstico».
No debía preocuparse en ese momento. El otro asunto vendría después. De todos modos, puesto que tenía la solución, después se tomaría tiempo y adoptaría las precauciones necesarias.
Ada entraba y salía con platos vacíos y se llevaba otros llenos. De vez en cuando, a través de los batientes ahora más abiertos de la cocina, ya que el sol comenzaba a descender, miró hacia la terraza para ver dónde estaban los clientes.
Vio que Berthe se sentaba en su sitio habitual y que el nuevo camarero, Eugene, al dirigirse hacia ella, era interrumpido en su camino por un cliente que pedía más caldo de bullabesa. Así, fue Ada la encargada de servir a su mujer.
No tenía importancia. Eugene lo hubiese podido hacer igualmente, pues solo se trataba de llevar un plato.
Antes de que llegase Ada, aprovechó que Marie estaba vuelta de espaldas y que la señora Lavaud tiraba restos de comida a la basura, para vaciar en el arroz el contenido del sobre y quemar el papel. Fue todo tan rápido, que pareció un número de prestidigitación.
Estaba casi seguro de que Berthe no había pedido entremeses. No solía tomados en domingo, tanto para ir más de prisa, ya que tenía que terminar antes que los clientes para hacer las notas, como porque deseaba atacar los calamares.
No la servían en una bandeja. Para simplificar, le servían solo su ración en un plato.
—¿Arroz? —preguntó a Ada, cuya tez le pareció de repente más mate que antes.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Para la señora?
Evitaba decir «mi mujer», desde que este término había perdido todo su sentido.
Lo que le pasó por la cabeza en aquel momento no fue exactamente un pensamiento. No reflejaba una decisión, ni siquiera un deseo. Se parecía más bien a esas frases en lengua extranjera captadas al azar, cuando se gira el botón de una radio, procedentes de una emisora lejana que ya no se vuelve a encontrar.
¿Por qué no existirían también en el aire imágenes, ideas que viniesen Dios sabe de dónde y que pudiésemos captar en el espacio de un segundo sin saber a qué corresponden?
Mientras Ada se volvía con el plato en la mano, para dirigirse a la terraza, la vio de repente tal como sería a los treinta y cinco o cuarenta años, tal vez a los cincuenta; una especie de bruja negruzca que asustaría a los niños.
«… la frecuencia de los envenenamientos en serie…».
No había dicho nada, no había pensado en nada. Apenas una imagen, salida por sorpresa de la nada y que él había expulsado en el acto. Él no vivía en el futuro, sino en el presente.
No se trataba ya del día ni de la hora, sino del minuto. Dispuso en una bandeja pescados de bullabesa para tres personas y añadió una escorpina. Se lo tendió todo a Eugene.
Se preguntó si no habría hecho mal, antes, al mirar la terraza en dirección a Berthe. ¿Se habría dado cuenta ella?
Se limpió, no con el pañuelo, sino con el mandil blanco. Ada iba a volver con otro pedido. Solo un minuto, unos segundos…
Pero ella no acudía. Fue Eugene el que reapareció:
—Dos de arroz.
—¿Para quién?
—Los belgas.
Los sirvió y después sintió el deseo de fumar un cigarrillo. Su mano apenas temblaba, pero temblaba. La sirviente bizca iba y venía normalmente. La señora Lavaud se había sentado a la sombra, desgranando guisantes en su regazo.
Tenía que ir a ver. Maubi pasó por detrás de él, con botellas en la mano. Apenas hubiera visto se serviría algo que beber, pues tenía la boca seca.
Solo tenía que dar cuatro pasos. Los contó y después adelantó la cabeza. La mesa de Berthe era la última de la izquierda.
Llevaba el gorro en la cabeza y el pañuelo en la mano.
De repente, a pesar del sol, de los ruidos, de los colores, de la agitación, de las actitudes mezcladas de unos y otros, de las risas y de los gritos, se encontró con la mirada de Berthe.
Era una mirada fija, tranquila y dura, por una vez exenta de ironía, como si supiese que Émile iba a asomarse y en qué momento, y hubiera preparado esa mirada de antemano.
No sabía lo que había pasado ni lo que pasaba, pero tenía ya la seguridad de que era Berthe quien había ganado la partida. Y la duda se disipó por completo cuando, frente a ella y en la misma mesa, reconoció la cabeza de Ada y sus hombros, una Ada que se estaba comiendo el arroz de pescado.
—¡Dos chuletas de cordero, dos!
Prefirió verla de espaldas, no verse obligado a mirar su cara. Imaginó la voz de Berthe.
—Siéntate.
Y Ada de pie, sin saber qué hacer, sin atreverse a protestar.
Y después el plato dirigido hacia ella, a través de la mesa.
—¡Come!
Comía. El plato ya estaba casi vacío. Émile volvió a la cocina, para asar las chuletas sobre la parrilla. Las llamas que habían consumido poco antes el pequeño sobre, hacían chirriar la carne, perlada de gotas de sangre.
«… los síntomas comienzan una hora o dos después de la ingestión del tóxico…
»… a los vómitos dolorosos de alimentos suceden los de bilis y sangre, cólicos, diarrea abundante y serosa, en forma de granos riciformes. Sed ardiente, constricción de…
De cualquier forma, ya era tarde. Berthe acababa de decírselo sin necesidad de mover los labios, solo con una mirada.
Él no tenía derecho a intervenir. Habría sido preciso para ello que…
—¡Tres merengues helados, tres!
Sacó los helados del frigorífico, y dejó un momento su cara expuesta al frío.
—¡Dos cafés! —dijo detrás de él una voz que le inmovilizó.
Era Ada. Esperaba los dos cafés. Le miraba como aquel perrazo amarillento debía de mirar a su dueño. ¿Acaso esperaba algo de él? Él no podía hacer nada por ella. Ella pertenecía al pasado. Evitó su mirada y continuó su trabajo, llenando más platos, que dejaba en las bandejas.
Oyó en el comedor la voz de Eugene.
—La cuenta del 12.
Quería decir que Berthe había vuelto a su sitio junto a la ventana y que estaba haciendo números otra vez.
«… los síntomas comienzan una hora o dos después de la ingestión del tóxico…».
Era mejor que no estuviese presente. Incluso si iba a dormir la siesta al Cabanon, acudiría alguien a avisarle, y no estaba seguro de conservar la sangre fría. Porque era ya incapaz de mirar a Ada, que iba y venía silenciosamente, con el rostro sin expresión.
Buscaba una razón plausible para irse en cuanto los clientes estuvieran servidos. No la encontraba. Le faltaba lucidez. De repente, la figura de Berthe llenó la puerta. Había tres testigos: la señora Lavaud, Marie y Maubi, que estaba bebiendo.
—¿No olvidas el partido de fútbol? —le dijo Berthe con voz natural.
Murmuró:
—En seguida…
La señora Lavaud y Marie podían servir el café y colocar los merengues en los platos.
Berthe tenía razón. Era el momento de irse a Cannes, a mezclarse con la muchedumbre que asistía al partido de fútbol. Ella se encargaría de todo. Mejor así. Cuando regresara, todo habría terminado.
Y por otra parte, poco habría cambiado, ya que nunca habían dejado de dormir en la misma habitación.
Subió para ponerse una camisa blanca y un pantalón fresco, y para pasarse el peine mojado por los cabellos.
Salió por la parte de atrás, para no ver a Ada, y puso en marcha la camioneta tan precipitadamente que llegaba ya a la mitad de la pendiente cuando advirtió que no había soltado el freno.
Noland, 3 de julio de 1958