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A veces incluso se preguntaba, con un orgullo que le parecía legítimo, si alguien había preparado alguna vez un crimen con tanta lucidez y minucia como él lo estaba haciendo. Al principio evitaba esta palabra, pero un día se dio cuenta de que esto era como andar con la cabeza baja, avergonzado, y empezó a llamar a las cosas por su nombre.

Era una lástima, realmente, que nadie pudiera seguirle durante estos meses de preparativos, que nadie pudiera comprender la marcha de sus pensamientos, darse cuenta de los engranajes que una empresa como la suya ponía en marcha, pues cada vez tenía más la impresión de que estaba realizando una experiencia excepcional.

Desgraciadamente, él era el único que se veía vivir. Y si bien había dos mujeres que le espiaban, lo hacían desde un punto de vista muy distinto.

Desde su cambio de miradas durante la indisposición de Berthe, estaba convencido de que Ada lo sabía todo, de que había tenido la misma idea que él, y en el mismo momento. Pero en ella esto solo fue el súbito descubrimiento de una posibilidad, de una salida, y sin duda jamás se habría atrevido a pasar a la acción.

Desde que le veía pasar poco a poco a la etapa de realización, ella estaba menos segura de sí y a veces, en la hora de la siesta, se quedaba inerte en sus brazos, con el pensamiento en otra parte.

Él se daba cuenta y le susurraba:

—¡Ya no falta mucho, Ada!

La vez que vio que ella se estremecía de la cabeza a los pies, comprendió. Además, ella tuvo la franqueza de confesarle:

—Tengo miedo.

—¿De qué?

—No lo sé.

—No has de tener miedo. No hay nada que temer.

¿Sabes lo que quiere decir «legítima defensa»? Decía que sí con la cabeza.

—Pues bien, me encuentro en estado de legítima defensa. Se trata de ella o yo. ¿Acaso prefieres que sea yo?

Ella respondió que no, desde luego. Pero si le hablaba así no era para tranquilizarla o para justificarse, o para quitarle sus escrúpulos. Lo pensaba así realmente. Se trataba, en efecto, de Berthe o de él. Quizá no exactamente en este sentido, pero la cosa venía a ser lo mismo.

No era él quien había empezado. Él jamás había intentado oprimir a nadie. La prueba era que todo el mundo le apreciaba, mientras que Berthe seguía siendo, no solo una extraña, sino una enemiga.

Estaba defendiendo lo que en él era más precioso, ya se le llamara orgullo, amor propio o soberbia. Por su parte, sabía que no era orgulloso, que reclamaba simplemente que le dejaran vivir una vida de hombre.

Berthe seguía acechándole, por no decir espiándole, como había hecho siempre. Y esto, que tanto le había enfurecido en otro tiempo, antes de la decisión, servía ahora para aguijonearle.

No solo ella hacía así más inevitable la cosa, sino que la partida resultaba más difícil, y en consecuencia más apasionante.

La notaba intrigada por su cambio de humor y, cada vez que él canturreaba, no para molestarla, sino porque realmente estaba de buen humor, ella no evitaba un sobresalto, y luego clavaba los ojos en él, intentando comprender.

Diez veces al día entraba en la cocina, donde no tenía nada que hacer, y a veces abría el armario de las provisiones o el refrigerador, y levantaba las tapaderas de las cacerolas.

¿Pensaba en el veneno? Era verosímil. Y llegó un momento en que él fue más lejos y se preguntó si ella, por su parte, no deseaba también envenenarle. ¿No es el envenenamiento, en la mayoría de los casos, un crimen típico de mujer? Esto también lo había aprendido en Marsella.

Como él era dueño de la cocina, y raramente tomaba una comida regular, para ella hacerlo le resultaba más difícil que a él.

En cuanto a adivinar el porqué de sus gestos, de sus hechos, Berthe, por astuta que fuera, no lo conseguiría jamás.

Una casualidad —¿no está siempre la casualidad del lado de quien tiene razón?— le había hecho descubrir un nuevo texto, un libro que no había visto en las estanterías de la librería de Marsella y que se reveló mucho más preciso que los otros.

Una mañana, limpiando el pescado, se clavó una espina de rescaza entre la uña y la carne e intentó en vano quitada con la punta de un cuchillo, y luego con las pinzas. La señora Lavaud lo intentó también. Todo el mundo sabe, en el Midi, que las heridas causadas por la rescaza se infectan fácilmente.

Por la tarde, en vez de echar su siesta, decidió ir a ver al doctor Chouard, que tendría el instrumental requerido. Fue, pues, a Pégomas, y quedó sorprendido al ver el aspecto casi limpio de aquella casa, tan descuidada de ordinario. Llamó a la puerta. Una mujer de unos treinta años, frescachona y atractiva, a la que él no conocía, le abrió la puerta.

—¿Está el doctor?

—Es usted el dueño de La Bastide, ¿no?

Se preguntaba cómo lo habría reconocido, pero lo cierto es que le agradó.

—Entre. El doctor ha acompañado un enfermo al hospital, pero vendrá pronto.

Por lo visto, Chouard había sustituido a la vieja Paola, ya medio inútil, por esa joven guapetona, que había limpiado la casa de arriba a abajo. ¿Sería su amante? Era posible, incluso probable.

Y esta idea le gustó, porque, en el fondo, venía a demostrar…

Poco importaba lo que viniera a demostrar. Él se entendía. No se parecía a Chouard; era más joven, y además él no era un borracho. Sin embargo, existían entre ellos puntos comunes, o, más exactamente, podrían existir un día.

—Entre, señor Émile.

Por lo visto, la mujer también sabía su nombre. Y no lo dejó en aquella sala de espera casi lúgubre, sino que empujaba la puerta acolchada de la sala de consulta.

—Llamaré al hospital para decirle que está usted aquí.

Marcó el número. Era muy distinta de Ada, que parecía no haberse lavado jamás. Más bien llenita, con caderas y pantorrillas carnosas, olía a limpieza y a jabón. Sus labios se abrían en una sonrisa natural.

—¿El hospital de Broussailles? ¿Está el doctor Chouard…? Sí… Espero…

Le explicó a Émile:

—Al salir me dijo que volvía inmediatamente.

Y hablando por el teléfono:

—Oiga… ¿Es usted, señor…? Aquí Germaine… Es para saber si volverá pronto. Está aquí el señor Émile… De La Bastide, sí… ¿Cómo?

Se volvió hacia Émile.

—¿Es para usted?

Émile asintió.

—Dice que sí, que es para él… No, no tiene mucha prisa. Bien, se lo diré… —y colgó—. Llegará dentro de poco. Tomará el autobús en seguida. Yo voy a subir, a acabar de arreglar la habitación. Ahí encontrará revistas…

Los postigos estaban entornados, como en la mayoría de las casas del Midi, y la sombra era fresca. En las paredes había estanterías repletas de libros. Y su mirada cayó sobre un grueso tomo encuadernado en tela gris, con tejuelo azul, titulado Medicina legal judicial.

Deseando ver si hablaba de envenenamientos con arsénico, encontró en seguida textos mucho más explícitos que los de Marsella.

Aquí no había nadie para observarle Chouard tardaría una media hora en llegar a Pégomas en autobús, eso le daba a él tiempo suficiente para aprender lo que quería saber.

«… La forma más aguda (cólera arsenical) reviste el aspecto de una gastroenteritis coleriforme con vómitos dolorosos, alimentarios, luego biliosos y sanguinolentos a los que se añaden cólicos y diarrea abundante y serosa con gránulos riciformes, una sed muy intensa, constricción de la garganta, anuria, calambres, petequias, enfriamiento de las extremidades, hipotermia, y la debilidad e irregularidad del pulso llevan al colapso en pocas horas, veinticuatro como máximo…».

Le sorprendía entenderlo casi todo. «Riciforme» venía sin duda de «arroz». «Hipotermia» significaba descenso de la temperatura. Solo «anuria» y «petequias» guardaban cierto misterio.

Estos informes le confirmaron que los síntomas se parecían, aunque más graves, a los que Berthe había manifestado tras haber comido el cassoulet en conserva.

¿Y no había hablado el mismo Chouard de hígado enfermo y de vesícula biliar?

«Forma aguda.- Los síntomas se inician una o dos horas después de la ingestión del tóxico, en forma de trastornos gastrointestinales acompañados de una sensación de quemadura, sed ardiente y ptialismo…».

No entendía lo de «ptialismo», pero el resto lo comprendía perfectamente. Recorría las páginas, deteniéndose a veces en un párrafo y moviendo los labios como hacía cuando, en la escuela, aprendía las lecciones.

«La incertidumbre del diagnóstico explica la frecuencia de los envenenamientos en serie por el mismo individuo, que cree en la impunidad hasta el día en que la repetición de los mismos hechos, y su similitud, orientan el diagnóstico».

Esta frase era la más interesante de todas, pues venía a demostrar que si solo se envenenaba a una persona, y en condiciones favorables —y este era el caso de Berthe, que ya había manifestado síntomas similares—, y si se tomaban todas las precauciones posibles, no corría apenas riesgo.

Se aseguró de poner el libro en su sitio exacto, y abrió una revista para esperar el regreso de Chouard. Aunque su nueva sirvienta había puesto orden en la casa, quedaba, sin embargo, un olor persistente a vino en los pelos erizados y rojizos de la barba del doctor.

Le temblaba un poco la mano, con el temblor de los alcohólicos, mientras extraía la espina del pulgar de Émile.

—¿Todo va bien en casa? Hace mucho tiempo que no he estado allí.

Guiñó el ojo, con un movimiento de cabeza hacia la puerta, para explicar que era a causa de Germaine. Tenía fama de mujeriego, y se contaban historias de mujeres a las que había hecho desnudar sin necesidad. Incluso se había hablado de denunciarle ante el Colegio de Médicos.

Pero en la situación en que se hallaba, le era igual, todo le era igual; se reía de todo, con el aire de un fauno o de un sátiro, y era probable que creyera tan poco en la medicina como en la humanidad.

—¿Y cómo está su deliciosa Berthe?

La ironía con que subrayó la palabra «deliciosa» encantó a Émile.

—Un poco pachucha, como siempre. Unas veces se queja del estómago, otras del vientre o bien de la garganta.

Esto le dio una idea que puso en práctica ya entonces. Cuando iba a jugar a los bolos en Mouans-Sartoux, le pedían a veces noticias de su mujer, incluso aquellos que solo la conocían de vista. Incluso le habían puesto un apodo que algunos se arriesgaban a emplear ante él.

—¿Cómo está la nevera?

En lugar de responder distraídamente que estaba bien, encontraba ahora una frase que dejaba caer maquinalmente:

—Siempre con el hígado revuelto…

O bien:

—Los cólicos otra vez…

Y, para cambiar:

—Si hiciera caso al médico, solo comería pastas y legumbres hervidas…

Era el efecto de la gota de agua. ¿En qué publicidad se dice que cada gota cuenta? Un día estas frases las recordaría la gente y contribuiría a que se juzgara natural lo que iba a ocurrir.

Empleaba su técnica, y se hubiera podido creer que la refinaba con auténtico placer. Estaba convencido de que ninguna de las precauciones que tomaba era superflua.

Como todo el mundo, había leído en los periódicos las informaciones de algunos procesos de envenenadores. Nueve de cada diez veces, se lograba acusados descubriendo cómo se habían procurado el veneno.

En La Bastide había viñas, frutales y campos, y era normal que destruyeran los animales nocivos. Recientemente, la señora Lavaud había dicho que había ratas en la bodega.

Hubiera podido ir al farmacéutico de Mouans-Sartoux, al de Baraques, a cualquiera de Cannes, para comprar arsénico. Nadie se asombraría de ello.

Esto era lo que los demás habían hecho antes que él, y esto era lo que les había resultado fatal.

En el cobertizo de las herramientas había un producto a base de arsénico. Normalmente, Émile apenas ponía los pies allí, pero nada le impedía ir con cualquier pretexto, e incluso sin él, puesto que el cobertizo formaba parte de la propiedad.

Prefirió dejar pasar un tiempo. Y un incidente de dos años atrás le sirvió, puesto que era preciso servirse de todo. Un domingo que tenía prisa y se había quedado sin albahaca, fue a ver a Maubi.

—Hace meses que pido que reserven en el huerto un rincón para las plantas aromáticas. Pierdo el tiempo comprándolas en el mercado, como si no tuviéramos tierra para cultivarlas…

A partir de entonces, Maubi se contentó con plantar, cerca del muro bajo, unas matas de tomillo que no tardaron en morirse.

Émile eligió un domingo, cuando Berthe pasaba sus cuentas en el comedor, donde se sentaba siempre en la misma mesa, junto a la ventana. La puerta de la cocina estaba abierta, como de costumbre.

—¿Te has ocupado ya de la albahaca? —preguntó en voz alta a Maubi.

—Aún no, pero…

—Déjalo. Ya me encargaré yo…

Todos sabían que era mañoso. Se sabía también que sabía trabajar la tierra y que un año fue él quien sulfató las viñas.

—Voy a preparar el terreno. Mañana visitaré los viveros…

Era divertido. Berthe escuchaba. ¿Se preguntaría qué estaba preparando? Por astuta que fuese, era difícil que lo adivinara.

Recientemente, había preparado un poco de tierra, lo que le permitió entrar en la cabaña para coger las herramientas necesarias.

No fingía. Cuidaba su trabajo. Encontró unos marcos de ventana que no servían para nada desde hacía tiempo y que ya no tenían cristales, y decidió preparar un invernadero.

Así dispondría durante todo el invierno de perejil, perifollo, cebollinos, acederas y verdolaga.

La caja de hojalata estaba llena de pasta arsenical, y extrajo de ella poco más de un centímetro cúbico, que envolvió con papel parafinado antes de metérselo en el bolsillo.

En la cocina tenía que ser prudente, no solo a causa de la señora Lavaud, que casi siempre estaba allí, sino también por Berthe que, sin hacer ruido, aparecía en cualquier momento con una expresión falsamente inocente.

Descubrió, no obstante, como hacer una bolita de carne y agregarle la pasta grisácea, y se la llevó una tarde.

Tenía pensado ir a Mouans-Sartoux para comprar cristales y masilla para reparar el invernadero.

De hecho, al no querer dejar nada al azar, había decidido intentar un experimento. Los tratados sobre venenos decían que la dosis mortal era 0,20 g, pero se trataba en esos casos del producto puro, no de compuestos, y ahora no era este el caso.

Antes de llegar a Mouans-Sartoux, no lejos de la casa de Pascali, había, junto al camino, una cabaña habitada por un viejo que trabajaba en la cantera. Era viudo y vivía solo con su perro, un animal grande y amarillento que apenas podía andar y que estaba medio ciego.

Émile le había visto muchas veces junto a la carretera, tumbado en la sombra, con los ojos enrojecidos, levantándose de mala gana para desplazase más allá cuando el sol llegaba a él.

El seto era alto y ancho, y cerca de la casa no había nada que impidiera ver si había gente en la viña.

Al pasar, se aseguró de que los alrededores estuvieran desiertos y, sin aminorar el paso, lanzó la bolita que cayó casi a los pies del perro.

Compró los cristales y el mastic, y aprovechó la ocasión para jugar una partida de petanca con el dueño del Escudo de Oro. El cartero y el remendón formaban parte de la partida. El tiempo era hermoso, casi fresco, y se bebió dos vasos de vino blanco antes de volver a La Bastide.

Vio al perro otra vez. La bolita de carne había desaparecido.

Al día siguiente, el perro estaba en su lugar habitual. También al otro día. Repitió el experimento y le dio el mismo resultado. Era evidente que el arsénico que contenía aquel producto era una dosis demasiado débil. Sabía cómo remediar el fallo, pero ello presentaba nuevas complicaciones, más labor de tanteo, y por ello, dos días más tarde, empezó a encender fuego, por la tarde, en la chimenea del Cabanon.

Aunque rara vez lo hacía, la cosa no tenía nada de extraordinario. La casita era fría y húmeda, y abrían solo muy de vez en cuando los postigos.

Era natural que, para la siesta, quemara unos sarmientos para templar la atmósfera del lugar.

—Creo que voy a encender un poco el fuego…

Hablaba siempre en la cocina, y cuando sabía que Berthe estaba en la habitación contigua.

—Hace tiempo que no han limpiado la chimenea y lo llenará todo de humo.

Por unos momentos, pudo creer que así iba a suceder. El humo se difundía a nivel del suelo, pero utilizó el fuelle y, cuando la llama fue lo bastante alta, el tiro se estableció bruscamente, con una sorda detonación.

No podía utilizar una de las cacerolas de la cocina. Tampoco se atrevía a comprar una pequeña cacerola de aluminio en un bazar.

Solo este experimento le tuvo ocupado durante quince días. Encontró una lata vieja de conservas con su tapa abierta con toda pulcritud, y decidió utilizarla como recipiente. En lugar de dormir, y, desde luego, sin haberle hecho a Ada la señal convenida, se entregó a su tarea.

Primero, añadió un poco de agua a la pasta arsenical. Luego lo hirvió todo a fuego lento, hasta que en el fondo de la lata solo quedó un poco de materia blanquecina.

La recogió con una astilla, la mezcló con un poco de carne picada y lanzó otra vez la bolita al perro.

Mientras, había plantado en el invernadero para justificar sus idas y venidas. Todo se encadenaba, sin arriesgar jamás un gesto equívoco.

La dosis no era aún lo bastante fuerte. Estuvo a punto de desanimarse al ver al día siguiente al perro en su sitio, y empezó a sentir odio contra aquel viejo can que se negaba a morir.

Volvió a empezar, no inmediatamente, sino tres días más tarde, y se fue de pesca, cosa habitual en él en esta estación.

Obtuvo al fin, haciendo reducir repetidamente la mezcla, un polvillo de reflejos metálicos y, al día siguiente, al no ver al perro, comprendió que lo había logrado.

Tampoco lo vio en los días siguientes.

Fue a jugar a los bolos casi todas las tardes, porque esta era la manera de saber si circulaban rumores sobre la muerte del animal.

Si el propietario del perro sospechara que lo habían envenenado, no dejaría de decirlo y el rumor se extendería por el pueblo. Siempre le habría dicho alguien:

—Han envenenado al perro del viejo Manuel.

Nada. Ni una palabra. Solo un poco de tierra recientemente removida en el huerto, al otro lado de la casa.

Esto quería decir que la muerte del animal había parecido natural.

Quedaba un experimento por intentar, el más desagradable, y era necesario esperar al domingo. Los libros que había consultado hablaban del sabor, del olor que, en muchos casos, había provocado las sospechas de la persona a la que alguien pensaba envenenar.

Una vez, en Escocia, el arsénico fue añadido a un chocolate muy caliente, y la víctima no notó nada. Pero Berthe no tomaba chocolate, ni tomaba nada caliente. El libro insistía sobre el hecho de que el chocolate estaba muy caliente.

Hablaban también los libros de un olor a ajo, que se notaba luego en los vómitos y en las deyecciones.

Pero había un plato que le gustaba especialmente a Berthe, y que era precisamente la especialidad de La Bastide, que todos los clientes reclamaban y que figuraba al menos una vez por semana en el menú, los domingos: el arroz con calamares.

Cuando él ideó la receta —en realidad, lo que hizo fue mejorar la que le habían dado— no podía figurarse que un día le sería preciosa. Con esto ocurría como con las hierbas, o con la costumbre que tenía de echar una siesta en el Cabanon. Todo acababa por ser útil. Se habría dicho que una providencia…

Dejó pasar tres domingos, pues no era tan fácil como parecía sustraer una ración de arroz sin que nadie se diera cuenta.

Utilizando la experiencia adquirida con el perro, midió una cantidad de polvos y la mezcló con el arroz impregnado en salsa. Al principio, subsistieron unos puntitos brillantes. Luego, poco a poco, se integraron en la tinta de los calamares, que constituía la base de la salsa.

Émile quería asegurarse de que el plato no tuviera olor, ni nada de equívoco en su aspecto. Era indispensable, pues, probarlo.

Desde luego, tomó solo una pizca, y tuvo el valor de no escupirlo. El arroz no tenía ningún gusto sospechoso. Quedaba por saber si se encontraría mal, y se echó a la sombra, atento a las reacciones de su estómago.

¿Representó algún papel la imaginación? No podía decido con certeza. El caso es que en seguida sintió náuseas. Se esforzó en no vomitar y, hacia las cinco, reanudó su trabajo habitual, con unas gotas de sudor perlándole la frente.

Dos o tres veces se miró de reojo en el espejo y no cabía duda de que estaba pálido.

Era en febrero. Había pasado casi todo el invierno, y tenía preparado bastante polvo para volver a empezar si le fallaba la primera vez.

Ahora, rematados los detalles materiales, se ocupaba de los otros detalles, fijando la fecha, por ejemplo, y luego ensayando la expresión y los gestos.

Un incidente le inquietó por unos momentos, pues sus consecuencias hubieran podido cambiar muchas cosas. No solo la señora Maubi ayudaba en la cocina durante la estación, sino que, durante el resto del año, era ella quien reemplazaba a la señora Lavaud en su día libre. La señora Maubi era una mujer gruesa, de pies sensibles, y al llegar a la casa cambiaba sus zapatos por unas zapatillas de fieltro. En verano se quitaba el vestido y se ponía una blusa de cuadritos negros y blancos. Llevaba siempre zapatillas y blusa en una bolsa de paja trenzada, como las que utilizan las mujeres del Midi para ir al mercado.

Berthe jamás se había fijado en los detalles que formaban parte de la rutina de la casa. Dos o tres veces, fue él quien tuvo que advertir:

—¡Vaya! Solo quedan tres latas de sardinas…

O bien:

—Creía haber dejado salchichón en el frigorífico… Una tarde, acodado en el mostrador del bar, mientras bebía un vaso de vino con el cartero, oyó en la cocina la voz de Berthe:

—Un momento, por favor, señora Maubi.

El «por favor» le llamó la atención y, mientras miraba al cartero con aire distraído, escuchó.

—Me gustaría echar un vistazo a su bolsa…

—Pero, señora…

Debió de unir la acción a la palabra, pues la señora Maubi protestaba:

—No tiene usted derecho. Le prohíbo que… Berthe era más fuerte de lo que ella creía, e impuso su fuerza.

—Me quejaré al alcalde. ¿Cree que porque es la dueña puede hacer lo que quiera?

—¿Ah, sí? ¿Y esto? ¿Ahora también irá a quejarse al alcalde?

El cartero, que no había oído nada, dirigió a Émile un guiño cómplice.

—Una lata de atún, una lata de foie gras, un pedazo de mantequilla, una lata de melocotón en almíbar. Soy yo quien irá a ver a la policía…

—¿Sería capaz de hacerlo?

—Estoy en mi derecho, ¿no? Hace mucho tiempo que la vengo observando, pero quería estar segura.

¿Es que no se le da bastante de comer en casa?

—No es para mí.

La señora Maubi hablaba con voz seca. No pedía perdón, no se excusaba.

—Es para mi hija, que se ha casado con un holgazán y mi marido no quiere ayudarla porque se casó sin su consentimiento…

—Tampoco me incumbe a mí alimentarla. Puede irse. Maubi seguirá trabajando para nosotros, pero a usted no quiero volverla a ver en la casa. ¿Entendido?

—¿Se lo dirá?

—¿A quién?

—A mi marido.

Hubo un silencio. Berthe debía de pensar que, si bien la mujer era fácil de reemplazar, un jardinero nuevo le costaría mucho más caro.

—Le diré que ya no la necesito.

—¿Nada más?

—Ya puede irse. Pero antes deje en su sitio lo que ha robado.

No se volvió a ver a la señora Maubi, como no fuera de lejos, y si su marido sospechó la verdad de lo que ocurrió, no lo dejó traslucir. También él se aferraba a La Bastide, donde trabajaba ya antes de que llegase Gros-Louis. Émile se sintió aliviado, pues un trastorno en la casa podía desbaratar sus planes. Berthe no le habló de nada. Era un asunto que no le concernía. A la mañana siguiente, la oyó telefonear a Cannes, a una agencia de colocaciones. No importa… Con o sin alojamiento… No necesita conocimientos especiales… Es para trabajos corrientes… Berthe parecía decidida a contratar otra persona, lo cual, con la clientela en continuo aumento, comenzaba a ser necesario.

Vino primero una polaca fuerte como una mula, que miró la cocina como si fuese un enemigo con el que tuviese que medir las fuerzas. Una hora después, ya estaba arrodillada enjabonando el suelo con un cepillo.

Le habían destinado un cuartito en la buhardilla, contiguo al que ocupaba Ada. De noche se la oyó ir y venir, y Émile sabía que Berthe, igual que él, estaba escuchando. Después, cesaron los ruidos. No se oyeron pasos en la escalera, ni se oyó abrir y cerrar ninguna puerta. Pero, a la mañana siguiente, la cama estaba vacía. Para que nadie se percatase, la mujer se había escapado por la ventana.

Berthe telefoneó de nuevo. La agencia envió otra mujer, de unos treinta años, que bizqueaba y siempre parecía a punto de echarse a llorar.

Sin embargo, fue la que se quedó. Tenía dos buenas cualidades: era una trabajadora eficaz, y, sobre todo, bajaba dócilmente los ojos cada vez que Berthe le dirigía la palabra.

En definitiva, hubo pocos cambios, excepto que la recién llegada, llamada Berthe, y a la que le cambiaron el nombre por el de Marie, siempre encontraba la manera de levantarse, sin despertador, antes que nadie, y presentarse siempre la primera abajo. La señora Lavaud no cambió ninguna de sus costumbres, y se limitaba a encogerse de hombros, de vez en cuando, al contemplar el poco agraciado semblante de aquella que le imponían como compañera.

Se acercaba la Semana Santa. Tenían dos huéspedes, y algunos más habían reservado habitaciones por carta.

Era preferible que hubiese animación, ya que así la espera parecía menos corta. Ada, sobre todo, estaba muy nerviosa, y, aunque los demás no advirtiesen nada, Émile, que empezaba a conocerla, advertía en ella unas actitudes propias de la gata que va a procrear. Llegaba incluso a vagar, como ausente.

—¿En qué piensas, Ada?

—En nada, señora.

Para animarla, él le hacía una seña, después de comer. Ella tenía una manera peculiar de abrazarle, con una curiosa humildad. Se hubiese dicho cada vez que le pedía permiso para hacerlo, y casi se esperaba oída ronronear de felicidad cuando lo conseguía. Sin embargo, un estremecimiento la recorría cada vez con mayor frecuencia, cuando permanecía inmóvil, con los ojos abiertos. Para animarla, él le decía:

—Solo dos meses.

Y después solo seis semanas, un mes.

Si le hubiesen preguntado a Émile cómo pensaba organizar su vida con ella, una vez terminado todo, no habría sabido qué contestar. No pensaba en ello, en realidad.

Desde luego, Ada era parte importante de su plan, ya que había formado parte del comienzo de todo. No pensaba separarse de ella, y sin duda conservaba la misma importancia que al principio.

Por lo menos, así lo creía él. Constituía parte de su vida, presente y futura, aunque ignorase en qué concepto.

Era en cierto modo como si Ada hubiera quedado rebasada. La partida no se jugaba ya en el mismo terreno. O quizá, por culpa de Berthe, Ada había adquirido en un determinado momento más importancia de la normal.

Pensaba también que ya no tendría que ir a dormir la siesta al Cabanon y que Ada se acostaría con él en la cama grande, arriba, que subirían juntos, sin esconderse de nadie.

Pero no eran esas imágenes las que le daban fuerzas para seguir adelante su plan, sino más bien otras del pasado, de un pasado incluso del que Ada todavía no formaba parte.

Pero ya no se trataba de causas y motivos, y menos de excusas. Era un asunto de vida o muerte, a resolver entre Berthe y él, y urgía que uno de los dos ganara la partida.

¿Quién sabía si Berthe no tramaba algo, a su vez? No se había adaptado de buen grado a aquella situación. Una rabia fría debía corroerla de la mañana a la noche, y nadie se acostumbraba a esto.

No decía nada ni se quejaba. Ni siquiera había hablado de ello a su madre. Por orgullo.

Pero, por orgullo también, debía de desear a cualquier precio que la situación cambiase.

Él desconfiaba y evitaba comer cualquier cosa, lo cual le resultaba más fácil que a ella. En esto, su posición era privilegiada. Era él quien reinaba en la cocina y tenía todo el tiempo que quisiera para madurar su plan.

En Semana Santa sería prematuro, ya que alrededor de ellos no habría suficiente desorden. Y el desorden era una de sus bazas. No se reacciona igual un domingo tranquilo que uno en que hay cuarenta clientes en la terraza, y el bar y todos los rincones de la casa están llenos.

Había que franquear, sin impaciencia, la calma chicha que seguiría a las fiestas, esperar la llegada de la primera oleada de clientes.

A veces, se sentía cansado. Era fatal. Sabía, sin embargo, que pocas personas hubiesen tenido la paciencia de esperar, como él, diez meses, once meses casi, preparando su plan bajo la desconfiada mirada de Berthe, durmiendo cada noche con ella en su cama, sin traicionarse una sola vez.

¿No era natural lamentarse de que no hubiera testigos?