Todavía tendría que atravesar, con la cabeza turbia, un período de agitación incoherente. Estaban en plena temporada, con todas las habitaciones llenas, todas las mesas de la terraza ocupadas, y a veces los que llegaban tenían que esperar en el bar hasta que quedara una mesa libre.
Además del camarero que Berthe había hecho venir de Lyon, un tal Jean-Claude, demasiado rubio y que movía las caderas como una mujer, habían contratado a un muchacho de la comarca, de pelo hirsuto y uñas negras, y Maubi venía también a echar una mano.
En la cocina, Émile se secaba de vez en cuando con un trapo la frente cubierta de sudor, tan abundante que acababa por impedirle la visión, y la pausa entre la preparación de las comidas se hacía cada vez más corta. No iba ya en barca, ni a jugar a los bolos, y a través de toda esta agitación seguía pensando, cuando podía, en sus asuntos personales.
Como decía uno de sus colegas, en el sótano del hotel de Vichy, había que alimentar la máquina, allí estaban como en una fábrica. En lugar de echar carbón a la caldera, llenaban infatigablemente los montacargas para los «maîtres» y los jefes del comedor que esperaban arriba y se precipitaban seguidamente hacia las mesas.
Se daba cuenta de que la señora Lavaud le observaba y lanzaba al vuelo cualquier nueva señal de nerviosismo por su parte.
Todo el mundo, desde luego, se había dado cuenta de que Berthe y él solo se dirigían la palabra en lo más estrictamente indispensable, con una voz neutra, una voz de cartón, pensaba él. ¿Acaso no llevaban también máscaras de cartón en la cara?
¿Qué le impedía sentirse satisfecho? Casi todas las tardes, incluso cuando no lo deseaba, le hacía la señal a Ada y ella iba al Cabanon y, maquinalmente, porque para eso la llamaba él al principio, empezaba por quitarse la ropa.
—Acuéstate.
Había leído que los monos se acurrucan unos contra otros para dormir, a veces familias enteras, sin distinción de sexo, y que no lo hacen para darse calor, pues viven en el corazón de África. ¿Sería para tranquilizarse? ¿Por necesidad de contacto?
En cautividad, cuando intentaban separarlos por la noche, se enfurecían y, en un libro que le había caído en mano, decía que algunos incluso se dejaban morir.
Rudo, feroz, se pegaba a Ada, con la mano en su espalda, en su hombro, en su vientre, en cualquier lugar, pues esto no tenía importancia, y se esforzaba en adormecerse mientras ella mantenía la respiración como en suspenso.
Algo le acosaba interiormente, y se planteaba cuestiones a las que no encontraba, o no quería encontrar, respuesta satisfactoria.
Por ejemplo, si las cosas hubieran ocurrido de manera distinta, y si, contra toda verosimilitud, Berthe se hubiera marchado dejándole en libertad, ¿se habría casado con Ada?
La respuesta hubiera debido acudir a él inmediatamente, y sin embargo esto no ocurría. A veces, incluso se preguntaba si la amaba, y esta pregunta le hacía enfurecerse consigo mismo.
Ada no le juzgaba, no le espiaba para corregirle, para convertirlo en un hombre tal como ella hubiera deseado que fuese. Si se mostraba atenta a sus gestos, a sus miradas, al pliegue de sus labios, era para adivinar sus deseos y hacer lo que pudiera para que fuese feliz.
Por su parte, ¿estaba seguro de considerada completamente como un ser humano? No tenía nada que decirle, se limitaba a acariciarla, y a ella esto le bastaba, como si fuera un animal.
No la abandonaría jamás, porque la necesitaba, especialmente ahora. Berthe, sabiamente, los había puesto a los dos en una situación a la vez penosa y ridícula.
No tenían derecho a marcharse. Podían acariciarse a escondidas, cuando todo el mundo, sin duda, estaba al corriente. Pero ante la gente ni siquiera tenía derecho a mirarla.
Estaba prisionero como un insecto en el extremo de un hilo, y era Berthe, con su aire de dignidad melancólica, quien sostenía el otro extremo.
Acudía a su memoria otra expresión religiosa, pese a que, desde que dejó La Vendée, no iba a misa y la religión nunca le había preocupado demasiado. Y esta expresión tenía para él como un valor de encantamiento.
Estaba en el limbo. Formaba parte de la casa sin tener en ella su lugar, era el amo sin poseer los derechos como tal y amaba sin estar seguro de amar.
Sí, ya no tenía necesidad de engañar como antes, pero al fin y al cabo todo venía a ser lo mismo.
¿Había quizá otra palabra más exacta? ¿No era como si Berthe, en el momento en que decidió su futuro, lo hubiera excomulgado?
Llegaba a sospechar en la gente que le rodea ideas que sin duda no se le ocurrían. Cuando Pascali venía a beber su vaso de vino, Émile se preguntaba qué había tras su cabeza de apóstol de vidriera gótica o de salteador de caminos, pues el albañil tanto hubiera podido ser lo uno como lo otro.
¿Por qué un día Pascali apareció en La Bastide con su hija, que entonces solo era una chiquilla? Y la había confiado a Émile, no a Berthe. Y Pascali debía de conocer a los hombres. ¿Acaso cada vez que aparecía en la cocina no lo hacía solo para saber qué hacían Émile y Ada? ¿No lo había adivinado él todo, y no había sucedido lo que él quería? Así, Ada no andaba por los bailes o las calles de Mouans-Sartoux, pasando de los brazos de un muchacho a los de otro, con el peligro de volver un día encinta a casa.
Todo esto era probablemente falso, pero durante semanas Émile pensó en ello como cuando se tiene fiebre, dilatando los contornos de las cosas o creando otras. En ciertos momentos dudaba de sí mismo, hasta el punto de preguntarse si no era él quien se equivocaba y Berthe quien tenía razón.
Era imposible que aquello durara. Un hombre, dicen, puede vivir mucho tiempo sin comer ni beber, pero es más difícil que viva sin su orgullo, y a él se lo había arrebatado su mujer.
No se lo perdonaría jamás.
¿Cuánto tiempo duró este período, el más penoso de todos? El tiempo, más o menos, de una verdadera enfermedad: tres o cuatro semanas. Ya no tenía puntos de referencia, no contaba los días.
Y al fin salió de esta situación de una manera imprevista. Ocurrió en e! domingo más caluroso del año, con las carreteras abarrotadas de automóviles, las playas llenas, la gente tomando al asalto, en Cannes, los restaurantes, donde era imposible servir a todo el mundo.
Había clientes en shorts, mujeres en trajes de baño, niños que lloraban, y Jean-Claude no cesaba de descorchar botellas de rosado. Unos reclamaban bolos para jugar una partida al pie de la terraza, otros querían bocadillos para ir a comérselos en la montaña.
Como todos los domingos, había puesto en el menú la bullabesa y arroz con calamares, pero no había podido lograr de los pescadores todo el pescado necesario. Había pierna de ternera al horno, y carne en e! refrigerador.
A las doce, la terraza ya estaba casi llena y, en el momento en que Berthe iba a sentarse a la mesa en su rincón habitual, se detuvieron ante la puerta dos grandes coches americanos, de los que se apeó una docena de personas.
—¿Podemos comer?
Jean-Claude vino a avisarle:
—Doce más a comer.
La pierna de ternera sangraba sobre la mesa, humeaban las cacerolas, el aire olía a pescado, a ajo, a aceite hirviendo.
—Anuncia que no habrá bullabesa ni arroz con calamares para todos.
Berthe servía un aperitivo a los que acababan de llegar. La gente reía, hablaba a gritos, iba y venía, y Maubi tenía que bajar a la bodega constantemente.
—La señora pregunta qué puede comer.
Hubiera debido apartar una ración de arroz, pues era su plato preferido, el que comía todos los domingos, pero no lo había hecho. La carne se acababa también. Ya estaba cortando la que había reservado para la cena.
—Dile si quiere que le abra una lata de conserva.
También el personal comería conservas. No sería la primera vez.
—¿Qué te ha dicho?
—Que quiere cassoulet.
Como conservas, aparte de sardinas, atún y frutas en almíbar, tenían sobre todo cassoulet y choucroute garnie. No era aquella la estación propia para comerla, pero no había posibilidad de elección.
Abrió el armario y eligió una de las latas de dos litros de las que se venden a los restaurantes. La etiqueta estaba picada de herrumbre y la miró sin darle importancia, pues era algo que ocurre frecuentemente.
Eran más de las tres cuando se vació al fin la terraza y disminuyó la agitación. Émile, que había andado picoteando una anchoa por aquí, una aceituna o un trozo de pan por allá, no tenía hambre, y se quitó el gorro y el delantal, y vació un vaso de vino antes de ir al Cabanon.
No hizo la señal convenida a Ada. Apenas la había visto en el barullo del día. En la cocina, el personal empezaba a comer antes de ponerse a lavar la montaña de platos.
Esta vez se durmió, agotado. No había cerrado la puerta con llave. Tardó un momento en despertar cuando le sacudieron por los hombros, y no comprendió lo que pasaba al ver a Jean-Claude, con su chaqueta blanca, inclinado sobre él.
—Señor Émile… Señor Émile… ¡Venga en seguida!
—¿Qué pasa?
—La señora…
Creyó al principio que se trataba de un accidente, quizá de una disputa con algún cliente.
—Está muy enferma. Dice que se muere.
—¿Y ella ha pedido que me llamen?
—No lo sé. No he subido.
Atravesó una zona de sol y reencontró la sombra de la casa, y Ada, de pie en la escalera. Sus ojos se encontraron y le pareció que la mirada de la joven era más intensa que de costumbre.
—¿Quién está arriba con ella?
—La señora Lavaud y la mujer de Maubi.
Subió, y en ese momento habría sido incapaz de decir lo que deseaba. Vio a Berthe inclinada sobre una palangana, junto a la cama, con el rostro enrojecido, intentando en vano vomitar.
—Es necesario… Haga otro esfuerzo —decía la señora Lavaud—. Métase el dedo en la boca…
Berthe tenía los párpados llenos de lágrimas. Al ver a Émile, balbuceó:
—Voy a morirme…
—¿Alguien ha telefoneado al médico?
—Ya sabe que el doctor Guerini está en el mar —respondió la señora Maubi—. Es domingo…
—¿Y Chouard?
—Creo que le ha telefoneado mi marido.
Bajó, sin saber dónde meterse.
—Debe ser el cassoulet y el calor —explicaba Maubi—. Una vez enfermaron todos los invitados de una boda, por comer foie gras. Hubo dos muertos…
—¿Estaba Chouard en casa?
—Dormía.
No tardó en llegar, pedaleando en su bicicleta por la cuesta, pues no se atrevía a conducir un automóvil.
—¿Qué ha comido?
—Había muchos clientes. Abrí una lata de cassoulet.
—¿Alguien más ha comido de esa lata?
No estaba seguro. Se volvió hacia Maubi, que asintió con la cabeza.
—Todos los de la cocina.
—¿Y nadie más se encuentra mal?
Chouard subió. Émile no le siguió; se sentó en la primera silla que encontró y se arrellanó en ella.
—De repente, oímos gemidos —explicaba Maubi—. Luego una voz pidió socorro…
Los ojos de Émile se encontraron con los de Ada.
¿Acaso iba todo a arreglarse, de improviso, en el momento en que menos lo esperaban?
No se apiadaba de Berthe. Tampoco le inspiró compasión Gros-Louis, cuando este murió. En Champagné, de niño, se había acostumbrado a la muerte de personas y animales e incluso había ayudado a su padre a matar una ternera o un cerdo en el patio, y, muy pequeño todavía, había aprendido a degollar pollos y patos.
Lo que notaba era una especie de sensación de paz, un alivio repentino.
Su fiebre disminuía. Miraba a su alrededor con ojos de nuevo lúcidos, y se decía: «No debo adoptar un aire indiferente, ni, mucho menos, parecer aliviado».
Para hacer algo, fue a la cocina.
—¿Dónde habéis puesto la lata vacía?
—En la basura.
Fue a cogerla él mismo, rebuscando sin remilgos entre los restos de comida y las tripas de pescado. Poco después, depositó la lata en la mesa, tras olerla.
—No huele mal.
Tenía huellas de herrumbre, pero, a causa del clima, la mayor parte de las latas del armario mostraban las mismas manchas. También Ada parecía más a sus anchas, pero quizá se debiera a verle con una expresión menos tensa. Fue a servirse un vaso de aguardiente y tendió otro a la señora Lavaud, que acababa de bajar y que se sostenía el pecho como si fuera a enfermar.
—Bébase esto.
—No es el cassoulet lo que me da miedo. Mi estómago digiere cualquier cosa. Es verla así…
—¿Qué hace el médico?
—Ha pedido agua caliente, mucha agua caliente. La he sacado del baño, y ahora…
Los pocos clientes que había en la terraza preguntaban qué ocurría y Jean-Claude no sabía qué contestar.
—Diles que la dueña no se encuentra bien.
Volvía a sentir impaciencia y acabó por subir la escalera para escuchar junto a la puerta. Solo se oían hipos y el agua que se vertía en la palangana, a veces, la voz de Chouard que repetía:
—Tranquila… No se crispe… No tenga miedo… Él mismo, a esta hora del día, no debía de estar tampoco muy en forma. Arrancado de su siesta, padecía seguramente su resaca, y Émile fue a buscarle un vaso de aguardiente y entreabrió la puerta.
—Para usted, doctor.
Habían desnudado a Berthe, y solo una toalla le cubría el vientre. Sentada en una silla, doblada por la cintura y con la boca abierta, miraba fijamente la palangana colocada a sus pies, pero tuvo tiempo de levantar la mirada hacia su marido.
Él prefirió cerrar la puerta de nuevo, palideciendo. No sabía a dónde ir y, después de un cuarto de hora que pasó yendo del comedor a la terraza y de la terraza a la cocina, decidió empezar a preparar la cena.
Cuando oyó al fin los pasos de Chouard en la escalera, se dirigió hacia él, con el gorro puesto, y cogió maquinalmente la botella de coñac.
—¿Cómo está?
—Le he puesto una inyección y empieza a dormirse. Por un momento pensé en llevarla al hospital o a una clínica, pero esta mañana he tenido que hospitalizar urgentemente a un chiquillo y no encontré una cama libre en Cannes, ni siquiera en Niza. Hubo tantos accidentes de auto, insolaciones y cortes de digestión…
Chouard preguntó a su vez:
—¿Y los otros?
—Nadie del personal se queja de nada.
Para evitar el esfuerzo de afeitarse, Chouard llevaba barba completa, rojiza, y tenía unas cejas enormes y enmarañadas.
—Su padre —dijo, después de vaciar la copa de coñac— era casi tan borracho como yo, y también su abuelo. Ha heredado un hígado estropeado, incapaz de eliminar las toxinas, y no me extrañaría que un día u otro fuera preciso extirparle la vesícula biliar.
Émile no sabía qué hacía Ada en la habitación, pero allí estaba.
En el espacio de un segundo, sus miradas se cruzaron nuevamente.
—¿Saldrá de esta? —preguntó.
—Hoy, sí. Pero la próxima vez, no estoy tan seguro.
Chouard se encogió de hombros.
—Siempre ocurre lo mismo. Tendría que seguir un régimen severo, pero no lo hará. Un día comerá de un plato que no le sentará bien y…
La casa estaba tan tranquila, después de la agitación del día, que se habría podido creer que era una iglesia.
Ada seguía allí, esperando Dios sabía qué, y, como si tomara una decisión súbita, Émile la miró con insistencia, como para transmitirle un mensaje, y luego parpadeó dos o tres veces.
Habían pasado once meses desde entonces, y ni una sola vez sintió la tentación de volver sobre ello. A causa de este incidente fortuito, había llegado inesperadamente a una conclusión, y no veía otra manera de zafarse.
De golpe, había recobrado una cierta paz interior. Incluso había dormido aquella noche, como las siguientes, al lado de Berthe. Cuando ella se despertó, hacia las tres de la madrugada, la ayudó a ir al cuarto de baño, y esperó para acompañada hasta la cama.
Al día siguiente, ella le dijo con una voz aún débil:
—Gracias por haberme cuidado.
No le conmovió. Había doblado un cabo, y apenas se daba cuenta: todo lo que había pasado antes carecía de importancia. Ya no se hacía preguntas. Más exactamente, las preguntas que se hacía ahora eran precisas, incapaces de turbarle, preguntas técnicas en cierto modo. Por ejemplo, había descubierto que ello tendría que ocurrir en domingo, para que el doctor Guerini estuviera en el mar con su barco y llamaran a Chouard.
La temporada ya estaba muy avanzada. Pronto volverían los turistas a sus casas y la calma del otoño, y luego la del invierno, harían que la cosa resultara más difícil, demasiado evidente.
Aquel domingo hubiera podido morir Berthe sin que los clientes se dieran cuenta, y el entierro, al cabo de tres días, no habría provocado ningún comentario especial.
—Lo que no comprendo es que solo yo enfermara.
—Ya lo ha dicho Chouard: a causa de tu hígado.
Se quedó en la cama todo el lunes, pero, por la noche bajó para hacer las facturas de los clientes que se iban.
Él no había dicho nada a nadie, ni siquiera a Ada. Entre ella y él no había habido más que una mirada, y Berthe no estaba presente.
Pero habría jurado que, a partir de entonces, Berthe sospechaba algo. Desde luego, siempre había espiado a su marido, pero ahora lo hacía como si la obsesionara una idea fija.
¿Creería que él había intentado envenenarla? Supo que ella hizo preguntas en la cocina, y que se había hecho enseñar la lata de cassoulet.
Esto no inquietaba a Émile, pues a ella no le faltaría tiempo para tranquilizarse, para olvidar. Y cuando él realizara lo que estaba decidido a hacer, esperaba que ella no tuviera posibilidad de hablar.
Antes del incidente del cassoulet, ya había pensado en una solución casi análoga, pero la solución era mala y la había rechazado sin insistir.
Su idea, en definitiva, consistía en llevarse a Berthe al mar con él. Ella no sabía nadar. Elegiría un día de mistral y la llevaría ante las islas, mar adentro. Al regresar, bastaría explicar que se había asomado por la borda y había perdido pie.
Era una mala idea. Él era un buen nadador y todos se preguntarían por qué no la había salvado. Además, le costaría mucho convencer a su mujer, desconfiada como era, de que la acompañara a dar un paseo en barca.
Como mínimo, habría que acostumbrarla a ir con él de pesca, llevarla a menudo, primero en días tranquilos, y luego, poco a poco, con el mar agitado.
Esta idea la abandonó al cabo de un tiempo. No había sido ni siquiera un proyecto, solo una especie de sueño estando despierto.
Como también —pero esta era aún más ridícula— la de limpiar la pistola ante ella, o el fusil de caza. A menudo se leen en los periódicos relatos de accidentes de este tipo. Émile diría que no sabía que el arma estuviera cargada.
También la había desechado y estaba, en definitiva, casi resignado, cuando Chouard le proporcionó la solución sin darse cuenta.
Ahora, la puesta a punto de su plan le ocupaba lo bastante como para no pensar en otra cosa y para que su vida le resultara casi agradable.
Cuando Ada iba con él al Cabanon, no le hablaba de nada, pero, al tomarla en sus brazos, se mostraba tranquilo, sonriente. Se limitaba a decir:
—Estoy contento.
Pasó un mes antes de que le dijera al oído:
—Un día, estaremos los dos en la gran cama de arriba, como cuando «ella» estaba en Luçon.
No quería dejar nada al azar, y por ello evitaba ir a la biblioteca de Cannes o a la de Niza. No compraría los libros que necesitaba, pues ello resultaría peligroso.
Para ir a Marsella, donde nadie le conocía, tenía que esperar el final de la temporada, y hasta entonces se esforzó en no precisar su plan, pues todo lo que pudiera planear de momento, tal vez no se sostuviera más tarde.
Era otra etapa. Las etapas se seguían, más o menos diferentes unas de otras.
Esta era tranquila, un tanto glauca, con cierto aire de irrealidad.
Hacía su trabajo de siempre, volvía a jugar a los bolos, iba al mercado. Pronto botaría otra vez la barca después de haberle dado una buena capa de pintura marina.
Quedaba aún, entre el mundo real y él, un pequeño espacio vacío…
«El verano próximo».
Esto le procuraba un placer sutil, el de ser él el único, o casi el único —a causa de Ada— en saberlo. La gente podía imaginar que él solo era una especie de criado de Berthe, y algunos suponían sin duda que se había casado con ella por su dinero, por La Bastide.
Esto ya no le humillaba. Tenía ganas de decirles: «Esperad».
Les demostraría que no era un insecto atado al extremo de un hilo, un canario en la jaula, un pobre diablo que la madre y la hija habían comprado para que el restaurante siguiera marchando.
La gente no sabría lo que había pasado, y a veces lo lamentaba. Tendría que evitar, luego, la tentación de envanecerse.
Berthe le vigilaba más que nunca y esto le agradaba, pues, de ser preciso, habría acabado con sus últimas vacilaciones.
Esperó hasta noviembre, a que estuviera allí su suegra, para hablar del viaje a Marsella. Desde hacía tiempo la bomba no funcionaba bien, pues la empresa distribuidora no atendía a La Bastide, y tenía que subir el agua con ayuda de un motor.
Había venido un especialista de Cannes, hizo unas reparaciones y, ocho días después tuvieron una nueva avería.
Émile recortó de un periódico un anuncio de una firma de Marsella.
—En cuanto tenga tiempo, iré a verles personalmente.
Para evitar que Berthe le acompañara, esperó la llegada de su suegra, y así no dio tiempo a las dos mujeres para ponerse de acuerdo y proyectar, también ellas, un viaje a Marsella.
Una mañana, bajó con ropas de ciudad.
—¿Adónde vas?
—A Marsella. Ya te lo dije hace un mes.
Un mes antes, adrede, había hecho una vaga alusión al viaje.
—No hay otro momento para instalar una bomba nueva…
Ella desconfiaba, le miraba como si quisiera leer en el fondo de su pensamiento. Él se mofaba, pues nada podía leer. Era demasiado tarde. Era como si ya hubiera apretado el botón para poner la máquina en marcha.
—¿Cuándo volverás?
—Esta noche o mañana. Depende de lo que encuentre allí.
Al pasar ante Ada, no pudo evitar un comentario:
—¡Solo unos meses!
No sabía si le comprendió o no. Le era igual. Todo le era igual. Él actuaba. Ya no era necesario volver la vista atrás, atormentarse, preguntarse si su decisión era justa o injusta.
En adelante, seguiría un plan preciso, y canturreaba entre dientes al salir de la estación de Saint-Charles, sabiendo por anticipado hacia dónde dirigir sus pasos.
Recordaba que en las bibliotecas públicas, municipales o no, los lectores llenan una ficha, y no tenía ganas de dejar papeles reveladores tras él. Además, cabía que esas bibliotecas no tuvieran las obras que él necesitaba.
En el listín telefónico había encontrado, mucho antes de su viaje, una dirección que le pareció conveniente: «Blanchot, librería universitaria». En Marsella había Facultad de Medicina. Émile era aún lo bastante joven como para pasar por un estudiante. La tienda era amplia, con estanterías abarrotadas de libros hasta el techo, y, por suerte, las diferentes secciones estaban indicadas con carteles. Localizada la librería, se ocupó de la bomba, pues prefería actuar hacia el mediodía, cuando hubiera bastante gente como para que su presencia pasara inadvertida. Otros, como él, hojeaban libros, algunos encaramados en escaleras. Solo necesitó unos minutos para encontrar un libro que le interesaba: El veneno, su naturaleza y sus efectos, de Charles Lelux. No era obra de un médico, sino de un abogado de París, y una parte del volumen estaba dedicada a los más célebres envenenamientos por arsénico.
Sin leerlo todo, recorriendo tan solo ciertos capítulos, tuvo ya la impresión reconfortante de que en la mayoría de los casos el envenenamiento había sido descubierto solo por azar, y generalmente a causa de una torpeza.
Los detalles más técnicos se los proporcionó otro libro que encontró en el mismo estante: Toxicología moderna, por el profesor Roger Douris
«Capítulo VIII: El arsénico y sus compuestos»
En la página siguiente:
«Envenenamientos criminales:
»… los criminales utilizan generalmente el anhídrido arsenioso, un polvo blanco semejante a la harina. El anhídrido arsenioso, difícilmente soluble, puede persistir en la superficie de los alimentos y suscitar la atención de la víctima…
»… los envenenamientos criminales por medio del arsénico son muy numerosos y conocidos desde la más remota antigüedad…».
La palabra «criminal» no le causó ningún efecto, muy al contrario. Vigilaba las idas y venidas a su alrededor. Una joven dependienta le preguntó, sin preocuparse por lo que estaba leyendo:
—¿Encuentra lo que busca?
—Aún no.
«Empleo del ácido arsenioso para la destrucción de animales dañinos como zorros, ratas, comadrejas…
»… La agricultura utiliza igualmente los compuestos de arsénico para combatir las invasiones de ciertos insectos…
»… El arseniato de plomo da excelentes resultados. Los obreros agrícolas manipulan anualmente toneladas de este producto…».
Se detuvo en un párrafo más preciso:
«Dosis tóxicas.- En general, una absorción de 0,20 g de ácido arsenioso determina una intoxicación aguda que provoca la muerte en pocas horas (de 10 a 24)».
Veinticuatro horas era demasiado, pues el doctor Guerini tendría tiempo de volver de pescar y alguien, quizás el mismo Chouard, podría pensar en llamarle a consulta. Había los nombres de otros venenos, con sus efectos, la manera de disimulados y los cuidados que convenía prodigar, pero casi todos le parecieron de difícil adquisición. Abrió otro tomo, más grueso que los anteriores: Manual de química toxicológica, por F. Choofs, profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad de Lieja. Buscó en el índice. No quería llamar la atención al permanecer demasiado tiempo en la librería. Si era preciso, volvería dentro de dos o tres semanas.
«Causa de los envenenamientos
»Por ser el arsénico un tóxico muy difundido y fácilmente accesible al público, son frecuentes los envenenamientos accidentales, criminales o suicidas.
»En un envenenamiento criminal se había mezclado pimienta con el mineral arsenífero pulverizado…».
Y más abajo:
«… según sea la dosis o el procedimiento de administración, la intoxicación por arsénico puede revestir la forma aguda o crónica; sea cual sea su forma, los mismos síntomas aparecen siempre en el mismo orden: trastornos gastrointestinales, catarro faríngeo y bronquitis, erupciones cutáneas, parálisis de los miembros inferiores…».
Berthe acababa de sufrir una gastroenteritis, y Chouard no solo no se había mostrado sorprendido, sino que parecía esperar nuevas crisis. Por otra parte, todos los años tenía anginas dos o tres veces, pues su garganta era delicada.
Le hubiera gustado tomar notas, pero no era prudente. Prefirió aprenderse de memoria algunos párrafos, como en la escuela, y, una vez logrado esto, tomó una obra de los estantes y se acercó a la dependienta.
—¿Cuánto vale?
Ella buscó el precio, escrito con lápiz en la guarda, y Émile pagó; luego pasó un cuarto de hora dando vueltas por las calles antes de desembarazarse del libro.
Por la mañana no había tomado una decisión definitiva con relación a la bomba y al motor, a fin de reservarse la posibilidad de un nuevo viaje. Como este ya no era necesario, pasó por el almacén para confirmar el pedido.
Era un día hermoso y vagó por la Canebiere, y tomó un aperitivo en una terraza mientras miraba pasar los transeúntes.
Para cuidar los cerezos, Maubi usaba un producto a base de arsénico, que pulverizaba dos veces al año sobre los árboles, pero nada indicaba que este producto contuviera suficiente veneno.
En el cobertizo de las herramientas había una caja, marcada con una calavera, que contenía una pasta grisácea que empleaban desde hacía poco tiempo para matar ratas y topos. Maubi la extendía como si fuera mantequilla sobre trozos de pan o de queso, y después se encontraban los animales muertos, resecados.
Émile había leído vagamente el prospecto antes de pensar que algún día podría necesitar un veneno. No sabía si la caja estaba mediada o casi vacía. Cada cosa a su tiempo. Ya se ocuparía en el momento oportuno.
De momento, estaba satisfecho de lo que había aprendido. Nadie parecía haberse fijado en él. Estaba casi seguro de que la dependienta de la librería no le reconocería si lo viera por la calle. No sabía su nombre, ni de dónde venía. Y, además, se había tomado la molestia de comprar un libro de un tema completamente distinto.
Llegó a La Bastide a las diez de la noche y encontró a las dos mujeres, madre e hija, en el comedor, donde solo habían dejado una lámpara encendida.
¿Le habría hablado Berthe a su madre de lo que había ocurrido entre ellos? Era poco probable. Su orgullo posiblemente se lo había impedido, incluso tratándose de la vieja.
Mientras se servía un vaso de vino, dijo:
—He comprado una moto-bomba: Vendrán a instalarla dentro de diez días.
Dejó el catálogo en la mesa, y se dirigió hacia la escalera.
—Buenas noches.
No huía de ella, pero consideraba que él ya no formaba parte de la familia. Ya no esperaba a su mujer para ir a acostarse. No se daban los buenos días ni las buenas noches. Y además evitaba en lo posible mostrarse desnudo, e incluso semidesnudo, ante ella.
Berthe no tenía el mismo pudor y se desnudaba como antes, cosa que a él le molestaba y le hacía volver la cabeza. Apenas recordaba ya la intimidad de sus cuerpos. Esta no había dejado ningún rastro y la carne de su mujer le era más extraña que la de cualquiera de las clientes del albergue.
Lo que le asombraba era que en cierta época hubiera podido pegar sus labios a los de Berthe.
Aceptaba aún, durante un tiempo, su presencia en la casa, en la cama; aceptaba hablarle cuando no había más remedio, pero no estaba lejos de considerar esta cohabitación como una obligación monstruosa.
¿Qué le estaría contando ella a su madre, antes de subir y desnudarse en la oscuridad?
Pero ¿por qué preocuparse, si dentro de unos meses todo habría terminado?