Si bien esto no fue aún el verdadero comienzo, este acontecimiento fortuito, que verdaderamente él no se esperaba y que, en comparación con el resto, había durado tan poco, iba a constituir el punto que señalaría el cambio definitivo.
De pie en el umbral, le invadió un extraño pánico, sobre todo físico, que le causaba un estremecimiento desagradable en todos sus nervios. Esto le recordaba confusamente la Biblia, sin saber exactamente qué, quizás Adán y Eva al darse cuenta de que estaban desnudos, o quizá cuando Dios le preguntó a Caín qué le había hecho a su hermano, o tal vez la mujer de Lot…
Lo que acababa de ocurrir no era más grave que lo que ocurría cada semana entre él y las chicas de Cannes o de Grasse. Su gesto no había sido premeditado. Cualquier hombre en su situación probablemente hubiera hecho lo mismo, y estaba convencido de que Ada estaba esperando algo semejante desde hacía tiempo.
¿De qué tenía miedo? Porque tenía miedo, un miedo impreciso como el que se apodera de los animales durante las tempestades y los grandes cataclismos. Sentía necesidad de entrar en la cocina, de servirse un vaso de vino para acercarse a alguien, a la señora Lavaud quizá, a la que no se atrevía a mirar de momento y a la que preguntó:
—¿Ha vuelto mi esposa?
Sabía que no. Habría oído la furgoneta.
—No, señor Émile.
Ella le hablaba normalmente. No parecía haberse enterado de nada. ¿Y si a pesar de todo lo supiera? Ella estaba a su favor. Miraba con aire duro a Berthe cuando esta volvía la espalda. Berthe no perdía ocasión de humillada, como a todos los que se acercaban a ella.
Se hubiera dicho que, en su pánico, buscaba razones tranquilizadoras, plausibles, y esta situación se prolongó varios días, en el transcurso de los cuales él no se sintió como de ordinario.
Era como si llevara en sí el germen de algo todavía desconocido. La gente que incuba una enfermedad nota el mismo malestar y se queja.
Su corta aventura con Nancy no había tenido consecuencias de este tipo. Al dejar la Piedra Plana, sentía ganas de cantar, contento de sí mismo y de ella. Creía haber obtenido una victoria, aunque esta no tuviera ningún futuro. Había demostrado a Nancy que no era un chiquillo, sino un hombre, y que no le daba miedo una mujer. Su carne estaba satisfecha. Era un bello recuerdo, cálido y voluptuoso.
Y cuando después no encontró a la inglesa en el lugar de la cita, cuando se enteró de que Berthe la había echado, apretó los puños de rabia y supo que no perdonaría jamás a su mujer.
Sin embargo, no se había sentido turbado en su fuero íntimo.
Esta vez, Berthe volvió de la ciudad sin lanzarle una mirada de interrogación y mucho menos de sospecha. Ada había reanudado su trabajo tan exactamente como la Ada de otros días que él hubiera podido preguntarse si realmente había ocurrido algo entre ellos.
Este había sido uno de sus temores por unos instantes. Desde luego, él no conocía a la muchacha. Sabía, había oído repetir, que no era como las demás.
¿No hubiera podido ella empezar a comportarse de una manera diferente, a mirarlo amorosamente o con reproche, o incluso correr a casa de su padre, a contárselo todo entre lágrimas?
Pero a medida que pasaban las horas, los días, adquiría la convicción de que lo que había hecho era necesario y que lo que hiciera en adelante derivaría de ello, al mismo tiempo que de una especie de fatalidad.
Hubo días extraños, atormentados, que él no hubiera querido vivir, que eran sin duda los más importantes de su existencia, pero que le dejaban un recuerdo caótico y casi vergonzoso.
También esto le recordaba vagamente su Historia Sagrada, concretamente a San Pedro, que traicionó tres veces, y al gallo que cantó.
En su cama, la primera noche por ejemplo, junto a Berthe dormida y sintiendo su calor, se odió por haber comprometido, con un gesto irreflexivo, un equilibrio que le parecía súbitamente satisfactorio, una rutina a la que estaba tan acostumbrado que le asustaba la idea de que pudiera romperse.
Estaba más o menos seguro de que la cosa volvería a empezar, ya fuera por su voluntad o bien porque Ada se lo exigiera.
Berthe acabaría por descubrirlo tarde o temprano, pues sabía todo lo que pasaba, y no solo en la casa sino incluso en el pueblo.
Temía aún más a Pascali, que no era un hombre como los demás, y cuyas reacciones eran imprevisibles.
Se lo imaginaba llegando a La Bastide, no ya para sentarse en la cocina y beber su vaso de vino, sino para exigir cuentas.
Por otra parte, él no había tomado ninguna precaución, y Ada era demasiado ignorante para haberlas tomado por su cuenta.
¿Y si hubiera quedado embarazada?
Fue él quien empezó a espiarla, desconcertado al verla impasible como de ordinario, tan solo, como máximo, con un reflejo de alegría interior.
¿Se engañaba, después de todo, y todo aquello solo era fruto de su imaginación? Era culpa de Berthe, de su presencia obsesionante, de su manera insidiosa de encerrarle en un círculo invisible pero real.
Tenía ganas de sublevarse, pero no se atrevía. Se sentía tan desamparado que en ciertos momentos acusaba a Ada de haber turbado lo que ahora llamaba su tranquilidad.
—¡No volveré a hacerlo!
Cinco días después, ya no podía aguantarse. Su humor había cambiado. Solo en el Cabanon, a la hora de la siesta, pensaba en Ada de una manera lacerante, dolorosa.
—Después, cuando se acueste mi mujer, reúnete conmigo.
Le humillaba ocultarse, cuchichear entre dos puertas, esperar, como un muchacho enamorado por primera vez, un parpadeo de aquella salvaje.
—¿Entiendes? Haz como si fueras a buscar leña.
Cocinaban con leña, y los troncos, por suerte, estaban apilados detrás del Cabanon.
Mientras la esperaba, llegó incluso a desear que no se presentara. Pero fue. Y se lanzó sobre ella como un hambriento sobre el pan.
—Deberás venir siempre que yo te lo pida. ¿Vendrás?
Asombrada por la pregunta, ella decía que sí. ¡Le parecía tan evidente!
Ella no comprendía su nerviosismo, su fiebre. La tomaba de tal modo que se hubiera podido pensar que quería destruirla, como si la odiara.
Necesitó días, semanas, para alcanzar un cierto equilibrio que no se parecía en nada al de antes. Émile se iba acostumbrando. Su miedo se disipaba. Ya no pensaba en Pascali, ni en un posible embarazo.
Proseguía la vida, con sus estaciones que iban marcando las etapas y el ritmo, el tiempo de las mimosas, luego el de las naranjas y el jazmín, el tiempo de las cerezas, el de los albaricoques y, al fin, antes de la calma del invierno, el de la recolección de las aceitunas y las vendimias.
Tenían unas viñas, que cuidaba Maubi. Puesto que la prensa antigua había sido desmontada para ampliar el comedor, vendía la uva a un vecino, que le pagaba en vino del año anterior.
También en el mar se alternaban las estaciones, y pescaba sucesivamente la gire-la, la caballa, las bogas y las doradas.
Con gran sorpresa por su parte, pasaron así dos años y ya no tenía necesidad de hablarle a Ada. Bastaba un parpadeo, al que ella solo respondía con un brillo en la mirada.
Nadie, fuera de él, se daba cuenta de que se había convertido en una mujer, que había perdido su rigidez y su angulosidad, que su andar era más flexible, marcado por una curiosa dignidad.
Si bien seguía callada, esquiva en su actitud, se desprendía de ella una serenidad que él solo podía comparar a la de un animal feliz. ¿No amaba ella un poco al modo de un animal? Para ella solo contaba vivir a su lado, y en cuanto él le hacía una señal, la muchacha corría a acurrucarse junto a él.
Era a la vez su perro y su esclava. Ella no le juzgaba, no intentaba comprenderle ni adivinar lo que pensaba. Le había adoptado como amo, como un perro vagabundo, sin razón aparente, se agarra a las piernas de un transeúnte.
Se producía un milagro. A Berthe, que lo sabía todo, que lo adivinaba todo, no se le ocurría espiarlos, precisamente a causa de su orgullo, que la hacía tan ferozmente celosa de todas las demás.
Ni siquiera se le ocurría pensar que Émile pudiera mirar como mujer a aquel ser al que ella consideraba incompleto, a aquel harapo, a aquella muchacha flaca y salvaje a la que todos tenían por medio loca.
Por tanto, se había establecido entre Émile y su mujer una paz aparente. Ya no eran tan frecuentes los gestos de insubordinación. Algo de la serenidad de Ada se había transmitido a él, y a veces tenía que cortar una canción, una expresión demasiado alegre, por temor a que le interrogaran sobre las razones de su alegría.
De vez en cuando, por deber y por prudencia, hacía el amor con Berthe, pero involuntariamente volvía el rostro cuando ella intentaba besarle en la boca.
Se negaba a pensar en lo que sería de él. Y en enero hubo una semana tan inesperada que no creyó en la realidad hasta ver a Berthe en el tren.
La señora Harnaud, que había venido como de costumbre a pasar un mes en la Côte a comienzos del invierno, padecía una pulmonía en Luçon. Berthe forzosamente tenía que ir a verla. Al hacer la maleta, estaba pálida, no tanto por la preocupación por la salud de su madre como por el hecho de que su marido iba a quedarse solo.
Fue entonces cuando dijo una frase reveladora, no sin haber vacilado largo tiempo. Estaban los dos en la habitación, donde ella metía la ropa en la maleta. Émile notó que sus labios empezaban a temblar levemente, como siempre que se disponía a decir algo desagradable.
—Sé que aprovecharás mi ausencia, pero te pido que me jures…
—¿Que te jure qué? —dijo él, fingiendo bromear.
Pero no, ella no bromeaba. Su mirada era grave y dura.
—Me jurarás que en esta cama no se meterá ninguna otra mujer.
¿Por qué no pudo evitar sonrojarse?
—Júralo.
—Te lo juro.
—¿Por tus padres?
—Por mis padres.
Al bajar hacia Cannes, ella parecía casi enferma, y en la estación desvió varias veces la cabeza mientras esperaban el tren. No le saludó con la mano. Émile miró hasta el fin su perfil recortado contra el vidrio del compartimento. En el camino de regreso aún no había tomado una decisión. No había huéspedes en la casa. Nadie se quedaba a dormir en ella, excepto Ada. Cuando volvió, pasadas las nueve de la noche, Ada estaba ya en la habitación. Subió los escalones de tres en tres, más sobreexcitado que jadeante. —Ven… Ella comprendió y mostró cierto temor.
—Ven rápido… Por primera vez iban a encontrarse juntos en una verdadera cama, sin miedo, sin estremecerse al oír el menor ruido, y se dormirían el uno junto al otro.
La señora Harnaud se restableció. Berthe volvió y recobró su puesto al frente de la casa y la vida continuó su ritmo habitual.
Llegaron unos clientes suizos, tres a la vez, porque también para la clientela se suceden diferentes estaciones. Durante el invierno, por ejemplo, y a principios de la primavera, solo se veía a dos o tres personas al mismo tiempo, casi siempre mujeres de cierta edad, viudas o solteronas que llegaban de Suiza, de Bélgica o de las provincias del norte.
Luego, en Pascua, empezaban a presentarse familias para una corta estancia y se vivía una calma relativa hasta mayo. Después, los domingos pasaban italianos en automóvil, parejas sobre todo, que se mezclaban en la terraza con la clientela del país, hasta la gran oleada de las vacaciones.
A veces, pasaban varios días sin que Ada pudiera ir a reunirse con Émile en el Cabanon. Otras semanas, se reunía allí con él dos o tres días seguidos, y él aún no se había podido curar de una angustia que le oprimía el pecho cuando le daba una cita, esperaba su llegada, acechaba su paso furtivo, y después cuando estaba con ella.
Sentía otros temores todos los meses, pues seguía sin tomar la menor precaución, quizá por desafío, o acaso por respeto hacia ella y hacia él mismo.
No habían tenido ninguna verdadera alarma y, si bien él se sentía aliviado cada vez, no dejaba de sentir un cierto malestar, de pensar en lo que había dicho su suegra sobre la impotencia de algunos hombres. Rechazaba esta idea con impaciencia, negándose a admitir que la señora Harnaud pudiera tener razón y preguntándose si su mujer tendría a veces la misma sospecha.
¿No era sorprendente que ella no hablara jamás de una eventual maternidad, como si, según todas las apariencias, no fueran a tener niños nunca?
La gran escena tuvo lugar en junio. Él había bebido por la mañana dos o tres vasos de vino, más que de costumbre, pues había pasado por el albergue el doctor Chouard y él le había estado haciendo compañía en el bar durante un buen rato.
Era en estos casos cuando deseaba más a Ada, y le hizo la señal. Vibraba el aire ardiente con el canto de las cigarras, y el mar, a lo lejos, estaba inmóvil, con reflejos glaucos de una plancha de acero.
Ada llegó y se acostó con él en el diván. Desde hacía tiempo habían decidido que, si aparecía alguien, ella subiría corriendo al primer piso y se quedaría allí, inmóvil, y que en el peor de los casos saltaría por la ventana, que no era muy alta.
No pudo hacerlo. La puerta estaba cerrada con llave y los postigos cerrados, pero las ventanas seguían abiertas, creando una corriente de aire sin la cual se habrían sofocado. Émile siempre había estado convencido de que los postigos no podían abrirse desde fuera y se sobresaltó cuando vio penetrar el sol tan súbitamente como el agua franquea un dique al reventarse.
Berthe se recortaba, inmóvil, en el rectángulo luminoso, y la oleada de luz que sucedía sin transición a la penumbra impedía a Émile distinguir sus rasgos, captar la expresión de su rostro.
Ada ya estaba de pie, con la falda aún alzada, y miraba hacia la escalera, titubeando.
Se oyó decir:
—Quédate aquí.
Berthe seguía inmóvil. Esperaba. Émile se levantó con lentitud, se pasó la mano por el pelo y finalmente se encaminó hacia la puerta.
Sin una palabra, se dirigieron los dos, no a la casa, sino al pinar, que no estaba lejos y en el que comenzaba un sendero que, como el camino del huerto, conducía a la Piedra Plana.
Mientras estuvieron bajo el sol, que los atontaba, guardaron silencio. Fue Émile el primero que, una vez a la sombra de los pinos, fue incapaz de callarse por más tiempo.
—Ahora ya lo sabes —dijo sin mirarla.
Berthe no lloraba. No parecía a punto de estallar. No se sentía la proximidad de violencia.
—En el fondo —siguió él con tono casi ligero, es mejor así.
—¿Para quién?
—Para todos.
Se sentía torpe, pero no encontraba otra actitud. En realidad, se sentía aliviado. Las cosas no podían durar eternamente tal como estaban.
—Sin embargo, nunca hubiera imaginado eso de ti.
Parecía perpleja, desconcertada. ¿Quizá hasta el último instante no había sospechado la verdad, y solo por casualidad acababa de descubrirla?
—Esta chica no se quedará ni una hora más en esta casa.
De repente, se sintió casi feliz. Había temido las lágrimas, desespero, reproches. Cien veces se había sentido inclinado a creer que Berthe lo amaba a su modo, y la idea de hacerla sufrir le disgustaba.
Pero ahora era en Ada en quien ella pensaba, con la voz llena de frío rencor, venenosa.
—Sí —dijo sin pensarlo, sin reflexionar ni preguntar se lo que representaba su decisión.
—¿Qué quieres decir?
—Simplemente, que si ella se va, yo me voy con ella.
El estupor de Berthe fue tal que se quedó inmóvil, clavada en el suelo, mirándole con ojos que ya no comprendían.
—¿Me abandonarías por esa loca?
—Sin vacilar.
—¿La amas?
—No lo sé, pero no voy a permitir que la pongas en la calle.
—Escucha, Émile. Es mejor que reflexiones. En este momento, no estás en tus cabales.
—Mi decisión es definitiva. No la cambiaré.
—¿Y si fuera yo quien me marchara?
—Te dejaría hacerlo.
—¿Me odias?
—No. No lo creo…
—¡Émile!
Al fin brotaron las lágrimas, demasiado tarde, pues ya no podían conmover a Émile.
—¿Te das cuenta de lo que haces? Estás a punto de destruirlo todo, de mancharlo todo…
—¿Manchar qué?
—A nosotros, a ti y a mí. Y esto por una chiquilla viciosa, a la que se le ha metido en la cabeza ocupar mi lugar.
—No ocupa el lugar de nadie.
Las palabras no expresaban su pensamiento exacto, pero de momento no encontraba otras. Tampoco en un combate se golpea allí donde uno quiere golpear.
—¿Y si se lo dijera todo a Pascali?
Él la miró con dureza, apretando los dientes, porque Berthe acababa de encontrar una amenaza contundente.
—Me iría igualmente.
—¿Sin ella?
—Sin ella o con ella.
—¿Y abandonarías La Bastide?
Malignamente, Berthe encontraba los argumentos que más le herían.
La mujer sonrió:
—¿Te colocarías de nuevo como cocinero en los hoteles?
—¿Por qué no?
Algo fallaba. Ya no había puntos de contacto.
—Piénsalo bien, Émile.
—No.
—¿Y si me matara?
—Yo enviudaría.
—¿Te casarías con ella?
Prefirió no responder. Ya se arrepentía de su involuntaria crueldad. Era Berthe la que había empezado. No había sentido en ella ningún estremecimiento que pudiera atribuirse al amor.
Solo era una decepción, una cólera de propietaria. Ahora andaban en silencio, y cuando atravesaban un claro de sol, los saltamontes crepitaban a sus pies.
—¿Estás seguro de que no quieres esperar hasta mañana?
—Estoy seguro.
Era obstinado. Ya en su infancia, su madre decía que, a veces, tenía ganas de abofetearle por su tozudez.
Recorrieron un centenar de metros sin decir palabra.
—Hay una cosa, al menos, que tengo derecho a exigir.
—¿Cuál?
—Para la gente, incluso para la señora Lavaud y para Maubi, nada debe cambiar.
No estuvo seguro de haber comprendido.
—Seguiremos viviendo en apariencia como antes, y seguiremos compartiendo el mismo cuarto.
Estuvo a punto de preguntar: «¿Y la misma cama?», pero no quiso aprovecharse demasiado de la situación.
—En cuanto a esa chica, ha dejado de existir para mí y no volveré a dirigirle la palabra, salvo para darle las órdenes indispensables.
No convenía mostrar la menor sonrisa de satisfacción. Y sin embargo, era una victoria para él, una victoria lograda gracias al orgullo de Berthe.
—Las porquerías que hagáis los dos no me conciernen, pero no quiero que la cosa trascienda, y, si por casualidad le haces un hijo, te prohíbo que lo reconozcas.
Él nunca había considerado la cuestión desde esta perspectiva, y nada sabía de las leyes.
—¿De acuerdo?
Se habían detenido, cara a cara, y esta vez, definitivamente, ya eran tan solo dos extraños entre sí.
¿Sintió Berthe, durante unos segundos, la tentación de lanzarse a sus brazos, como él temía?
—De acuerdo —contestó.
Sin esperarla, se dirigió a grandes zancadas hacia La Bastide y encontró a Ada en la cocina. Ada, como si nada hubiera ocurrido, ayudaba a la señora Lavaud a pelar patatas.
No le dirigió más que un guiño para hacerle saber que todo marchaba bien.
Estaba satisfecho y desorientado. En un tiempo ridículamente breve había cambiado todo, y sin embargo la vida iba a seguir como en el pasado. No sabía aún cómo iba a arreglárselas. No se había preguntado siquiera si amaba a Ada, ni con qué clase de amor, y seguía siendo incapaz de responder a una cuestión semejante.
De momento ella solo representaba un papel de comparsa en el drama. Lo que contaba era la ruptura entre Berthe y él, una ruptura aceptada por ambos.
Si, unas horas antes, eran aún marido y mujer, ahora ya eran solo unos extraños, o, mejor dicho, unos socios, pues él seguiría en La Bastide, y sin duda a causa de ella Berthe le había propuesto aquel extraño compromiso.
La Bastide los tenía agarrados a los dos, hubiera o no hubiera amor, hubiera o no odio.
Berthe lo había comprado a él, como Gros-Louis había comprado el caserón. Ahora se daba cuenta perfectamente, con más claridad que nunca, y ella acababa de dictar sus condiciones.
Fue a jugar a los bolos, en Mouans-Sartoux. Lo más duro fue desnudarse ante ella por la noche, pues súbitamente le parecía indecente mostrar su cuerpo desnudo. No sabía aún si tenía que darle las buenas noches o no. Evitó mirarla, se metió entre las sábanas y se mantuvo en un extremo de la cama.
Fue ella quien apagó la luz y dijo:
—Buenas noches, Émile.
Él hizo un esfuerzo.
—Buenas noches.
¿Tendría que seguir durante el resto de su vida acostándose, cada noche, en las mismas condiciones? Al día siguiente, por la mañana, bajó unos minutos antes de que llegara la señora Lavaud.
—¿Qué te ha dicho?
—Te quedas.
—¿No me echa?
Ada no se daba cuenta de que esto significaba admitir que Berthe era la verdadera dueña y que Émile nada tenía que decir al respecto.
—No…
Un silencio. Ella no lo entendía. ¿Acaso no intentaba comprenderlo? Quería, sin embargo, saber cuál era la situación.
—¿Y nosotros?
—Nada ha cambiado.
Empezaban a oírse en el camino, bastante lejos aún, los pasos de la señora Lavaud.
—Me pregunto si, ahora que ella lo sabe todo, aún podré…
Él se endureció instantáneamente, y, sin razón precisa, estuvo a punto de darle una bofetada. Luego articuló con voz seca:
—Harás lo que yo te diga.
—Sí.
—Prepara el café.
—Bien.
No le pidió que fuera a verle aquel día. Lo hizo por pudor, quizá por delicadeza.
Fingió no prestar atención a Berthe, que adoptaba gestos de autómata y que se limitó a dirigirle la palabra con un tono neutro, sobre cuestiones del servicio.
Después de la siesta subió a la furgoneta y bajó a Cannes, a visitar una chica cualquiera, para relajar los nervios, y un azar irónico quiso que tuviera que llamar a tres puertas antes de encontrar una.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—¿Te has peleado con tu mujer?
—Desnúdate y calla.
En estos momentos daba la impresión de ser un granuja, un duro de los que se exhiben en los mostradores de los bares. En su mente se iba formando una frase a la que aún no concedía ningún sentido, sin prever que llegaría a convertirse en una verdadera obsesión.
—¡La mataré!
Porque ahora la odiaba, no solo por esta u otra razón, sino por todo.
No se decía ya que ella lo había comprado, que en ella solo había orgullo y rapacidad campesina.
No pensaba siquiera en su actitud del día antes, ni en el pacto que ella le había propuesto, o, mejor aún, en las condiciones que ella había dictado.
Esto rebasaba el estudio de la razón y el del sentimiento. La frase brotaba de su subconsciente como una evidencia, como una necesidad indiscutible.
—¡La mataré!
No lo creía, no esbozaba planes, no se sentía un asesino en potencia.
—Estás raro hoy —le dijo su amiga—. Parece como si necesitaras emprenderla con alguien. Cuando vaya a la playa, estaré llena de moretones.
Tenía que volver, para el almuerzo de los huéspedes. Se sentía algo inquieto al entrar en la cocina, pues se preguntaba si Berthe habría mantenido su palabra. Quizá el día anterior había hablado como lo hizo solo para engañarlo, y aprovechar su ausencia para expulsar a Ada…
Ada estaba allí. Berthe hacía sus cuentas. Estaba en su elemento. La habrían dejado más desamparada privándola de la caja que privándola de su marido.
¿Se sintió desgraciada su madre tras la muerte de Gros-Louis? Había vuelto con su hermana y su sobrina como un pez, momentáneamente sacado del agua, regresa coleteando.
No le importaba ser injusto.
—¡La mataré!
Esta vez lo pensaba ante ella, mirándola, viéndola allí con la cabeza entre los papeles, y esto ya era más grave.
Ninguna fibra se estremecía en él, ni piedad, ni sentimiento de ninguna clase.
Una vez más, aquello no era un proyecto, ni siquiera un deseo. Era algo que se mantenía vago, fuera del dominio consciente.
De momento, no vivía en un universo sólido, sino en una especie de bruma luminosa, donde los objetos y las gentes tal vez no fueran más que una ilusión.
Se acercó a la barra para servirse una copa, a cinco pasos de su mujer. Normalmente, cuando él cogía una botella, Berthe levantaba la cabeza para ver lo que estaba bebiendo y decir, si era preciso: «Basta, Émile».
Esperaba la frase. ¿Se atrevería a pronunciarla? ¿Le incumbía aún?
Adrede, vació la copa de un trago y se sirvió de nuevo, deseando que ella interviniera.
Si pensó en hacerlo, se contuvo. Continuó con sus cuentas como si ignorase su presencia.
Por lo tanto, quedaba establecido, de una vez por todas: ¡era libre!
A condición de continuar durmiendo en la misma habitación, en la misma cama que ella, y de esconderse para hacer el amor con Ada.
Tiró la copa al suelo, antes de entrar riéndose en la cocina.
¿Libre?