Al cabo de veinticuatro horas no sabía aún si se sentía atraído hacia ella por un deseo carnal, o si tenía ganas de probarle que no era el jovenzuelo que ella fingía ver en él.
Se llamaba Nancy Moore, y según su pasaporte tenía treinta y dos años. Era, realmente, periodista.
—Escribo historias estúpidas para revistas estúpidas en las que pobres mujeres buscan cómo ser felices.
No le había sorprendido tanto la frase como su acento, no solo el acento inglés, sino una desconcertante mezcla de ironía, cinismo y pasión.
En la Costa Azul había tenido tiempo de aprender a conocer a la gente de su país, hombres y mujeres, y los clasificaba en dos categorías. En primer lugar, los turistas ordinarios que iban a pasar una temporada en el continente en busca de sol y tipismo, para ver escenarios y gentes diferentes, y para catar con desconfianza ciertos platos de los que les habían hablado muchas veces, y volver a marcharse, más satisfechos que nunca de ser lo que eran.
Para los otros, utilizaba un término local que los designaba. Les llamaba los «mordidos». Eran los intoxicados por Francia o Italia, por un tipo especial de vida, por un cierto «laisser-aller», y estos acababan por ser más meridionales que los meridionales, más italianos que en Italia los italianos. Solo volvían a su país cuando ello era indispensable, y algunos ya no volvían jamás.
Había uno en Mougins, un caso extremo, un hombre que aún no tendría treinta y cinco años y que según decía la gente era hijo de un lord. Vivía todo el año con el torso desnudo bajo el solo la lluvia, sin sombrero, con su pelo rubio ceniciento, cada vez más claro, cayéndole sobre la nuca. Se dejaba crecer la barba y llevaba en invierno un pantalón de tela azul y en verano unos shorts del mismo color. Calzaba alpargatas o andaba descalzo.
Pintaba. Se le podía ver a menudo entre las viñas o en el recodo de un camino, con su caballete. Pero sin duda esto era solo una coartada. Rara vez bajaba a Cannes, y menos aún a la Croisette, lo que no le impedía recibir a jóvenes llegados de Dios sabía dónde y, al atardecer, pasearse con ellos cogidos de la mano.
Nancy Moore tenía casi tanto desprecio como él por el aseo. No llevaba sostén bajo su vestido de algodón claro, y sus senos, pesados, y un poco colgantes, rozaban con la punta la tela del vestido cuando hablaba. Iba mal peinada y no se molestaba en maquillarse ni, cuando su rostro brillaba de sudor, en empolvarse.
Nadie antes que ella había mirado a Émile con tanta ironía, ni con tanta ternura y glotonería juntas.
Inmediatamente había arreglado su horario. Pasaba buena parte del tiempo en la terraza, escribiendo con su letra grande, no inclinada a la derecha como la de la mayor parte de la gente, sino a la izquierda. De vez en cuando, dejaba de escribir para encaramarse a un taburete del bar, incluso a las nueve de la mañana.
—¡Émile! ¡Tengo sed!
No había esperado a convertirse en parroquiana para llamarle por su nombre. Cambiaba de bebida según la hora: unas veces vino rosado, otras absenta, otras, por la tarde, whisky, y su voz era cada vez más ronca y le brillaban los ojos, sin que nunca se pudiera decir que estaba bebida.
Se le notaba un amor ávido a la vida, a la gente, a los animales y a las cosas. Émile la había visto acariciar con sensualidad el tronco nudoso de uno de los viejos olivos de la terraza, y hacía lo mismo con los tornillos de prensa, agrietados bajo el barniz, que sostenían el bar.
—¿Son auténticos, Émile? ¿De qué época son?
—Tendrán dos siglos. Quizá tres.
—Por tanto, han servido para fabricar el vino de generaciones de hombres y mujeres…
Entraba en la cocina para husmear los olores, levantar las tapaderas de las cacerolas, revolver los pescados, los pollos. Reconocía las hierbas aromáticas y se frotaba con ellas la punta de los dedos, como otras mujeres se perfuman.
—¿Cómo llamáis a esos animalitos que tienen color de cadáver?
—Calamares.
—Son los que echan una nube de tinta cuando alguien los quiere coger, ¿no?
Le mostró la bolsita que contenía el líquido negro.
—Con esta tinta, hago la salsa…
Ella tomaba notas que le servían quizá para sus artículos. Siempre tenía un aire retador, se rozaba con él expresamente, le paseaba los pechos por los brazos, y cuando se inclinaba los mostraba, desnudos e indecentes, tostados por el sol, en la abertura demasiado ancha del escote.
—Su mujer es mayor que usted, ¿verdad, Émile?
Apenas dos años. No era la diferencia de edad lo que contaba. Ella quería decir que Berthe era más adulta.
Y Nancy, por su parte, era la persona más adulta que Émile había encontrado. Adulta y libre. Solo hacía lo que quería. No aceptaba ninguna regla y se burlaba de las conveniencias.
Entre ella y Berthe hubo guerra declarada desde el primer minuto, y Berthe palideció la primera tarde cuando oyó en la habitación de la inglesa un barullo al principio inexplicable. Tranquilamente y sin permiso de nadie, la inglesa estaba cambiando los muebles de sitio: la cama, el armario, el baúl, y al día siguiente, al limpiar el cuarto, se encontraron apiladas sobre el armario, las litografías que adornaban las paredes.
En esta época Émile aún creía que era un asunto entre Nancy y él. Había tardado mucho en comprender que en realidad, fue un asunto entre Nancy y Berthe. Y este descubrimiento le había humillado.
A pesar de los otros clientes —todas las habitaciones estaban ocupadas y había bastante gente de paso—, se hubiera podido creer que eran solo tres los que representaban, pasando de la sombra al sol y del sol a la sombra, de una habitación a otra y de la casa a la terraza, una función teatral casi muda, una especie de ballet cuyo argumento desconocían los espectadores.
Émile deseaba a Nancy, con un deseo a veces doloroso, diferente de los que antes había conocido. Cuando estaba en el bar ante él, o cuando iba a buscarlo a la cocina, Émile sentía su olor, adivinaba el sudor que resbalaba en grandes gotas bajo su vestido, sobre la piel desnuda, dejando rastros en el tejido.
Nancy se burlaba de él, parecía medir con la mirada su deseo, que la hacía reír, con una risa provocativa, como si dijera: «¿Te atreverás?».
La primera mañana, hacia las once, Nancy salió a pie y no volvió hasta la hora de comer. Émile sabía hacia dónde había ido.
—He tomado un baño de sol maravilloso entre los pinos. Encontré una piedra enorme…
—La Piedra Plana.
Así llamaban a la roca sobre la cual no era ella la primera que se tendía, más o menos desnuda, para tostarse bajo el sol.
—No sé si me habrán visto. He oído gente en el bosque, voces de niños…
Señalaba con los ojos a la familia que comía en un extremo de la terraza.
—¡Émile! —llamaba Berthe.
Le necesitaba. Le necesitaba constantemente desde que Nancy estaba en La Bastide.
—Parece que no hay bastante bullabesa.
Hacía un calor sofocante. Nancy, a la que no le gustaba beber sola, le invitaba a beber con ella. Y cada vez Émile sentía aquel deseo lacerante, tan doloroso como una llaga.
Tenía que demostrarle que no era un chiquillo, que no temía a su mujer. Durante tres días, este pensamiento le había obsesionado. Cuando Nancy subía a su habitación, por una razón u otra, durante el día, parecía esperar que él la siguiera. Pero no, no se atrevía, seguro de que unos momentos después Berthe iría a llamar a la puerta con un pretexto cualquiera.
Tampoco se atrevía a citarla en el Cabanon, donde solía echarse para hacer la siesta, pues desde la casa la habrían visto entrar.
Ella le seguía provocando, con sus labios húmedos, hasta el punto de que cabía creer que esperaba que él la tumbara en el mismo comedor, en las baldosas rojas, junto al bar.
Había vuelto a la Piedra Plana. Al tercer día, al fin, Émile tomó un cesto de la cocina y se dirigió con paso casi natural hacia el huerto de Maubi.
A veces iba él personalmente a buscar hortalizas o hierbas. Lo más frecuente, sin embargo, era que le encomendara esta tarea a Maubi, cuando, por la mañana temprano, venía a pedir instrucciones.
No debía andar demasiado rápido, porque podría jurar que desde una ventana u otra le estaba acechando Berthe.
Afortunadamente, la parte baja del huerto no era visible desde la casa. Estaba al lado del pinar. Saltando un muro bajo medio desmoronado, solo tenía que andar entre la maleza hasta la roca.
Nancy, que forzosamente le había oído acercarse, no hizo el menor movimiento para cubrirse. Sus vestidos y su bolso de paja trenzada, yacían a su lado. Llevaba unas gafas oscuras que impedían verle los ojos.
Tuvo la impresión de cometer una violación, torpemente, sin la menor habilidad.
Jamás se había hundido de una manera tan animal en la carne cálida de una hembra y, a causa de aquellas pupilas cuya mirada le evadía, de aquella boca entreabierta en una sonrisa que no comprendía, en un momento dado estuvo a punto de levantar el puño para pegarle.
Ella se echó a reír, con una risa inacabable, pronunciando con la ternura que normalmente se reserva para los niños:
—¡Émile! ¡Mi pequeño y valiente Émile…!
Y súbitamente fue ella quien tomó la iniciativa, quien asumió el papel del hombre, triunfalmente, para acabar murmurando, al dejar que su cuerpo se relajara:
—¿Estás contento?
En alguna parte, allá en el bosque, le llamaban, pero no era la voz de Berthe sino la de la señora Lavaud, y Nancy sonrió de nuevo, compasiva.
—¡Vete ya! Tu mujer va a enfadarse…
Émile, para cubrir las apariencias, tuvo que meter unas hortalizas en el cesto. Avanzaba con la cabeza baja. Con el rostro y el cuerpo frescos, y un vestido sin una sola arruga, Berthe comprobaba recibos a la sombra, cerca del bar.
—Creo que la señora Lavaud te busca.
No pasó nada de lo que él esperaba. Le dejaron llegar a la cocina y reanudar el ritmo de sus ocupaciones. Luego, un poco antes del desayuno, Nancy volvió con el bolso de paja en la mano y se dirigió hacia el bar sin que tampoco pasara nada.
—¡Algo de beber, Émile! Me muero de sed.
¿De qué tenía miedo Émile? Le irritaba ver temblar su mano al coger la botella de la absenta.
—Beba un vaso también. A mi cuenta.
Berthe ni siquiera levantó la cabeza. Nancy experimentó el deseo de extasiarse, desperezándose:
—¡Qué maravilloso baño de sol, Émile! Su mujer debería probarlo. Ella, que vive aquí, en el Midi, está tan pálida como si viviera en Londres.
¿Qué lugar ocupaba este incidente en el conjunto? ¿Era una causa entre las causas? Al día siguiente estaba a punto de salir para seguir a Nancy. Le parecía necesario. Era casi un imperativo. Ya había cogido el cesto en un rincón de la cocina, donde la señora Lavaud limpiaba unos pollos.
—¡No! —oyó decir.
Era su mujer, desde luego, de pie ante la puerta. Balbuceó:
—Voy a buscar…
—Si necesitas algo del huerto, irá la señora Lavaud. Nada más. Émile no se atrevió a insistir. Pero no olvidó esta humillación, ni la del día siguiente.
Era día de mercado. Émile lo tenía todo preparado. Dándose prisa tendría tiempo para llegar a la curva del camino en pendiente y reunirse con Nancy en la Piedra Plana.
Estaba tan seguro que con los ojos, antes de salir, le anunció la cita. Ella había comprendido. Se miraban ya como de largo tiempo amantes.
Satisfecho, se sumergió en el barullo luminoso y en el olor sofocante del mercado de Forville, llegó al puerto y luego entró en la carnicería, siempre apresurado, privándose por una vez de su café habitual en casa de Justin.
El camino en pendiente no era bastante ancho para dos automóviles. La camioneta lo bloquearía. Si subía o bajaba otro automóvil, no lo dejaría pasar.
A pie, avanzó bajo los árboles, mientras oía las voces de los chiquillos que jugaban en el bosque. Llegó, jadeante, a la Piedra Plana y no encontró a nadie.
Cometió la ingenuidad de esperar diez minutos al menos, diciéndose que tal vez Nancy se había retrasado un poco. Al fin volvió a su furgoneta y poco después entraba en la sala donde su mujer ya estaba en su sitio de siempre, pasando cuentas, que era su parte en el trabajo común.
No levantó la cabeza. No le hizo ninguna pregunta. En la cocina le pareció que la señora Lavaud tenía una expresión extraña, pero, como Berthe podía oírles, no le preguntó nada.
Acabaría, no obstante, por enterarse. Oiría la voz de la inglesa, pidiendo su aperitivo. Pasaba el tiempo. Los huéspedes se sentaban a la mesa. Berthe se ocupaba de una pareja de italianos que querían una mesa a la sombra.
Mientras servían los entremeses, subió las escaleras de cuatro en cuatro hasta el primer piso, abrió la puerta de Nancy y comprendió. Sus maletas ya no estaban allí. Los muebles habían vuelto a su lugar, y habían fregado el suelo y aireado la habitación como si quisieran eliminar incluso su olor.
A las cinco, cuando Berthe subió a acompañar a unos clientes a sus habitaciones, miró Émile a la señora Lavaud con aire interrogador y esta no se engañó sobre el sentido de su pregunta.
—Su mujer la ha puesto en la calle.
Eso fue todo. Jamás volvió a ver a Nancy. Le quedaba de ella tan solo un recuerdo bastante confuso. Tres días febriles que había vivido sin saber apenas lo que le estaba ocurriendo.
Sin embargo, aquellos tres días iban a tener su importancia, como un rasguño que se infecta.
Desde entonces pensaba más a menudo que antes: «Esta mujer me compró».
Durante un mes, no pudo tener relaciones sexuales con su mujer, que por otra parte tampoco insistió. A veces, viéndola con la cabeza inclinada sobre las facturas, se preguntaba si su mujer le amaba, si experimentaba por él un sentimiento que no fuera el de propiedad. Esto seguía molestándole. Hubiera querido hallar una respuesta a la pregunta. Sobre todo, hubiera querido poder decirse que ella no le amaba.
Todo habría sido más fácil. Se habría sentido libre. Pasaron seis meses más de una vida sin historia, de rutina cotidiana, hasta que Pascali, una mañana, apareció en la puerta de la cocina acompañado por su hija.
—¿Está su esposa, señor Émile?
—Baja ahora mismo.
Berthe dormía hasta muy tarde y se hacía llevar el desayuno a la cama. Luego se arreglaba lentamente, realizando sin duda un sueño de chiquilla.
Émile, que había reconocido a la muchacha de negro entrevista varias veces en el pinar, no se hizo ninguna pregunta. Más exactamente, se dijo que Berthe habría llamado al albañil para hacer unas reparaciones, pues era ella quien se ocupaba de estas cosas.
Volvía a ver a Pascali sentado en un rincón, con la gorra en la mano y el pelo blanco que, en la penumbra, formaba una aureola en torno a su cabeza.
La chiquilla seguía de pie.
—Sírvale un vaso de vino, señora Lavaud.
Era en otoño. La vendimia había terminado ya, y Émile estaba ocupado preparando paté de mirlo, que era una de sus especialidades.
Desde el principio había comprendido que debía servir sobre todo platos del país, y los había estudiado cuidadosamente. Si bien su bullabesa era vulgar, pues no siempre podía disponer del pescado necesario, y sobre todo a causa del precio de coste, su arroz de calamares era conocido por los gastrónomos de Niza y de Cannes que muchos domingos venían expresamente para comerlo.
Su paté de mirlo no era menos famoso, así como su conejo relleno, cuya receta se negaba a dar.
Nancy, que sabía comer, le había dicho sin la menor ironía, de ello estaba convencido:
—Si se instalara en Londres, en el Soho, haría fortuna en poco tiempo.
No tenía ganas de vivir en Londres, sino de quedarse aquí. Había arraigado. Se sentía en su casa. Si al menos no estuviera Berthe…
Ella bajó por fin. Él la había llamado, de una habitación a otra.
—Está aquí Pascali, que quiere hablarte…
Hizo entrar al albañil en la sala, y la hija los siguió, con un andar en el que Émile se fijaba por primera vez, el andar que se atribuye a los indios en las novelas del Oeste y que es también el de los gitanos que todavía van descalzos. Pero ella llevaba alpargatas y Émile se dio cuenta de que tenía las piernas sucias.
Oyó, sin prestar atención, un rumor de voces. Luego vio a Pascali pasar por la soleada terraza.
Momentos después, alguien anduvo por el piso, pero pasó media hora antes de que encontrara a su mujer sola en el comedor.
—No he visto marcharse a la hija de Pascali.
—Está arriba, arreglando la buhardilla que servía de desván. Como criada para todo, y allí tendrá su habitación.
Él no pintaba nada.
Al principio no le dio ninguna importancia. Más bien estaba satisfecho de ver a alguien más en la casa, pues la señora Lavaud no podía hacerlo todo y la clientela continuaba aumentando.
—¿Ha consultado al médico tu marido?
Pasaba el tiempo, y lo que marcaba de manera más clara el paso de los años seguía siendo, en la estación fuera de temporada, cuando no abundaban los clientes, la presencia de la señora Harnaud durante un mes, aproximadamente, en la casa.
No acababa de acostumbrarse a la idea de que su hija no tuviera descendencia.
—Tendríais que ir a ver a un médico los dos.
Durante el tiempo que pasaba en La Bastide, no cesaba de espiarlos, sin que lo pareciera, pues en apariencia era la más discreta y borrosa de las personas.
—No os preocupéis por mí. Seguid haciendo lo de siempre. Estoy acostumbrada a estar sola y no me aburro nunca.
Se pasaba horas y horas haciendo labor de punto, sentada unas veces en un rincón y otras en otro, atenta a cualquier ruido, a las voces, a los más leves cuchicheos.
—¿Es una chica del país? Me parece haberla visto en algún sitio.
Ada llevaba ahora un delantal blanco sobre los informes vestidos negros que parecía haber adoptado de una vez para siempre. Durante un tiempo, su pelo había sido motivo de disputas casi cotidianas.
—Ve a peinarte, Ada.
Ada jamás contestaba, y esto exasperaba a Berthe. Ni siquiera se podía saber si había oído lo que le decían.
—Di: «Sí, señora».
—Sí, señora.
—Entonces, ve a peinarte.
Llevaba los cabellos sobre la nuca y el peine no parecía haber disciplinado jamás sus greñas. Era un pelo negro, tan espeso como el de las chinas.
—¿Te has lavado el pelo? Te dije ayer que te lo lavaras. No mientas. Si mañana no te lo has lavado, te meteré la cabeza en un cubo y te enjabonaré yo misma.
La señora Harnaud decía de Ada:
—¿No crees que esa chica está medio chiflada?
—Es posible. No lo sé. Su padre también es un tipo raro, y la madre dicen que es una retrasada.
—¿No tienes miedo?
—¿De qué?
—A mí, esas personas me impresionan. Conocí a uno, un joven que trabajó para tu padre y que un día, de repente, se cayó en medio de la cocina con un ataque de epilepsia. Se le caía la baba…
—Lo pregunté al médico…
—¿A cuál?
—Al doctor Chouard.
—Es un borracho. No llamaréis a ese cuando estáis enfermos, ¿verdad?
—No… Vamos a ver a Guerini. El doctor Chouard aparece de vez en cuando para tomar una copa.
—¡Di más bien una botella o dos! Le recuerdo muy bien. ¿Y qué piensa de ella?
—Dice que no está enferma. Solo un poco retrasada.
—¿Retrasada en qué?
—Hay gente que por lo visto no pasa nunca, mentalmente, de una edad determinada.
—¿Y en qué edad se ha parado ella?
Berthe se encogió de hombros. Ada tenía la ventaja de ser barata. No le daban dinero directamente. Le pagaban al padre, y este había pedido que no le concedieran la menor libertad. Resultaba práctico. Estaba siempre disponible, día y noche, en invierno o en verano, y solo muy de tarde en tarde iba a pasar un rato en la casa que Pascali se había construido en las afueras de Mouans-Sartoux.
Era Pascali el que, cada quince días, aparecía en la terraza y entraba en la cocina quitándose la gorra. Se sentaba, siempre en el mismo rincón, aceptaba el vaso de vino tradicional, solo uno, nunca dos, y se quedaba allí media hora o tres cuartos de hora sin que hubiera necesidad de ocuparse de él.
Nunca hacía preguntas, no besaba a su hija, y solo le hablaba para decirle al marcharse:
—Adiós.
En cuanto a la chica, hubo clientes que, los primeros días, creyeron que era muda. Aunque no era cuidadosa y frecuentemente olvidaba las instrucciones, no dejaba de procurar cumplir e incluso, cuando no tenía nada que hacer, trataba de ser útil.
Se habían acostumbrado a su presencia, más bien como la de un animal familiar que como la de una persona. Apenas hacía ruido. Los días de mayor afluencia de clientes no se sentaba a la mesa para comer y se contentaba con bocados que picoteaba en los platos que volvían a la cocina.
Berthe jamás había insistido para que Émile fuera a ver a Guerini o a otro médico para comprobar lo que su madre insinuaba. Ella sí fue a ver a Guerini, un día que tenía anginas. ¿Le habló quizá del caso?
Era posible. A Émile le daba igual. Desde que vivía en La Bastide, jamás había tenido necesidad de médicos y, cuando pilló una gripe, cosa que le ocurrió al cuarto o quinto invierno, se la curó solo con grogs y aspirina.
Guerini y su mujer iban de vez en cuando a comer a La Bastide los días que tenía libres su criada. Eran una pareja joven y simpática. La gente de Mouans-Sartoux tenía miedo de perder a su médico, pues se decía que era demasiado inteligente para pasarse la vida en un pueblo, y que acabaría por establecerse en Cannes o Niza, o quizá en Marsella.
Ordenado y concienzudo, había reglamentado su vida con sensatez. Si bien durante la semana podían llamarle a cualquier hora del día o de la noche, ricos o pobres, cada domingo, a no ser que hubiera tempestad, disfrutaba un día de soledad a bordo de su barca.
Su mujer, que comprendía esta necesidad de distensión, no le acompañaba nunca y se pasaba el día en casa con los dos chiquillos. El menor solo tenía unos meses.
¿Se sentía a veces roído por sus pensamientos un hombre como este?
Realmente, durante todo ese período, Émile no se había sentido desgraciado. Había acabado por amoldar se a la realidad. Ya no intentaba saber quién era el amo en casa, ni si su mujer le trataba como se debe tratar a un hombre.
Las apariencias le bastaban, y también él tenía su barca, a bordo de la cual se escapaba en cuanto podía. Tenía además, durante la temporada baja, los partidos de bolos, y a veces, en las tardes de invierno, subían amigos de Mouans-Sartoux para jugar a cartas con él.
No se preguntaba si los otros eran diferentes, ni si él hubiera preferido otra suerte. La vida de La Bastide se había ido regulando poco a poco, hora por hora, casi minuto por minuto. Bajaba siempre a la misma hora, después de haber oído a Ada bajar primero y preparar el café, y encontraba en la cocina a la señora Lavaud que acababa de llegar y se anudaba el delantal.
Cada habitación de la casa era arreglada por turno y esto marcaba el ritmo de los días. Había además los ritos del verano y los ritos del invierno, que eran bastante distintos.
En verano, solo en julio y agosto, cuando había que servir cincuenta cubiertos por comida, la esposa de Maubi echaba una mano por la mañana y contrataban a un muchacho para que ayudara a Ada a servir la mesa, casi siempre un jovenzuelo, un principiante, para que resultara más barato.
A veces había que cambiar dos o tres veces de camarero durante la temporada, pues los había que robaban o bebían, y otros que se mostraban groseros con los clientes, e incluso con Berthe.
Así, detrás de una existencia aparentemente apacible, siempre había pequeños dramas, aunque fueran solamente disputas con los proveedores o con artesanos locales.
La verdad es que Berthe asumía todo esto sin quejarse nunca. Aparte del mercado y la cocina, Émile no se preocupaba de nada y su mujer apenas le consultaba cuando había que prever reparaciones o bien obras.
Era ella también la que se ocupaba de las notas para los clientes, la que cobraba, la que llevaba el dinero al banco una vez por semana.
¿Había deseado él, realmente, que fuera así? ¿No había permitido que esta situación se estableciera, a causa de su desidia? ¿Se había convertido Berthe, ya en esta época, en la enemiga?
No hubiera sabido decido. Sin embargo, la carne de su mujer, al cabo de años de matrimonio, le era más extraña que, por ejemplo, la de Nancy, a la que solo había poseído una vez.
Conocía a dos o tres chicas de Cannes a las que iba a ver de vez en cuando, en ocasiones a la hora del mercado. Las encontraba entonces acostadas, pues ellas pasaban la noche en el casino o en los clubs nocturnos, y apremiado por el tiempo, les hacía el amor con celeridad, en parte como si quisiera vengarse, o como para demostrarse a sí mismo que era un hombre.
No bebía, como su suegro había hecho toda su vida y como su padre y su hermano lo seguían haciendo. Se contentaba con unos vasos de vino rosado durante el día, especialmente por la mañana hacia las once, antes de preparar la comida del mediodía.
No comía con su mujer. La servían, a ella sola, en una mesa en la terraza, o bien, cuando el tiempo no lo permitía, en el comedor, como los clientes, y al mismo tiempo que a ellos.
Los empleados comían antes que los demás, en la cocina. En cuanto a él, solo cuando empezaban a servir los quesos y los postres, se dejaba caer en una silla, en un extremo de la mesa, y comía frente a la señora Lavaud, ya ocupada en lavar los platos.
Esta era la rutina del verano. El resto del año había diferencias, y a veces, sobre todo en invierno, cuando soplaba el mistral o el viento traía las grandes lluvias, pasaba una semana sin que un cliente, un solo extraño llegara a la puerta de La Bastide, excepto el cartero.
En lo que a su plan se refería, esto carecía de importancia, pues este plan se basaba enteramente en la vida de verano más que en la época de transición, la que, animada ya, precede a la afluencia de la época de las vacaciones pagadas.
El asunto con Ada había empezado en la misma estación, dos años antes. Terminado el almuerzo, Berthe subía para echarse una hora o dos, como la mayor parte de los huéspedes. Se oía entonces cerrarse los postigos alrededor de la casa, y lo mismo ocurría con todos los de Mouans-Sartoux y de la región entera.
Aunque Émile y su mujer dormían por la noche en la misma habitación, en la famosa cama de los suegros, que Berthe debía de considerar como un símbolo, Émile había adoptado para la siesta el Cabanon, cuando este no estaba ocupado, o bien un rincón de sombra al pie de una higuera.
Tenía sus motivos. En primer lugar, no le gustaba desnudarse y volverse a vestir en plena jornada, en tanto que su mujer insistía en meterse entre sábanas. Además, sus siestas no duraban e! mismo tiempo. Por último, él sudaba mucho, cosa que molestaba a Berthe.
De todos modos, sin que jamás se discutiera la cuestión, él había ganado esta hora de libertad.
Se adormecía en seguida y se quedaba semiinconsciente respecto a lo que ocurría a su alrededor, aunque seguía percibiendo ciertos ruidos. Fragmentos de pensamientos le pasaban por la cabeza pero no llegaban a encadenarse y se hacían cada vez más borrosos, con deformaciones a veces divertidas.
Junto con el tiempo que pasaba en el mar, esto era, en definitiva, lo mejor de sus jornadas.
A veces sentía el aguijón del deseo, sobre todo si evocaba a Nancy y la Piedra Plana, y se sorprendía tendiendo la mano en el vacío, como si fuera a encontrar un cuerpo de mujer a su lado.
Era una lástima después de todo. Hubiera sido agradable. Acudían a su mente imágenes precisas y acababa por consolarse prometiéndose ir al día siguiente a ver a una de las chicas de Cannes.
Jamás había pensado en Ada. Apenas se daba cuenta de que era una mujer. Hasta el día en que, una tarde, Berthe fue a la ciudad con la furgoneta para comprar sábanas y fundas. Lo recordaba exactamente.
Terminada la siesta, volvió a casa y encontró a la señora Lavaud dormitando en una silla, con la barbilla hundida en e! pecho. Sorprendido al no ver a Ada, subió por la escalera, llamándola a media voz. Al no obtener respuesta, siguió subiendo y empujó la puerta de la buhardilla.
Los postigos estaban cerrados. En la penumbra Ada dormía, desnuda sobre la cama, que no se había molestado en deshacer.
Vaciló, no por Berthe, sino por Pascali, que le inspiraba algo de miedo.
No quería que la chica dijera luego que la había tomado por la fuerza, o durante el sueño, y se acercó a la cama diciendo varias veces:
—Ada… Ada…
Estaba seguro de que le había oído, pero no se movía. Seguía con los ojos cerrados y las piernas algo abiertas.
Entonces la tocó, al principio con la punta de los dedos, y notó que un estremecimiento la recorría.
—Ada…
Con los labios entreabiertos, ella suspiró sin decir nada, pero habría jurado que se esforzaba en reprimir una sonrisa.
¡Tanto peor! La tomó sin pensarlo más, y quedó sorprendido por la expresión radiante que apareció en el rostro de aquella chiquilla semisalvaje.
Jamás había visto semejante éxtasis en un ser humano, y súbitamente, apretándolo con frenesí entre sus flacos brazos, comprimiéndole el pecho contra el suyo, con una fuerza insospechada, dijo algo que debía de significar:
—Por fin…
Entonces, cuando, desconcertado, él hubiera querido reprimir su goce, ella empezó a sollozar de felicidad, con una dicha interior, profunda, que surgía a borbotones, con una dicha dolorosa al mismo tiempo, a la vez pura y turbia, cuya existencia él ni siquiera sospechaba.
Apenas había entrevisto sus pupilas. Eran lágrimas, gruesos lagrimones infantiles los que abrieron sus párpados, y ella los cerró inmediatamente, recuperó su inmovilidad y después, mientras él, torpe y confuso, se levantaba, se cubrió con un pliegue de la manta.
Fingía de nuevo dormir. Su menguado pecho se movía con ritmo regular y su mano permanecía crispada sobre la lana de la manta. Se hubiera creído que allí no había pasado nada y él salió de puntillas, cerró la puerta sin hacer ruido y fue a plantarse en el umbral de la terraza mientras la señora Lavaud empezaba a trajinar en la cocina.