¿Habría sido diferente si hubiesen tenido hijos, o si Émile no hubiera sido tan joven? Había pasado tan rápidamente el tiempo desde que terminó la escuela que a veces soñaba y se creía aún en el patio de recreo.
Cuando era un jovenzuelo, como la mayoría de sus camaradas, sin duda, representaba un papel, esforzándose, más o menos conscientemente, en mostrarse ante los otros tal como hubiera querido ser. Y el papel que había elegido era el de un juerguista, un joven conquistador y cínico, de los que dan de qué hablar.
Y ahora, apenas adulto, estaba casado, con suegra, con responsabilidades y con un negocio bastante importante bajo su dirección.
No era hombre a quien gustara analizarse ni mirarse en el espejo. Sin embargo, a veces se sentía como si flotara, a disgusto, como si llevara un traje demasiado grande para él. Le parecía entonces ser uno de esos escolares de trece o catorce años, cuya voz empieza a cambiar y que, en la distribución de premios, se ponen una barba postiza para representar el papel de noble, de rey o de viejo mendigo en una obra teatral.
El mundo no era real. Su vida no parecía definitiva. Al despertarse hubiera podido convertirse de nuevo en un muchacho que solo pensara en sus lecciones y sus canicas, o un joven aprendiz de los que birlan una lonja de jamón cuando el amo les vuelve la espalda.
Había algo peor aún, pero esto prefería no aceptarlo ni siquiera en lo más secreto de su ser, porque resultaba demasiado molesto: ante Berthe, a veces tenía la impresión de encontrarse delante de su madre.
La razón no era un parecido físico. No hubiera podido decir cuáles eran los puntos comunes entre las dos mujeres. Y, por otra parte, pensaba en ello lo menos posible: Era una sensación fugitiva de la que procuraba inmediatamente desembarazarse.
La manera de mirarle las dos, por ejemplo, como para leer en él, como si fuera derecho suyo, su deber, penetrar en él.
—¿Me dirás siempre la verdad, no?
Esta frase era de Berthe; una condición que ella, unilateralmente desde luego, había impuesto a sus relaciones.
—No soportaría que me mintieras.
Su madre decía:
—No se le debe mentir a la madre.
Y añadía, segura de sí misma:
—Además, si lo intentaras, no lo conseguirías.
Con Berthe, esto se daba por descontado. Le observaba constantemente. Desde la mañana a la noche, le tenía como sujeto en el extremo de un hilo, y de pronto, cuando se creía solo, oía una pregunta:
—¿En qué estás pensando?
¿Por qué se ruborizaba, aunque todavía no tuviera nada; que ocultar? Se sentía culpable, reaccionaba como en casa de sus padres o en la escuela, y esto le humillaba, le hacía cerrar los puños.
Era precisamente en estos momentos cuando se le metía en la cabeza que Berthe le había comprado. Y no era una idea sin base, pues se había producido una escena breve, con pocas palabras, pero que le había dejado marcado para el resto de su vida.
Acababan de fijar la fecha de la boda: la semana después de Pascua. Si esperaba más, habría que aplazar la ceremonia hasta otoño, debido a la temporada de verano. Y más tarde, sus padres, ocupados también con su fonda, no podrían asistir a la boda, y la señora Harnaud insistía en que acudieran y que todo transcurriera de acuerdo con las normas.
Para ella era decepcionante ya el hecho de que la boda no se celebrara en Luçon, ante todos sus conocidos.
Las dos mujeres, según él sospechaba, tenían una razón más importante para apresurar la boda. La madre sabía tan bien como su hija lo que había ocurrido en el Cabanon, y ambas temían que Berthe estuviera visiblemente encinta el día de la boda. No sabían aún que no había el menor peligro. Y esta era otra cuestión que no tardaría en humillar a Émile.
Por último, era probable que no estuvieran demasiado seguras de él y que se preguntaran si no desaparecería el día menos pensado.
Un viernes, quince días antes de la fecha fijada, la señora Harnaud no subió a acostarse como de costumbre y se quedó abajo con ellos. Terminado su trabajo en la cocina, Émile encontró a las dos en el comedor, donde se instalaban cuando no había clientes y donde, puesto que empezaba a hacer algo de fresco, ardían unos sarmientos en la chimenea.
Le gustaba ese olor. Algo le sorprendió en la actitud de la señora Harnaud que, en apariencia, hacía punto apaciblemente, como de costumbre.
—Siéntese un momento con nosotras, Émile.
En La Vendée, e incluso en La Bastide, cuando solo era un empleado, le tuteaba, pero instintivamente, en cuanto se convirtió en el único hombre de la casa, empezó a tratarlo de usted.
—Me preguntaba si ha pensado en el contrato. De momento, no comprendió.
—¿En qué?
—En el contrato de matrimonio. Cuando no se firma quiere decir que el casamiento se hace bajo el régimen de comunidad de bienes. No sé lo que vosotros pensaréis al respecto, pero…
No acabó la frase; el «pero» bastaba para revelar sus pensamientos.
Fue entonces cuando Émile vio sobre la mesa varios folios doblados en cuatro, con una escritura que no era la de la hermana de la señora Harnaud. En el anverso, además, pudo leer un membrete: Gérard Palud.
El nombre le era familiar, pues en casa de sus padres se hablaba de él y varias veces habían recurrido a su consejo como hombre de leyes. Le designaban así, aunque su profesión no fuera muy definida. Tenía, no lejos de Las Tres Campanas, en Luçon, una tienda de ultramarinos con vidrieras verdosas, ante la que hacían cola los campesinos los días de mercado.
Palud había trabajado algún tiempo como pasante de notaría, y luego se había establecido por su cuenta, aconsejando a los clientes en sus tratos, ya se tratara de ventas o compra de bienes, de testamentos, de inversiones o de repartos tras un fallecimiento. Se ocupaba también, a título oficioso, de sus procesos, y era, con relación a los verdaderos abogados o notarios, lo que un curandero o un saludador respecto a los médicos.
—Supongo —siguió la señora Harnaud tras un silencio— que tenéis la intención de establecer un contrato matrimonial…
Fue entonces cuando Berthe, que había alzado la cabeza y mirado a Émile de una manera que este no olvidaría jamás, dijo con labios que temblaban ligeramente:
—No.
La madre, sorprendida, creyó que se trataba de generosidad por parte de su hija o de la ceguera del amor. La prueba es que respondió, algo molesta: —Sé lo que se piensa cuando una es joven. Pero es necesario ver más allá, pues nadie puede prever el futuro.
Berthe repitió con firmeza:
—No necesitamos contrato.
Él no sabría decir con exactitud por qué especie de mecanismo aquellas palabras constituyeron una especie de toma de posesión de su persona. ¿No le habría comprado Berthe, mejor y con más seguridad, que por medio de un contrato, con aquellas palabras?
Si ella rehusaba todo contrato era porque estaba segura de sí misma y solo confiaba en ella para mantener a su marido bien atado.
—No quiero insistir. Es cosa vuestra. Creo, sin embargo, que si tu pobre padre viviera…
—¿Teníais contrato tú y él?
—No era el mismo caso.
Era peor, pues la señora Harnaud, nacida en una cabaña de los pantanos, era una simple criada en el hotel Las Tres Campanas, y Gros-Louis esperó para casarse a que ella estuviera de cuatro meses. Émile lo sabía perfectamente, pues había tenido los papeles en la mano.
—Por lo que respecta a La Bastide y a mi parte… Se replegaba de mala gana a posiciones preparadas por ella y por Palud, con el que, ahora estaba claro, había mantenido una nutrida correspondencia durante las últimas semanas.
—Supongo que desearás entrar en posesión inmediata de la parte que te corresponde por tu padre, ¿no es así?
Con rostro hermético pero atento, Berthe escuchaba, evitando responder con excesivo apresuramiento.
—Por lo que a La Bastide se refiere, confío en los dos. Émile es inteligente y animoso, y ya he visto cómo lleva el negocio. Por lo tanto, no hay motivo para que retire mi dinero…
Tenía una idea metida en la cabeza. Una idea que quizá le había aconsejado Paludo.
—Como me voy a Luçon, y mi pobre marido ha muerto, y por mi parte ya no voy a vivir mucho…
El camino era tortuoso, pero estaba llegando el final.
—Os va a resultar desagradable rendirme cuentas cada año. Y yo, a mi edad…
No decía que solo tenía una confianza relativa en su yerno.
—Lo más sencillo, para evitar discusiones, es que me paguéis un vitalicio. Así quedáis dueños de vuestra casa, y yo ya no tendré nada que ver con el negocio…
No era verdad. Entre los papeles cuidadosamente doblados en cuatro y colocados ante ella, había un proyecto de pacto redactado por Paludo. En él se estipulaba una renta vitalicia muy superior a la mitad del rendimiento actual de La Bastide, y reservaba a la señora Harnaud, como garantía, una hipoteca sobre la casa, sobre las tierras y sobre el propio negocio.
—Me han dado la dirección de un notario en Cannes, ante el cual basta con ir afirmar.
Aparentemente, Berthe no se había ocupado de esta transacción. Desde luego, no había estado al corriente de la correspondencia cruzada entre su madre y el hombre de leyes de Luçon. Para ella, bastaba el matrimonio, sin más papeles.
Esto se debía quizá, en parte, al amor. Émile lo había pensado después a menudo, y se había planteado la cuestión. Sentía escrúpulos y no quería agraviarla. Prefería admitir que había sido por amor. Se preguntaba incluso si no había empezado todo antes de marcharse él de Luçon, cuando ella era solo una chiquilla.
Hay muchachas que, apenas salidas de la infancia, deciden que tal o cual chico se convertirá en su marido un día u otro. Era irrefutable que ella no se había entregado a nadie más, que no había tonteado con jovenzuelos, y que cuando fue a buscarle al Cabanon era virgen.
Pero también la madre de Émile amaba a su hijo, a su manera.
Cuando se habló del contrato de matrimonio, destinado a defenderla en definitiva contra su marido, a salvaguardar su fortuna, Berthe había dicho que no, simplemente, con firmeza.
¿Esperaba que él se sintiera agradecido por su gesto y viera en este generosidad o una confianza ciega?
Ocurrió todo lo contrario. Émile no protestó ni discutió. Aceptó. Sobre todo porque en aquel asunto no tenía voz ni voto, porque hasta entonces, de hecho, solo había sido el empleado de Gros-Louis, y luego de las dos mujeres.
Los papeles, en los dos matrimonios, estaban cambiados. Gros-Louis se había casado con la criada después de haberle hecho un crío.
Su hija se casaba con el empleado de la casa después de haberse entregado a él.
Tanto peor si Émile se equivocaba. En resumidas cuentas, era sincero: para él no había ninguna diferencia entre ambos casos.
Y si bien por un momento pensó en marcharse dejando plantadas a la madre y a la hija, esta idea no acabó de arraigar en él. Quizá desde hacía tiempo sospechara que lo que ahora ocurría era la única solución lógica.
La Bastide se había convertido en cosa suya, personal. La había encontrado todavía informe, inacabada, y cabía creer entonces en la inminencia de una quiebra. Gros-Louis solo, incluso sin su enfermedad, probablemente habría abandonado, porque, contra todas sus esperanzas, no había logrado adaptarse.
Era un hombre en el exilio, un hombre que había apostado a la carta mala y que, en el fondo, tal vez se había sentido aliviado por aquella hemiplejía que le descargaba de sus posibilidades.
Él había quedado fuera del juego. Que se las arreglaran Émile y las dos mujeres.
Había muerto casi sin agonía, y su última mirada no fue para su compañera ni para su hija, sino para su dependiente.
Dios sabía lo que significaba aquella mirada. Era mejor no pensarlo, no intentar adivinar el mensaje que tal vez contenía.
Firmados, pues, los papeles preparados por Palud, el notario de la Rue des Etats-Unis pareció sorprendido.
—¿Están de acuerdo los tres?
Esto constituía ya una especie de matrimonio entre los tres, con la señora Harnaud, que fue la primera en dar el sí y se inclinó para firmar inmediatamente con la pluma que le tendían.
Luego, la víspera de la boda, llegaron de Champagné el padre y la madre de Émile, él con su traje negro y la madre con un vestido de flores blancas sobre fondo violeta.
Odile no pudo venir, porque esperaba un hijo de un día a otro. En cuanto al hermano, Henri, tuvo que quedarse para cuidar de la fonda.
La hermana y la sobrina de la señora Harnaud hicieron el viaje tres días antes, a fin de aprovecharlo para ver la Costa Azul. Las tres mujeres fueron a Grasse, a Niza y Montecarlo en autocar.
La boda se celebró en la alcaldía y en la iglesia de Mouans-Sartoux. Asistió mucha gente de la comarca, más con aspecto de curiosos que de participantes en la ceremonia.
Émile había sido más o menos adoptado por el país, pero los otros, incluso Berthe, seguían siendo extraños.
El negocio no les permitió hacer viaje de bodas. Simplemente, tras la cena, prolongada hasta bien avanzada la noche, Émile y Berthe subieron a la habitación que ocupaban antes Gros-Louis y su mujer.
—Las dos últimas noches que pase aquí —había dicho la señora Harnaud a su hija-ocuparé tu habitación.
Era tan impresionante como una transmisión de poderes. En adelante, ocuparían el dormitorio de los personajes, los padres, con la cama de nogal, el armario de luna y la cómoda.
Émile, que había bebido demasiado —todo el mundo bebió demasiado, excepto Berthe— intentó echarle un pequeño discurso a su mujer mientras se desnudaban. ¿No sería útil establecer de una vez para siempre sus situaciones respectivas?
Con ayuda del vino y de las copas había imaginado, durante la velada, una especie de declaración preliminar.
—Tienes lo que querías. Ahora estamos casados. En adelante…
Había construido en su cabeza frases enteras, que de momento parecieron magníficas, pero que ya había olvidado.
Quedaba algo que tenía ganas de decirle, una declaración para la que le faltaba valor.
—Puesto que estamos ya casados, haré el amor contigo. No obstante, tengo que confesarte…
No se le puede decir esto a una mujer, ni siquiera a una mujer de la calle. Y sin embargo, era la verdad. No la deseaba. Se veía obligado a hacer un esfuerzo. ¿Tenía él la culpa de que, aunque no hubiera ningún parecido físico entre ellas, le hiciera pensar en su madre?
Afortunadamente, el día había sido fatigoso para Berthe. Estaba tensa, agotada. Fue ella la que murmuró:
—Esta noche, no.
También esto constituía una indicación, pues sería ella quien decidiría en adelante los días en que él había de tomarla o los días en que se acostaran sin hacer nada.
Émile no se sentía desgraciado. La prueba es que, al día siguiente, fue el primero en bajar y, al abrir las ventanas de la cocina, experimentó la misma alegría que los otros días al mirar el paisaje, el verde pálido de los olivos y el verde oscuro de los pinos bajo el sol, el reflejo dorado de la rada de la Napoule y los dos palomos que se arrullaban cerca de la puerta.
No eran los mismos palomos de ahora. Las parejas se habían sucedido, generación tras generación. De vez en cuando, en vez de comerse los jóvenes se comían los viejos. Se trataba de que hubiera siempre una pareja arrullándose en torno a la casa, porque a los clientes les gustaba verlos acariciarse con el pico, hinchando el buche.
La señora Harnaud había decidido ir a pasar un mes a la Cate cada año, preferentemente en invierno, cuando no había clientes y el tiempo era más desagradable en Luçon. Esto se había estipulado así en el contrato y, si no fue idea de ella, debió de ser Palud quien le aconsejara esta precaución.
Su primera mirada, en noviembre, la dedicó al vientre de su hija.
Poco después, a solas con ella, murmuró con un velado tono de reproche:
—Esperaba encontrarte en estado interesante.
Esto acabaría por convertirse en una manía, en una obsesión. En todas sus cartas, había la misma frase: «…Sobre todo, no dejes de escribirme apenas tengas esperanzas en ese aspecto…». El segundo invierno hubo como una sospecha en la mirada que posaba, no ya sobre su hija, sino sobre el yerno. Y al acabar su estancia entre ellos, no pudo contenerse.
Estaban comiendo. Les servía aún la vieja Paola. Ya había empezado la guerra entre esta y Berthe, una guerra sorda, latente, día tras día, en la que tardaría en haber una vencedora. ¡Berthe, naturalmente!
Cierto que Paola era sucia, que jamás en su vida había tomado un baño y que exhalaba un olor a sayas viejas.
Pero también era verdad que Paola era apasionadamente fiel a Émile, que para ella era el hombre, cuyos hechos o gestos no podían discutirse, y que lo que Berthe decía no tenía importancia.
Si Berthe le daba una orden, Paola no respondía ni que sí ni que no. Mantenía un rostro hermético, como esculpido en madera de olivo viejo, y poco después iba a pedir confirmación a Émile.
Luego habría otras pequeñas guerras de este tipo en la casa. Émile se había resignado a ello por anticipado. Sentía, también por anticipado, y solo en el temblor de los labios de su suegra, que esta iba a atacarle.
El mismo fenómeno ocurría con Berthe. Cuando esta tenía que hacer una observación desagradable, su rostro se vaciaba de toda expresión, sin duda porque ella se vigilaba, pero no podía evitar que le temblara el labio superior.
—El otro día, hijos míos, leí un artículo interesante en el diario. Lo he recortado. Está en mi bolso. Ya os lo daré luego…
El artículo no había aparecido en un diario, sino en una revista popular que dedicaba dos páginas a los horóscopos, otras dos a métodos más o menos nuevos para curar enfermedades y el resto a artistas de cine.
—Antes, cuando un matrimonio no tenía hijos, siempre se pensaba que era a causa de la mujer. Parece ser que esto no es exacto, y que incluso se debe más a menudo al hombre…
El labio temblaba cada vez más, los ojos se le clavaban en el vaso de vino que había sobre la mesa, y la voz se hacía más suave.
—Quizá sería conveniente que consultarais a un médico, ¿no crees, Émile?
Él no dijo nada; se limitó a palidecer, mientras se le afilaba la nariz.
Tenía, sí, una respuesta en la punta de la lengua, pero se había jurado callársela: «Preferiría hacerle un crío a la primera mujer que encontrase, para demostrarle que soy capaz de ello…». Verdad es que Berthe respondió por él:
—No quiero hijos, mamá.
—¿Tú? Pero ¿qué me dices?
—La verdad. Estoy muy bien así.
Lo pensaba, evidentemente. Había obtenido todo lo que deseaba. No solo Émile le pertenecía, sino también La Bastide, y aunque algunos clientes se equivocaran, ella seguía siendo la verdadera dueña.
Este era además el nombre que le daban las gentes del país: la dueña. Y no lo habían elegido al azar. Tenían la costumbre de observar especialmente a los forasteros, y conocían perfectamente a Émile, que, en las tardes de invierno, jugaba a los bolos con ellos.
El segundo año compró una camioneta. Luego Berthe le obligó a poner en la calle a Paola, porque seguía empeñándose en que fuera él quien hablara y tomara las decisiones.
—Si sigue en casa, no bajaré más de mi cuarto.
Cuando Émile habló a Paola a solas, esta comprendió inmediatamente.
—No se preocupe por mí, pobre señor. Hace tiempo que lo esperaba y ya tengo mis cosas a punto.
Berthe, que había puesto un anuncio en el diario, eligió a la señora Lavaud entre las candidatas. Era una mujer limpia y con cierto aire de dignidad.
¿Esperaba Berthe que la nueva criada hiciera bloque con ella, en vez de pasarse al bando de Émile?
Porque las cosas ya habían llegado a este punto, aunque no fuese aparente. No había lucha abierta, ni clanes declarados.
Lo que pasaba era que nadie, de la comarca ni de la casa, la había adoptado. Seguía siendo una forastera. La trataban cortésmente, con demasiada cortesía incluso; le mostraban un respeto exagerado y ella era lo bastante sutil para comprender.
Cuando llegaba el cartero por la mañana, dejaba la bicicleta en la terraza e iba a tomar algo en el bar.
—¿Qué tal Émile? ¿Echamos una partida?
Si veía a Berthe, se quitaba la gorra y parecía beber a disgusto el vino rosado que Émile acababa de servirle.
Esto poco significaba en sí, pero era lo que ocurría con todo el mundo.
—¿Está Émile?
—No. Ha ido a Cannes.
—Es igual. Ya volveré.
—¿No quiere que le dé yo el recado?
—No vale la pena.
Las gentes conocían sus costumbres, sabían dónde dar con él. Alrededor de Berthe, contra ella, se creaba una masonería con la que ella chocaba sin cesar.
—¿No ha visto a mi marido?
En vez de responder, la miraban con aire falsamente ingenuo, como si no quisieran traicionarle.
Para vengarse del despido de Paola, Émile se compró una barca de ocasión, un «pointu». Hacía mucho tiempo que tenía ganas de tener una. Para él, esto formaba parte del Midi, era el complemento de La Bastide, de las partidas de bolos ante la oficina de correos de Mouans-Sartoux, del mercado de Forville y del pequeño bar donde se sentaba a tomar un café o beber un vaso de vino blanco.
Sin embargo, la barca, apenas la compró, fue como un reto. No había hablado previamente de ella con su mujer, y se contentó con anunciar una noche:
—He comprado un «pointu».
Sabía que en su fuero interno ella acusaría el impacto, aunque tuviera suficiente sangre fría para ocultarlo.
—¿Nuevo?
—De ocasión, pero en perfecto estado. He conseguido con él todo el aparejo de pesca: redes, nasas, dos cestos para congrios.
No le preguntó cuánto había pagado. No le preguntó tampoco cuándo pensaba salir de pesca.
En plena estación no podía ni pensar en ello, pues tenía trabajo desde que se levantaba. En invierno, el mar estaba siempre picado y, de todos modos, la pesca no era tan buena como en verano.
Febrero, marzo, abril, a veces mayo, eran los meses vacíos durante los cuales no había más que dos o tres pensionistas al mismo tiempo, como las belgas de ahora, con algunos clientes de paso al mediodía o la noche.
Poco más o menos, ocurría lo mismo en octubre y en noviembre, hasta las grandes lluvias que marcaban el comienzo del invierno.
Se levantaba entonces a las cuatro de la mañana, se vestía en la oscuridad, y jamás se le habría ocurrido la idea de besar la frente de su mujer, que fingía dormir. Cuando empuñaba el volante de la camioneta se convertía en un hombre libre, y bajaba hacia el puerto silbando. En el embarcadero encontraba a otros aficionados, casi todos de más edad que él, que preparaban los aparejos y ponían los motores en marcha.
—¡Hola, Émile!
—¡Hola, cabronazo!
Se había acostumbrado ya a bromear como ellos, a expresar a veces verdades demasiado crueles en forma de broma…
—¿Cómo está tu parienta? ¿Se ha olvidado de encerrarte esta noche?
Se daban la réplica, desde luego. Por otra parte, eran los otros los que habían empezado.
Le gustaba el zumbido del motor, el ruido sedoso del agua contra el casco, la visión de la estela blanquecina que se iba ensanchando. Luego, era un placer dejar caer el pedrusco que servía de ancla, romper los caparazones de los cangrejos que le servían de cebo.
Se había familiarizado con los colores de los peces, tan distintos de los que solía pescar en L’Aiguillon, en La Vendée, cuando era niño. Había aprendido a desprender las rescazas del anzuelo o la red, y a cortar de una sola cuchillada la cabeza de las murenas, de tan peligrosa mordedura.
El cielo se iba aclarando, el barquichuelo se balanceaba en un universo que cada vez parecía nuevo, y poco a poco se calentaba el aire y el sol ascendía en el horizonte. Émile se quitaba la chaqueta, a veces incluso la camisa.
¿No valía esto el precio que había pagado? A veces se le ocurría plantearse menos brutalmente la cuestión. ¿Por qué tenía siempre la impresión de que le habían engañado?
Husmeaba, en la base de su vida, sabía Dios qué. Berthe había logrado lo que quería, había hecho exactamente lo que había decidido hacer, y Émile sospechaba que la vieja Harnaud había sido su cómplice, como Palud había sido a su vez cómplice de ella.
Incluso al pobre Gros-Louis, que ya no pertenecía a este mundo, debía de rondarle ya esta idea en la cabeza cuando le escribió:
«Émile, eres un infeliz».
No le dijeron esto con relación a Berthe, sino jugando a los bolos, al principio. Se le había metido en la cabeza ser un jugador tan bueno como los otros, él, que jamás había tocado una bola. Al principio, cuando le tocaba tirar, lo hacía con la expresión del alumno al que hacen una pregunta difícil, y todos se burlaban de él porque sacaba la lengua.
Entonces, a veces se entrenaba solo en la terraza, a fin de demostrar un día que podía más que ellos.
Fue el doctor Chouard quien, al sorprenderlo, le dijo:
—Émile, eres un infeliz…
En materia de bolos, en todo caso, había demostrado que no lo era, pues había acabado por convertirse en uno de los mejores jugadores de Mouans-Sartoux.
A veces, el doctor Chouard venía a jugar una partida. Vivía en Pégomas, en una casa destartalada donde Paola, cuando tuvo que marcharse de La Bastide, había encontrado refugio.
El doctor era tan desaliñado como la criada: la camisa siempre sucia, la corbata, cuando la llevaba, mal anudada, la chaqueta siempre con varios botones de menos y lo mismo en la bragueta.
Como Émile, había llegado allí un día, bastante joven, desde otra comarca de los alrededores de Nancy. Sin duda, entonces tenía ciertas ambiciones. Había tenido una mujer, una casa acomodada, la misma que ahora parecía abandonada.
Decían que su mujer se fugó con un turista inglés. Pero él no había esperado su fuga para darse a la bebida y descuidar la clientela.
Durante varios años, fue el mejor jugador de bolos, y formó parte del equipo que ganó el campeonato de Provenza dos años consecutivos.
De vez en cuando recuperaba su destreza, casi milagrosamente, pues desde hacía largo tiempo nadie podía distinguir si estaba o no borracho.
Paola también bebía. Émile la había sorprendido varias veces llevándose la botella a los labios, pero no le había dicho nada. Y se había guardado de decírselo a Berthe.
Por razones precisas, Émile había reservado al doctor Chouard un papel muy importante en lo que iba a pasar. Incluso cabía decir que, sin Chouard, lo que él había preparado tan pacientemente durante meses no se sostenía.
No por azar había elegido un domingo, ni había ido a asegurarse de que el doctor Guerini se hubiera hecho a la mar.
En cuanto a Ada, aunque ahora pareciera representar en su vida un papel de primer plano, en realidad era tan solo un accesorio, una causa secundaría. Pero esto no lo creería nadie.
La primera vez que se había fijado en ella, debía de tener catorce años y llevaba ya un vestido de algodón negro que podía pasar por delantal de colegiala.
Bajaba por el camino en su camioneta cuando la vio salir del pinar. Se preguntó qué hacía allí. No sabía aún que era la hija del viejo albañil Pascali y que, por lo tanto, vivía al otro lado del bosquecillo de pinos.
Conservaba la imagen de una chiquilla flaca, negruzca y de largas piernas, con el pelo enmarañado y una mirada de animal.
Volvió a verla varias veces y en Mouans-Sartoux se enteró de varias cosas relativas a su padre. Pascali, que no había nacido en Francia, había llegado al país muy joven aún, para trabajar en una carretera nueva que estaban construyendo en las montañas.
De su primera mujer tenía dos hijos, varón y hembra, que debían de andar por la cuarentena. El muchacho, ahora ingeniero, vivía en Clermont-Ferrand. La chica, según decían, había salido algo ligera de cascos, y aunque no había detalles concretos se decía que alguno la había encontrado en París, haciendo la calle en el barrio de la Bastilla.
Un buen día, Pascali, solo y ya viejo, se instaló cerca de Mouans-Sartoux en una cabaña abandonada, y empezó a trabajar en su oficio para unos y otros.
Luego, con gran asombro de todos, compró un terreno en la colina y empezó a construirse una casa a ratos perdidos.
Jamás se le veía en el café. Tampoco jugaba a los bolos ni se trataba con nadie. Iba a comprarse él mismo la comida y la botella de vino cotidiana, y todo el mundo lo tenía por una especie de salvaje. Algunos se preguntaban si no estaba medio loco.
Terminada la casa desapareció durante un tiempo y volvió con una mujer veinticinco años más joven que él, acompañada por una chiquilla.
Desde entonces, era siempre él quien iba al mercado. La mujer no ponía los pies en el pueblo. Un día en que el cartero les llevó un recibo de contribución que tenía que entregarles, intentó en vano abrir la puerta. Al oír que alguien se movía en el interior, gritó:
—¡Francesca!
Ella respondió al fin con un gruñido.
—Abre, Francesca; tengo una carta para tu marido.
—Métela por debajo de la puerta.
—Pero ¿no puedes abrir?
—No tengo llave.
Así se enteraron todos de que Pascali encerraba a su mujer. En cuanto al rumor de que le había marcado expresamente la cara, para afearla y que repugnara a los hombres, era algo más difícil saberlo.
En todo caso, antes de que el propio Pascali fuera a presentar a su hija como criada en La Bastide, una historia de faldas había servido más o menos de prueba de fuerza entre Berthe y su marido.
Había entonces ocho pensionistas en el albergue, y de ellos dos chiquillos de los alrededores de París, con su madre, casada con un contratista de obras.
¿Se habrían dado cuenta los clientes de la partida que se estaba jugando?
Una inglesa se había apeado del autobús en la carretera y había subido la cuesta llevando ella misma las maletas. Tanto podía tener veinticinco años como treinta, o incluso treinta y cinco. Se acercó sudando al bar, montado sobre tornillos de prensa de vino, y pidió con voz ronca:
—Un whisky doble.
Eran las cuatro de la tarde y servía Émile, con su chaqueta blanca. Recordaba que hacía mucho calor y que no llevaba el gorro de cocinero. Recordaba también grandes marcas de sudor bajo las axilas de la viajera.
—¿Tiene una habitación libre?
Cogió una cucharilla para quitar el hielo que Émile, por costumbre, había puesto en el whisky.
—¿Por cuánto tiempo?
—Hasta que me canse.
Era como para suponer que Berthe tenía antenas. Estaba ocupada pasando cuentas en una mesita junto a la ventana, pero desde allí, casi sin mirar, dijo en voz alta:
—No olvides, Émile, que la última habitación la tenemos reservada para este sábado.
No era exacto. La verdad era que algunos sábados venía un abogado de Niza, casado, a pasar la noche con su secretaria, pero nunca era seguro. Y cuando no había habitación disponible en La Bastide, a la pareja no le costaba mucho encontrada en otro albergue de L’Esterel.
—No está comprometida en firme —replicó Émile.
Y dijo a la recién llegada:
—Si quiere que le enseñe la habitación…
Subió la escalera ante ella y abrió una puerta. La inglesa apenas echó un vistazo a la habitación, pero en cambio le preguntó, como si adivinara muchas cosas:
—¿Es su mujer?