Poco más de quince años atrás, ya que fue el año en que obtuvo su diploma, la noción de Costa Azul entró en su universo bajo una forma aún esquemática, pero más viva ya que el cartel turístico que veía en la estación cuando iba a La Roche-sur-Yon.
Estaba lejos de pensar aquel día que era más o menos indirectamente su destino lo que estaba en juego.
No lograba recordar por qué había acompañado a su padre a Luçon. Sin embargo, esto quería decir que era jueves, pues los otros días iba a la ciudad, a la escuela, y lo hacía en bicicleta.
¿Habría tenido ganas de ver a un compañero y le había pedido que lo llevara en la tartana? Era posible, pues llovía a cántaros, y un ventarrón enorme hacía restallar la lona de la cubierta. Recordaba los largos rastros mojados en los muslos de la mula, cuyo lomo habían recubierto con un trozo de lona.
Nunca hablaban mucho su padre y él. Debieron de recorrer en silencio los ocho kilómetros que separaban Champagné de Luçon, una carretera llana, como el resto de aquella tierra pantanosa, con alguna que otra casa baja, una cabaña, como decían en el país, en los prados lamidos por el mar.
El verdadero paisaje era allí el cielo, más vasto que en cualquier otra parte, apenas roído por la dentellada de un campanario en el horizonte, un cielo tan extenso que las casas, los caminos, los vehículos y, con más razón, los hombres, parecían minúsculos.
Era el cielo lo que vivía, llenándose de nubes pesadas y negras que acababan por reventar, o, al contrario, de grandes nubes blancas, luminosas, inmóviles, que se reunían en bandas rojizas al ponerse el sol.
Sin duda había llovido durante todo el día, como ocurre allí tan a menudo. Cuando no había feria ni mercado en Champagné, o en los pueblos de su alrededor, la posada, salvo en la temporada, estaba casi vacía.
La había fundado su bisabuelo, carnicero de oficio, que le puso el nombre de El Buey Coronado, con un cartel en letras de oro que tenía ya un siglo. El techo era bajo, amarillento, casi pardo, como las paredes, los paneles de madera, las mesas a las que se sentaban los domingos las gentes del país para beber unos vasos de muscadet mientras jugaban a cartas o al dominó. Llevaban trajes negros, los mismos que se habían puesto para ir a misa. También durante la semana iban de negro, porque aprovechaban los trajes viejos del domingo.
En toda la casa reinaba un olor a vinazo, a alcohol, a colillas y, en las habitaciones, una traza de moho que seguía siendo para Émile el verdadero olor de la campiña. Debía de proceder de las camas, siempre húmedas, de los colchones abarrotados de crin vegetal. ¿O quizá del cultivo de champiñones más atrás, en el prado, pues su padre tenía un trozo de tierra y dos vacas?
Jamás había ido más allá de La Roche-sur-Yon y de Sables d’Olonne al norte, de La Rochelle al sur, o de Niort al este. Solo veía a las gentes del país, algunos viajantes de comercio, forasteros, de vez en cuando un abogado que comía en el albergue y, en verano, algunos turistas de paso.
No recordaba haber sostenido nunca una verdadera conversación con su padre. En cuanto a su madre, parecía odiarle por haber nacido seis años después de sus otros hermanos, cuando ella ya no contaba con tener más hijos.
Muy pequeño aún, no se atrevía a decirle, por ejemplo, que le dolía el vientre, pues siempre le miraba con suspicacia, como persona que nunca se equivocara.
—Dices que te duele el vientre porque no has estudiado la lección y te da miedo ir a la escuela.
Esto le sorprendía. Ella razonaba siempre así en todo. Y, como había parte de verdad, como, en efecto, él no se sabía la lección, esto le había turbado durante largo tiempo.
Había acabado por descubrir que realmente le dolía el vientre —y por tanto no lo fingía— porque no se sabía la lección, es decir, porque tenía miedo. Su padre no se ocupaba de estas cosas. Él vivía en un mundo de mayores, de hombres que hablan de prados, de heno, de ganado o de política local, bebiendo vasos de vino o copitas de licor.
Quizás Émile solo le había acompañado aquel día porque llovía desde la mañana y se aburría en casa, donde jamás había tenido un lugar propio. Su hermana, Odile, de veintidós años, tenía su habitación. Él, en cambio, dormía en la de su hermano Henri, una buhardilla como la de Ada, y no tenía nada en común con Henri, que a los veinte años era ya el vivo retrato de su padre.
Henri trabajaba con un tratante de ganado y lo sería a su vez, cuando le llegara el momento, cosa que no le impediría hacerse cargo de El Buey Coronado.
Odile no tardaría en casarse con un tipo alto y rubio, empleado en Luçon.
En cuanto a Émile, se las arreglaría como pudiera.
Más o menos, así se veía en aquella época. Era más bajo que el resto de la familia, y en tanto que los otros eran flacos, nudosos, él se avergonzaba de su cuerpecillo rechoncho.
La tartana se había detenido primero en Pequeña Velocidad, donde su padre cargó unos sacos, probablemente de abono. Luego, no lejos de la catedral y mientras la lluvia seguía cayendo a cubos, hicieron alto en Las Tres Campanas.
—Baja —le dijo su padre.
Las Tres Campanas merecía el nombre de hotel por la gran fachada blanca, los dos comedores, el cuarto de baño en cada piso y los escudos a cada lado del portal, pero era una posada donde, en los días de feria, las caballerizas estaban llenas de animales, con tartanas en el patio y campesinos más o menos borrachos en las salas y en la cocina.
Louis Harnaud, al que llamaban Gros-Louis, era amigo de su padre y pasaba por ser hombre rico. Tenía el rostro colorado, casi violáceo, pues, desde la mañana a la noche, vestido de blanco y con su gorro de marinero, bebía con los clientes que, si era preciso, iba a buscar en plena calle.
—Me alegra verte, Honoré… ¿Te has traído el chiquillo…? Siéntate, voy a buscar una botella…
Había también, en el vestíbulo, un mostrador, la caja en la que tomaba asiento la digna señora Harnaud cuando había clientes, con tanta gravedad como si lo hiciera en un trono.
Su hija, Berthe, había ido con Émile a la escuela, pero, dos años mayor que él, había obtenido su diploma. Aquel día no la vio. ¿Estaría en clase de piano?
Se sentaron los tres en el rincón donde estaba la mesa del dueño, y, a través de las cortinas de guipur, Émile veía caer la lluvia y pasar la gente sosteniendo los paraguas como escudos.
—Precisamente le decía ayer a mi mujer que tenía ganas de charlar un rato contigo…
Émile estaba acostumbrado a estas conversaciones de lento arranque, como si cada uno de ellos desconfiara de su interlocutor, y siempre parecía como si estuvieran vendiendo un buey o una vaca.
—¿Estás contento en Champagné?
Su padre, que no sabía qué iba a resultar de aquella pregunta, callaba prudentemente.
—¿Y el mayor?
—Va tirando…
—Por lo visto, vas a casar a tu hija…
Todos lo sabían en la comarca. Se trataba pues tan solo de una labor de aproximación, y a pesar de la trivialidad aparente de las preguntas, cada una de ellas tenía su significado.
—Si pensé inmediatamente en ti es porque tengo la impresión, aunque quizá me equivoque, de que tú tienes ambiciones para tus chicos…
Al decir esto miraba a Émile, como para hacer de él un cómplice.
—¿No se te ha ocurrido nunca la idea de establecerte en un lugar más importante que Champagné?
—Fue bastante bueno para mis padres y para mis abuelos. Supongo que es también bastante bueno para mis hijos.
—Escucha, Honoré…
Habían ido juntos a la escuela, y los dos eran hijos de posaderos.
—Para empezar, ¡a tu salud!
La señora Harnaud empujó la puerta en aquel momento, y, al ver a los hombres en plena conversación, se retiró discretamente.
—Fíjate bien en que no quiero influenciarte. Lo que te voy a decir es porque te aprecio y sé qué clase de hombre eres…
Seguía un largo camino sinuoso antes de ir al grano.
—La señora Harnaud y yo, como ya sabréis, nos hemos permitido por fin unas vacaciones…
No era el único que llamaba a su mujer por su propio apellido. Casi todos los comerciantes de la región hacían lo mismo.
—Desde hace años, tenía ganas de ver la Costa Azul, y fuimos a pasar tres semanas en Niza…
Se inclinaba hacia atrás, con una mirada maliciosa, el vaso en la mano.
—Tú no has estado nunca allí, ¿verdad?
—Nunca.
—Quizá es mejor que no vayas.
Soltó una carcajada.
—¿Sabes que allí, en pleno noviembre, la gente va sin abrigo y que todavía hay bastantes turistas como para llenar la mitad de los hoteles?
Cuando llegó al fin al tema, la botella estaba vacía y fue a buscar otra.
—Tengo cincuenta y ocho años, siete meses menos que tú. Como ves, tengo buena memoria. Desde hace un tiempo, estaba pensando en retirarme, pues el hígado y los riñones me fastidian y el médico dice que mi oficio los empeora. Espera un momento…
Salió, y volvió con unas postales y unas fotografías.
—Primero, mira esto…
Había un panorama de Niza, con la Bahía de los Ángeles en azul oscuro, y otras vistas de la ciudad, de Antibes, de Cannes, mujeres con trajes típicos y cargadas de flores, un pequeño puerto de pescadores, sin duda Golfe-Juan, con redes secándose en la escollera.
—¿Y sabes quién va, sobre todo, a Niza y sus alrededores? Gente como nosotros, como tú y yo, que han trabajado toda su vida para ahorrar un poco y que al fin han decidido darse la buena vida. Esos son los que van. Confieso que al principio me pregunté si valía la pena hacer como ellos, comprar un apartamento o una casita para retirarme con mi mujer y mi hija.
»Luego empecé a mirar los escaparates. Está lleno de agencias, así las llaman, que alquilan y venden casas y negocios…
»Mira esto…
Y colocaba sobre la mesa fotografías de masías provenzales o edificios de apartamentos en el Paseo de los Ingleses.
—Cuando fui a comer en un pequeño restaurante que me habían indicado, comprendí el truco. El dueño es un tipo de nuestra edad. Por el acento le noté que no era de allí y él me confesó que procedía de la parte de Dunkerque. ¡Un tipo como nosotros, vamos! Un buen día, se cansó de trabajar en aquella tierra donde llueve medio año, y como no tenía dinero suficiente para vivir de renta, compró ese restaurante. Y no se arrepiente. La mitad del año se la pasa, por así decirlo, de vacaciones, por la mañana va a pescar…
Gros-Louis se animaba y enseñó al fin su carta ganadora: la foto de una vieja casa de campo, medio en ruinas, flanqueada por dos olivos y rodeada de bosquecillos y pinos. Entre las cosas, en el horizonte, se adivinaba el brillo del mar.
—¡Es mía, Honoré! Es posible que haya hecho una tontería, pero el caso es que la compré y voy a convertirla en algo serio. Hay un tipo que no es arquitecto, pero que es mejor que si lo fuera, que ya está preparándome los planos. Habrá un restaurante, un bar, cinco habitaciones para los turistas, e incluso podré criar gallinas y conejos, aparte de viña suficiente para hacerme el vino.
»Vendo Las Tres Campanas. Y, desde luego, si te parece, te doy la preferencia y te dejo el tiempo que quieras para pagarme… Con dos hijos…
Honoré Fayolle se limitó a mover la cabeza sin decir ni sí ni no. Y a fin de cuentas, después de conversaciones en voz baja en el albergue de Champagné, decidió que no.
Gros-Louis vendió Las Tres Campanas a uno que había ganado dinero con un bar y estanco que tenía en París y que soñaba con acabar sus días en una pequeña ciudad provinciana.
Los Hamaud, el padre, la madre y la hija, dejaron la región para instalarse en La Bastide, entre Mouans-Sartoux y Pégomas.
En el fondo, este fue el verdadero comienzo, en el sentido en que las cosas puedan tenerlo.
Durante cuatro años, Émile no volvió a oír hablar de los Hamaud ni de la Costa Azul.
Aprobado su examen, su padre le preguntó:
—¿Y qué piensas hacer ahora?
No lo sabía. Lo único que sabía era que estaba decidido a marcharse de Champagné.
—El dueño del Hotel des Flots, en Sables, buscaba un aprendiz de cocinero para esta temporada.
Le gustaba la amplia playa de Sables-d’Olonne, el bullicio de las gentes llegadas de los cuatro puntos cardinales de Francia. No le fue de gran provecho aquel verano, confinado como estaba la mayor parte del tiempo en la cocina, en el sótano. En octubre, el dueño le dio una recomendación para un colega de París que tenía un pequeño restaurante cerca de las Halles. Allí trabajó dos años. E incluso, aunque de manera irregular, siguió los cursos de una escuela de hostelería.
Tenía diecinueve años y estaba haciendo la temporada en Vichy cuando recibió una carta de su padre, cosa rara. Estaba escrita con lápiz tinta en un papel de los que vendían en bolsas de seis folios y con seis sobres en la tienda de ultramarinos de Champagné.
«Tu madre está bien. Ya casi no la molesta el reuma. Tu hermano se casará en primavera con la chica de Guillou, y se instalarán los dos aquí. Si te escribo, es para decirte que Gros-Louis, el que tenía Las Tres Campanas en Luçon, y del que sin duda te acuerdas, ha tenido un ataque y le ha quedado medio cuerpo paralizado. Ha montado un buen negocio cerca de Cannes, y su mujer me dice que le gustaría que trabajaras para ellos. Su hija Berthe está aún soltera. No tienen hijo y se encuentran con dificultades…».
Leyó la carta en la amplia cocina de un gran hotel de Vichy, donde eran por lo menos quince los que, con una servilleta alrededor del cuello y el gorro en la cabeza, iban y venían entre los fogones.
¿Sería este el cambio que desde hacía tanto tiempo andaba buscando? No se llevaba bien con el chef y este tampoco le estimaba. Se fue aquel mismo día y, al día siguiente, descubría La Bastide, que solo en parte se había convertido entonces en lo que ahora es.
Gros-Louis no estaba más gordo, pero sí más achacoso, con unas mejillas colgantes como las de un perro viejo, sentado en su silla de ruedas en la terraza, y hablando con sonidos apenas comprensibles.
Su mujer, de pelo blanco ya, se esforzaba en mostrarse animada, pero cuando no estaba en presencia de su marido se echaba a llorar.
—¡Qué contenta estoy de que hayas venido, Émile! ¡Si supieras qué desgraciada soy en este país! Y cuando pienso que fui yo quien empujó a Louis para venir a pasar unas vacaciones en Niza…
Berthe era ya entonces como ahora, siempre tranquila y hermética, con tan poco brío, y sin embargo era una bella muchacha rubia, de formas regordetas.
Desde los primeros meses, todo les había ido mal a los Harnaud en La Bastide. Primero, el famoso Van Camp, que les vendió la propiedad y pretendía saber más que un arquitecto, hizo unos planos que luego los albañiles y los carpinteros vieron que eran imposibles de realizar.
No había tenido en cuenta la pendiente del terreno ni la lejanía del pozo, ni el espesor de los muros existentes, de manera que hubo que derribar parte de lo que ya estaba hecho, abrir un nuevo pozo y cambiar de lugar la fosa séptica.
Con el pretexto de que estaban en el Midi, Van Camp no había previsto calefacción y ya en el primer invierno se helaron, a pesar de los radiadores eléctricos, que hacían saltar los plomos.
Finalmente, Gros-Louis descubrió en Mouans-Sartoux una taberna donde en cualquier momento hallaba compañía, y reemplazó el vino blanco por la absenta.
En esta época, Ada debía de tener unos nueve años y, si estaba ya en el país, Émile no se había fijado en ella más que en los otros chiquillos a los que veía a veces por los caminos. Tampoco había oído hablar de Pascali, que, sin embargo, en cierto momento había participado en los trabajos de albañilería.
Que la posada llegara a terminarse fue casi un milagro, y con Gros-Louis imposibilitado, las dos mujeres tuvieron que hacerse cargo de la casa.
Gros-Louis aún vivió dos años, en parte en la cama y en parte en la sala de abajo o en la terraza, y Émile acabó por comprender, como la señora Harnaud y como Berthe, los sonidos que emitía.
En esta época era Émile quien ocupaba la buhardilla que luego sería la habitación de Ada, y había ya en ella la misma cama de hierro y algunas de las manchas en las paredes, pero no el cromo de la Virgen.
Al principio, los clientes eran raros. Habían puesto un cartel en la Route Napoléon, con una flecha que indicaba el camino del albergue. Hacían publicidad también en el periódico de Niza y en los folletos que distribuía el sindicato de iniciativas de Cannes.
Algunos días, pese a todo, no asomaba por allí ni un alma. El sábado por la noche Émile iba en bicicleta a Cannes o a Grasse, donde encontraba fácilmente una muchacha con quien bailar.
Sorprendentemente, un mes antes de morir Gros-Louis, empezó a marchar bien, sin razón aparente, el negocio. Gente de Cannes, médicos, abogados, comerciantes, se acostumbraron a ir a comer o a cenar en grupo en La Bastide. Fue como una mancha de aceite, y los domingos se llegaron a servir hasta treinta cubiertos, y más tarde cuarenta.
Émile, con su gorro blanco, se afanaba en la cocina, donde una tal Paola, una vieja del país, antecesora de la señora Lavaud, pelaba las legumbres, limpiaba el pescado y lavaba los platos mientras Berthe vigilaba el servicio.
Gros-Louis murió en plena temporada y apenas tuvieron tiempo de enterrarlo. Hablaron primero de trasladar el difunto a Luçon, pero la señora Harnaud acabó por decidir, para no complicar las cosas, que lo enterraran en el cementerio de Mouans-Sartoux.
Había tres pensionistas fijas, entre ellas una suiza que había prometido ir a pasar allí varios meses al año, y no podían ofrecerles mucho tiempo el espectáculo de un luto riguroso.
Sin darse cuenta, Émile se había convertido más o menos en el amo de la casa y sustituyó la bicicleta por un velomotor, esperando poder permitirse la compra de una furgoneta.
Nunca se le había ocurrido cortejar a Berthe. Quizá porque la había conocido en la escuela, y porque tenía dos años más que él, la miraba como si fuera su hermana mayor. Por otra parte, nunca había sentido el menor afecto por su hermana Odile, que se mostraba más severa con él que su madre.
Un día, al abrir la puerta del cuarto de baño, sorprendió a Berthe saliendo de la bañera, con el cuerpo rosado perlado de gotas de agua, y sintió el mismo malestar que cuando, dos o tres veces, sorprendió a su hermana desnuda.
En definitiva, no había deseado nada, no había querido nada, ni la Costa Azul, ni a Berthe. El azar lo había colocado en aquella casa, que había llegado a ser la suya, casi sin que él quisiera. De otra generación que Gros-Louis, se había adaptado mejor y descubrió el mercado de Cannes, los pescadores y las partidas de bolos. Incluso hablaba ya con un cierto acento del país.
También había cambiado insensiblemente la decoración.
Y el primer invierno después de la muerte de su marido, la señora Harnaud empezó a lanzarle alusiones cada vez más transparentes.
Al principio, se limitaba a decir:
—Jamás podré acostumbrarme a este país…
Desde luego, en La Vendée también llovía, pero la lluvia del Midi la molestaba más que la de su país y, sentada ante la ventana, clavaba una mirada dura en el cielo.
También el frío le parecía más pérfido y se quejaba de dolores en la espalda, en la nuca y en las piernas.
Maubi se ocupaba ya de la viña, del huerto y del corral, pues Gros-Louis, junto con la casa, había comprado una extensión de terreno bastante considerable.
—Este hombre nos está robando. La fruta nos cuesta dos veces más que en el mercado. Ya ves, Émile, para esta gente nunca dejaremos de ser unos forasteros a los que hay que desplumar como sea…
Escribía repetidamente a una de sus hermanas, viuda en Luçon, que vivía con su hija, todavía soltera a los cuarenta años. En el fondo soñaba con ir a reunirse con las dos mujeres. Aún no hablaba de ello, pero iba preparando el camino.
—¡Si al menos pudiera vender La Bastide!
Era demasiado pronto para pensar en esto. Habían invertido allí demasiado dinero, y el negocio no estaba suficientemente lanzado como para tentar a los principiantes. Y si lo vendían por medio de una agencia no iban a sacar nada.
Émile empezaba a conocer el problema. Louis no había sido el único que se había dejado seducir. Centenares, millares de hombres como él, que tras una vida activa, a menudo dura, aspiraban a una semijubilación, habían cedido a la tentación de la Côte e invertido todos sus ahorros en un albergue, un restaurante, un café o cualquier otro tipo de comercio.
En su mayoría, iban tirando como podían y se declaraban satisfechos, pero se les veía ir y venir de noche por la Croissette o junto al puerto, como perpetuos forasteros.
No pertenecían al país y tampoco eran turistas.
—¡Si al menos Berthe pudiera casarse con alguien del oficio! —suspiraba la señora Harnaud.
Berthe no parecía conocer los tormentos de otras muchachas y no tenía ninguna aventura. Apenas disponía de un momento se sentaba a leer, sola en un rincón, sorda a lo que hablaban a su alrededor.
Tuvo que pasar algún tiempo y fue preciso que la señora Harnaud pillara una bronquitis, en pleno enero, cuando el mistral soplaba de la mañana a la noche, para decidirla a ser más precisa.
—Si no vuelvo allá —gemía ahora—, me va a pasar como a mi pobre Louis, y no tardaré mucho en encontrarme con él en el cementerio. ¡Cuando pienso que está enterrado en una tierra que no es la suya!
Olvidaba que era ella quien lo había decidido así.
—Mi hermana insiste en que vaya a vivir con ella. Es imposible, hasta que no sepa exactamente qué va a ser de Berthe y de La Bastide…
Émile, que había comprendido, no se mostraba entusiasta. Durante semanas hizo oídos sordos, mirando a veces de soslayo a la muchacha, y preguntándose si la cosa valía realmente la pena.
—Émile, bien vas a tener que casarte algún día…
La verdad es que le gustaba La Bastide, a pesar de su aspecto de decorado teatral, y que tampoco le disgustaba la vida que llevaba allí. ¿Sería capaz de volver a la atmósfera sofocante de una cocina de hotel o de gran restaurante?
Aquí era el amo. Los clientes eran casi como amigos. Dos o tres veces por semana le gustaba ir al mercado de Cannes, dar una vuelta por el muelle de pescadores, tomar un café o un vaso de vino blanco con los hortelanos.
Comenzaba a conocer por sus nombres a la gente de Mouans-Sartoux y de Baraques, y a menudo, el sábado por la noche, durante los meses de baja temporada, iba a jugar con ellos una partida de bolos.
Sentía vagamente que se estaba dejando invadir por una especie de cobardía y que ya no tendría valor para vivir en un país duro y sombrío como Champagné, donde nada podía esperar de la tierra y donde era preciso luchar a brazo partido con ella.
Un día en que la señora Harnaud subió al piso y él se quedó solo en la planta baja con Berthe, se sentó frente a ella. Durante un momento, ella continuó leyendo o fingiéndolo.
—¿Te ha hablado también tu madre?
Se tuteaban desde la escuela, sin que esto creara entre ellos la menor intimidad.
—No hagas caso de lo que diga mi madre. Ella solo piensa en sí misma. Siempre ha sido así. La conocía poco, en el fondo, a pesar de los tres años pasados juntos en la misma casa, e intentaba comprender sus reacciones.
—Creo que sería mejor que habláramos.
—¿De qué?
Ella no dejaba el libro, pero él tuvo la impresión de que se sentía emocionada.
—De tu madre. Sabes mejor que yo que no se quedará mucho tiempo aquí. Solo piensa en Luçon. Ahora escribe a su hermana tres veces por semana. ¿Has leído sus cartas?
—No.
—Yo tampoco.
Era una conversación difícil y, llegado este momento, Berthe quiso levantarse. Habría un medio para que pudiera marcharse sin perder su dinero. Tenía miedo de que ella se molestara, pues vio crisparse su rostro.
—No hablo por mí, sino por ella. Quizá también por ti.
—No necesito que nadie se ocupe de mí.
—¿No te gusto?
Ella volvió la cabeza, y solo entonces sospechó que Berthe le amaba desde hacía tiempo, de que, por lo menos, había decidido que sería para ella. De momento, esto le emocionó un poco. Sintió lástima por la muchacha. Era orgullosa, él lo sabía, y se encontraba en una situación falsa.
Él nunca la había cortejado. Jamás había experimentado tampoco la menor turbación frente a ella, al contrario de lo que le ocurría a veces ante otras mujeres. Cuando la vio desnuda, se retiró sin decir palabra y nunca se lo comentó.
—Escucha, Berthe…
Tendió la mano por encima de la mesa. Si ella hubiera tendido también la suya, habría sido más fácil hablar, pero permanecía rígida, a la defensiva.
—No sé si seré un buen marido…
—Andas siempre detrás de todas las chicas.
—Como todos los jóvenes.
Estaba seguro ahora de lo que había sospechado, y esto le molestaba un poco.
Se preguntaba si no habría preferido una negativa.
—Podríamos intentarlo, ¿no?
¿Intentar qué?
—Siento afecto por ti.
—¿Afecto?
Se levantó porque sentía que era necesario, y lo hizo por ella, porque no quería veda humillada. Ya de pie, le rodeó los hombros con un brazo.
—Escucha, Berthe…
Al no encontrar nada que decirle, se inclinó para besarla y descubrió lágrimas en sus mejillas.
Era su primer beso, su primer contacto verdadero.
Cuando sus labios se separaron, ella murmuró:
—No digas nada…
Y corrió a encerrarse en su habitación.
Y así empezó otra fase de su vida. Al día siguiente, ella estaba más pálida que de costumbre y, como parecía avergonzada, él le lanzó miradas de complicidad, intentando poner en sus ojos cierta ternura.
La encontró en el pasillo y la besó sin que ella protestara. Una hora más tarde le sorprendió oírla cantar como una mujer feliz.
La señora Harnaud debía de haber comprendido, porque empezó a retirarse a su habitación más temprano, dejándolos solos. Berthe leía en el comedor mientras él acababa su trabajo en la cocina. Luego iba a cerrar las ventanas y las puertas. Tras un momento de vacilación, se colocaba tras ella y la rodeaba con sus brazos.
Le desconcertaba hallar una mujer que se turbaba y que parecía esperar de él algo más que simples besos. Fue ella quien le cogió la mano para ponérsela en su pecho y, pasados unos días, aquella muchacha a la que él había creído insensible se comportaba como una verdadera hembra.
Lo más molesto era la complicidad latente de la madre. No podía ignorar lo que ocurría. Émile estaba convencido de que esperaba lo irreparable para quedar al fin tranquila sobre su propio futuro.
Pero lo irreparable no podía ocurrir en el piso bajo, donde todas las habitaciones eran comunes. Émile no tenía ninguna razón para entrar en el cuarto de Berthe, y esta tampoco iba a subir a su buhardilla.
Era la época en que hacían obras, para alojar dos o tres clientes más durante el verano, en una antigua caballeriza separada del cuerpo principal del edificio.
Como el resto del albergue, daba al nuevo edificio un carácter provenzal, demasiado provenzal, y lo habían bautizado ya con el nombre del Cabanon.
Se bajaba un escalón y el suelo era de grandes losas, como las iglesias antiguas. Pascali, el albañil, había construido una chimenea rústica, y las ventanas tenían cristales pequeños a la antigua. El techo conservaba las vigas a la vista.
Una escalera de madera, que parecía más bien una escota, llevaba a un altillo dividido en dos pequeños cuartos con tejado en pendiente.
A los turistas les gustan estos lugares, que no se parecen a ningún otro, y donde tienen la impresión de separarse de los demás. Se podría alojar allí una familia con varios niños, o unos jóvenes en viaje de bodas. En el piso bajo, la cama era reemplazada por un ancho diván cubierto de cretona floreada.
Ocurrió en el Cabanon. Los trabajos aún no habían terminado por completo, y Émile, después de la comida, solía dormir allí una siesta.
Se echaba una hora, vestido, como la mayoría de la gente de la región, oyendo tan solo el cacareo de las gallinas, junto a la casita de Maubi, y, más cerca, el arrullo de los palomos.
Una tarde acababa de echarse y solo estaba medio adormecido, cuando se dio cuenta de que el sol entraba a raudales por la puerta súbitamente abierta. Luego reinó de nuevo la penumbra. Con los ojos cerrados, notó una presencia en el cuarto.
Al fin, la voz de Berthe balbució:
—Émile…
Era el mes de marzo, lo recordaba. Los trabajos avanzaban rápidamente para que todo estuviera listo por Pascua, fecha que señala más o menos el comienzo de la temporada.
Sabía por qué estaba ella allí y, en el fondo, no le disgustaba.
Se sentó en el borde del diván mientras Berthe continuaba:
—Vengo a decirte que mamá…
Prefirió no saber nada de la historia que ella había preparado, y evitarle así un momento difícil.
—Ven…
—Pero…
La atrajo hacia sí, sin que ella ofreciera demasiada resistencia, y la obligó a echarse a su lado.
—¡Chist!
—Émile…
—¡Chist! Después, le diré a tu madre que sí…
Más tarde prefirió quedarse solo un rato en el Cabanon, porque no quería mostrar su cara, más bien sombría. Berthe no había de pensar que le había decepcionado.
¿Lo había decepcionado hasta ese punto? En realidad, no había sentido ninguna emoción, apenas el placer que podía obtener con cualquier mujer, y este placer había estado acompañado por una desazón que lo estropeaba todo.
Berthe no le impresionaba, en realidad. En esta época tampoco le disgustaba, y no tenía ningún motivo para odiarla.
Era difícil de explicar y, sin embargo, desde entonces había tenido tiempo para pensar en ello.
Era para él una extraña. Pero ¿no se había acostado muchas otras veces, a menudo con cierta exaltación, con muchachas a las que una hora antes ni siquiera conocía?
Estas se convertían en seguida en cómplices. Lo que hacían juntos, lo hacían por un placer común. Se creaba entre ellos una placentera camaradería.
Luego era posible bromear.
—¡Vaya! ¡Pues sí que tenías ganas!
O bien:
—¡Eres un tipo curioso!
A lo que él encontraba siempre algo que responder.
Era un juego del que no extraía consecuencias. Si algunas adoptaban aires de enamoradas y suspiraban melancólicamente, él no caía en la tentación de tranquilizarlas o hacerles cumplidos.
—¿Estás contento de ti, verdad? Seguro que estás pensando: ¡Una más!
¿Por qué no? Cumplía su función de joven macho. Su padre había hecho lo mismo, y todos los demás que hablaban a veces de ello, con sonrisas glotonas mientras vaciaban sus vasos de vino en la sala del albergue llena de humo.
Con Berthe, que puso en ello un ardor salvaje, la cosa había tenido algo de místico, como si realizaran juntos un sacrificio ritual.
Era casi un drama lo que habían representado los dos. Y cuando ella le mordió súbitamente el labio, él tuvo la intuición de una amenaza.
Era demasiado tarde. No la encontró después en La Bastide. La vieja Paola, que limpiaba unas hortalizas en la penumbra de la cocina, cuyas ventanas entornaba siempre, le miró con aire irónico.
Se hubiera dicho que ya lo sabían todos, que todo el mundo esperaba lo que acababa de ocurrir, algo en lo que, a fin de cuentas, todo el mundo había participado más o menos.
Antes incluso de que pronunciara una palabra, la señora Harnaud, en cuanto la encontró, le miró con ojos agradecidos, y él se preguntó si no se disponía a abrirle los brazos.
—Quisiera decirle… —empezó.
Oyó los pasos de Berthe sobre su cabeza, lo que bastó para hacerle más difícil su tarea.
—Creo que pronto, si sigue siendo su deseo, podrá ir a vivir a Luçon…
Ella fingía no entender, pero tenía el rostro radiante.
—Berthe y yo hemos decidido…
—¿Es verdad? —exclamó ella sin poder contenerse.
—Si usted no tiene inconveniente, queremos casarnos…
—Bésame, Émile. Si supieras cómo… cómo…
No pudo decir más y empezó a sollozar. Solo mucho después murmuró:
—Si mi pobre Louis pudiera verlo…
Era otro comienzo.