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Jamás había necesitado despertador, y cuando al fin oyó su timbre en la habitación de arriba, hacía ya tiempo que, con los ojos cerrados, advertía el sol que se filtraba entre dos minúsculas rendijas de los porticones.

Era una buhardilla estrecha, a cuyo techo casi llegaba su cabeza. Conocía todos sus rincones, la cama de hierro y la manta rojo oscuro, la palangana sobre un trípode de madera torneada y el jarro esmaltado en el suelo, el pedazo de alfombra parda que no estaba nunca en su sitio, y habría podido dibujar el contorno de las manchas en los muros encalados, el estrecho marco negro que enmarcaba una Virgen de ropaje azul celeste.

Conocía también el olor un tanto salvaje, especiado, de Ada, a la que siempre costaba arrancar del sueño. Aún no se movía. El despertador seguía tocando y Émile se impacientaba. Su mujer, inmóvil a su lado, en la gran cama de nogal, debía de oído también, pero ella no diría nada, no movería ni un dedo, porque esto formaba parte de su táctica.

Por lo demás, ello carecía de importancia. Había amanecido ya. Lo sabía antes incluso de abrir los ojos, antes incluso de darse cuenta de que el sol se había alzado, antes de oír los gorjeos de los pájaros y el arrullo de los dos palomos.

Arriba, Ada se volvía, tendía un brazo moreno, abierta la camisa hasta medio pecho, con la mano tanteando el mármol de la mesilla de noche.

A veces estaba tan dormida que volcaba el despertador y este continuaba sonando en el suelo, pero hoy no ocurrió esto. El timbre enmudeció. Hubo todavía un momento de silencio, de inmovilidad. Al fin, sus pies desnudos buscaron en el suelo las zapatillas.

Si le hubieran preguntado a Émile qué sentía esta mañana, le habría costado responder. Se había planteado la pregunta antes de que sonara el despertador. En realidad, no se había sentido distinto de los otros días, de los otros domingos. No tenía miedo. Tampoco tenía ganas, de volverse atrás. No estaba impaciente ni emocionado. Oía, detrás de él, la respiración regular de su mujer, sentía su calor, también su olor, al que nunca se había acostumbrado, tan distinto del de Ada, un olor que hacia la madrugada impregnaba la habitación, un olor a la vez soso y áspero, como de leche cuajada.

En la buhardilla, Ada no se lavaba. Solo más tarde, concluida la mayor parte de su tarea cotidiana, volvía a subir para lavarse. No se ponía medias ni bragas, se limitaba a ponerse sobre su camisa, que era corta, una bata de tela de algodón rojiza. Apenas pasado el peine por sus cabellos negros y espesos, abría la puerta y bajaba la escalera, donde más de una vez tenía que volver a subir un escalón para recuperar una zapatilla.

Rozó la puerta al pasar, llegó a la planta baja, y él seguía escuchando. Aunque no la hubiera oído, habría podido seguida con el pensamiento, hasta tal punto conocía los ritos de la casa.

Ella entraba en la cocina de baldosas rojas, hacía girar la gran llave de la puerta cristalera para abrir los postigos, veía el cielo azul, los dos olivos retorcidos, los pinos más allá de la terraza, y, entre dos colinas, parte de la rada centelleante de Napoule.

Los dos palomos picoteaban entre la gravilla, como gallinas. Ada se quedaba un momento inmóvil, despertando lentamente, impregnándose del frescor de la mañana, y la señora Lavaud debía de haber salido ya de su casita de Saint-Symphorien, cerca de Pégomas, y bajaría por la pendiente del camino.

Émile tenía tiempo. Se oían campanas, en Pégomas o en Mouans-Satoux. Pasaba un automóvil. Ada encendía el fogón de butano y molía el café.

Era el último día, el domingo que él se había fijado hacía ya mucho tiempo, pero nada le impedía volverse atrás en su decisión, dejar las cosas como estaban desde hacía casi un año.

No le acometió esta tentación. Ni siquiera le rozó la idea de que era posible re-planteado todo.

Su pulso latía normalmente. No tenía miedo. No estaba impresionado. Cuando se levantó por fin, en el momento en que Ada vertía el agua sobre el café y se oían los pasos de la señora Lavaud, lanzó una ojeada a su esposa, de la que solo veía la forma del cuerpo bajo la manta, el pelo teñido de rubio, una oreja rosada, un ojo cerrado.

Era ella la que había exigido que nada cambiara en apariencia, que continuaran durmiendo en la misma habitación, en la misma cama que había sido la de sus padres, de modo que ciertas noches ocurría que se encontraban sin querer carne contra carne.

De puntillas, por costumbre más que por no despertarla, entró en el cuarto de baño y se afeitó, como hacía todos los domingos y los días de mercado. Los otros días subía más tarde para asearse, como Ada.

Abajo, las dos mujeres hablaban a media voz, sentadas a la mesa, mientras desayunaban.

Finalizaba el mes de mayo. Había llovido mucho, en abril, y luego hubo semanas de frío, con un mistral que soplaba tres días de cada cuatro. Hacía una semana que había empezado el verano. La brisa llegaba por la mañana desde el este y giraba lentamente para soplar sobre el mar y dejar paso, al caer la tarde, a la calma absoluta de la noche.

No supo si Ada le miraba de modo desacostumbrado, porque se abstuvo de mirarla. Ella le sirvió su tazón de café, empujó hacia él el plato de empanada. Y él se cortó un buen trozo que se comió de pie en el umbral, contemplando el exterior.

Ella lo sabía. Él nunca le había proporcionado detalles. Nunca habían cruzado muchas palabras. Un día, el martes si no se engañaba, se había limitado a decirle:

—El próximo domingo.

Ella no sabía por qué había elegido el domingo, ni por qué había esperado tanto tiempo, cerca de un año. ¿Habría pensado que era por miedo, o porque se apiadaba de Berthe?

—¿Están los cestos en el coche?

Aparte de un vago saludo, la señora Lavaud no había despegado los labios y se hubiera dicho que era una extraña en la casa. Era una mujer rechoncha, y sin embargo dura, que tenía sesenta y dos años y tres o cuatro hijos casados en algún lugar de Francia. Se había negado a ser una carga para ellos y había trabajado durante largo tiempo como criada en casa de un médico de Cannes y luego en casa de un dentista.

Dos años antes se había vuelto a casar con un hombre al que Émile jamás había visto, un hombre al que nadie conocía en La Bastide. Al parecer, lo había conocido cuando paseaba por Cannes en su día de descanso semanal, y él, internado en el asilo de ancianos, daba también su paseo de los jueves.

Él tenía setenta y dos años. Durante meses, ella había ido a visitarle y llevarle golosinas. Una mañana tuvo la sorpresa de ver en el periódico el nombre de Julia, cuyas amonestaciones se anunciaban.

Desde entonces, su marido, seguía viviendo en el asilo, y ella trabajando en La Bastide.

¿Por qué se habían casado? Ella nada dijo al respecto. ¿Quizá tenía él algo de dinero, que ella esperaba heredar? ¿Había obrado así por lástima?

A Émile eso no le preocupaba. No era de los que piensan y se empeñan en buscarse problemas.

Nada había hecho para llegar al punto en que se hallaba. No era él quien había desencadenado el drama, y, en el fondo, apenas hubiera podido decir cómo había empezado todo.

Lo difícil, cuando uno intenta recordar, es separar lo que cuenta de lo que no cuenta. Surge un amasijo de hechos mínimos que parecen importantes unos y solo anodinos otros, e inmediatamente uno se da cuenta de que se equivoca, y procura encontrar otras causas al comprender que las descubiertas hasta entonces no explican nada.

O bien, en el caso de que se conforme con explicaciones demasiado simples, se llega a razonar como los periódicos, que escriben: «En estado de embriaguez, el vigilante de una esclusa, borracho, mata a su mujer a navajazos».

¿Por qué estaba borracho? ¿Y por qué una navaja? ¿Y por qué su mujer? ¿Por qué, sobre todo, nadie se pregunta si ella no tenía acaso vocación de víctima?

Pues si se admite una vocación de asesino, hay que suponer que existe también una vocación de asesinado, lo que equivale a decir que, en un crimen, la persona asesinada tiene tantas cuentas que rendir, bajo el mismo título, como la que asesina.

Esto es complicado, y a Émile no le gustaba pensar en cosas complicadas. Además, mientras comía su empanada y contemplaba un fragmento de Mediterráneo al pie de Esterel, no pensaba seriamente, o, por lo menos, no lo hacía de una manera dramática.

Lo que acudía a su espíritu eran retazos de ideas. No se trataba de resolver un problema. No tenía la pretensión de explicar nada. Se había encontrado en una situación determinada, de la que era necesario salir de un modo u otro. Se le había impuesto una sola solución, que le pareció evidente. Todo su esfuerzo había consistido en poner esta solución a punto, lo que había requerido mucho tiempo, once meses exactamente.

Ahora, llegado el día, de nada iba a servir reconsiderarlo todo. Ni siquiera lo había intentado. Lo que, como máximo, le hacía un raro efecto, era pensar, mientras la vida de la casa se reanudaba como en los domingos anteriores:

—Esta noche todo habrá terminado.

Tenía ganas de que aquellas horas transcurrieran rápidamente. Cuando terminó su desayuno, siempre de pie, y encendió el primer cigarrillo, su mano temblaba un poco. Solo entonces su mirada se encontró con la de Ada, que le servía una segunda taza de café, y creyó leer en ella una pregunta que le irritó.

Le había dicho:

—El próximo domingo.

Era domingo. Ella no tenía por qué preocuparse de nada. Y se equivocaría, además, si sintiera remordimientos, porque, aunque tuviera algo que ver con lo que iba a pasar, no era la razón principal.

Ella era tan solo el accidente. Todo hubiera podido empezar de otro modo, con cualquier otra, o sin nadie.

—Le he preparado una lista, señor Émile. No olvide el queso parmesano…

La señora Lavaud, que se había puesto el delantal de gruesa tela azul, llenaba un cubo de agua en el pozo para fregar el embaldosado del comedor y el bar.

La Bastide era casi una decoración de teatro, un albergue provenzal tal como las gentes de París y del Norte se imaginan una fonda en el Midi, con un suelo de baldosas rojas, ladrillo visto en torno a las ventanas, muros de color ocre y grandes jarrones de loza barnizada. La barra estaba montada sobre viejos tornillos de prensas de uva, y, desde luego, las mesas del comedor estaban cubiertas con manteles a cuadros.

Las dos huéspedes fijas, la señorita Baes y la señora Delcour, que acababan de levantarse, no tardarían en bajar con sus vestidos de flores o de lunares, y un amplio sombrero de paja en la cabeza, para desayunar en la terraza.

Las dos eran belgas y sesentonas, y venían todos los años a pasar dos meses en la Cate.

Émile se instaló ante el volante de una furgoneta 2 CV y puso el motor en marcha. Cuando se volvió, cerca de la pendiente, vio a Ada en el umbral, y no sintió la menor emoción.

El camino era difícil, con rocas a la derecha y un foso a la izquierda. Conducía sin fijarse demasiado. Poco después rodó entre dos setos, pasó por delante de una villa, luego ante una pequeña alquería, y desembocó al fin en las Baraques, en la ruta Napoleón.

Subían unas motos hacia Grasse, la mayoría de ellas con una pareja. Algunos conductores iban ya con el torso desnudo. Otros coches los rebasaban en el descenso, con matrículas de París, de Suiza o de Bélgica.

En Rocheville giró a la derecha, bordeó el muro del cementerio y el del hospital, descendió por la Rue Louis Blanc y atravesó el puente del ferrocarril. Hacía el mismo camino tres veces por semana, y siempre intentaba aparcar primero ante la carnicería; luego, si no encontraba sitio, en la estrecha Rue Tony-Allard, cerca de la lechería pintada de azul claro, donde compraba género.

El mercado de Forville estaba en plena efervescencia, y la prueba de que la estación había empezado ya era que se veían algunas mujeres con shorts, incluso en traje de baño, con gafas de sol y sombreros de estilo más o menos chino en la cabeza.

Convenía tener en qué ocuparse y que le pasaran por los ojos imágenes familiares. Tampoco tenía que olvidar la lista.

—¿Qué tal, señor Émile? ¿Tiene muchos parroquianos?

Olores a queso. Vendedoras de piel clara, con delantales blanquísimos.

—Dos huéspedes fijas, siempre las mismas.

—Ya vendrán más. Ayer, ya había embotellamientos en la carretera…

Buscó la lista en el bolsillo, hizo su encargo, descifrando, no sin esfuerzo, la letra de la señora Lavaud.

En el fondo, no sentía por ella ninguna simpatía. Era, en La Bastide, un elemento extraño, y se daba cuenta de que no sabía nada de ella, de que no participaba en la vida de la casa, que solo cumplía sus obligaciones, para ganarse un sueldo.

Los otros también, quizá, pero no de la misma manera. Por ejemplo, si Maubi, el hortelano, le sisaba, él sabía cómo y por qué, y no era un secreto para ninguno de los dos. Hubiera podido soltarle a la cara:

—Maubi, ¡eres un ladrón!

Y Maubi probablemente se limitaría a sonreír, guiñando un ojo.

Hacía cada vez más calor. Émile pasaba de la sombra al sol, del barullo del mercado al silencio de las callejuelas. Frente a la lechería había una tienda de artículos de pesca. Hacía un mes que no iba a pescar. Iría cuando todo hubiera acabado. Esto le recordaba que debía asegurarse de que la barca del doctor Guerini hubiera salido ya del puerto.

Porque lo tenía todo previsto. No en vano había pasado once meses preparando lo que iba a ocurrir hoy. Todo este tiempo lo había empleado, no en vacilaciones, sino en reflexiones y en cálculos minuciosos.

Al repensarlo, incluso le parecía corto. Le sorprendía, de pronto, haber llegado tan cerca del final y, si bien no sentía la tentación de volverse atrás, se sentía presa de un cierto vértigo.

Con un cesto en la mano, se dirigió hacia el puerto, no al de los yates, donde se veían varias velas blancas desplegadas, sino al de pescadores, donde se apretujaban las barcas que no habían salido por la noche. A medida que avanzaba entre las redes puestas a secar, oía:

—Adiós, Émile…

Porque allí no era precisamente un extraño. Preguntaba:

—¿Ha vuelto Polyte?

—Hace media hora. Creo que tiene algo para ti… Pasó a otro muelle y encontró a Polyte en su barco, escogiendo el pescado.

—¿Tienes calamares?

—Seis libras.

Formaban en el fondo de la cesta una masa viscosa, de un blanco de porcelana. Algunos habían escupido su tinta.

—¿Quieres bullabesa, también?

—¿A cómo?

—No te preocupes, no vamos a reñir…

Se llevó una buena provisión de pescado, porque, con el buen tiempo, podía llegar a los treinta cubiertos, y la mayoría de los turistas pedían bullabesa. La barca del doctor Guerini no estaba en su fondeadero.

—¿Ha salido hace rato la Sainte-Thérese?

—La vi entre las islas, al volver. Debió de salir de noche.

Queso, pescado, carne. Le quedaba pasar por la tienda de ultramarinos. Luego entró en el bar de Justin, uno de los tabernuchos del mercado.

—Hola, Émile…

Los hombres bebían vino blanco, las mujeres tomaban café, y parecía como si todo el mundo hablara al mismo tiempo. Eran gente del mercado o comerciantes del pueblo, que estaban de pie desde las tres o las cuatro de la madrugada. Uno tras otro, entraban en el urinario.

—¡Buen tiempo!

—Buen tiempo.

Él era exactamente un hombre como los demás, nadie lo dudaba. Solo Ada lo sabía, y sin duda Ada se hacía una falsa idea acerca de sus móviles.

Mucho antes de que ella trabajara en La Bastide, ya decían por ahí que no era como las otras. Si no la tenían por loca, al menos la consideraban una subnormal.

¿Sería porque hablaba poco y parecía temer a la gente?

En todo caso, no era completamente normal. No se comportaba como las muchachas de su edad, y no se trataba con ellas, como tampoco con muchachos.

—¡Es una salvaje!

También sus padres vivían como salvajes, aislados de los demás.

Cuando su padre, Pascali, se estableció en las afueras de Mouans-Sartoux, tenía ya el pelo cano, la cara arrugada y curtida por el sol, y hablaba una mezcla difícilmente comprensible de italiano y francés.

Como era un buen albañil, encontró trabajo por doquier, y sobre todo reparaciones, pues trabajaba por su cuenta.

Desaparecía de vez en cuando durante varias semanas, volvía y se reanudaba otra vez su trabajo.

En uno de estos regresos iba acompañado de una mujer de unos cuarenta años, con aspecto de gitana, y de una chiquilla de doce años que no contestaba cuando alguien le dirigía la palabra.

Émile tenía entonces unos veinticinco años, y acababa de llegar a casa de los Harnaud, que se habían establecido en La Bastide y que se convertirían en sus suegros.

Recordaba a una muchacha flaca que, en ese país de sol, era una de las pocas que siempre iban vestidas de negro, con una indumentaria extraña además, mitad bata y mitad delantal, que colgaba de su cuerpo sin formas.

Se la veía en el desvío de un camino o en un bosquecillo al borde de la carretera. Decían:

—Es la hija de Pascali y de la gitana.

Pero nada probaba que la mujer que había venido con Pascali fuera una gitana. En realidad, nada se sabía de ella, y Pascali no daba la menor explicación. ¿Sabían algo más los gendarmes? Probablemente no, pues hubieran acabado por hablar.

Francesca no se trataba con las otras mujeres. Apenas salía de la casa que Pascali había llegado a construir en el tiempo que le dejaban libre sus clientes y que no se parecía a ninguna otra casa.

Era como si hubiera querido reunir en ella un muestrario de todas sus habilidades, y también un muestrario de todas las piedras y todos los materiales.

Decían que no dejaba salir de casa a su mujer, que incluso la encerraba y que algunas veces llegaba a pegarle.

El rostro de Francesca estaba deformado por dos cicatrices que le cruzaban las mejillas y la gente las atribuía a los celos del italiano. Según algunos, había desfigurado adrede a su mujer para desanimar a los galanteadores.

Fue él, no obstante, quien un día llevó a su hija a La Bastide. Émile ya llevaba algún tiempo casado. Su suegro había muerto y su suegra había regresado a La Vendée, donde tenía parientes.

En su dialecto extraño, que no entendían ni los mismos italianos, Pascali había discutido el salario de Ada, y las condiciones de trabajo, y todo había transcurrido de tal modo que parecía como si la estuviera vendiendo.

No había reclamado para ella días de asueto ni vacaciones anuales. Ella no se los tomaba. Era raro que visitara brevemente a sus padres, cuya casa estaba solo a dos kilómetros, y Pascali se contentaba con aparecer de vez en cuando, cubierto de yeso, para sentarse en la cocina y beber un vaso de vino mirando a su hija.

¿Era esto el comienzo de todo, o había que remontarse más lejos?

En la playa, frente al Carlton, al Majestic, al Miramar, ya había gente bañándose. Algunas mujeres se instalaban bajo las sombrillas, rodeadas de chiquillos, y se untaban el cuerpo con aceites antes de exponerse al sol.

En el mercado cubierto, Émile encontraba colegas que tenían restaurantes en la ciudad o en los alrededores. Los automóviles llegaban desde Esterel y otros, a través de Niza, desde Italia.

Se estaba preparando un hermoso domingo, tal como se prepara todo en un restaurante, cuando se ponen los cubiertos y se colocan los floreros en las mesas. También el mercado de flores estaba lleno de gente. Émile tenía que comprar. La camioneta se iba llenando poco a poco y las agujas del reloj avanzaban lentamente, acercándose a la hora en que sería preciso actuar.

Y no había habido un comienzo, sino varios. Y uno de ellos era sin duda lo ocurrido una tarde en la buhardilla.

Ada trabajaba en La Bastide desde hacía casi dos años y debía de tener dieciocho. Él no había cumplido los treinta. Jamás se había interesado por ella, a no ser para mirarla a veces, frunciendo el entrecejo y preguntándose qué estaría pensando.

Podían encargarle cualquier trabajo sin que protestara. No trabajaba con rapidez y no era cuidadosa, pero nada podía hacerse al respecto, pues cuando le hacían una observación, o cuando Berthe se enfadaba con ella, se quedaba como si fuera de piedra.

Recordaba ciertas escenas con una Berthe exasperada, que acababa por chillar, casi histérica:

—¡Mírame cuando te estoy hablando!…

Ada la miraba con sus ojos sombríos y vacíos.

—¿Me escuchas?

No se movía.

—Di: «Sí, señora».

Y ella repetía indiferente:

—Sí, señora.

—¿No podrías ser más educada?

Émile casi creía que si su mujer se enfurecía tan fácilmente era porque no podía hacer llorar a Ada.

—¿Y si te pusiera de patas en la calle?

Siempre la pared.

—Hablaré con tu padre…

Émile, por su parte, se había acostumbrado a ella, pero un poco como se habría acostumbrado a la presencia de un perro en casa. Un perro tampoco habla y, además, no siempre hace lo que uno quisiera verle hacer.

Luego, una tarde en que Berthe estaba ausente, Émile subió a la buhardilla sin ninguna idea preconcebida, porque buscaba a Ada y esta no respondía, y cuando bajó, no sabía si tenía que alegrarse o tener miedo de lo que acababa de ocurrir.

En todo caso, no la conocía más que antes, y tal vez la comprendía menos que nunca.

Recordaba especialmente una mirada que todavía no había visto nunca en una mujer, algo así como la mirada del animal al que se acerca un hombre.

Hacía tres años de ello. ¿Podía pretender que la conocía más y que a eso se le pudiera llamar amor?

Si era preciso un comienzo, este era uno entre muchos otros.

Pero, en lo que a Berthe concernía, el comienzo no se situaba hasta dos años después, en la hora de la siesta, el 15 de junio, y él recordaba la fecha, la hora, las menores circunstancias.

¿Aún tenía importancia todo esto? ¿No había quedado muy atrás? En once meses había tenido tiempo suficiente para pensar, y sin embargo la cosa no le había preocupado demasiado.

Ni siquiera hoy le preocupaba demasiado. No estaba emocionado. No lamentaba nada. Tampoco tenía ningún temor.

Cierta impaciencia, esto sí, que le hizo tomar su café demasiado caliente en el bar de Justin. Una picazón en los dedos, como por la mañana en la cocina, y una leve opresión en el pecho. Pero esto le ocurría también cuando pescando con volantín tenía una buena pieza en el extremo de la línea.

Y la sensación de irrealidad le era familiar. Cuando uno está en el mar, de madrugada, a bordo de una barca de pesca, solo en el agua que cabrillea y respira con un ritmo monótono, ya no es él mismo y todo ese azul, esa paz inhumana, ese silencio absoluto, inspiran una cierta angustia.

El mercado de Forville era el mismo de los otros domingos, con sus rostros familiares, sus ruidos y sus olores. Sin embargo, ¿no se sentía un poco como si viera este escenario a través de una vidriera?

Durante unas horas, no formaba parte del resto del mundo. Esta tarde, mañana, sería de nuevo un hombre como los otros. No por completo.

No había que pensar en ello. Jamás se debe cuestionar lo que ha sido decidido de una vez por todas. Le había dicho a Ada, sin más detalles:

—El próximo domingo…

Y había llegado este domingo. Todo estaba a punto. Era demasiado tarde para detener los acontecimientos.

—Dame un paquete de Gauloises.

Encendió uno y echó el humo lentamente. Solo le quedaba recoger el paquete en casa del carnicero, donde había hecho el encargo al pasar.

A esta hora Berthe estaría arreglándose en la habitación, cuyos postigos ya habría abierto. Las dos belgas, la señorita Baes y la señora Delcour, gordas las dos y rubias, con brazos gruesos y rosados, caminarían una tras otra por el sendero cogiendo flores silvestres, cuyo nombre irían a preguntarle luego. A veces se las oía reír como chiquillas. La señorita Baes había heredado una fábrica de galletas, y su amiga era viuda de un charcutero. Se hubiera dicho que cuando se encontraban en la Costa Azul volvían a la infancia, y cuando el tiempo no les permitía pasearse, se pasaban horas enteras escribiendo postales.

Metió el paquete de la carnicería en la camioneta, cerró la puerta, se sentó ante el volante y miró para asegurarse de que tenía espacio suficiente para dar marcha atrás.

Faltaban tres horas para que todo fuera definitivo.