Prólogo

Aquel verano hizo un calor muy húmedo y los mosquitos pululaban por todas partes tras abandonar las tierras donde se habían criado, en las orillas pobladas de juncos a los pies del monte Abed. Los pajarillos de ojos brillantes descendían en picado entre las nubes de insectos y comían hasta hartarse. Más arriba, las aves de presa volaban en círculo para devorar, a su vez, a los pajarillos.

Había un lugar cerca del lago Rojo donde no llegaban los mosquitos ni los pájaros, donde no crecía la hierba ni ningún ser vivo. Una colina baja, a poco más de tres kilómetros de la orilla oriental. Un montículo de tierra y piedras compactadas, una zona inhóspita y extraña, rodeada de pastizales y de los verdes bosques que trepaban las colinas cercanas.

El montículo carecía de nombre. Si en algún mapa del Reino Antiguo lo había tenido, ese mapa ya no existía. En otra época, las granjas que había por aquella zona siempre estaban separadas por una distancia no menor a una legua. Y la gente que había vivido allí no osaba siquiera dirigir la vista hacia aquella extraña colina y mucho menos hablar de ella. El pueblo más cercano ahora era Borde, una precaria aldea que, pese a no haber vivido días de fortuna, seguía albergando la esperanza de que llegasen. La gente del pueblo de Borde sabía que lo más sensato era no acercarse a la orilla oriental del lago Rojo. Hasta los animales del bosque y la pradera evitaban acercarse al montículo, el instinto los mantenía alejados de cuantos se encaminaban hacia aquel lugar.

Como el hombre que estaba de pie en las lindes del bosque, donde las colinas se fundían con la lisa orilla del lago. Un hombre delgado, de cabellos ralos, enfundado en un traje armadura de cuero que lo cubría entero, de los tobillos a las muñecas. Empuñaba en la izquierda una espada desenvainada, la hoja en equilibrio sobre el hombro. La mano derecha reposaba sobre la bandolera de cuero que llevaba cruzada sobre el pecho. Siete morrales colgaban de la bandolera, el más pequeño no mayor que un pastillero, el más grande, del tamaño de su puño. De los morrales pendían unos mangos de madera. Mangos de negro ébano sobre los que los dedos del hombre se movían como arañas por una pared.

Cualquiera que hubiese estado presente habría sabido que los siete mangos de ébano correspondían a otras tantas campanas y eso, a su vez, le habría permitido identificar al hombre por el oficio, pero no por el nombre. Era un nigromante y llevaba las siete campanas de su oscuro arte.

El hombre bajó la vista, contempló el montículo durante un rato y comprobó que ese día no era él la primera persona que había estado allí. Al menos dos se encontraban en la colina desnuda y en el aire flotaba un calorcillo que sugería la presencia de otros seres menos visibles.

El hombre consideró la posibilidad de aguardar hasta el anochecer, pero sabía que no tenía esa alternativa. No era su primera visita al montículo. En lo más profundo, aprisionado en las entrañas de la tierra, había mucho poder. Había acudido desde el otro extremo del Reino respondiendo a su llamada que lo convocaba ese día del solsticio de verano. Seguía llamándolo en ese preciso momento y no podía hacer otra cosa que responder.

Conservaba algo de orgullo y voluntad como para no echar a correr el último tramo que lo separaba del montículo. Tuvo que emplear todas sus fuerzas, pero cuando sus botas rozaron la tierra desnuda, al pie de la colina, lo hicieron con parsimonia, sin asomo de prisa.

Conocía a una de las personas que había allí, es más, esperaba encontrarla. El anciano, último del linaje que había servido a la cosa agazapada bajo el montículo, hacía de puente entre el poder que la ocultaba a las miradas de las brujas que, desde su cueva de hielo, todo lo veían. El hecho de que el anciano fuese el último y que a su lado no hubiese ningún aprendiz llorón resultaba tranquilizador. Llegaría el momento en que la cosa aquélla ya no necesitaría ocultarse bajo tierra.

La otra persona allí presente era desconocida. Se trataba de una mujer, o algo que en otros tiempos había sido una mujer. Llevaba una máscara de bronce deslustrado y las pesadas pieles de los bárbaros del Norte. Innecesarias e incómodas con el calor que hacía… a menos que su propia piel no notara el sol, sino otra cosa. Lucía varios anillos de hueso en las manos cubiertas de guantes de seda.

—Tú eres Hedge —dijo la extraña.

El hombre se mostró sorprendido por la fuerza electrizante que desprendía la voz de aquella mujer. Tal como había sospechado, se trataba de una hechicera de la magia libre, pero era más poderosa de lo que había imaginado. La mujer conocía su nombre, o al menos uno de ellos, el más humilde, el nombre que en los últimos tiempos había usado con mayor frecuencia. Él también era un hechicero de la magia libre, como todos los nigromantes.

—Un siervo de Kerrigor —prosiguió la mujer—. Veo la marca que llevas en la frente, pese a que tu disfraz destila ingenio.

Hedge se encogió de hombros y se tocó la frente, donde llevaba lo que parecía ser una marca del Gremio. Ésta se partió en dos y se le cayó como una costra dejando al descubierto una fea cicatriz que serpenteó debajo de su piel.

—Llevo la marca de Kerrigor —aclaró él sin alterarse—. Pero Kerrigor no está. La Abhorsen lo ató y ha estado preso estos últimos catorce años.

—Ahora me servirás a mí —dijo la mujer con un tono que disuadía de toda protesta—. Dime cómo puedo comulgar con el poder que yace debajo del montículo. Él también se someterá a mi voluntad.

Hedge hizo una reverencia para disimular la sonrisa. ¿Acaso aquella situación no recordaba la manera en que él había llegado al montículo en los días que precedieron a la caída de Kerrigor?

—Hay una piedra en el lado occidental —dijo él señalando con la espada—. Hazla girar y encontrarás un estrecho túnel subterráneo de abrupta caída. Sigue por el túnel hasta encontrarte con una pesada losa que bloquea el paso. Notarás que la base de la piedra rezuma agua. Prueba el agua y percibirás la fuerza de la que hablas.

No mencionó que el túnel era obra suya, producto de cinco años de trabajo, ni que el agua que rezumaba era la primera señal visible de una lucha por la libertad que llevaba ya más de dos siglos.

La mujer asintió. La delgada línea de pálida piel que bordeaba la máscara no permitía adivinar expresión alguna, como si la cara que se ocultaba tras ella fuese tan fría como el metal. Se volvió entonces para lanzar un hechizo y, por la abertura de la boca de la máscara, con cada palabra salió una nube de humo blanco. Cuando terminó, dos criaturas que habían estado tendidas a sus pies confundiéndose casi con la tierra, se levantaron. Dos seres humanos de una delgadez extrema, cuyas carnes y huesos de fuego azulado fluían como la bruma. Se trataba de seres elementales de la magia libre, a los que los humanos llamaban siseantes.

Hedge los observó con atención y se lamió los labios. Podía ocuparse de uno de ellos, pero no de los dos sin revelar unas fuerzas que, por el momento, prefería mantener ocultas. El anciano no le iba a servir de nada. Seguía ahí sentado, murmurando, haciendo de conducto viviente de una parte de la fuerza oculta bajo la colina.

—Si al anochecer no he vuelto —anunció la mujer—, mis siervos te despedazarán en cuerpo y alma, si llegaras a buscar refugio en la Muerte.

—Esperaré aquí —contestó Hedge acomodándose sobre la tierra pelada.

Ahora que conocía las instrucciones de los siseantes, ya no representaban una amenaza. Dejó la espada, volvió la cabeza hacia el montículo y apoyó la oreja contra el suelo. Alcanzó a oír el susurro constante de la fuerza subterránea que traspasaba todas las capas de tierra y piedra, pese a que sus propios pensamientos y palabras no conseguían penetrar la prisión. Más tarde, si fuera necesario, entraría en el túnel, bebería del agua y abriría la mente para enviar sus pensamientos de vuelta al fondo, a través del hilillo de agua del ancho de un dedo, que había conseguido traspasar las siete defensas mágicas lanzadas tres veces. A través de la plata, el oro y el plomo; el serbal, el fresno y el roble y la séptima defensa de hueso.

Hedge no se molestó en ver cómo se alejaba la mujer, ni se movió cuando oyó rodar la enorme piedra, aunque se trataba de una hazaña que superaba las fuerzas de cualquier hombre normal o de varios hombres normales.

Cuando la mujer regresó, Hedge se encontraba de pie en el centro mismo del montículo mirando en dirección al Sur. Los siseantes estaban cerca, pero no se movieron al ver que su ama volvía a subir a lo alto. El anciano seguía sentado en el mismo sitio, farfullando hechizos o tonterías, Hedge no logró precisarlo. No se trataba de ninguna magia que él conociera, aunque en la voz del viejo notaba la fuerza de la colina.

—Os serviré —dijo la mujer.

Su voz había perdido todo vestigio de arrogancia aunque no de fuerza. Hedge vio tensarse los músculos del cuello de la mujer cuando ésta pronunció las palabras. Él sonrió y levantó la mano.

—Se han alzado pilares de piedra del Gremio demasiado cerca de la colina. Los destruirás.

—Eso haré —convino la mujer, bajando la cabeza.

—Eras una nigromante —prosiguió Hedge.

En los años pasados, Kerrigor había atraído hacia él a todos los nigromantes del reino y los había convertido en sus subalternos. Algunos seguían vivos, pero esta mujer nunca había sido sierva de Kerrigor.

—Hace mucho de eso —dijo la mujer.

Hedge notó el débil aleteo de la vida en el interior de aquel cuerpo sepultado bajo las pieles encantadas y la máscara de bronce. Aquella bruja era vieja, muy, pero muy vieja, lo cual no constituía una ventaja para una nigromante que debía recorrer el reino de los muertos. El río de frías aguas tenía especial predilección por aquéllos que tras eludir sus garras repetidamente habían sobrepasado el límite de años.

—Volverás a empuñar las campanas, vas a necesitar muchos muertos para la tarea que te espera —diciendo esto, Hedge se desabrochó la bandolera y se la pasó con cuidado, tratando de que las campanas no sonaran. Él poseía otro juego de siete, el que le había arrebatado a un nigromante menor aprovechando el caos generado tras la derrota de Kerrigor. Para recuperarlas hubo de correr ciertos riesgos porque estaban guardadas en la zona principal del reino largo tiempo reclamada por el rey y su reina Abhorsen. Sin embargo, no las necesitaba para sus planes inmediatos, además, no podía llevarlas donde tenía intención de ir.

La mujer aceptó las campanas pero no se puso la bandolera. Tendió la mano derecha con la palma hacia arriba. En ella brillaba una chispita, una astilla metálica que despedía un fuego blanco. Hedge tendió a su vez la mano y la astilla saltó sobre ella para instalarse debajo de la piel sin hacerlo sangrar. Hedge se la acercó a la cara y notó la fuerza del metal. Luego cerró despacio los dedos y sonrió.

Aquella esquirla de arcano metal no era para él. Era una semilla, una semilla que se podía sembrar en muchos suelos. Hedge le tenía reservado un lugar especial, una almáciga fértil donde pudiera crecer y dar frutos. Aunque tal vez sería preciso que pasaran muchos años antes de que pudiese sembrarla donde más daño pudiera causar.

—¿Y tú? —inquirió la mujer—. ¿Qué haces?

—Voy al Sur, Chlorr de la Máscara —respondió Hedge, demostrándole así que sabía su nombre y muchas cosas más—. Al sur de Ancelstierre, al otro lado del Muro. Al país donde nací, aunque por espíritu no soy hijo de esas tierras de impotentes. Tengo mucho que hacer allí y en otros lugares. Tendrás noticias mías cuando te necesite. O si recibo noticias que me disgusten.

Se dio media vuelta y se alejó sin pronunciar ni una palabra más. Los amos no suelen despedirse de sus sirvientes.