Epílogo

Querido Sam:

Te escribo siguiendo la costumbre de aquí, con una pluma de oca, en un papel grueso, de pésima calidad, que chupa tinta como una esponja. Mi estilográfica está tan atascada que tendré que tirarla. Y el papel que he traído se ha estropeado. Creo que ha sufrido el ataque de una especie de hongo.

Tu Reino Antiguo es, sin ninguna duda, enemigo de los productos de Ancelstierre. Es evidente que el nivel de humedad del aire y la proliferación de hongos locales tienen unos efectos tan abrasivos como en los climas tropicales, aunque jamás habría esperado nada parecido en estas latitudes.

He tenido que cancelar gran parte de los experimentos que había pensado hacer a raíz de los problemas con el equipo y ciertos errores alarmantes en mis planteamientos científicos que habrían invalidado los resultados. Lo achaco a la enfermedad que vengo padeciendo desde que crucé el Muro. Una especie de fiebre consume gran parte de mis fuerzas y ha dado lugar a las alucinaciones.

Hedge, el hombre que contraté en Bain, ha resultado ser un gran acierto. No sólo me ha ayudado a establecer con precisión el lugar donde se encuentra la celada de rayos tras un atento análisis de los rumores y las divagaciones supersticiosas que circulan por estas zonas, sino que ha supervisado la excavación con un celo digno de encomio.

Al principio, nos costó bastante contratar mano de obra local, hasta que Hedge tuvo la brillante idea de recurrir a los internos de una especie de lazareto o colonia de leprosos. Los trabajadores de allí están bastante capacitados para llevar a cabo sus tareas, pero sufren de unas desfiguraciones asombrosas y despiden un hedor insoportable. Durante el día, van completamente envueltos en capas y harapos, y parecen encontrarse mucho más a gusto al caer el sol. Hedge los llama «la cuadrilla nocturna», y debo confesar que el nombre resulta de lo más adecuado. Me asegura que la enfermedad que padece no es fácilmente contagiosa, pero yo evito todo contacto físico, por si acaso. Resulta interesante señalar que estos trabajadores comparten con los sureños la afición por los sombreros y las bufandas azules.

La celada de rayos es tan fascinante como esperaba. Cuando dimos con ella la primera vez, observé que los rayos iban a incidir en una pequeña loma o montículo con una frecuencia superior a las dos veces por hora, durante varias horas, y que en lo alto se producían tormentas eléctricas casi todos los días. Ahora, a medida que nos acercamos al verdadero objeto enterrado debajo, los rayos son todavía más frecuentes y en lo alto, la tormenta es casi constante.

Por lo que he leído —y seguro que te reirás de mí, porque resulta inusual en mí— por lo que he soñado, creo que la celada de rayos misma se compone de dos hemisferios de un metal desconocido, enterrada unas veinte o treinta brazas debajo del montículo que, dicho sea de paso, era completamente artificial y muy difícil de excavar, pues había sido construido con todo tipo de materiales. Hasta con huesos, imagínate tú. Ahora las excavaciones avanzan mucho más deprisa y espero que dentro de unos días podamos realizar nuestro descubrimiento.

Tenía pensado seguir viaje hasta Belisaere para reunirme contigo y suspender el experimento unas cuantas semanas. Pero mi salud está tan deteriorada que lo más prudente es regresar a Ancelstierre, lejos de este aire inclemente.

Llevaré conmigo los hemisferios; he conseguido ya que tío Edward me tramitara los oportunos permisos de importación. Creo que son inusitadamente densos y pesados, pero espero poder transportarlos desde el lago Rojo hasta el mar navegando río abajo, y de allí, procederé a un pueblecito al Norte de Nolhaven, en la costa occidental. Hay un aserradero abandonado con el que me he hecho para usarlo como estación experimental. Timothy Wallach, uno de mis compañeros de estudios de Sunbere, aunque él cursa cuarto, ya debería estar allí, preparando la Central Productora de Rayos que he diseñado para abastecer de electricidad los hemisferios.

Resulta muy agradable, sin duda, contar con medios propios y parientes poderosos, ¿no te parece? Sin ellos, sería dificilísimo conseguir nada. Te adelanto, sin embargo, que estoy seguro de que mi padre se enfadará mucho cuando descubra que me he gastado la paga de todo un trimestre en adquirir cientos de pararrayos y kilómetros de alambre grueso de cobre.

Pero habrá valido la pena cuando lleve la celada de rayos a mi estación experimental. Estoy seguro de que en poco tiempo conseguiré probar que los hemisferios pueden almacenar cantidades incalculables de energía eléctrica extraída de las tormentas. En cuanto haya resuelto el enigma de cómo extraer otra vez la energía, sólo me quedará reproducirlos a menor escala y entonces contaremos con una nueva fuente de energía barata e inagotable. ¡Las superbaterías de Sayre suministrarán electricidad a las ciudades e industrias del futuro!

Como habrás podido comprobar, mis sueños son imparables y fluyen de una manera desbordante. Es preciso que vengas a frenarme un poco, Sam, con tus criticas a mi persona y mis habilidades.

De hecho, espero que puedas venir a visitar mi Central Productora de Rayos cuando esté en pleno funcionamiento. Anda, haz un esfuerzo, si es posible, aunque ya sé cuánto te disgusta cruzar el Muro. Deduzco por mi última conversación con tío Edward que tus padres ya están en Ancelstierre para discutir los planes de Corolini destinados a asentar a los refugiados sureños en las tierras desiertas de vuestro reino, cerca del Muro. ¿Crees que te seria posible, cuando los visites, organizar un viajecito para ver mi trabajo?

En cualquier caso, espero verte pronto. Te saluda, tu leal amigo:

NICHOLAS SAYRE

Nick dejó la pluma y sopló el papel. No era necesario, pensó, mirando las líneas borrosas por las que la tinta se había extendido convirtiendo su caligrafía en una burla.

—¡Hedge! —gritó, incorporándose para contener el mareo y las náuseas que lo asaltaron. Últimamente, reaccionaba así con mayor frecuencia, sobre todo después de concentrarse en algo. Estaba quedándose sin pelo y tenía las encías hinchadas. No podía tratarse de escorbuto, porque su dieta era variada y todos los días tomaba zumo fresco de lima.

Se disponía a llamar otra vez a Hedge cuando el hombre asomó por la puerta de la tienda. Muy mal vestido, como de costumbre, pero era muy eficiente, como se podía esperar de un ex sargento del Cuerpo de Exploradores del Paso Fronterizo.

—Tengo una carta para enviar a mi amigo, el príncipe Sameth —dijo Nick doblando el papel varias veces y sellándolo con una gota de cera de la vela y la huella del pulgar—. ¿Puedes ocuparte de que se despache por mensajero o por cualquier otro de los medios utilizados aquí? Envía a alguien al pueblo de Edge, si fuera preciso.

—No te preocupes, mi amo —contestó Hedge, con una sonrisa enigmática—. Ya me ocuparé de todo.

—Bien —murmuró Nick.

Volvía a hacer calor, y el repelente de insectos que había llevado no servía de nada. No le quedaría otro remedio que pedirle otra vez a Hedge que se ocupara de mantenerlos a raya… aunque antes debía resolver otro asunto siempre presente: el estado de la fosa.

—¿Cómo marcha la excavación? —preguntó Nick—. ¿A qué profundidad hemos llegado?

—Según mis cálculos, veintidós brazas —contestó Hedge entusiasmado—. Pronto llegaremos.

—¿Ya está preparada la barcaza? —preguntó Nick, incorporándose con esfuerzo.

En realidad, tenía ganas de acostarse, porque la tienda comenzó a dar vueltas y la luz adquirió un extraño tono rojizo, efecto que se debía, sin duda, a sus propios ojos.

—Tengo que contratar a algunos marineros —le dijo Hedge— porque la brigada nocturna le teme al agua debido a… a la enfermedad que la aqueja. Aunque espero que pronto llegue la nueva dotación. Todo está bajo control, mi amo —añadió al ver que Nick no le contestaba.

Sin embargo, en lugar de mirar a los ojos al joven, tenía la vista clavada en su pecho. Nick le sostuvo la mirada pero sin ver y respiraba con mucha dificultad. En el fondo sabía que iba a desmayarse, tal como le ocurría a menudo delante de Hedge. Lo invadía una tremenda debilidad que no lograba controlar.

Hedge esperó lamiéndose los labios con nerviosismo. A Nick le dio vueltas la cabeza. Lanzó un gemido y parpadeó con fuerza. Se sentó en la silla, muy erguido.

Nick estaba inconsciente y en el fondo de sus ojos había algo más, otra inteligencia que había permanecido en estado latente. De repente se puso a cantar, acompañada por nubes de humo blanco y acre que le iban saliendo por la nariz y la garganta.

Antigua es la canción que canto,

siete los diamantes del encanto.

¿Qué hicieron los siete con apremio?

¡El delicado tejido del Gremio!

De principio a fin en la urdimbre cinco.

Dos en la trama para sanar con ahínco.

Eso hacen siete, ¿qué fue de los nueve?

¿Y de los dos que brillar no quieren?

El octavo en lo hondo se ocultó, y presa de los siete acabó,

que le hicieron pagar lo que hizo.

El noveno era fuerte,

y el destino quiso que luchara a brazo partido.

Entonces Orannis, el retraído, de toda luz fue despojado,

dividido en dos y enterrado en la colina

que es un yermo donde nos desea el mal eterno.

Al terminar la canción se hizo el silencio; la voz entonó entonces los tres últimos versos.

—En dos dividido y enterrado, en la colina que es un yermo, donde nos desea el mal eterno… Pero no es mi canción, Hedge. El mundo sigue girando sin mi canción. La vida que no ha probado mi látigo se mueve libre como el viento. La creación hace estragos sin el contrapeso de la destrucción… y mis sueños de fuego son sólo eso, sueños. Mas no tardará el mundo en dormirse y entonces no podrá soñar más sueño que el mío ni oír más canción que la mía. ¿No es así, mi fiel Hedge?

Fuera lo que fuese el ser que había hablado, no esperó a que Hedge le respondiera. Prosiguió su soliloquio adoptando un tono diferente, más ronco, y ya no cantaba.

—Destruye esa carta. Envía más muertos a Chlorr y asegúrate de que eliminen al príncipe. No debe llegar hasta aquí. Intérnate en el Reino de la Muerte y vigila a esa espía, hija de las Clarvis. Si vuelve a ser vista, mátala. ¡Cava más deprisa… porque yo… yo debo volver a estar entero!

Las últimas palabras fueron pronunciadas con tanta fuerza que Hedge salió lanzado contra la lona hecha jirones de la tienda y se encontró en medio de la oscuridad. Temiendo algo peor, se asomó entonces por la lona rasgada, pero quienquiera que fuese aquel ser que había hablado a través de Nick ya se había marchado. Sólo quedaba un muchacho enfermo e inconsciente que sangraba por la nariz.

—Te he oído, mi señor —musitó Hedge—. Y como de costumbre, te obedezco.