Criaturas de Nagg

Al principio, Lirael creyó que en la enfermería le darían el alta al cabo de un día. Pero habían pasado ya tres desde su caída y apenas atinaba a hablar, estaba completamente exhausta y sin ganas de levantarse. Pese a que el dolor de cabeza y de garganta fue remitiendo, el miedo fue en aumento y le restó energías. El miedo al monstruo de ojos plateados y garras ganchudas que imaginaba esperándola en medio de las margaritas rojas. El miedo a que se enteraran de sus faltas y le quitaran el puesto en la biblioteca. El miedo al miedo mismo, un círculo vicioso que la dejaba sin fuerzas y llenaba de pesadillas sus escasas horas de sueño.

La mañana del cuarto día, la curandera jefa rechinó los dientes y frunció el ceño al comprobar que la paciente no mejoraba. Convocó a otra curandera para que examinara a Lirael, que se dejaba hacer pacientemente. Las dos mujeres decidieron en voz alta, para que Lirael se enterara, que no tendrían más remedio que pedirle a Filris que bajara de su cuarto de los sueños.

Lirael se revolvió nerviosa al oír el diagnóstico. Filris era la enfermera y la Clarvi viva más anciana. Desde que Lirael había nacido, Filris se había pasado casi todo el tiempo en su cuarto de los sueños y, probablemente, trabajando en la enfermería, aunque Lirael nunca la había visto en ninguna de las dos ocasiones en que las enfermedades de la infancia la habían llevado a buscar ayuda médica.

Jamás había visto a ninguna de las Clarvis realmente viejas, las que alcanzaban la edad necesaria para retirarse a un cuarto de los sueños propio. Debían recogerse en esas habitaciones porque con la edad, el don de la visión se hacía cada vez más difícil y enviaba infinidad de imágenes en fragmentos cada vez más pequeños, imposibles de controlar, ni siquiera concentrando los poderes del hielo y de la guardia de los nueve días. No era infrecuente que algunas de las Clarvis más ancianas percibieran únicamente estos futuros fragmentados y fuesen incapaces de mantener el nexo con el presente.

Sin embargo, cuando Filris llegó una hora más tarde, lo hizo sola y estaba claro que no necesitaba ayuda alguna para moverse en el mundo corriente. Lirael la observó llena de desconfianza: ante ella vio una mujer bajita y menuda, de cabello blanco como la nieve de las cumbres del monte Estrella, la piel apergaminada de su rostro permitía adivinar una delicada maraña de venas que se confundían con las arrugas propias de la edad avanzada.

Examinó a Lirael de pies a cabeza, sin abrir la boca, mientras sus manos enjutas le iban indicando que se moviera como ella quería. Al final, se entretuvo un buen rato revisándole la garganta, mientras una suave luz producto de la magia del Gremio flotaba a escasos centímetros de la boca abierta de Lirael. Cuando Filris dio por concluida la revisión, mandó a la curandera que se marchara y se sentó junto a la cama de la muchacha. El silencio las envolvió a ambas; en la sala no había nadie más. Las otras siete camas estaban vacías.

Al cabo de un rato, Lirael hizo un ruido que no llegaba a parecerse ni a un sollozo ni a un carraspeo. Se apartó el pelo de la cara y su mirada se encontró con los ojos azules de Filris.

—Así que tú eres Lirael —dijo Filris—. La curandera me dice que te caíste por las escaleras. Pero a mí me parece que lo que te hiciste en la garganta no fue gritando. Para ser sincera, me sorprende que sigas viva. No conozco a ninguna Clarvi de tu edad, y a muy pocas mayores que tú, capaces de pronunciar semejante marca sin ser consumidas por ella.

—¿Qué? —soltó Lirael con voz ronca—. ¿Cómo lo sabes?

—Por experiencia —contestó Filris secamente—. Llevo más de un siglo trabajando en esta enfermería. No eres la primera Clarvi a la que veo padecer los efectos producidos tras emplear magia que les viene grande. Siento curiosidad por saber cómo te hiciste estas otras heridas al mismo tiempo, sobre todo porque los restos que te extrajeron de los pies son cristal puro, y está claro que no pertenecen a los vasos de la fuente de Zally.

Lirael tragó saliva y no dijo palabra. El silencio volvió a instalarse entre ambas. Filris esperó pacientemente.

—Perderé el puesto —murmuró Lirael al fin—. Me mandarán de vuelta a la Residencia.

—No —dijo Filris tomándola de la mano—. Lo que me cuentes ahora no saldrá de aquí.

—He sido una estúpida —reconoció Lirael con un hilo de voz—. He dejado que escapara una cosa. Una cosa peligrosa… peligrosa para todas las Clarvis.

—¡Vamos! —exclamó Filris—. No será tan mala si en los últimos cuatro días no ha hecho nada. Además, todas las Clarvis son muy capaces de cuidar muy bien de la comunidad. Eres tú la que me preocupa. Dejas que el miedo te impida recuperar la salud. Vamos a ver, empieza por el principio y cuéntamelo todo.

—¿Seguro que no le vas a decir nada a Kirrith? ¿Ni a la jefa? —preguntó Lirael, desesperada. Si Filris llegaba a contárselo a alguien, adiós al trabajo en la biblioteca, se quedaría sin nada. Sin nada de nada.

—Si te refieres a Vancelle, no le diré nada —contestó Filris. Le dio una palmadita en la mano y añadió—: No se lo contaré a nadie. Sobre todo porque llego a la conclusión de que debería haber venido a verte hace mucho, Lirael. No tenía idea de que fueras algo más que una niña… y ahora cuéntame. ¿Qué fue lo que pasó?

Poco a poco, con la voz tan débil que Filris tuvo que acercarse más, Lirael se sinceró. Le habló de su cumpleaños, de su incursión a la terraza, de su encuentro con Sanar y Ryelle, de cómo había conseguido el empleo y de cuánto le había ayudado el trabajo. Le habló a Filris de como había despertado los hechizos de la pulsera, de las puertas del sol y de la luna. Su voz se apagó todavía más a medida que fue describiendo el horror que había encontrado en el ataúd con tapa de cristal. Y le habló también de la estatuilla del perro. De cómo había pugnado por subir la espiral y de los planes que había trazado mientras su mente deliraba. Y le contó también lo de su caída simulada.

Hablaron durante más de una hora; Filris le hizo muchas preguntas que le permitieron sacar a relucir todos los temores, las esperanzas y los sueños de Lirael. Al terminar su confesión, la muchacha se sintió en paz, ya no tenía miedo, se había quitado de encima el dolor y la angustia acumulados que tanto la habían oprimido.

Cuando Lirael se calló, Filris le pidió que le ensañara la estatuilla del perro. La muchacha sacó el perrito de piedra de debajo de la almohada y se lo entregó de mala gana. Le había tomado mucho cariño, era el único objeto que le había proporcionado cierto consuelo, y temía que Filris se lo quitara o le ordenase devolverlo a la biblioteca.

La anciana cogió la estatuilla y la sostuvo en el hueco de ambas manos de modo que sólo el morro del perro asomaba entre los dedos marchitos. Lo miró fijamente durante largo rato, luego lanzó un profundo suspiro y se lo devolvió a la muchacha. Lirael lo cogió, sorprendida por el calor que había absorbido la piedra de las manos de la anciana. Filris siguió inmóvil y callada hasta que Lirael se incorporó en la cama y llamó su atención.

—Lo siento, Lirael. Te agradezco que me hayas dicho la verdad. Y que me hayas enseñado la estatuilla del perro. Ha tardado mucho en llegar, tanto que llegué a pensar que me había perdido en el futuro y que estaba demasiado loca para verla convertida en realidad.

—¿A qué te refieres? —preguntó Lirael, llena de inquietud.

—Vi tu perrito hace mucho tiempo —contestó Filris—. Cuando mi don de la visión no se había nublado. Fue lo último que vi de forma completa, sin fragmentarse. Vi una mujer muy, pero muy vieja que sostenía con fuerza un perrito de piedra entre las manos y lo miraba fijamente. Tardé muchos años en darme cuenta de que esa anciana era yo.

—¿Y a mí también me viste? —preguntó Lirael.

—Sólo me vi a mí —respondió Filris con toda calma—. Me temo que eso significa que no volveremos a vernos. No sabes cómo me habría gustado a derrotar a la criatura que has liberado, con mis consejos, aunque no con mis actos, porque me temo que será necesario que te ocupes de ella lo antes posible. Los seres de esa ralea no despiertan porque sí o sin algún tipo de ayuda. También me gustaría ver a tu enviado perro. Lamento que no sea posible. Y más que nada lamento no haber vivido demasiado en el presente estos últimos quince años. Debí haberte conocido antes, Lirael. Es un defecto de las Clarvis, a veces tendemos a olvidarnos de las personas, hacemos caso omiso de sus problemas, porque sabemos que todo pasa.

—¿A qué te refieres? —preguntó Lirael.

Era la primera vez que se sentía cómoda hablando con alguien sobre sí misma, sobre su vida. Supo que aquella charla tan fructífera era una muestra tentadora de la intimidad de la que disfrutaba todo el mundo y que no se repetiría, porque daba la impresión de que ella estaba predestinada a no tener nada de lo que las demás Clarvis daban por sentado.

—Todas las Clarvis reciben el don de ver algún presagio de su propia muerte, aunque no la muerte en sí, nadie sería capaz de soportar esa carga. Hace casi veinte años me vi a mí misma y a tu perro y con el paso del tiempo, descubrí que se trataba de la visión que predecía el fin de mis días.

—Pero yo te necesito —dijo Lirael, implorante y llorosa, abrazándose a la mujer menuda—. ¡Necesito a alguien! ¡No puedo continuar yo sola!

—Claro que puedes. Y lo harás —dijo Filris con fiereza—. Haz de tu perro un compañero, haz que sea el amigo que necesitas. ¡Debes aprender más sobre la criatura que has liberado para derrotarla! Explora la biblioteca. Recuerda que aunque las Clarvis ven el futuro, son otros quienes lo construyen. Presiento que serás una de sus artífices y no una vidente. Debes prometerme que será así. Prométeme que no te rendirás. Prométeme que nunca abandonarás la esperanza. ¡Sé la artífice de tu futuro, Lirael!

—Lo intentaré —susurró Lirael notando fluir en su interior la fuerza feroz de Filris—. Lo intentaré.

Filris la aferró de la mano con una fuerza que Lirael no creyó posible en unos dedos tan delgados y viejos. Besó a Lirael en la frente transmitiéndole el cosquilleo de la energía a través de la marca del Gremio, un cosquilleo que la recorrió toda hasta abandonarla por la planta de los pies.

—Nunca intimé demasiado con Arielle, ni con su madre —dijo Filris en voz baja—. Me pasa por ser demasiado Clarvi, por estar demasiado en el futuro. Me alegro de no haber perdido la oportunidad de hablar contigo. Adiós, tataranieta mía. ¡Recuerda tu promesa!

Tras despedirse, se marchó de la sala con la espalda erguida, orgullosa, de manera que alguien que desconociese su edad, jamás habría adivinado que había trabajado en esas salas durante más de un siglo ni que había vivido casi medio siglo más.

Lirael no volvió a ver a Filris. Como muchas otras, lloró durante la ceremonia de despedida celebrada en el salón, olvidándose del disgusto que le causaba la nueva túnica azul, apenas reparó en que les llevaba una cabeza a las demás niñas y a muchas de las Clarvis de blanco traje en las cuales el don había despertado hacía muy poco.

No sabía a ciencia cierta en qué medida lloraba por Filris o por ella misma, que había vuelto a quedarse sola. Parecía predestinada a no tener amigos íntimos. Sólo incontables primas y una tía.

Sin embargo, Lirael no olvidó las palabras de Filris; al día siguiente regresó a su trabajo pese a que todavía no había recuperado del todo la voz y cojeaba ligeramente. Una semana más tarde, sin que nadie se enterara, consiguió hacer copias de La creación de enviados y de Enviados ejemplares en setenta días, pues le resultó muy difícil sacar de su vitrina cerrada con llave el ejemplar de Creación y dominio de seres mágicos. Con los bestiarios también tuvo problemas; todos los que logró encontrar estaban atados con cadenas a los anaqueles. Los hojeaba cuando no había nadie a la vista, pero sin éxito inmediato. Comenzaba a ser evidente que tardaría cierto tiempo en averiguar con exactitud de qué criatura se trataba.

Siempre que podía, pasaba delante de la puerta del sol resplandeciente con el fin de comprobar si su hechizo seguía en pie, sujetando la puerta, los goznes y la cerradura a la piedra de alrededor. En esas incursiones, el miedo despertaba siempre en su interior, y en ocasiones, creía oler el hedor corrosivo de la magia libre, como si el monstruo esperase agazapado al otro lado de la puerta, separado de ella únicamente por la delgada barrera de la madera y los hechizos.

Entonces recordaba las palabras de Filris y regresaba a toda prisa a su estudio, donde se ponía a trabajar en la transmisión del perro o a hojear el último bestiario descubierto, para comprobar si en él se describía una criatura con forma de mujer, ojos de fuego plateado y garras de mantis religiosa, una criatura movida por la magia libre, la maldad y un hambre insaciable.

A veces se despertaba en plena noche, presa siempre de la misma pesadilla en la que veía abrirse la puerta; la imagen se disipaba en cuanto comenzaba a luchar por abandonar los brazos del sueño. De haberle sido posible, habría comprobado la puerta con mayor frecuencia, pero después de la guardia de las mil quinientas sesenta y ocho, la bibliotecaria jefa había dado órdenes estrictas de que las bibliotecarias bajaran a los niveles antiguos de dos en dos, de manera que resultaba más complicado colarse sin ser descubierta y regresar. La guardia no había visto nada concluyente, según oyó decir Lirael, pero las Clarvis estaban visiblemente preocupadas por algo que ocurría cerca de sus dominios. La biblioteca no fue el único departamento que tomó medidas de precaución: se formaron más patrullas con las tropas de asalto para vigilar el glaciar y los puentes, los equipos de las tuberías de vapor también trabajaban en grupos de dos y, por primera vez desde la Restauración, se cerraron con llave muchas de las puertas y pasillos interiores.

Lirael examinó la puerta que daba a la sala del campo de flores algo así como cuarenta y dos veces en setenta y tres días antes de que pudiera dar con un bestiario en el que apareciera descrita la criatura. En esas diez semanas de inquietud, estudio y preparación, había pasado revista a once bestiarios y realizado gran parte del trabajo preliminar necesario para crear la transmisión del perro.

En realidad, tenía en la cabeza esa transmisión cuando por fin encontró una mención del monstruo. Calculaba cuándo iba a poder lanzar el siguiente conjunto de hechizos al tiempo que abría el librito encuadernado en rojo titulado simplemente Criaturas de Nagg. Lo hojeó sin esperar nada y con el rabillo del ojo descubrió un grabado que reproducía justo lo que buscaba. El texto explicativo dejaba claro que quienquiera que Nagg fuese o hubiese sido, se había topado con el mismo monstruo que Lirael había liberado del ataúd con tapa de cristal.

Algo más alto que un hombre de gran estatura, adopta en general la forma de una mujer bonita, aunque su silueta tiene mucha gracia. Con frecuencia, en lugar de antebrazos, el stilken está dotado de potentes garras o pinzas. La boca adopta casi siempre apariencia humana hasta que se abre y deja al descubierto dobles filas de dientes finos y afilados como agujas. Estos dientes pueden ser de color plateado brillante o negros como la noche. Los ojos del stilken también son plateados y en ellos arde un extraño fuego.

Lirael se estremeció al leer la descripción y la cadena que sujetaba el libro al anaquel se movió con ella produciendo un sonido metálico. Miró velozmente a su alrededor para comprobar si alguien la había oído y acudiría a inspeccionar los anaqueles. Sólo percibió el ruido de su propia respiración. Aquella sala se usaba muy rara vez; en ella se guardaba una colección de oscuras memorias personales. Lirael había ido hasta allí sólo porque en el salón de lectura aparecía una referencia cruzada a Criaturas de Nagg en la que el libro estaba catalogado como una especie de bestiario.

Intentando reprimir los temblores, siguió leyendo, y las palabras fueron ocupando sólo una parte de su mente, porque la otra luchaba con la idea de que ahora que había adquirido el conocimiento que buscaba, debería enfrentarse al stilken y derrotarlo.

El stilken es un ser elemental de la magia libre por lo que los materiales terrenales como el acero no pueden dañarlo. Tampoco puede tocarlo la carne humana, pues la sustancia de la que está hecho es contraria a la vida. Un stilken sólo puede ser destruido con magia libre, por obra de un hechicero más poderoso que él mismo.

Lirael hizo una pausa, tragó saliva nerviosamente y luego leyó la última línea. «Sólo puede ser destruido con magia libre». Releyó la frase una y otra vez. Pero ella no podía practicar la magia libre. No estaba permitido. La magia libre era demasiado peligrosa.

Incapaz de que se le ocurriera nada, Lirael siguió leyendo y, al comprobar que el libro seguía ofreciendo más datos, lanzó un largo suspiro de alivio.

Sin embargo, pese a que su destrucción es competencia única de la magia libre, es posible sojuzgar al stilken con magia del Gremio y encerrarlo en un recipiente o botella de metal o cristal reforzado (el cristal corriente es demasiado frágil para estos menesteres) o en el fondo de un pozo seco que luego habrá de cubrirse con una piedra.

Yo he emprendido esta tarea echando mano de los hechizos que indico más adelante. Pero advierto a cuantos lean estas páginas que estos hechizos vinculantes o de sojuzgamiento poseen una fuerza tremenda, pues se basan en al menos tres de las marcas maestras del Gremio. Sólo un gran adepto, algo que yo no soy, se atrevería a utilizarlos sin la ayuda de una espada encantada o una varita de serbal, cargada con el primer círculo de siete marcas para vincular los elementos y, en el caso del fuego y el aire, también el segundo círculo, todo ello unido por la marca maestra…

Lirael volvió a tragar saliva y de repente notó la garganta inflamada. La notación empleada por Nagg se refería a la misma marca maestra que la había quemado a ella. Lo peor de todo era que no conocía el segundo círculo de marcas para vincular el fuego y el aire, y no tenía ni idea de cómo se podían meter en una espada o una varita de serbal. Y si con eso no bastaba, tampoco sabía dónde encontrar una planta de serbal. Cerró el libro despacio y volvió a dejarlo en el anaquel tratando de no agitar la cadena. Por un lado, se sentía contrariada. Había conseguido averiguar de qué criatura se trataba, pero todavía le faltaba mucho por aprender. Por el otro, sentía alivio por no tener que enfrentarse al stilken. Al menos de momento.

Dispondría de tiempo para crear la transmisión del perro. Entonces contaría con algo… Tendría a alguien con quien hablar de todo aquello. Aunque no pudiese contestarle ni ayudarla.