Al pie de la quinta escalera trasera
Al pronunciar el hechizo, un aliento de fuego recorrió la garganta de Lirael. De su mano derecha partió una blanca llamarada que alcanzó a la criatura; su izquierda liberó una fuerza titánica que cerró la puerta con estrépito. La muchacha salió despedida hacia atrás, empezó a rodar y cayó golpeando el suelo de piedra con la cabeza, siguió un terrible sonido seco y luego todo fue oscuridad.
Cuando volvió en sí, Lirael no tenía ni idea de dónde se encontraba. Notaba como si le hubiesen traspasado el cráneo con un hierro candente. Además, notaba la cabeza mojada y la garganta le dolía como si estuviese incubando una gripe monumental. Durante un momento pensó que estaba enferma, en cama, y que pronto vería a tía Kirrith o a una de las otras chicas inclinada sobre ella con una cuchara de reconstituyente de hierbas. Entonces se dio cuenta de que lo que tenía debajo era piedra fría y no un colchón, y de que estaba completamente vestida.
Con mano vacilante se tocó la cabeza y al mirarse los dedos descubrió por qué la tenía mojada. Contempló la sangre brillante y se sintió recorrida por un escalofrío y una náusea insoportable que partía de los pies y le subía a la cabeza. Intentó pedir ayuda, pero le dolía demasiado la garganta. No lograba articular más sonido que una especie de zumbido entrecortado.
Recordó entonces lo que había intentado hacer y le dio tal ataque de pánico que se olvidó de la náusea. Intentó levantar la cabeza, pero le dolía muchísimo, optó entonces por volverse de lado para ver la puerta.
Estaba cerrada y no se veía rastro alguno de la criatura. Lirael clavó la vista en la puerta hasta que las vetas de la madera se tornaron borrosas y dudó de que estuviese realmente cerrada y de que la criatura hubiese desaparecido. Cuando tuvo la plena certeza de que estaba cerrada, volvió la cabeza hacia el otro lado y vomitó, la bilis agria le quemó todavía más la garganta dolorida.
Después se quedó tumbada, sin moverse, tratando de acompasar la respiración y de calmar el corazón desbocado. Tras otro examen cuidadoso comprobó que la sangre de la cabeza comenzaba a coagularse, de modo que dedujo que la herida no sería grave. La garganta le ardía cada vez más, dañada por haber pronunciado una seña del Gremio para la que carecía de la fuerza y la experiencia necesarias. Intentó decir unas palabras, no consiguió más que emitir un susurro ronco.
Se miró entonces los pies y comprobó que más que cortes se había hecho muchos rasguños y que los zapatos tenían tantos agujeros que habían pasado a ser sandalias. En comparación con la cabeza, los pies estaban estupendamente, de modo que intentó levantarse.
Tardó unos cuantos minutos en conseguirlo pese a que se apoyó en la pared. Necesitó cinco minutos más para agacharse, recoger la daga e introducirla en su funda.
Después de tanto movimiento, se quedó de pie un rato, hasta que se sintió lo bastante firme para examinar la puerta. Estaba bien cerrada, no se veía ninguna rendija. Lirael notó que su hechizo, junto con el candado mágico, la mantenían cerrada. Nadie podría entrar ni salir sin romper el encantamiento de Lirael. Incluso la bibliotecaria jefa necesitaría de su ayuda para levantar o romper el hechizo.
Al pensar en la jefa, Lirael empezó a recoger todos los botones sueltos que logró encontrar y puso otra vez la cuerda roja y los sellos que atravesaban la puerta, aunque le costó un triunfo lanzar el encantamiento para calentar la cera. Cuando hubo terminado, avanzó unos pasos hacia la espiral principal, pero tuvo que sentarse porque se sentía muy débil y no logró seguir.
Se dejó caer y entró en un estado de semiinconsciencia que le impidió pensar en nada, analizar la situación. Estuvo sentada durante mucho tiempo, tal vez una hora, al cabo de la cual, surgió en su interior una especie de resistencia natural que le permitió percatarse del lugar y el estado en que se encontraba. Ensangrentada, magullada, con el chaleco roto y sin botones, sin el ratón de emergencia. Para todo aquello necesitaba una explicación. La pérdida del ratón le recordó la estatuilla. No atinaba a coordinar los movimientos de las manos, se sentía más torpe que de costumbre, aunque tras insistir un poco, consiguió sacarse del bolsillo la figurita de piedra y colocársela sobre el regazo.
Se trataba de un perro tallado en un trozo de esteatita gris azulada, agradable al tacto. Tenía pinta de tratarse de un perro bastante fiero, de orejas puntiagudas y hocico afilado. Al mismo tiempo intentaba disimular una mueca afable y por la comisura de la boca le asomaba la lengua.
—Hola, perrito —susurró Lirael con voz tan débil y ronca que ni ella misma se oyó.
Le gustaban los perros, aunque en las alturas del glaciar no había ninguno. Las tropas de asalto disponían de perreras cerca de la gran puerta, donde guardaban sus perros de labor, y en ocasiones los visitantes llevaban sus perros a las habitaciones de invitados y el refectorio inferior. Lirael siempre saludaba a los canes que iban de visita, incluso cuando eran enormes perros lobos de pelaje manchado, con collares de púas. Ellos siempre la aceptaban de buen grado, a veces incluso mejor que sus propios amos, que se molestaban cuando Lirael hablaba con los chuchos y no con ellos.
Lirael asió con fuerza la estatuilla del perro y se preguntó qué debía hacer. ¿Debía contarle a Imshi o a alguna bibliotecaria de rango superior lo de la cosa que estaba suelta en la cámara del campo de flores? ¿Debía reconocer que había despertado los otros hechizos de las llaves que contenía su pulsera?
Siguió allí sentada durante un tiempo que pareció un siglo mientras iba dándole vueltas a las ideas y le rascaba la cabeza al perro como si se tratara de un animal de carne y hueso. Tal vez lo mejor era que dijese la verdad, concluyó, pero entonces, con toda seguridad, perdería su puesto… y la idea de regresar a las clases de las niñas y a la odiada túnica azul le resultó insoportable. Volvió a jugar con la idea de que la muerte podía ofrecerle una salida, pero la realidad se impuso y, al recordar que había estado a punto de ser despedazada por los garfios de la criatura, el suicidio le pareció menos atractivo que antes.
«No, no me voy a quitar la vida», decidió Lirael. Se había metido en un buen lío y tendría que salir de él. Averiguaría qué era aquella criatura, aprendería cómo derrotarla y se emplearía a fondo en conseguirlo. Hasta que llegara ese momento, aquella cosa no podría escapar, o eso esperaba. Además, nadie lograría entrar en la cámara, de manera que no resultaría un peligro para las demás bibliotecarias.
Sólo le quedaba encontrarle una explicación al corte de la cabeza, los pies plagados de arañazos, el ratón extraviado, la voz ronca y su aspecto caótico. Conseguiría solucionarlo todo con un único y brillante plan. Pero la muchacha no disponía de ese plan.
—Ya puestos, será mejor que empiece a caminar, a ver si así se me ocurre algo —le susurró a la estatuilla del perro.
Notaba un extraño alivio cuando le hablaba al perro y lo tenía en la mano. Se fijó en la forma en que estaba sentado, con la cola enrollada alrededor de las patas traseras, la cabeza alta y las patas delanteras estiradas, como si esperara a su ama.
—Ay, si pudiera tener un perro de verdad —añadió Lirael soltando un gruñido, poniéndose en pie y echando a andar despacio hacia el corredor espiralado.
Tras unos cuantos pasos, se detuvo, miró la estatuilla y, de pronto, una idea alocada comenzó a tomar forma. Podía crear un enviado del Gremio en forma de perro, uno bien complejo que ladrara y todo. Sólo necesitaba consultar La creación de enviados y tal vez Creación y dominio de seres mágicos. Ambos volúmenes estaban guardados bajo llave, pero Lirael sabía dónde encontrarlos. Podía incluso hacer que el enviado tuviese el mismo aspecto que la preciosa estatuilla del perro.
Lirael sonrió ante la idea de tener un perro todo para ella. Un verdadero amigo, alguien con quien pudiera hablar y que no le hiciera preguntas ni le llevara la contraria. Un compañero adorable y cariñoso. Se metió la estatuilla en el bolsillo del chaleco y avanzó a trompicones.
Tras recorrer cien metros dejó de pensar en cómo crear un enviado y empezó a preocuparse por cómo iba a averiguar la naturaleza de la criatura de la sala de las flores. En la biblioteca había bestiarios, le constaba, pero dar con ellos y obtenerlos en préstamo sería tarea complicada.
Siguió pensando en ello durante otros cientos de metros hasta que se dio cuenta de que tenía un problema más urgente. Debía encontrar una explicación para justificar sus heridas y la pérdida del ratón sin contar demasiadas mentiras. Lirael sabía que le debía mucho a la biblioteca y no quería que su relato fuera un completo embuste. Además, se consideraba incapaz de mentir, sobre todo si la bibliotecaria jefa la sometía a un interrogatorio despiadado.
Lo más complicado era justificar la pérdida del ratón. Se detuvo en seco para poder pensar con más claridad y se sorprendió al comprobar que el cuerpo le exigía descansar. En circunstancias normales, se pasaba todo el santo día dando vueltas por la biblioteca, subiendo y bajando la espiral y las escaleras, entrando y saliendo de las salas. En ese momento apenas lograba moverse si no se empleaba a fondo y ponía toda su voluntad.
Para explicar la herida de la cabeza podía decir que se había caído, pensó Lirael mientras se tocaba otra vez el corte. Ya no le sangraba, pero tenía el pelo enredado y lleno de sangre reseca y notaba cómo le iba aumentando el chichón.
Una caída interminable en la que había gritado sin parar explicaría por qué se había quedado ronca. Los botones se le habían saltado también durante la caída y cuando por fin dejó de caer, descubrió que el ratón ya no estaba en su bolsillo.
Por una escalera, decidió Lirael. Una caída por una escalera lo explicaría todo. Especialmente si alguien la encontraba al pie de esa escalera, entonces no tendría que dar muchas más explicaciones.
Al cabo de nada se le ocurrió que la quinta escalera trasera que unía la espiral principal y la Residencia de Jóvenes era el sitio más adecuado para sufrir un accidente. De camino podía incluso coger un vaso de agua de la fuente monumento en memoria de Zally. Lógicamente, tenían prohibido llevarse los vasos, pero sería una ventaja adicional. Daría a ellas, especialmente a tía Kirrith, un motivo para regañarle y así, nadie repararía en otras faltas más graves. Y el vaso roto explicaría por qué tenía los pies llenos de rasguños.
Sólo le restaba llegar hasta allí sin ser vista. Si había que guiarse por las últimas y nutridísimas guardias, la de las mil quinientas sesenta y ocho estaría a punto de terminar.
Había una relación clara entre el número de componentes de una determinada guardia y su duración. La normal, formada por cuarenta y nueve Clarvis, duraba nueve días, de ahí su nombre. Pero cuando participaba más gente, las Clarvis regresaban mucho antes. En la guardia más reciente, las Clarvis se habían ausentado menos de un día.
Cuanto más se acercaba a la Residencia de Jóvenes, mayor era el peligro de cruzarse con las pequeñas, que no formaban parte de la guardia. Lirael decidió que si se encontraba con alguien, se dejaría caer, fingiría haberse desmayado y cruzaría los dedos para no despertar demasiado la curiosidad de nadie.
No se topó con nadie hasta abandonar la espiral, recogió el vaso de agua en la fuente de Zally, cruzó las puertas de piedra permanentemente abiertas del rellano de la quinta biblioteca y llegó a la quinta escalera trasera. Era una estrecha escalera de caracol, no muy utilizada, pues sólo comunicaba la biblioteca con el lado occidental de la Residencia de Jóvenes.
Lirael subió los primeros escalones con paso cansado y llegó hasta donde la escalera comenzaba a girar hacia adentro. Allí tiró el vaso y dio un respingo cuando se rompió. A continuación tuvo que decidir dónde echarse para que pareciera que había dado un traspié de verdad. Se mareó y tuvo que sentarse. Cuando se vio sentada, consideró bastante lógico apoyar la cabeza en el escalón de arriba protegiéndose con el brazo.
Sabía que debía colocarse artísticamente en el rellano de abajo para dar la impresión de que había sido víctima de una aparatosa caída, pero todo le resultaba muy difícil, la fuerza que la había impulsado hasta ese momento se había esfumado. No lograba ponerse en pie. Le resultaba más fácil rendirse al sueño, el hermoso sueño donde los problemas no la atormentarían…
Lirael se despertó al oír que una voz la llamaba con insistencia y unos dedos le tocaban el cuello para tomarle el pulso. En esta ocasión volvió en sí bastante deprisa, con una mueca al notar otra vez el dolor.
—¡Lirael! ¿Puedes hablar?
—Sí —susurró la muchacha, la voz muy débil, extrañamente ronca.
Estaba desorientada. Lo último que recordaba era que se había tumbado en los escalones y ahora estaba tendida en el suelo. Descubrió que se encontraba en el rellano y que daba la impresión de haber sufrido una caída mucho más convincente que la que ella había programado. Al perder el conocimiento debía de haber caído escaleras abajo.
Una bibliotecaria auxiliar primera, identificada por su chaleco azul, se inclinaba sobre ella y la miraba fijamente. Lirael parpadeó y se preguntó por qué aquella mujer tan rara le agitaba la mano delante de los ojos. Al final, no era una mujer rara. Se trataba de Amerane, con quien había trabajado varios días en el curso del último mes.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Amerane, con tono preocupado—. ¿Te notas algo roto?
—Me he dado un golpe en la cabeza —musitó Lirael llenándosele los ojos de lágrimas. Hasta ese momento había contenido el llanto, pero ahora no podía parar de llorar, el cuerpo se le estremecía todo por más que se esforzara en evitarlo.
—¿Te notas algo roto? —repitió Amerane—. ¿Te duele algo más aparte de la cabeza?
—N…, no —sollozó Lirael—. No me he roto nada.
Amerane no parecía fiarse de lo que Lirael le decía, porque le iba palpando los brazos y las piernas y le presionaba las manos y los pies. Y como Lirael no gritó y Amerane tampoco notó crujidos raros de los huesos ni chichones anormales, la ayudó a levantarse.
—Venga —le dijo, amable—. Te llevaré a la enfermería.
—Gracias —murmuró Lirael al tiempo que rodeaba con el brazo los hombros de Amerane y apoyaba en ella casi todo el peso.
Metió la otra mano en el bolsillo y aferró con fuerza el perrito de piedra buscando consuelo en la suavidad de su tacto, mientras Amerane la llevaba a la enfermería.