Más allá de la puerta del sol y la luna

Pese a haber despertado los encantamientos adicionales de su pulsera, a Lirael le resultaba difícil explorar las zonas que antes le habían estado vedadas. Siempre había demasiado trabajo o demasiadas bibliotecarias pululando por ahí. Después de los primeros dos intentos en los que, con el corazón en la boca, había estado a punto de realizar un descubrimiento delante de puertas prohibidas, Lirael decidió posponer su investigación hasta el momento en que hubiese menos gente o pudiera escaparse con facilidad del trabajo.

La primera oportunidad verdadera se le presentó casi cinco meses después de haberse puesto el chaleco amarillo de auxiliar tercera. Estaba en el salón de lectura, clasificando los libros que serían devueltos por los enviados que formaban un corro a su alrededor, y de cuyas siluetas envueltas en la oscuridad sólo se veían las manos fantasmales, producto de la magia del Gremio. Se trataba de enviados bastante sencillos, sin funciones superiores, que adoraban su trabajo. A Lirael también le caían bien, porque con ellos no tenía necesidad de hablar y porque no le hacían preguntas. La muchacha se limitaba a entregar los libros adecuados al enviado que correspondía y éste se los llevaba para su zona donde los colocaba en el anaquel asignado.

Lirael reconocía sin ningún esfuerzo a los enviados, habilidad muy valiosa puesto que los signos bordados en sus cogullas solían quedar oscurecidos por el polvo o estaban tan descosidos que no había manera de descifrarlos. No tenían nombres oficiales, sólo respondían a la descripción de sus responsabilidades. Aunque la mayoría disponía de motes, como Pequeño, encargado de Cuentos de Viajes, AD, o Adoquín, que se ocupaba de la colección de geología.

Lirael le estaba entregando a Pequeño un volumen especialmente grande, pesado y difícil de manejar, encuadernado en cuero que llevaba repujado un camello de tres gibas, cuando llegó la mensajera de la guardia. Lirael no le prestó mucha atención, porque sabía que a ella no le iba a tocar ninguna ficha de marfil. Después advirtió que la mensajera se detenía delante de todos los escritorios y hablaba con todas, y oyó elevarse a sus espaldas el murmullo de las conversaciones. Con disimulo, Lirael se metió el pelo detrás de las orejas y escuchó con atención. Al comienzo, el murmullo resultaba poco claro, pero a medida que la mensajera se fue aproximando, Lirael captó las palabras «mil quinientas sesenta y ocho» y se dio cuenta de que las repetía sin cesar.

Por un momento se sintió perpleja; acto seguido, cayó en la cuenta de que debía de tratarse de lo que las auxiliares segundas habían comentado. La convocatoria de mil quinientas sesenta y ocho Clarvis a la guardia, una concentración del don de la visión sin precedentes.

Aquello exigiría que marcharan casi todas las bibliotecarias en funciones, según calculó Lirael, con lo que ella gozaría de una oportunidad de oro para emprender su excursión secreta. Fue la primera vez que Lirael contemplaba a la mensajera repartir las fichas y en lugar de rendirse al desánimo y a la autocompasión, como solía hacer, se sintió embargada por el entusiasmo. En ese momento deseaba que convocaran a la guardia a absolutamente todas y cada una de sus compañeras. Procurando disimular su alegría, Lirael se aventuró a salir de detrás del escritorio para comprobar si la mensajera se había olvidado de alguien. Pues no, de ninguna. A Lirael le resultó extrañamente difícil respirar mientras esperaba que alguien se acordara de decirle lo que debía hacer… o no hacer. Ninguna de las bibliotecarias con las que solía trabajar estaba allí. Imshi brillaba por su ausencia. Lirael supuso que la mensajera se la habría topado por el camino y había aprovechado para entregarle una ficha.

Deseó con todas sus fuerzas que se marcharan todas y se puso a clasificar los libros con concentrada ferocidad, como si no le importara cuanto ocurría a su alrededor. Los enviados se mostraron encantados y se movían más deprisa; apenas uno acababa de recoger su pila de libros, el siguiente pasaba a ocupar el primer lugar de la fila.

Finalmente, el último chaleco reluciente brilló en el hueco de la puerta y se perdió de vista. Más de cincuenta bibliotecarias despachadas en menos de cinco minutos. Lirael sonrió y, al depositar el último libro con un golpe seco, decepcionó al enviado que esperaba una pila entera.

Tras dejar diez minutos de margen, por si había alguna rezagada, bajó por la espiral principal. Más o menos a medio kilómetro de la superficie, en lo profundo de los niveles antiguos, se topó con una puerta que le inspiraba especial curiosidad y que quería investigar primero. La superficie de madera, que lucía un emblema con un sol radiante asomando entre las nubes, era bastante corriente, salvo por ese detalle. Se trataba de un disco dorado del que partían los rayos de arriba a abajo. (Como era de esperar, una cuerda roja, fijada a ambos extremos con sellos de cera en los que resaltaba el símbolo del libro y la espada de la bibliotecaria jefa, impedía el paso.

Hacía ya bastante tiempo que Lirael había logrado averiguar cómo poner fin a aquel fastidio. Sacó del bolsillo del chaleco un trocito de alambre con dos mangos de madera y lo sostuvo cerca de la boca. Acto seguido pronunció tres señas del Gremio, un encantamiento sencillo para calentar metal. Cuando el alambre estuvo al rojo vivo, seccionó rápidamente los sellos y los ocultó junto con la cuerda en un agujero que había en la pared del corredor, lejos de la luz.

Llegó entonces la prueba definitiva. ¿Lograría su pulsera abrir la puerta o serían necesarios los dos encantamientos que faltaban y que ella no había podido descifrar?

Sostuvo la pulsera tal como le habían enseñado y la agitó delante de la puerta. Las esmeraldas comenzaron a emitir destellos, pasando a través del hechizo enmascarador con que las había cubierto y la puerta se abrió de par en par sin hacer ruido.

Lirael pasó y la puerta se cerró despacio. Se vio en un pasillo corto y se sintió momentáneamente desorientada por la brillante luz de su extremo. Era imposible que aquel pasillo llevase al exterior. Se encontraba en el centro de la montaña, a miles de metros bajo tierra. Pestañeó varias veces por efecto de la luz y avanzó aferrando la empuñadura de la daga con una mano y el ratón mecánico de emergencia con la otra.

El corredor no conducía al exterior, pero Lirael comprobó cómo se había dejado inducir a error. Se abría a una amplia cámara, más grande que el Gran Salón. En el techo altísimo, a decenas de metros del suelo, las marcas del Gremio brillaban con la intensidad del sol. En el centro de la estancia se alzaba un frondoso roble, con todo el follaje, como si fuera verano, y sus ramas proyectaban sombra sobre un estanque sinuoso. La caverna entera estaba llena de flores. Flores rojas. Lirael se inclinó y cortó una, sin estar del todo segura de que no se tratase de una ilusión. Pero no, era real. No vio magia alguna, sólo el tallo crujiente entre los dedos. Una margarita roja en plena floración.

Lirael la olió y estornudó cuando el polen se le metió en la nariz. En ese instante notó el profundo silencio reinante. La enorme caverna podía imitar el mundo exterior, pero el aire estaba demasiado en calma. No soplaba la brisa y no se oía nada. Ni pájaros, ni abejas alegres y ajetreadas entre tanto polen. Tampoco había animalitos que se acercaran al estanque a beber. No se veía nada vivo, salvo las flores y el árbol. A diferencia del sol, las luces del techo no despedían calor. En aquel lugar había la misma temperatura que en el resto del reino deshabitado de las Clarvis, la misma humedad proveniente de la red de tuberías que conducían el agua calientísima desde los géiseres y los vapores acumulados en lo más profundo.

Por más hermosa que le pareciera la caverna, no dejaba de decepcionarla. Lirael se preguntó si aquello era cuanto iba a descubrir en su primera expedición. Fue entonces cuando reparó en otra puerta, más bien una especie de celosía, en el extremo opuesto de la caverna.

Tardó diez minutos en llegar a ella, más de lo que había calculado. Intentó no pisar demasiadas flores en el trayecto y dio todo un rodeo para no acercarse al estanque ni al árbol. Por si acaso.

La celosía impedía el paso a otro corredor que iba hacia la oscuridad en lugar de hacia la luz. La celosía, una simple reja metálica, portaba el emblema de una luna plateada en lugar de un sol. Un cuarto creciente, con las puntas más aguzadas y largas de lo habitual o de lo que podía considerarse estéticamente agradable.

Lirael miró a través de la celosía y contempló el pasadizo que había detrás. Sin saber por qué, le recordó el silbato que llevaba en el chaleco y le hizo pensar en cosas que la agarraban de los brazos. De todas maneras, en ese lugar el silbato iba a servirle de poco, y de inmediato, la muchacha se dio cuenta de que el ratón le serviría todavía menos, porque en ese momento, en el salón de lectura no quedaba nadie que pudiera oír su chirrido de alarma.

Dejando de lado los peligros desconocidos, no había motivos aparentes para no intentar abrir al menos la celosía. Lirael agitó el brazo y las esmeraldas volvieron a resplandecer, sin embargo, la celosía no se abrió. Dejó caer la mano, se apartó el cabello de los ojos y frunció el ceño. Estaba claro que aquella celosía sólo respondía a hechizos superiores. A continuación oyó un clic y la hoja derecha de la celosía se abrió poco a poco, apenas lo suficiente para permitir que Lirael se colara. Para dificultar más las cosas, la luna en cuarto creciente asomaba por el espacio abierto y sus puntas quedaban a la altura del cuello y las ingles de Lirael.

La muchacha miró la estrecha abertura y analizó la situación. ¿Y si del otro lado la esperaba algo horrendo? Se repitió que no tenía nada que perder. El miedo y la curiosidad pugnaron en su interior durante un momento. Y ganó la curiosidad.

Dejándose llevar por este último impulso, Lirael sacó el ratón del bolsillo y lo dejó en el suelo, entre las flores. Si algo llegaba a torcerse al otro lado de la celosía, le quedaba siempre el recurso de gritar la señal del Gremio que lo activaba y el ratón emplearía sus taimados y ratoniles recursos para llegar hasta el salón de lectura. Aunque fuese demasiado tarde para salvar a Lirael, podía servir de advertencia a las demás. Según comentarios de sus superiores y compañeras de trabajo, no era infrecuente que las bibliotecarias ofrecieran sus vidas en beneficio de todas las Clarvis, ya fuese por exceso de trabajo o en el curso de peligrosas investigaciones o en actos contra peligros desconocidos hasta entonces y descubiertos en la colección de la biblioteca. Lirael consideraba que el principio de sacrificio se adaptaba a ella perfectamente, porque las demás Clarvis poseían el don de la visión y por eso debían continuar con vida mucho más que ella.

Después de dejar el ratón en el suelo, Lirael sacó la daga y se coló por la celosía entreabierta. Apenas le quedaba espacio para pasar, y las puntas de la luna eran afiladas como cuchillas, pero consiguió colarse sin que su ropa y su persona sufrieran daño alguno. Ni se le ocurrió pensar que un hombre o una mujer completamente desarrollados habrían sido incapaces de lograrlo.

El corredor estaba muy oscuro, de modo que Lirael pronunció un sencillo hechizo del Gremio para producir luz y lo dejó fluir en su daga. Levantó ésta ante ella a manera de linterna, aunque no alumbraba demasiado. Una de dos, o el hechizo le había salido algo torcido o había algo que interfería con él.

Además de oscuro, era evidente que el corredor no estaba conectado con las tuberías geotérmicas de las Clarvis, porque hacía un frío que pelaba. El polvo se levantaba a cada paso y volaba en el aire formando extraños dibujos. La muchacha creyó que a lo mejor se trataba de señales del Gremio que ella desconocía.

Al fondo del corredor se abría una pequeña estancia rectangular. Sosteniendo bien alta la daga, Lirael alcanzó a ver sus rincones en sombra plagados de leves marcas del Gremio, marcas tan viejas que casi habían perdido su luminosidad.

La magia flotaba por la estancia, magia del Gremio antiquísima y extraña que no comprendía y que le causaba miedo. Las señales eran vestigios de un encantamiento increíblemente antiguo, ya senil y roto. Pese a ello, ahora estaba formado apenas por unos cuantos cientos de marcas inconexas dibujadas en el polvo.

Sin embargo, de aquel hechizo se conservaba lo suficiente para que Lirael se inquietara aún más. Flotaban en el aire señales para confeccionar ataduras y prisiones, para levantar protecciones y advertencias. Pese a estar roto, el hechizo intentaba cumplir con su objetivo.

Peor aún, Lirael se dio cuenta de que, no obstante las marcas fueran muy viejas, el encantamiento no se había apagado sin más, tal como había creído en un principio. Lo habían roto hacía poco, algunas semanas o quizá meses.

En el centro de la estancia había una mesa baja de piedra negra y lustrosa, una losa que recordaba vagamente un altar. Ésta también estaba cubierta de restos de algún encantamiento o hechizo poderoso. Las marcas del Gremio fluían por su tersa superficie, buscando eternamente conectarse con alguna marca maestra del Gremio que las uniera a todas. Pero la marca maestra ya no estaba allí.

La mesa lucía siete pequeños plintos, dispuestos en fila. Tallados en una especie de hueso blanco luminoso, todos estaban vacíos menos uno. El tercero por la izquierda tenía en lo alto un pequeño modelo o estatuilla.

Lirael vaciló. No lograba descifrar qué era, pero no quería acercarse más. Y mucho menos sin tener más datos sobre los hechizos que se habían roto allí.

Se quedó donde estaba un rato, observando las marcas y escuchando. Nada cambió, la estancia continuaba sumida en el silencio. Un paso más al frente, pensó Lirael, no podía suponer una gran diferencia, le permitiría ver lo que había en el tercer plinto y luego retrocedería.

Se acercó más y levantó la luz.

En cuanto puso el pie en el suelo, se dio cuenta de su error. Notó el suelo raro, poco firme. Se abrió una raja tremenda y los dos pies traspasaron el panel de cristal oscuro que había confundido con la continuación del suelo.

Lirael se precipitó hacia delante, asida firmemente a su daga. Su mano izquierda cayó sobre la mesa e instintivamente aferró la estatuilla. Golpeó con las rodillas el borde donde se unían el cristal y la piedra y un dolor punzante la recorrió toda hasta llegarle a la coronilla. El cristal le había dejado muchos cortes en los pies y sentía un fuerte escozor.

Bajó la vista y vio algo peor que vidrios rotos y cortes en los pies, algo que la impulsó a moverse al instante sin reparar en el daño que los fragmentos de cristal podían causarle.

El vidrio era la tapa de una especie de trinchera larga, con forma de ataúd, que contenía algo en su interior. Algo que al principio parecía una mujer dormida y desnuda. Tras un momento de horror, Lirael vio que sus antebrazos eran tan largos como sus piernas, curvados hacia atrás y rematados en grandes garras, como los de las mantis religiosas. La cosa abrió los ojos dejando ver el fuego plateado que ardía en su interior, unos ojos brillantes y terribles que Lirael jamás había imaginado.

Lo peor de todo era el hedor que flotaba en el aire. La delatora pestilencia metálica de la magia libre, que le dejó a Lirael un regusto agrio en la boca y la garganta y le revolvió el estómago.

La criatura y Lirael se movieron al mismo tiempo. La muchacha echó a correr hacia el corredor mientras la cosa tendía sus horripilantes garras para atraparla. No lo consiguió, y el monstruo soltó un chillido enfurecido, completamente inhumano, que impulsó a Lirael a correr como si en ello le fuera el alma, pese a tener cortes en los pies.

Antes de que el grito se hubiese apagado, Lirael inspiró tan hondo a causa del miedo, que a pesar de lo estrecho de la abertura, logró colarse por la celosía y todavía le sobró sitio. Al llegar al otro lado, se volvió y agitó la pulsera gritando:

—¡Ciérrate! ¡Ciérrate!

La celosía no se cerró y la criatura apareció de pronto ante ella y coló una pierna y uno de sus asquerosos brazos. Por un instante Lirael creyó que el bicho no lograría superar las puntas afiladas de la luna, pero de repente se adelgazó, se hizo más largo, su cuerpo era maleable como la arcilla blanda. Sus ojos plateados echaban chispas, abrió la boca dejando ver hileras y más hileras de dientes blancos y se lamió los labios con una lengua grisácea cubierta de rayas amarillas, como una sanguijuela.

Lirael no se detuvo a mirarla. Se olvidó del ratón de emergencia. Se olvidó de no acercarse al estanque y el árbol. Corrió y corrió en línea recta, pisoteando las flores, haciendo saltar por los aires una nube de pétalos de margarita.

Y corrió y corrió pensando que en cualquier momento una garra ganchuda caería sobre ella dejándola fuera de combate. En el corredor exterior no aminoró la marcha y frenó justo a tiempo para no acabar estampada contra la puerta. Agitó la pulsera y, en cuanto la puerta se entreabrió apenas, se coló dejándose todos los botones del chaleco.

Una vez al otro lado, agitó la pulsera otra vez y contempló la abertura con los mismos ojos desorbitados y enfermos de expectación del ternerillo que ve acercarse al lobo.

La puerta dejó de abrirse y, poco a poco, empezó a cerrarse de nuevo. Lirael suspiró y cayó de rodillas con la sensación de que iba a vomitar. Cerró los ojos un instante y oyó un golpecito que no se parecía en nada al que hacían las puertas al cerrarse.

Abrió los ojos y por una abertura de apenas un dedo de ancho vio asomar un garfio curvado, largo como su mano, con aspecto de pertenecer a un insecto. Le siguió otro… y la puerta comenzó a entreabrirse. Lirael acercó la boca al silbato y el eco de su agudo silbido se oyó a lo largo de toda la espiral. Pero no había nadie que lo oyera, y cuando metió la mano en el bolsillo donde guardaba el ratón, encontró una extraña estatuilla de piedra suave en lugar del cuerpo plateado y conocido del ratón.

La puerta se agitó y la abertura aumentó, la criatura estaba consiguiendo vencer el hechizo que intentaba mantenerla cerrada. Lirael clavó la vista en ella sin saber qué hacer. Miró nerviosamente a ambos extremos del corredor, como si por ahí fuera a llegar una ayuda inesperada.

No tuvo esa suerte y en lo único que atinó a pensar fue en que debía impedir que aquel engendro llegase a la espiral principal. Le vinieron a la mente las palabras de las bibliotecarias sobre el sacrificio y las imágenes de su triste ascenso por la escalera del monte Estrella de hacía apenas unos meses. Ahora que la muerte se convertía en algo probable, se dio cuenta de que deseaba fervientemente seguir viva.

Pese a todo, Lirael sabía lo que debía hacer. Se concentró y buscó la ayuda del Gremio. De allí, del infinito fluir, extrajo todas las señales que conocía para romper y destruir, para quemar y hacer saltar por los aires, para bloquear, impedir y cerrar. Le inundaron la mente, más brillantes y cegadoras que cualquier luz, tan fuertes que apenas lograba dominarlas para tejer con ellas un hechizo. No supo cómo, pero consiguió manejarlas a su antojo y juntarlas en una sola marca maestra, una señal muy poderosa que nunca antes se había atrevido a utilizar. Cuando el hechizo estuvo dispuesto, contenido apenas por su voluntad, Lirael tuvo el gesto más valiente de su vida. Con una mano tocó la puerta, con la otra, el garfio de la criatura y pronunció la seña maestra del Gremio para lanzar el hechizo.