Auxiliar tercera de la bibliotecaria

La bibliotecaria jefa disponía de un amplio despacho revestido de roble, un escritorio muy largo cubierto de libros, papeles y una gran bandeja de bronce con el desayuno de esa mañana a medio terminar. Sobre el escritorio había también una larga espada desenvainada, con la hoja de plata y la empuñadura muy cerca de la mano de la bibliotecaria.

Lirael se plantó delante del escritorio e inclinó la cabeza mientras Vancelle leía la nota de Sanar y Ryelle que le acababa de entregar la muchacha.

—Y bien —dijo la bibliotecaria, y su profunda voz de mando hizo que Lirael diera un brinco—. ¿Así que quieres ser bibliotecaria?

—S…, sí —tartamudeó Lirael.

—¿Y das la talla? —preguntó la bibliotecaria.

Acarició la empuñadura de la espada; por un instante, Lirael pensó que Vancelle iba a empuñarla y a dar unos estoques al aire para comprobar si se asustaba.

Lo cierto era que Lirael ya estaba asustada. La bibliotecaria le daba miedo aunque no llevara espada. Su rostro no dejaba entrever sentimiento alguno, y se movía economizando al máximo las fuerzas, como si en el momento menos pensado fuera a estallar en una reacción violenta.

—¿Das la talla? —preguntó la bibliotecaria.

—Pues… no… no lo sé —susurró Lirael.

La bibliotecaria abandonó su lado del escritorio con tanta rapidez que Lirael no supo bien si había pestañeado y se había perdido el momento en que ocurrió.

Aunque Vancelle era apenas más alta que Lirael, daba la impresión de erguirse encima de ella con toda su imponencia. Tenía los ojos azules y brillantes y su pelo suave y reluciente era del color grisáceo habitual, como la ceniza más fina que queda al enfriarse los leños del hogar. Llevaba los dedos llenos de anillos y en la muñeca izquierda lucía una pulsera de plata con siete esmeraldas y nueve rubíes engarzados. Era imposible adivinar su edad.

Lirael tembló cuando la bibliotecaria le tocó la marca del Gremio que llevaba en la frente. La notó brillar y sintió la piel ardiendo, luego vio su luz reflejarse en los anillos y la pulsera.

La bibliotecaria permaneció impasible cuando tocó la marca del Gremio de Lirael. Apartó la mano y volvió a ocupar su sitio detrás del escritorio. Una vez más, acarició la empuñadura de la espada.

—Nunca hemos aceptado a una bibliotecaria que no hubiese aparecido como tal en nuestras visiones —dijo, inclinando la cabeza, como quien está a punto de colgar un cuadro y no acaba de decidirse dónde—. Aunque lo cierto es que tú no has aparecido en las visiones de nadie, ¿verdad?

A Lirael se le secó la boca. Incapaz de hablar, asintió con la cabeza. Notó que la oportunidad que acababan de darle se le escapaba de las manos. El perdón, la oportunidad de trabajar, de ser alguien…

—De manera que eres un misterio —prosiguió la bibliotecaria—. Pero no hay mejor lugar para el misterio que la Gran Biblioteca de las Clarvis, y es mejor ser bibliotecaria que parte de la colección.

De entrada, Lirael no la entendió. Luego, la esperanza volvió a renacer en ella y, tras recuperar el dominio de su voz, preguntó:

—¿Quieres decir que… que doy la talla?

—Sí —contestó Vancelle, la bibliotecaria jefa de la Gran Biblioteca de las Clarvis—. Das la talla y puedes empezar ahora mismo. La bibliotecaria auxiliar Ness te dirá lo que tienes que hacer.

Lirael se marchó envuelta en una nube de felicidad. Había sobrevivido a la dura prueba. La habían aceptado. ¡Sería bibliotecaria!

La bibliotecaria auxiliar Ness se limitó a recibir a Lirael con desdén y a remitirla a la bibliotecaria auxiliar primera Roslin, que le dio un beso distraído en la mejilla y la mandó a ver a la bibliotecaria auxiliar segunda Imshi, de apenas veinte años, a la que acababan de ascender, por lo que había dejado de llevar el chaleco de seda amarillo para lucir el rojo que correspondía a su nueva jerarquía.

Imshi se llevó a Lirael al vestidor, una habitación inmensa, llena de equipos, armas y objetos varios utilizados por las bibliotecarias, desde cuerdas para escalar a bicheros. E incontables decenas de chalecos de la biblioteca, de distintas tallas y colores.

—Las auxiliares terceras llevan el amarillo, las segundas, el rojo, las primeras, el azul, la suplente, el blanco y la jefa, el negro —le explicó Imshi mientras ayudaba a Lirael a ponerse el chaleco amarillo nuevecito encima de la ropa de trabajo—. Pesa más de lo que parece, ¿verdad? Se debe a que está confeccionado con lona forrada de seda. Así dura más. Este silbato va prendido a la solapa, aquí, de manera que inclinando la cabeza puedas soplar por él, aunque te sujeten los brazos. Usarás el silbato sólo si de verdad precisas ayuda. Si oyes que alguien lo ha utilizado, corre hacia el sonido y haz lo que esté en tu mano para ayudar.

Lirael cogió el silbato, un simple tubito de bronce y lo prendió con las presillas de la solapa destinadas a tal fin. Tal como Imshi le había explicado, para soplar por él no tenía más que inclinar la cabeza. ¿Pero a qué se referiría Imshi? ¿Qué era lo que podía sujetarla de los brazos?

—Claro que el silbato sólo sirve si alguien lo oye —continuó Imshi, entregándole a Lirael algo que, a primera vista, tenía aspecto de pelota plateada. Mediante señas le indicó que lo guardara en el bolsillo superior izquierdo de su nuevo chaleco—. Para eso tienes el ratón. Es automático sólo en parte, de manera que deberás acordarte de darle cuerda una vez al mes, y el hechizo debe renovarse todos los años durante el solsticio de verano.

Lirael echó un vistazo al pequeño objeto de plata. Era un ratón con patitas mecánicas, dos rubíes brillantísimos hacían de ojos y llevaba una llavecita en el lomo. Notó el calorcillo producido por el hechizo del Gremio que yacía en estado latente en su interior. Dedujo que el encantamiento se encargaría de activar el mecanismo automático en el momento adecuado y enviarlo donde hiciera falta.

—¿Qué es lo que hace? —preguntó Lirael sorprendiendo un poco a Imshi.

La muchacha no había abierto la boca desde que las habían presentado y se había quedado allí plantificada, con el pelo tapándole la cara. Imshi ya la había catalogado como una de las contrataciones excéntricas de la jefa, pero a lo mejor todavía quedaban esperanzas. Lo cierto es que a la muchacha se la notaba interesada.

—Consigue ayuda —contestó Imshi—. Si estás en los niveles antiguos o en algún lugar donde te parezca que nadie oirá el silbato, echa el ratón al suelo y pronuncia o dibuja la marca activadora, que ahora mismo te enseño. Cuando esté activado, correrá al salón de lectura y dará la alarma.

Lirael asintió y se apartó el pelo de la cara para examinar el ratón más de cerca, le pasó el dedo por el lomo plateado. Cuando Imshi se puso a hojear un índice de marcas del Gremio, Lirael sacudió la cabeza y guardó el ratón en el bolsillo correspondiente.

—Ya conozco la señal, gracias —dijo en voz baja—. La vi en el hechizo.

—¿Ah, sí? —dijo Imshi, otra vez sorprendida—. Debes de ser buena. Yo apenas consigo encender una vela o calentarme las manos cuando estoy ahí fuera, en el glaciar.

«Amiga —pensó Lirael—, pero tú tienes el don de la visión. Ya eres una Clarvi».

—De todos modos, tienes el silbato y el ratón —dijo Imshi siguiendo con su trabajo—. Aquí tienes el cinturón y la funda, y ahora veré cuál de las dagas es la más afilada. ¡Ay! Con ésta te valdrá, creo yo. Ahora debemos registrar el número en el libro y tienes que firmar por el material que acabo de entregarte.

Lirael se abrochó el ancho cinturón de cuero y se ató la funda a la cadera y el muslo. La daga que iba dentro medía como su antebrazo y tenía la hoja delgada y muy afilada. Era de acero con un baño de plata y la hoja estaba cubierta de marcas del Gremio. La muchacha les pasó el dedo suavemente para comprobar cómo reaccionaban. Se calentaron al contacto de su dedo y Lirael las identificó como las señales para romper y desenmarañar, muy útiles contra las criaturas de la magia libre. Las habían puesto allí hacía unos veinte años, en sustitución de las antiguas, que se habían gastado. Las actuales durarían otros diez años, pues al colocarlas no las habían dotado de grandes poderes ni habilidades. Lirael pensó que ella lo haría mejor, pese a no ser especialmente experta en realizar encantamientos sobre objetos no animados.

La muchacha apartó la vista de la daga y comprobó que Imshi la esperaba expectante, con la pluma en la mano, inclinada sobre el voluminoso libro diario encuadernado en cuero, atado con una cadena al escritorio de la entrada del vestidor.

—El número —dijo Imshi—. Está en la hoja.

—Ah —dijo Lirael.

Colocó la hoja de lado hasta que las marcas del Gremio desaparecieron y vio el metal desnudo y la letra y el número grabados por medios convencionales.

—L2711 —dijo Lirael y luego enfundó la daga.

Imshi anotó el número, mojó la pluma en la tinta y se la pasó a Lirael para que firmase.

En el diario, entre las líneas trazadas con tinta roja, constaban el nombre de Lirael, la fecha, su cargo de bibliotecaria auxiliar tercera y una lista de todos los objetos que le habían entregado, claramente asentados por Imshi. Lirael leyó la lista pero no firmó.

—Aquí pone una llave —dijo cautelosamente levantando la pluma para que la gota de tinta que amenazaba con formarse no cayera sobre el papel.

—¡Ay, es verdad, la llave! —exclamó Imshi—. ¡La apunté pero luego se me ha olvidado!

Se fue hasta uno de los armarios de la pared, lo abrió y hurgó en su interior. Finalmente, sacó una ancha pulsera de plata con esmeraldas engarzadas, idéntica a la que ella llevaba en la muñeca. La abrió y se la colocó a Lirael en la muñeca derecha.

—Tendrás que ver a la jefa para que despierte el hechizo que lleva dentro —le explicó Imshi, y le indicó a Lirael cómo dos de las siete esmeraldas de su propia pulsera se llenaban de brillantes marcas del Gremio—. Abrirá entonces las puertas adecuadas en función de tu trabajo y tu cargo.

—Gracias —dijo Lirael lacónicamente.

Notaba el hechizo en la plata, las marcas del Gremio se ocultaban en las profundidades del metal a la espera de fluir hacia el interior de las esmeraldas. Adivinó que, en realidad, había siete hechizos, uno por cada esmeralda. Aunque ignoraba cómo sacarlos a la superficie y hacer que funcionaran. Ese tipo de magia escapaba a sus conocimientos.

Diez minutos más tarde, cuando Vancelle la tomó de la muñeca y lanzó un encantamiento que no era hablado ni ofrecía otras marcas identificables, ni llevaba firma ni dibujo, tampoco logró salir de su ignorancia. Fuera lo que fuese, el encantamiento iluminó una sola esmeralda dejando las seis restantes en la oscuridad. Eso, dijo Vancelle, bastaba para abrir las puertas más corrientes, más que suficiente para una bibliotecaria auxiliar tercera.

Lirael tardó tres meses en deducir cómo despertar los cuatro siguientes hechizos de su pulsera; los correspondientes a la sexta y séptima esmeraldas se le resistieron y continuaron sumidos en el misterio. Sin embargo, se cuidó mucho de no despertar los hechizos adicionales de golpe, pues precisó de un mes más para crear la ilusión de la pulsera tal como se suponía que debía ser, para lucirla encima de la verdadera y ocultar el brillo de las esmeraldas que, en realidad, no debían estar iluminadas. Fue por pura curiosidad como se puso a elaborar los encantamientos de las llaves. Cuando se puso a investigar, no tenía intención de activarlos, sólo la impulsaba el afán averiguar su funcionamiento, no era más que un mero ejercicio intelectual. Sin embargo, eran tantas las puertas, las trampillas, los portales, las rejas y los candados y tan interesantes, que le resultó imposible no preguntarse qué había detrás. Una vez que los hechizos de la pulsera quedaban activados, le resultó muy difícil no pensar en utilizarlos.

Su trabajo diario contribuyó a hacerla caer en la tentación. Gran parte de las tareas manuales recaían en los enviados del Gremio que se ocupaban del transporte de materiales entre el salón de lectura principal y los estudios de los eruditos, pero las comprobaciones, los registros y la catalogación corrían por cuenta de personas como ella. En general, las bibliotecarias principiantes. Había, además, artículos muy especiales o peligrosos que había que ir a buscar en persona, muchas veces en grupos de bibliotecarias armadas. A Lirael nunca le tocaba formar parte de estas estimulantes expediciones a los niveles antiguos. Ni le iba a tocar hasta tanto no consiguiera el chaleco rojo de las auxiliares segundas, para lo cual debían pasar al menos tres años.

En el desempeño de sus atribuciones normales, recorría a menudo pasillos de aspecto interesante, vetados a la entrada por la habitual cuerda roja, o puertas que la atraían, casi como si estuviesen diciéndole: «¿Cómo puedes pasar delante de mí todos los días sin sentir deseos de trasponerme?».

Toda entrada de aspecto vagamente interesante estaba cerrada sin excepción y en ella no servían ni el encantamiento de la llave original ni la única esmeralda reluciente de la pulsera de Lirael.

Salvo la prohibición de acceder a las zonas interesantes, la Gran Biblioteca respondía a casi todas las esperanzas de Lirael. Le asignaron un pequeño estudio propio. En él apenas había espacio para estirar los brazos y sólo contenía un estrecho escritorio, una silla y varios estantes. Pero era un refugio, un lugar donde podía estar sola, al abrigo de las intromisiones de tía Kirrith. Estaba pensado para la concentración y el estudio, en el caso de Lirael, de libros de formación para bibliotecarios principiantes: Las normas del bibliotecario, Bibliografía esencial y El gran libro amarillo: encantamientos sencillos para auxiliares terceras. Había tardado un mes en aprender cuanto precisaba de esos volúmenes.

De manera que, con gran disimulo, se dedicó a tomar en préstamo cuantos libros caían en sus manos, como El libro negro de la bibliomancia, que una bibliotecaria suplente olvidó incluir en una lista de devoluciones. Y dedicó mucho tiempo a analizar los encantamientos de su pulsera, abriéndose camino poquito a poco a través de las complejas cadenas de señales del Gremio hasta dar con los símbolos activadores.

Al principio, a Lirael la había guiado la curiosidad y la satisfacción que le producía descifrar la magia que, por su edad, no le correspondía conocer. Con el tiempo, comenzó a darse cuenta de que disfrutaba aprendiendo magia del Gremio por puro gusto. Y cuando estudiaba las señales y las combinaba para formar hechizos, se olvidaba de sus problemas y del hecho de que no disponía aún del don de la visión.

Aprender a ser una verdadera maga del Gremio también la mantenía ocupada cuando las demás bibliotecarias o sus compañeras de la Residencia de Jóvenes se dedicaban a las actividades de tipo social.

Al principio, las demás bibliotecarias, en especial, la decena larga de auxiliares terceras, habían tratado de mostrarse amables con ella. Pero todas eran mayores que Lirael y poseían el don de la visión. Por tanto, la muchacha creía no tener nada de qué hablar con ellas, por eso no abría la boca y procuraba ocultarse detrás del mechón de cabello. Al cabo de un tiempo, dejaron de invitarla a que se sentara con ellas durante el almuerzo, a las partidas vespertinas de tabore y a las reuniones nocturnas en las que se dedicaban a criticar a sus mayores mientras tomaban una copa de vino dulce.

De manera que Lirael volvió a encontrarse sola pese a estar rodeada de gente. Se repetía para sus adentros que lo prefería de ese modo, aunque le resultaba imposible negar la punzada de dolor que sentía en el corazón cuando veía pasar grupos risueños de jóvenes Clarvis y comprobaba con qué facilidad conversaban y disfrutaban de la amistad.

Lo pasaba peor todavía cuando mandaban llamar a grupos enteros para que se unieran a la guardia de los nueve días, algo que comenzó a ocurrir cada vez con mayor frecuencia durante los primeros meses de trabajo de Lirael. La muchacha estaba de pronto en el salón de lectura, apilando libros, o escribiendo en uno de los registros, cuando aparecía una mensajera de la guardia con las fichas de marfil con las que se convocaba a su receptor a acudir al observatorio. En algunas ocasiones, decenas de Clarvis que en ese momento se encontraban en el salón de lectura abovedado recibían una ficha. Sonreían, soltaban alguna palabrota, hacían muecas o la aceptaban con estoicismo. Seguía entonces una actividad frenética, todas interrumpían su trabajo, echaban la silla hacia atrás, guardaban libros y papeles bajo llave en los cajones de sus escritorios o los devolvían a los estantes y luego sorteaban las mesas antes de salir en tropel por las puertas.

Al principio, Lirael se sorprendió de que convocasen a tantas, y se sorprendió aún más al ver que algunas de ellas regresaban al cabo de horas o de pocos días, en lugar de los nueve acostumbrados que daban nombre a la guardia. Pensó que se debía a alguna peculiaridad de las bibliotecarias y que por eso convocaban a tantas de golpe, aunque no para todo el período; la cuestión era que no le apetecía preguntar a nadie para salir de dudas, de manera que tardó un tiempo en conocer el verdadero motivo, cuando oyó por casualidad a dos auxiliares segundas que cuchicheaban en la sala de encuadernación.

—Me parece bien que llamen a noventa y ocho. Pero de ahí a convocar a ciento noventa y seis e ir aumentando el número hasta llegar a las setecientas ochenta y cuatro de ayer es el colmo de la ridiculez —dijo una de las auxiliares segundas—. Lo cierto es que en el observatorio cabíamos todas. ¡Pero ahora se habla de que llamarán a mil quinientas sesenta y ocho! O sea casi todas, creo yo. Además, no parece que engrosar la guardia contribuya a mejorar más las cosas que las habituales cuarenta y nueve. Yo no le veo ninguna diferencia, la verdad.

—A mí no me importa especialmente —contestó la otra auxiliar segunda mientras encolaba cuidadosamente la cubierta rota de un libro—. Cambiar de tercio viene bien, además, cuando la guardia es tan nutrida, la cosa acaba antes. Pero es un aburrimiento cuando tenemos que tratar de concentrarnos hacia donde no vemos nada. Me pregunto por qué las altas instancias no reconocen que nadie es capaz de ver nada alrededor de este estúpido lago y sanseacabó.

—Porque no es tan sencillo —la interrumpió una suplente de voz adusta echándoseles encima como un enorme gato blanco sobre dos ratones regordetes—. Todos los futuros posibles están conectados. El hecho de no ver dónde comienzan los futuros constituye un problema importante. ¡Deberíais saberlo, y también deberíais saber que no se habla de lo que ocurre en la guardia!

Pronunció la última frase al mismo tiempo que echaba una mirada colérica a su alrededor. Pese a que Lirael estaba medio oculta detrás de una enorme prensa, notó que iba especialmente dirigida a ella. Al fin y al cabo, todas las demás personas presentes en la sala eran Clarvis hechas y derechas, y reunían todas las condiciones para formar parte de la guardia de los nueve días.

Las mejillas se le enrojecieron de vergüenza e incomodidad mientras reunía todas sus fuerzas para girar las manivelas de bronce del tornillo con que se apretaba la prensa. Poco a poco, a su alrededor, la conversación prosiguió su curso, pero ella no prestó atención y se concentró en la tarea que tenía entre manos.

Fue entonces cuando decidió despertar la magia latente en su pulsera y utilizar el encantamiento que había ideado para ocultar el brillo de las otras esmeraldas.

El hecho de que no pudiera formar parte de la guardia en el observatorio no le impedía explorar la biblioteca.