La casa de la Abhorsen
Cuando Lirael volvió a bajar, estaba limpia como una patena. El enviado resultó ser un fervoroso adepto de la esponja y el agua caliente a raudales, proveniente de las termas cercanas, supuso Lirael, porque las primeras palanganas llegaron acompañadas de un pestilente tufillo a azufre, tal como ocurría a veces en el glaciar.
El enviado le había preparado a Lirael un traje muy elegante, pero la muchacha no quiso ponérselo. Prefirió utilizar el uniforme de bibliotecaria que llevaba de recambio. Lo había llevado durante tanto tiempo que sin él se sentía rara. El chaleco rojo le daba al menos la sensación de sentirse como una Clarvi de verdad.
El enviado continuaba detrás de ella con una sobrevesta doblada sobre el brazo. Le insistió muchísimo para que se la probara, y Lirael tuvo que emplearse a fondo para explicarle que los chalecos no combinaban nada bien con las sobrevestas.
Otro enviado abrió la puerta de dos hojas situadas a la derecha de la escalinata justo cuando la muchacha bajaba las escaleras. Unas manos pálidas, obra de la magia, giraron los pomos de bronce, y por un instante, destacaron sobre el fondo oscuro de roble cuando el enviado empujó la puerta. Acto seguido, el enviado se colocó a un lado e inclinó la cabeza encapuchada; Lirael vio entonces el salón principal. Ocupaba por lo menos la mitad de la planta baja, pero lo que primero le llamó la atención no fue sus dimensiones. Al recorrer con la mirada la habitación hasta la ventana de vitrales con escenas de la construcción del Muro, tuvo una fuerte sensación de haberla visto antes. Vio entonces la larga mesa pulida y brillante, la cubertería de plata y la silla de alto respaldo.
Lirael ya había visto aquella sala en el espejo oscuro. Y en aquella ocasión, en la silla estaba sentado el hombre que había sido su padre.
—Ya estás aquí —dijo Sam a sus espaldas—. Lamento haber llegado tarde. No conseguí que los enviados me dieran la sobrevesta que yo quería… Me han traído una prenda de lo más rara. Deben de estar volviéndose seniles, como dijo Zapirón.
Lirael se dio media vuelta y contempló la sobrevesta del muchacho. Llevaba bordados los escudos con las torres doradas del linaje real, pero estaban cuartelados con un extraño dispositivo que nunca había visto: una especie de llana o pala, en hilos de plata.
—Es la llana de los constructores del Muro —le explicó Sam—. Hace siglos que han desaparecido. Al menos mil años… Oye, qué bonito pelo tienes —añadió al comprobar que Lirael lo observaba fijamente.
La muchacha no se había cubierto la cabeza con el pañuelo. El pelo negro, recién cepillado, le brillaba mucho y el chaleco no llegaba a ocultar sus bonitas formas. Era muy atractiva, aunque Sam notaba en ella algo que lo intimidaba. ¿A quién le recordaba?
El muchacho pasó junto al enviado que le abría la puerta y estaba a punto de llegar a la mesa cuando reparó en que Lirael no se había movido. Seguía de pie, en la entrada, mirando la mesa.
—¿Qué ocurre? —inquirió Sam.
Lirael no podía articular palabra. Le hizo una seña al enviado que llevaba su sobrevesta. Lirael la cogió y la desplegó para ver los bordados.
Volvió a doblar la sobrevesta, cerró los ojos, contó hasta diez en silencio, la desplegó otra vez y volvió a mirarla.
—¿Qué ocurre? —quiso saber Sam—. ¿Te encuentras bien?
—Es que… es que no sé cómo decirlo —comentó Lirael mientras se desabrochaba el chaleco, se lo quitaba y se lo entregaba al enviado que esperaba a su lado.
Sam se sintió la mar de incómodo al comprobar que la muchacha empezaba a desvestirse, pero su asombro fue mayúsculo cuando vio que se ponía la sobrevesta y la alisaba con las manos.
Sobre un fondo cuartelado, la prenda lucía las estrellas doradas de las Clarvis combinadas con las llaves plateadas de la Abhorsen.
—Debo de ser medio Abhorsen —dijo Lirael con un tono que indicaba claramente que apenas podía creer lo que estaba diciendo—. De hecho, me parece que soy hermanastra de tu madre. Mi padre es tu abuelo. O sea que yo soy tu tía. Bueno, al menos por parte de padre. Lo siento.
Sam cerró los ojos unos instantes. Luego los abrió, avanzó como un sonámbulo hasta una silla y se sentó. Al cabo de un momento, Lirael se sentó frente a él. Y entonces el muchacho habló.
—¿Eres mi tía? ¿Eres hermanastra de mi madre? —Hizo una pausa—. ¿Y ella lo sabe?
—Creo que no —murmuró Lirael, otra vez presa de la inquietud.
Todavía no había tenido tiempo de pensar sobre todas las repercusiones de su nacimiento. ¿Cómo se sentiría la famosa Sabriel al enterarse de un día para el otro de que tenía una hermana? Y tras una pausa, añadió:
—Seguro que no, o me habría buscado hace tiempo. Yo lo deduje utilizando el espejo oscuro. Quería saber quién había sido mi padre. Viajé hacia atrás en el tiempo y vi a mis padres en esta misma sala. Mi padre estaba sentado en esa silla. Sólo pasaron una noche juntos, antes de que él se marchara. Supongo que fue el año en que murió.
—Es imposible —dijo Sam, negando con la cabeza—. Eso fue hace veinte años.
—Vaya —dijo Lirael sonrojándose—. Te mentí… Sólo tengo diecinueve.
Sam la miró como dándole a entender que si llegaba a hacerle una revelación más, empezaría a darle vueltas la cabeza.
—¿Cómo supieron los enviados que debían darte esa sobrevesta? —le preguntó.
—Yo se lo dije —contestó Zapirón, levantando la cabeza desde una silla cercana. Era evidente que había estado durmiendo, porque en uno de sus costados tenía la pelambre toda aplastada.
—¿Cómo lo supiste? —inquirió Sam.
—Llevo siglos al servicio de los Abhorsen —contestó Zapirón mientras se acicalaba—. De manera que estoy al tanto de todo. En cuanto me di cuenta de que Sam no era el Abhorsen en ciernes, mantuve los ojos abiertos para ver si aparecía otra de verdad, porque las campanas no se habrían materializado a menos que la llegada de la Abhorsen fuese inminente. Y yo estaba aquí cuando la madre de Lirael vino a ver a Terciel, es decir, la anterior Abhorsen. Por lo tanto, no tuve más que atar cabos. Estaba claro que Lirael era la hija del anterior Abhorsen y la Abhorsen en ciernes para quien estaban destinadas las campanas.
—¿Quieres decir que ella es la Abhorsen en ciernes y no yo? —preguntó Sam.
—¡No puede ser! —exclamó Lirael—. Yo no quiero serlo. Soy una Clarvi. Supongo que también soy una recordadora, pero… ¡pero básicamente soy una hija de las Clarvis!
La muchacha gritó las últimas palabras cuyo eco se propagó por el salón.
—Protesta todo lo que te apetezca, pero el linaje no miente —dijo Zapirón cuando el eco se hubo callado—. Eres la Abhorsen en ciernes, y debes recoger las campanas.
—¡Gracias al Gremio! —suspiró Sam. Lirael vio que el chico tenía los ojos llenos de lágrimas—. Al fin y al cabo, no iba a saber utilizarlas como es debido. Tú serás una Abhorsen en ciernes mucho más adecuada, Lirael. Piensa en la forma en que te adentraste en el Reino de la Muerte armada de una simple zampona. Te enfrentaste a Hedge y saliste triunfante. Yo sólo conseguí una buena quemadura y permití que secuestrara a Nicholas.
—Soy hija de las Clarvis —insistió Lirael, con una voz que hasta a ella le pareció poco convincente.
La muchacha sólo había querido averiguar quién era su padre. Ser la Abhorsen en ciernes, y algún día, ojalá lejano, la futura Abhorsen, era algo mucho más difícil de digerir. Se vería obligada a dedicar la vida entera a perseguir y a destruir o enviar al destierro a los muertos. Y a viajar por todo el reino, con lo cual ya no iba a poder llevar la vida de las Clarvis, dentro de las fronteras del glaciar.
—¿Es el caminante quien escoge el camino, o el camino el que escoge al caminante? —musitó en cuanto la última página de El libro de los muertos surgió con gran nitidez en su mente. Entonces cayó en la cuenta de otro detalle y palideció—. ¿Entonces jamás tendré el don de la visión? —preguntó en voz baja.
Lirael era medio Clarvi, pero en sus venas predominaba la sangre de los Abhorsen. El don que con tantas ansias había ansiado poseer, le quedaba definitivamente vedado.
—No, jamás lo tendrás, mi ama —dijo la Perra Canalla con toda tranquilidad tras acercarse a la muchacha y apoyar la cabeza en su regazo—. Sin embargo, gracias a tu herencia Clarvi, posees el don del recuerdo, pues sólo los descendientes de los Abhorsen y las Clarvis tienen la capacidad de ver el pasado. Deberás aumentar y perfeccionar esos poderes, por ti, por el reino y por el Gremio.
—Nunca tendré el don de la visión —murmuró Lirael pronunciando despacio cada palabra—. Nunca tendré el don de la visión…
Se abrazó al cuello de la perra extrañamente limpia, ni siquiera notó que su mascota olía a jabón, tal vez por primera y única vez. No lloró. Tenía los ojos secos. Sólo sentía frío; abrazar a su perra no le daba el calor que tanto ansiaba.
Sam la vio temblar, pero no se movió de su asiento. Sintió el impulso de acercarse y consolarla, pero no sabía cómo. Y como no se trataba de una muchacha, ni de una niña, sino de su tía, no tenía idea de cómo comportarse. ¿Se ofendería si intentaba darle un abrazo?
—¿Tan importante es para ti el don de la visión? —preguntó—. Verás… —prosiguió retorciendo la servilleta de hilo—, siento… siento un alivio enorme de no tener que ser el Abhorsen en ciernes. Nunca quise estar dotado del sentido de percibir la muerte, como tampoco quise nunca adentrarme en el Reino de la Muerte. Y aquella vez en que lo hice, cuando el nigromante… cuando me atrapó… quise morirme, porque sentí que si me moría, habría acabado mi suplicio. No sé cómo lo conseguí, pero superé esa prueba, y nada más superarla, supe que jamás podría regresar al Reino de la Muerte. Todos esperaban que siguiera los pasos de mi madre, porque está claro que Ellimere va a ser reina. Se me ocurrió pensar que a ti te pasa lo mismo. Todas las demás Clarvis tienen el don de la visión, de modo que eso es lo único que importa, aunque tú no lo quieras. Sería la única manera de cumplir con las expectativas de los demás, como en mi caso, ser el Abhorsen en ciernes. La diferencia, en mi caso, radica en que yo no quería ser lo que ellos me tenían destinado y tú sí… Bueno, me parece que estoy desvariando. Perdona.
—Vaya, más de cien palabras seguidas —observó Zapirón—. Y casi todas tenían sentido. Príncipe Sameth, todavía no eres un caso perdido. Sobre todo porque tienes mucha razón. Es tan evidente que Lirael es una Abhorsen que el hecho de que quiera tener el don de la visión debe considerarse nada más como una peculiaridad de su crianza en esa montaña ridículamente fría donde viven las Clarvis.
—Quería tener la sensación de encajar en alguna parte —dijo Lirael en voz baja, acomodándose en el asiento.
Se sentía mal por la sorpresa de haber perdido para siempre un sueño de su niñez. Aunque en cierto modo, lo sabía desde que le habían tapado los ojos antes de permitirle entrar en el Observatorio, o quizá desde que Sanar y Ryelle se habían despedido de ella. Había tenido el presentimiento de que su vida iba a cambiar, de que nunca iba a gozar del don de la visión, de que jamás iba a ser una Clarvi de verdad. Trató de convencerse de que al menos había adquirido otro don, y aunque puso todo su empeño, no conseguía deshacerse de un terrible sentimiento de pérdida. Era mucho mejor ser la Abhorsen en ciernes que una Clarvi sin visión, un monstruo. Deseó con toda el alma sentir con el corazón lo que la mente le dictaba.
—Aquí encajas a la perfección —le dijo Zapirón con toda franqueza, al tiempo que con la patita blanca y rosada indicaba todo el salón—. Soy el sirviente más antiguo de los Abhorsen, y me lo dicen las tripas. Los enviados opinan igual. Fíjate cómo se amontonan ahí, sólo para verte. Fíjate en las luces del Gremio, toda vez que se colocan encima de tu cabeza, brillan con más fuerza. Esta casa y todos sus sirvientes te dan la bienvenida, Lirael. Igual que la Abhorsen, el rey y tu sobrina Ellimere.
Lirael miró a su alrededor y, efectivamente, vio que en la puerta que conducía a la cocina se había amontonado una multitud de enviados. Eran al menos cien, algunos tan viejos y desvaídos, que apenas se les veían las manos pues no eran más que un tímido fulgor de luces y sombras. Mientras la muchacha los miraba, todos ellos le hicieron una reverencia. Lirael respondió a su vez con otra reverencia y notó que las lágrimas, pese a sus esfuerzos por no llorar, las lágrimas le bajaban por las mejillas.
—Zapirón está en lo cierto —ladró la perra, apoyando con fuerza la quijada en el muslo de su ama—. Eres quien eres gracias a tu linaje, pero has de recordar que no sólo has ganado el alto cargo de Abhorsen en ciernes. Has encontrado una familia que te acogerá con todo el cariño.
—¡Sin duda! —exclamó Sam y, dominado por el nerviosismo, se puso en pie de un salto—. ¡No veo la hora de ver la cara que pondrá Ellimere cuando le diga que he encontrado a nuestra tía! A mi madre le encantará. Tengo la impresión de que siempre se sintió un tanto decepcionada de que yo fuese el Abhorsen en ciernes. Y a mi padre no le queda ningún pariente vivo, porque se pasó un montón de años aprisionado como mascarón de proa en Hoyo Sagrado. ¡Será magnífico! Te organizaremos una fiesta de bienvenida…
—¿No se te olvida algo? —lo interrumpió Zapirón con un sarcástico maullido. Tras lo cual siguió diciendo—: Queda por solucionar el problemilla de tu amigo Nicholas, los refugiados sureños, el nigromante Hedge y el de la excavación que están haciendo cerca del lago Rojo para extraer vete tú a saber qué.
Sam se calló, como si hubiera perdido el habla, y se dejó caer en la silla, perdido todo el entusiasmo.
—Así es —dijo Lirael casi sin aliento—. De eso mismo deberíamos ocuparnos ahora. Hay que pensar cómo vamos a solucionarlo. Eso es lo más importante.
—Después del almuerzo, porque nadie puede pensar ni planificar nada con el estómago vacío —interrumpió Zapirón, secundado por un ruidoso y hambriento ladrido de la Perra Canalla.
—Bueno, supongo que no habrá más remedio que comer —convino Sam haciendo una señal a los enviados para que comenzaran a servir el almuerzo.
—¿No convendría que antes enviáramos los mensajes a tus padres y a Ellimere? —sugirió Lirael, aunque al oler el delicioso aroma que venía de la cocina, la comida adquirió una importancia capital.
—Sí, convendría —convino Sam—. Aunque no sé muy bien qué decirles.
—Cuanto sea preciso, supongo —dijo Lirael. Le costaba mucho ordenar los pensamientos. Le resultaba imposible mirar las llaves plateadas bordadas en su sobrevesta sin experimentar un mareo y una ligera náusea—. Debemos asegurarnos de que la princesa Ellimere y tus padres sepan lo que nosotros sabemos, especialmente que Hedge está tratando de desenterrar algo que más valdría que continuara donde está, algo de la magia libre, y que Nick es su prisionero, y que Chlorr ha vuelto como espíritu de los muertos mayores. Y deberíamos decirles que vamos a buscar a Nick para rescatarlo e impedir que el enemigo haga lo que quiera que esté planeando.
—Supongo —convino Sam con poca convicción. Bajó la vista hasta el plato que el enviado acababa de ponerle delante, pero era evidente que el objeto de su atención no era el salmón escalfado—. Es que… si no soy el Abhorsen en ciernes, no voy a servir de mucho. Y por eso estoy pensando si no convendrá que me quede.
Sus palabras fueron recibidas por un profundo silencio. Lirael lo miró de hito en hito, pero el muchacho no levantó la vista del plato. Zapirón siguió comiendo con toda la tranquilidad del mundo, mientras que la perra, sentada junto a su ama, soltó un suave gruñido que vibró a través de la pierna de ésta. Lirael siguió observando a Sam y preguntándose qué debía decirle. Para ella habría sido un gran alivio poder escribir una nota, entregársela y salir del salón. Pero ya no era la auxiliar segunda de la bibliotecaria de la Gran Biblioteca de las Clarvis. Esa etapa había pasado, se había esfumado junto con todo lo que había definido su existencia y su identidad anteriores. Los enviados se habían ocupado incluso de hacer desaparecer su chaleco de bibliotecaria.
Era ahora la Abhorsen en ciernes. Ésa sería su tarea, pensó Lirael, y debía llevarla a cabo adecuadamente. En el futuro no volvería a fallar, como les había fallado a los sureños en la ribera del Renegado.
—No puedes quedarte, Sameth. No se trata sólo de rescatar a tu amigo Nicholas. Piensa en lo que Hedge intenta hacer. Planea matar a doscientas mil personas y liberar a todos los espíritus del reino de los muertos para que se abatan sobre el reino. Eso que está desenterrando ha de formar parte de su plan. Me resultará imposible enfrentarme a él yo sola, Sam. Necesito tu ayuda. El reino necesita de tu ayuda. Tal vez ya no seas el Abhorsen en ciernes, pero sigues siendo un príncipe del reino. No puedes quedarte ahí, de brazos cruzados.
—Es que… es que tengo miedo a la muerte —sollozó Sam levantando las muñecas quemadas para que Lirael viera las cicatrices rojizas que destacaban sobre la piel pálida—. Hedge me da pavor… No puedo enfrentarme a él.
—Yo también tengo miedo —dijo Lirael en voz baja—. Yo también temo a la muerte y a Hedge y a miles de cosas más. Pero prefiero tener miedo y hacer algo antes que quedarme sentada a esperar que ocurran cosas terribles.
—Atiende bien —dijo la perra, levantando la cabeza—. La acción siempre es lo mejor, príncipe Sameth. Además, no hueles a cobarde, de manera que no debes de serlo.
—En Puente de Arriba no te escondiste del hombre de la ballesta —añadió Lirael—. Ni del engendro que llegó cruzando las aguas. Fuiste muy valiente. Y estoy segura de que sea lo que sea a lo que nos enfrentamos, no será tan terrible como temes.
—Probablemente será mucho peor —dijo Zapirón alegremente. Parecía regodearse ante la humillación de Sam—. Piensa que sería mucho peor quedarte aquí sentado sin saber qué ocurre. Hasta que el Renegado se llene de muertos y Hedge venga andando por el lecho seco del río a derribar la puerta de esta casa.
Sam negó con la cabeza y murmuró algo acerca de sus padres. Era obvio que no deseaba dar crédito a las negrísimas predicciones de Zapirón y que se aferraba a la última esperanza.
—El enemigo ha puesto en movimiento diversas piezas —comentó Zapirón—. El rey y la Abhorsen intentan contrarrestar lo que se cuece en Ancelstierre. Deben conseguir a toda costa impedir que los sureños crucen el Muro, pero casi con toda seguridad, eso sólo es uno de los tantos planes del enemigo, y como es el más evidente, seguro que se trata del menos importante.
Sam clavó la vista en la mesa. Se había quedado sin apetito. Al final, levantó los ojos y le dijo a Lirael:
—¿Tú me consideras cobarde?
—No.
—Entonces, supongo que no lo soy —dijo Sam, el tono más decidido—. Aunque sigo teniendo miedo.
—¿Entonces me acompañarás? ¿Vendrás conmigo a buscar a Nicholas y a Hedge?
Sam asintió. No se atrevía a hablar.
En el salón se hizo el silencio mientras todos pensaban en lo que les esperaba. Las circunstancias habían cambiado transformadas por la historia, el destino y la verdad. Ni Sam ni Lirael eran los mismos de apenas minutos antes. Los dos se preguntaron qué significaría todo aquello y adonde los conducirían sus nuevas vidas.
Los dos se preguntaron dónde y cuándo acabarían esas nuevas vidas.