Adiós a la exploradora
A pesar de contar con la ayuda del finísimo olfato de la Perra Canalla y de la visión nocturna sin par de Zapirón, tardaron casi una hora en dar con el sureño que había conseguido llegar al río.
Seguía flotando sobre la espalda, con la cara apenas asomada a la superficie; no parecía estar respirando. Cuando Sam y Lirael lo acercaron a la barca, abrió los ojos y soltó un quejido de dolor.
—No, no —susurró—. No.
—Agárralo —le pidió Lirael a Sam.
A toda prisa buscó en el Gremio y extrajo varias marcas de las que curaban. Pronunció sus nombres y las atrapó en el hueco de las manos. Quedaron allí encerradas, brillando y despidiendo un reconfortante calorcillo, mientras la muchacha buscaba las heridas del hombre donde colocarlas para que surtieran efecto inmediato. Cuando el encantamiento quedó completo, consiguieron sacar al hombre del agua.
Tenía en el cuello una gran mancha oscura de sangre reseca. Cuando Lirael acercó la mano, el hombre se puso a gritar y quiso soltarse, pero Sam lo mantuvo firmemente asido.
—¡No! ¡Cuánta maldad!
Lirael apartó la mano, intrigada. El hechizo que se disponía a lanzar era a todas luces magia del Gremio. La luz dorada brillaba con gran intensidad, no despedía el hedor típico de la magia libre.
—Es sureño —susurró Sam—. No creen en la magia, ni siquiera en las supersticiones en las que creen los ancelstierranos y mucho menos en nuestra magia. Para ellos debe de haber sido una experiencia terrible cruzar el Muro.
—Tierras al otro lado del Muro —sollozó el hombre—. Él nos prometió tierras. Dijo que podríamos construir granjas, que tendríamos un lugar propio…
Lirael trató de imponer otra vez el hechizo, pero el hombre se puso chillar y a forcejear para soltarse. El agua que levantaba le cubrió varias veces la cabeza, hasta que Lirael tuvo que apartar la mano y dejar que el hechizo se disolviera en la noche.
—Se está muriendo —dijo Sam.
Notaba cómo se escapaba la vida de aquel hombre, sentía las frías manos tratando de aferrarlo.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Lirael—. ¿Qué…?
—Están todos muertos —dijo el hombre tosiendo. La brillante luz de la luna les permitió ver que con el agua de río escupía sangre—. En la losa. Estaban muertos… y pese a ello hacían lo que él les mandaba. Y el veneno… Les dije a Hral y a Mortin que no bebieran… Cuatro familias…
—Cálmate —le pidió Sam con dulzura, aunque la voz estaba a punto de quebrársele—. Han logrado… han logrado escapar.
—Corrimos y los muertos nos seguían —susurró el sureño. Le brillaban mucho los ojos al ver algo muy diferente de lo que veían Sam y Lirael—. Corrimos día y noche. No les gusta el sol. Torbel se torció el tobillo y yo no… no pude cargar con él.
Lirael le acarició la cabeza. Al principio, el hombre dio un respingo, luego se relajó al ver que en las manos de la muchacha no había ninguna luz extraña.
—El granjero dijo que fuéramos al río —prosiguió el moribundo.
—Lo has conseguido —dijo Sam—. Estás en el río. Los muertos no cruzan las corrientes de agua.
—Aaah —suspiró el hombre y, tras expirar, se sumergió en ese otro río, el que lo llevaría hasta la Novena Puerta y al más allá.
Sam lo soltó poco a poco. Lirael levantó la mano. El agua cubrió la cara del hombre y la Exploradora se alejó.
—No hemos conseguido salvar ni a uno solo —murmuró Lirael—. Ni a uno solo.
Sam no contestó. Siguió sentado en su sitio, con la mirada perdida fija en el río iluminado por la luna.
—Ven aquí, Lirael —ordenó la Perra Canalla con suavidad, desde su puesto en la proa—. Ayúdame a montar guardia.
Lirael obedeció; hizo un gran esfuerzo por contener el llanto y le temblaron los labios. Pasó por encima de las bancadas, se dejó caer cerca de la perra y la abrazó con fuerza. La Perra Canalla aguantó sin decir nada al notar que las lágrimas le mojaban la pelambre.
Al cabo de un rato, Lirael aflojó el abrazo y se quedó al lado de su mascota. El sueño se apoderó de ella, un sueño como los que te entran cuando, al final de la batalla, has agotado todas las fuerzas.
La perra se apartó un poquitín para que Lirael estuviera más cómoda y volvió la cabeza para mirar atrás, torciendo el cogote de un modo en que ningún otro can lo habría hecho. Sam también estaba dormido, acurrucado en la popa, mientras la caña del timón se movía ligeramente por encima de su cabeza.
Zapirón parecía dormido, en su sitio habitual, cerca del mástil. En cuanto la perra lo miró, abrió uno ojo verde brillante.
—Yo también lo vi —dijo Zapirón—. En la muerta mayor, esa tal Chlorr.
—Así es —dijo la perra, muy preocupada—. Confío en que no tengas problemas a la hora de recordar a quién debes lealtad.
Zapirón no contestó. Cerró el ojo despacio y en su boca se dibujó una sonrisa contenida, misteriosa.
La Perra Canalla se pasó toda la noche sentada en la proa, mientras Lirael se revolvía inquieta, a su lado. En las primeras horas silenciosas de la madrugada dejaron atrás Qyrre, un blanco puntito en la distancia. Pese a que había sido su primer destino, la Exploradora no intentó atracar.
Lirael tuvo un ligero ataque de pánico al despertar y oír una cascada. A esa distancia, sonaba como el zumbido de infinidad de insectos; tardó un buen rato en adivinar de qué se trataba. Cuando lo hizo, el susto no se le pasó hasta que se dio cuenta de que la Exploradora se desplazaba muy despacio en comparación con las ramas, las hojas y demás restos flotantes arrastrados a toda velocidad por la corriente.
—Estamos en el canal, nos aproximamos a la Casa de la Abhorsen —le explicó la perra mientras la muchacha se restregaba los ojos y se estiraba en un vano intento por desentumecerse.
Las muertes ocurridas la noche anterior parecían cosa de un pasado lejano. Aunque no tenían las cualidades de los sueños. Lirael sabía que la cara del último sureño, la mirada de alivio de sus ojos cuando por fin tuvo la certeza de que había escapado de los muertos, la acompañarían por el resto de sus días.
Estiró las piernas y aprovechó para contemplar la inmensa masa de rocío que se elevaba al caer el Renegado por los Despeñaderos Largos. El río daba la impresión de desaparecer envuelto en una nube que envolvía los despeñaderos y las tierras colindantes en un gigantesco y ondulante manto blanco. Por un instante, la niebla se abrió permitiéndole atisbar una torre brillante y su tejado cónico de rojas tejas en las que se reflejaba el sol. Parecía un espejismo rielando en medio de aquella nube, pero Lirael supo que había llegado al fin a la Casa de la Abhorsen.
A medida que se acercaban, Lirael vio surgir en medio de la nube otros tejados rojos pertenecientes a otros edificios agrupados alrededor de la torre. Y ya no vio más, porque toda la isla donde estaba construida la casa se encontraba rodeada de una tapia encalada de más de diez metros de altura por la que asomaban únicamente los tejados rojos y las copas de algunos árboles.
Sam se le acercó desde la proa y se quedó a su lado, mirando al frente. Un acuerdo tácito les impedía hablar de lo ocurrido; el silencio entre ambos era una pesada losa. Impaciente por decir algo, Sam asumió el papel de guía.
—No lo parece, pero la isla es más grande que un campo de fútbol. Verás, se trata de un deporte que se practicaba en la escuela, en Ancelstierre. Para que te hagas una idea, la isla tiene casi trescientos metros de largo por cien de ancho. Hay un jardín, un huerto y la casa misma. A la derecha se ven los melocotoneros en flor. Por desgracia, todavía no es tiempo de que den frutos. Los melocotones de aquí son exquisitos, sabe el Gremio por qué. Comparada con palacio, la casa no es gran cosa, pero es más grande de lo que parece, y contiene infinidad de instrumentos. Es muy distinta de tu glaciar, supongo.
—Por lo poco que he visto, me gusta —dijo Lirael, sonriente, sin dejar de mirar al frente.
Vio en la nube un tenue arco iris cuyo arco se proyectaba por encima de las blancas paredes y rodeaba la Casa con un marco multicolor.
—Menos mal —masculló Zapirón tras aparecer de repente junto a Lirael—. Aunque debería advertirte sobre la comida.
—¿Y la comida? —preguntó la Perra Canalla lamiéndose el morro—. ¿Qué pasa con la comida?
—Nada —se apresuró a responder Sam, con aire severo—. Los enviados son muy buenos cocineros.
—¿Tenéis enviados que os hacen de sirvientes? —preguntó Lirael, movida por la curiosidad de conocer mejor las diferencias entre la vida de la Abhorsen y la de las Clarvis—. En el glaciar, nosotras nos ocupamos de casi todo el trabajo. Nos turnamos con las tareas, sobre todo las de la cocina, aunque algunas se especializan.
—Aquí no viene nadie más que mi familia —contestó Sam—. Quiero decir que no vienen los parientes lejanos, los que pertenecen al linaje, como las Clarvis. En realidad nadie tiene que hacer nada porque los enviados son muchos y siempre se muestran ansiosos por ayudar. Yo creo que se aburren cuando la casa está vacía. Todos los Abhorsen crean nuevos enviados por lo que tienden a multiplicarse. Algunos de ellos tienen cientos de años.
—Miles —rectificó Zapirón—. La mayoría está senil.
—¿Dónde desembarcamos? —inquirió Lirael haciendo caso omiso de los refunfuños de Zapirón. En la pared norte no veía puertas ni embarcaderos.
—En el lado oeste —dijo Sam, levantando la voz para imponerse al creciente rugido de la cascada—. Rodearemos la isla y llegaremos casi hasta la cascada. Hay un muelle que lleva a la Casa y una serie de pasaderas conducen al túnel occidental. Fíjate, ahí se ve la entrada del túnel, en la orilla.
Señaló una estrecha cornisa situada en mitad de la ribera occidental, un afloramiento de roca gris, casi de la misma altura que la Casa. Si había allí la entrada a un túnel, Lirael no la vio a causa de la niebla, además se encontraban a una distancia peligrosa de la cascada.
—¿Me estás diciendo que las pasaderas cruzan por ahí? —preguntó Lirael, extrañada, mientras señalaba una amplia extensión por la que la corriente fluía impetuosa, en una zona que se adivinaba muy profunda.
Lo peor de todo era que Sam le había dicho que la cascada tenía más de trescientos metros de altura. Si la correntada llegaba a sacarlos del canal, la Exploradora iría a parar a la cascada en pocos segundos y la caída sería mortal.
—Sí, las hay a ambos lados —gritó Sam—. Conducen a las orillas y desde ahí hay túneles que llevan al pie de los despeñaderos. También puedes ir a parar a las riberas del río y quedarte en el llano, si lo prefieres.
Lirael tragó saliva y se quedó mirando con cara de asombro el lugar donde las pasaderas cruzaban de la Casa a la orilla occidental. A duras penas alcanzaba a verlas en medio del rocío y los remolinos del agua. Deseó con todas sus fuerzas no tener que utilizarlas y se acordó de la piel mágica que llevaba doblada en la bolsa donde guardaba El Libro del recuerdo y el olvido. Estaba lista para ser utilizada, por lo tanto, podía ponérsela y volar transformada en búho bramador, aullando todo el trayecto.
Poco después, la Exploradora llegó a las tapias encaladas. Lirael las miró; trazó una línea imaginaria que iba del palo de la embarcación hasta lo alto de las tapias. No sabía cómo, pero vistas de cerca parecían mucho más altas y en ellas había unas curiosas marcas que la cal recién aplicada no lograba ocultar. Se trataba de las manchas típicas dejadas por el agua al subir de nivel hasta llegar casi a lo alto de aquellas paredes.
Y en eso llegaron al embarcadero de madera. La Exploradora topó suavemente contra las defensas de gruesa lona que había allí colgadas; el sonido del topetazo, si lo hubo, quedó ahogado por el estruendo de la cascada, un estruendo tan ensordecedor que ponía nervioso. Sam y Lirael descargaron todos los pertrechos; mientras lo hacían, se hablaban mediante gestos para poder entenderse. El ruido atronador de la cascada impedía toda comunicación y Sam se vio obligado a gritarle a Lirael al oído hasta dejarla casi sorda.
Cuando todo estuvo apilado en el embarcadero, Zapirón se instaló encima de la mochila de Lirael y la Perra Canalla, alegre como una castañuela, se dedicaba a beber el rocío con la boca abierta. La muchacha le dio un beso en la mejilla al mascarón de proa de la Exploradora y le dio un empellón para alejarla del embarcadero. Le pareció ver que la cara tallada de la mujer le guiñaba el ojo y que sus labios esbozaban una sonrisa.
—Gracias —dijo mientras Sam, a su lado, hacía una reverencia en señal de respeto.
La Exploradora respondió agitando la vela, dio media vuelta y empezó a navegar río arriba. Sam, que observaba con atención toda la maniobra, notó que la corriente del canal había cambiado y se dirigía hacia el Norte, en sentido contrario al fluir del río. Una vez más, se preguntó cómo era posible e intentó idear la manera de ver los pilares del Gremio hundidos en el fondo del río. A lo mejor, si Lirael le enseñaba cómo hacer una piel de nutria de los hielos usando la magia del Gremio…
Notó que le daban una palmada en el hombro y dejó de soñar despierto; dio media vuelta y se puso a recoger las alforjas y la espada. Se dirigió hacia la puerta y la abrió. En cuanto la cruzaron, el ruido de la cascada cesó casi por completo; Lirael hubo de escuchar con suma atención para captar un rugido leve y lejano. Oyó entonces el canto de los pájaros y el zumbido de infinidad de abejas que, muy atareadas, volaban hacia el melocotonero en flor. La bruma dejó de envolver la Casa de la Abhorsen, el sol brillaba intensamente y secaba a toda prisa el rocío que había mojado la cara y las ropas de la muchacha.
Ante ella arrancaba un sendero de ladrillo rojo, flanqueado de un prado verde y un seto de arbustos con ramilletes de flores amarillas de extrañas formas. El sendero llevaba a la puerta principal de la Casa que, pintada en un alegre azul cielo, destacaba contra la piedra encalada que la rodeaba. La propia Casa tenía un aspecto de lo más corriente. Se trataba de un edificio amplio, de tres o cuatro plantas, más la torre. Disponía también de un patio interior, pues Lirael comprobó que los pájaros entraban y salían de él. La casa contaba con muchas ventanas, todas ellas bastante amplias, parecía cómoda y acogedora. Era evidente que la Casa de la Abhorsen no era una fortaleza y que su defensa había sido confiada a otros medios que nada tenían que ver con la arquitectura.
Lirael levantó los brazos hacia el sol y aspiró el aire puro y el leve perfume de los jardines mezclado con el aroma de las flores, la tierra fértil y la hierba verde. Se sintió invadida por una sensación de paz y como si estuviera en su propia casa, aunque aquello nada tenía que ver con los túneles y las salas cerradas del glaciar. Ni siquiera los jardines de las amplias cámaras de su hogar, con sus techos pintados y sus soles plagados de marcas del Gremio, eran capaces de reproducir la inmensidad del cielo azul y el sol de verdad.
Espiró despacio y se disponía a dejar caer los brazos cuando notó en lo alto del cielo una motita oscura. Poco después, la motita se veía rodeada de una nube negra formada por cosas más grandes. Lirael tardó unos instantes en percatarse de que la motita era un pájaro que volaba en picado hacia ella y que las motas más grandes también eran pájaros, o cosas que volaban como aves. En ese mismo instante, su sentido para percibir la muerte le dio un toque de atención y Sam lanzó un grito.
—¡Cuervos sanguinarios! ¡Persiguen a un halcón mensajero!
—Están justo debajo de él —observó la Perra Canalla estirando el cuello—. ¡Intenta esquivarlos!
Observaron llenos de inquietud al halcón mensajero mientras caía, zigzagueando levemente para esquivar a los cuervos sanguinarios. Pero eran miles, y abarcaban una amplia zona, de modo que el halcón no tuvo más remedio que pasar por donde no estaban tan apiñados. Plegó las alas y cayó más deprisa, como una piedra lanzada desde lo alto del cielo.
—Si consigue pasar, no se atreverán a seguirlo —dijo Sam—. El río y la Casa están demasiado cerca.
—¡Fuerza! —susurró Lirael y sin apartar la mirada del pájaro, deseó con toda el alma que fuera más deprisa.
La caída parecía eterna por lo que dedujo que debía de estar muy, pero muy alto. Y de repente, chocó contra la nube negra, se produjo una explosión de plumas y los cuervos sanguinarios salieron despedidos en todas direcciones, mientras otros volvían a aparecer para cerrar los huecos que iban dejando. Lirael contuvo la respiración. El halcón no volvió a aparecer. Siguieron llegando más cuervos sanguinarios hasta que quedaron tan apretados que empezaron a chocar entre sí y sus cuerpos rotos fueron cayendo como meteoros.
—Lo han cazado —dijo Sam en voz baja. Luego gritó.
El pequeño pájaro pardo apareció de repente entre la masa compacta de cuervos sanguinarios. Y esta vez caía, en apariencia, sin el control ni la determinación que habían visto antes. Unos cuantos cuervos sanguinarios salieron del montón para perseguirlo; tras recorrer una corta distancia dieron media vuelta y comenzaron a ascender en línea recta, repelidos por la fuerza del río y la protectora magia de la Casa.
El halcón continuó su caída libre, como si estuviese muerto o atontado. Diez o quince metros antes de llegar al jardín, desplegó de pronto las alas interrumpiendo la caída el tiempo justo para acabar posado a los pies de Lirael. Se quedó allí tirado, el pecho le subía y le bajaba agitadamente, y el plumaje revuelto y la cabeza ensangrentada eran prueba evidente del ataque de los cuervos sanguinarios. Sin embargo, sus ojos dorados seguían llenos de vida; el halcón saltó sin dificultad al brazo de Sam cuando éste se inclinó para ofrecérselo de percha.
—Mensaje para el príncipe Sameth —dijo con una voz que no era de ave—. Mensaje.
—Sí, sí —dijo Sam con dulzura, acariciándolo para que se tranquilizara y atesando las plumas—. Soy el príncipe Sameth. Habla.
El pájaro torció la cabeza hacia un lado y abrió el pico. Lirael vio entonces un atisbo de las marcas del Gremio, y entonces comprendió que el halcón llevaba un hechizo en el cuerpo, un hechizo lanzado cuando todavía no había salido del cascarón, para que fuera creciendo con él.
—Sameth, eres un idiota, espero que al llegar este mensaje estés en la Casa —dijo el halcón mensajero, y su voz volvió a cambiar. Parecía la de una mujer.
Por el tono y la expresión de Sam, Lirael supuso que se trataba de Ellimere, la hermana del príncipe.
—Papá y mamá siguen en Ancelstierre. Allí se han encontrado con problemas mucho más graves de lo que temían. Ya no existe ninguna duda de que Corolini está bajo la influencia de alguien del Reino Antiguo, su Partido Nuestro País se ha hecho fuerte en la Asamblea. Los traslados de refugiados a zonas cercanas al Muro van en aumento. Se comenta que hay muchas criaturas muertas a lo largo de la orilla derecha del río Renegado. Dentro de dos semanas, convocaré a las bandas adiestradas y marcharemos hacia el Sur, en dirección a Barhedrin, junto con la Guardia, para tratar de impedir que se pasen al otro lado. No sé dónde estás, pero papá dice que es de vital importancia que encuentres a Nicholas Sayre y lo devuelvas de inmediato a Ancelstierre, porque Corolini asegura que lo hemos secuestrado para utilizarlo como rehén e influir así en el Ministro Supremo. Mamá te envía todo su cariño. Espero que puedas hacer algo realmente útil, para variar…
La voz calló de repente, pues había agotado la capacidad de la pequeña mente del halcón mensajero. El ave pio suavemente y comenzó a arreglarse las plumas con el pico.
—Bueno, vamos a entrar y a lavarnos —dijo Sam con cautela, aunque seguía con la vista clavada en el halcón, como si éste fuera a hablar otra vez—. Los enviados te atenderán, Lirael. Si te parece, hablaremos de todo esto durante la cena.
—¡La cena! —exclamó Lirael—. ¿Cómo se te ocurre que podemos esperar hasta la cena? Yo creo que deberíamos hablar ahora mismo y que la situación exige que partamos de inmediato.
—Pero si acabamos de llegar…
—Cierto —convino Lirael—. Pero los sureños y tu amigo Nicholas están en peligro. El tiempo es un factor de vital importancia.
—Sobre todo porque quien controla a Chlorr y a los otros muertos sabe que estamos aquí —gruñó la Perra Canalla—. Debemos actuar de inmediato antes de que quedemos sitiados.
Sam guardó silencio durante un momento.
—De acuerdo —dijo brevemente—. Nos reuniremos dentro de una hora para almorzar y entonces… eh… decidiremos lo que vamos a hacer.
Se fue sin más palabra, y al andar, cojeó perceptiblemente, llegó a la puerta y la abrió de un empellón. Lirael lo siguió con más parsimonia, caminaba con la mano posada en el lomo de la perra. Zapirón avanzó al lado de ambas durante un corto trecho y luego, usando el lomo de la perra como trampolín, saltó sobre el hombro de Lirael. La muchacha dio un respingo cuando el felino aterrizó, pero se tranquilizó al comprobar que no había sacado las uñas. El gatito se le enroscó con sumo cuidado al cuello y se quedó dormido.
—Estoy muy cansada —comentó Lirael al trasponer el umbral—. Pero no podemos esperar, ¿verdad que no?
—No —gruñó la perra.
Al entrar en el vestíbulo, echó un vistazo a su alrededor y olisqueó el aire. No había señales de Sam, pero un enviado se retiraba en ese momento portando el halcón mensajero en la mano enguantada, y otros dos enviados esperaban al pie de la escalinata principal. Vestían largas túnicas color crema, las cabezas cubiertas por amplias capuchas que ocultaban ante los ojos del mundo que carecían de caras. Sólo se les veían las manos, manos pálidas, fantasmales, formadas por marcas del Gremio que resplandecían de vez en cuando al moverse.
Uno de ellos se adelantó, le hizo una gran reverencia a Lirael y mediante señas le indicó que lo siguiera. El otro se fue derechito hasta la Perra Canalla y la agarró del collar. Nadie habló, pero tanto la perra como Zapirón parecieron adivinar las intenciones del enviado. El felino, pese a hacerse el dormido, fue el primero en reaccionar. Saltó del cuello de Lirael y se coló por la gatera que había en la escalinata, dando muestras de una agilidad y una rapidez de reflejos que Lirael no le había visto nunca. La perra tardó más en reaccionar, bien porque era muy lenta, bien porque era menos experta en evitar las atenciones de los enviados de la Casa de la Abhorsen.
—¡Un baño! —gañó indignada—. ¡No pienso darme un baño! Ayer, sin ir más lejos, nadé en el río. ¡No me hace falta bañarme!
—Claro que sí —dijo Lirael, frunciendo la nariz. Miró al enviado y añadió—: Por favor, asegúrate de que la laven bien. Con jabón. Y que froten a conciencia.
—Espero que al menos me obsequies con un hueso cuando terminen de lavarme —comentó la perra, abatida, y se volvió a mirar a su ama con ojos suplicantes cuando el enviado se la llevaba.
Cualquiera hubiera dicho que la llevaban a la cárcel, o a un sitio peor, pensó Lirael. Pero le dio lástima y corrió a darle un beso en el hocico.
—Claro que te daré un hueso, y un almuerzo abundante. Yo también tomaré un baño.
—Pero para los perros no es lo mismo —protestó la Perra Canalla, quejumbrosa, al tiempo que el enviado abría la puerta que daba al palio interior—. ¡A nosotros no nos gusta bañarnos!
—A mí sí me gusta —susurró Lirael, mirándose la ropa empapada de sudor y pasándose los dedos por las greñas sucias. Por primera vez se dio cuenta de que tenía manchas de sangre. La sangre de inocentes—. Un baño y ropa limpia. Lo que me hace falta.
El enviado volvió a hacerle una reverencia y la condujo hasta la escalinata. Lirael lo siguió, obediente, disfrutando de cómo sonaban los distintos chirridos que se producían a medida que iban subiendo. «En la próxima hora —pensó—, voy a olvidarme de todo».
Pese a este firme propósito, mientras seguía al enviado, iba pensando en los sureños que habían intentado escapar con tanto ahínco. Escapar de la fosa donde sus compañeros habían sido muertos y sometidos a la servidumbre. La fosa que ella había visto, con Nicholas de pie en lo alto de una montaña de escombros, mientras un nigromante y sus cadáveres vivientes, ennegrecidos por el rayo, se afanaban por desenterrar algo que Lirael tenía la certeza de que jamás debería ver la luz del día.