Sureños con un Nigromante

El sol se ponía y su roja luz teñía la ancha superficie del río. Pese al hechizo meteorológico realizado momentos antes por Sam y Lirael, se había levantado viento y ahora soplaba con fuerza desde el Sur. Pese a navegar con el viento en contra, la Exploradora continuaba a buen ritmo virando en largas diagonales entre la ribera derecha e izquierda.

Tal como Lirael había vaticinado, Sam se dedicó a hacer preguntas sin parar. Pese a sus interrupciones, la muchacha había conseguido crear la piel del Gremio de un búho bramador y doblarla de la forma adecuada para su posterior uso.

—Es fascinante —comentó Sam—. Me gustaría aprender a hacer una.

—Me dejé Con piel de león en el glaciar —respondió Lirael—. Pero puedo prestártelo si alguna vez vas a verme. Es de la biblioteca, aunque imagino que te permitirán tomarlo prestado.

Sam asintió. La perspectiva de visitar el Glaciar de las Clarvis le parecía muy remota. Formaba parte de otra porción de un futuro que no se imaginaba. Sólo pensaba en llegar al refugio de la Casa.

—¿Podemos navegar de noche? —preguntó.

—Sí —contestó Lirael—. Si la Perra Canalla está dispuesta a pasarse la noche en vela y montar guardia para ayudar a la Exploradora.

—Muy dispuesta —ladró la perra. No se había movido de su puesto en la proa—. Cuanto antes lleguemos, mejor. Este viento trae un hedor insoportable y el río se ha quedado tan vacío que no parece normal.

Sam y Lirael miraron a su alrededor. Habían estado tan ensimismados en preparar la piel del Gremio que ni siquiera habían reparado en la total ausencia de embarcaciones, aunque se veían algunas amarradas cerca de la orilla izquierda.

—No nos ha seguido nadie de Puente de Arriba, y sólo nos hemos cruzado con cuatro naves que venían del sur —informó la perra—. No puede ser normal en el Renegado.

—No —convino Sam—. Las veces que navegué por este río siempre había muchas embarcaciones. Incluso en invierno. Deberíamos haber visto algunas barcazas cargadas de madera con dirección al Norte.

—Yo he visto una sola embarcación en todo el día —dijo la perra—. Lo cual significa que se han detenido y han buscado refugio en alguna parte. Y las barcas que he visto estaban amarradas en los embarcaderos o a las boyas. Lo más lejos posible de tierra.

—Debe de haber más muertos o de esos engendros de la magia libre a lo largo del río —dijo Lirael.

—Ya decía yo que mis padres no deberían haberse marchado —comentó Sam—. Si hubiesen sabido…

—Se habrían marchado de todos modos —lo interrumpió Zapirón con un bostezo. Se estiró y sacó la delicada lengua rosada para saborear el viento—. Como de costumbre, los problemas vienen de todas partes, todos a la vez. Algunos se dirigen hacia nosotros, me temo que la cánida tiene razón. Esta brisa hiede mucho. Despertadme si estuviese a punto de ocurrir algo desagradable.

Dicho lo cual, volvió a acostarse y a ovillarse hasta formar una bola blanca.

—Me pregunto qué considerará él desagradable —masculló Sam muy nervioso.

Cogió la espada y la desenvainó a medias para comprobar que seguían vivas las marcas del Gremio que había puesto en ella.

La perra volvió a olisquear el aire mientras la barca ceñía por babor. Le tembló el hocico y lo levantó más al notar que el olor se hacía más fuerte.

—Magia libre —dijo al fin—. Viene de la orilla derecha.

—¿De dónde exactamente? —preguntó Lirael, haciendo visera con la mano.

Con la puesta de sol resultaba difícil distinguir nada hacia el Oeste. Lo único que veía eran saucedales enmarañados entre campos vacíos, unos cuantos espigones improvisados y paredes de piedra medio hundidas de las que colgaban algunas nasas.

—No veo nada —contestó la perra—. Sólo me llega el olor. Viene de allá, río abajo.

—Yo tampoco veo nada —añadió Sam—. Pero si la magia libre no está en el río, podemos seguir navegando.

—También huelo gente —informó la perra—. Gente asustada.

Sam no hizo comentarios. Lirael lo miró y comprobó que se mordía los labios.

—¿Podría tratarse del nigromante? —le preguntó Lirael—. ¿Podría tratarse de Hedge?

—Desde aquí no lo distingo —contestó la perra—. El olor de la magia libre es muy fuerte, por lo tanto, podría tratarse de un nigromante. O tal vez de un stilken o un siseante.

Lirael tragó saliva. Sabía cómo someter a un stilken, puesto que contaba con la ayuda de Nehima. Y también de Sam, de la Perra Canalla y de Zapirón. La idea, sin embargo, no le hacía gracia alguna.

—Ya sabía yo que tendría que haber leído ese libro —farfulló Sam. No especificó de qué libro se trataba.

Siguieron callados un rato, mientras la Exploradora continuaba avanzando hacia la orilla derecha. El sol se ocultaba rápidamente, apenas se veía la mitad de su rojo disco. A medida que la oscuridad se apoderaba de todo, las estrellas comenzaron a titilar con fuerza en el cielo.

—Será mejor… será mejor que echemos un vistazo —dijo Sam al fin, tras un esfuerzo evidente.

Se ajustó la espada al cinto pero no hizo ademán de colocarse la bandolera con las campanas. Lirael les echó un rápido vistazo y deseó poder utilizarlas, pero no le pertenecían. Era Sam quien debía decidir qué hacer con ellas.

—Si amarramos en ese embarcadero de ahí, ¿estaremos cerca? —le preguntó Lirael a la perra.

La mascota asintió. La Exploradora viró hacia el embarcadero sin necesidad de recibir órdenes.

—¡Despierta, Zapirón! —dijo Sam en voz baja. Con la oscuridad había llegado también un profundo silencio. No quería que el eco de su voz se impusiera al borboteo de la corriente.

Zapirón no se movió. Sam insistió y le rascó la cabeza.

—Se despertará cuando sea necesario —dijo la perra. Ella también hablaba en voz baja—. ¡Preparaos!

La Exploradora se deslizó con movimiento experto hacia el embarcadero al tiempo que Lirael arriaba la vela. Sam desembarcó de un salto, la espada en la mano, seguido de cerca por la Perra Canalla.

Lirael fue tras ellos poco después. Llevaba a Nehima desenvainada; las marcas del Gremio de la hoja brillaban en la penumbra.

La perra olisqueó el aire otra vez y levantó una oreja. Los tres se quedaron inmóviles. Escuchando. Esperando.

Hasta las hambrientas gaviotas habían dejado de chillar. No se oía más ruido que el de sus propias respiraciones y el chapoteo del río contra el embarcadero.

Y entonces un grito desgarrador quebró el silencio. Como si se tratara de la señal para que comenzara el alboroto, siguieron aullidos ahogados, más gritos. En ese mismo instante, Lirael y Sam sintieron la muerte de varias personas. Los hechos ocurrían lejos de allí, pese a ello, los dos se estremecieron ante la sorpresa de aquellas muertes que comenzaron a producirse en cadena. Percibían también algo más. Una especie de fuerza que dominaba la muerte.

—¡Un nigromante! —soltó Sam retrocediendo.

—Las campanas —dijo Lirael echando un vistazo a la barca.

Zapirón se había despertado; sus verdes ojos brillaban en la oscuridad. Esperaba junto a la bandolera con las campanas.

—Vienen hacia aquí —anunció la perra sin inmutarse.

El concierto de gritos y chillidos fue acercándose. Lirael y Sam seguían sin ver nada detrás de los saucedales. Y entonces, a quinientos metros, río abajo, un hombre surgió de repente de los árboles y cayó al agua. Se hundió de inmediato para volver flotando a la superficie un poco más allá. Nadó unas cuantas brazadas, se volvió de espaldas para flotar, tal vez porque estuviera demasiado cansado o muy herido para continuar nadando.

Detrás de él, un cadáver chamuscado y ennegrecido avanzó con movimientos desmañados hasta la orilla, se detuvo y soltó un aullido horrendo, como el glugluteo de un pavo, al ver que se le escapaba la presa. El pavor que le provocaba la rápida corriente del río contribuyó a que el bracero muerto retrocediera y buscara el refugio de los árboles.

—Vamos —dijo Lirael haciendo un esfuerzo increíble para hablar.

Sacó la zampona y echó a andar. La perra la siguió. Sam vaciló, se quedó mirando fijamente la oscuridad.

Se oyeron más gritos entre los árboles. Las palabras no se comprendían, pero Sam sabía que estaban desesperados y que eran gritos de socorro. Se volvió y contempló las campanas. Se encontró con los ojos de Zapirón que lo miraban sin pestañear.

—¿Qué esperas? —preguntó el gato—. ¿Que yo te dé permiso?

Sam negó con la cabeza. Estaba paralizado; no atinaba a coger las campanas ni a seguir a Lirael. La muchacha y la Perra Canalla se encontraban ya casi al final del embarcadero. Sam sentía la presencia de los muertos muy cerca, a menos de cien metros; iban acompañados del nigromante. Debía hacer algo. Era preciso que actuara. Debía probarse a sí mismo que no era un cobarde.

—¡Las campanas no me hacen falta! —gritó echando a correr por el embarcadero.

El golpeteo de sus botas sobre las maderas se propagó en el silencio. Pasó como una exhalación ante la sorprendida Lirael y la perra y entró como una tromba por el agujero abierto en el saucedal.

En un instante dejó atrás los árboles y se encontró en un cercado en penumbras. Un bracero muerto se abalanzó sobre él. Le cortó las piernas con un tajo certero y lo apartó de una patada. Antes de que volviese a levantarse, le saltó por encima y siguió corriendo.

El nigromante. Tenía que matar al nigromante antes de que lo arrastrase al mundo de los muertos. Tenía que matarlo inmediatamente.

Notó en su interior que el calor ardiente de la rabia acababa con el miedo. Sam lanzó un grito enfurecido y siguió corriendo.

Lirael y la Perra Canalla salieron del saucedal a tiempo para presenciar la carga de Sam. El bracero muerto que el príncipe había partido en dos avanzó hacia ellas, pero Lirael ya se había llevado la zampona a los labios. Escogió a Saraneth y sopló con fuerza una nota purísima cuyos tonos imperiosos detuvieron en seco al bracero. Lirael pasó a Kibeth, un trino de notas danzarinas lanzó hacia atrás al cadáver y el espíritu que lo habitaba se vio obligado a regresar al reino de los muertos.

—Se ha ido —dijo la perra, y salió trotando.

Lirael echó a correr también, aunque no con el temerario abandono de Sam.

Todavía quedaba luz suficiente para ver que treinta o cuarenta braceros muertos habían rodeado a un grupo de hombres, mujeres y niños. Era evidente que los atacados habían intentado refugiarse en el río y que no habían conseguido llegar a destino. Habían formado una rueda en cuyo centro estaban los niños; era una última y desesperada defensa.

Lirael sentía la presencia de los braceros muertos… y de algo más, algo extraño, mucho más poderoso. Sólo cuando vio a Sam salir disparado dejando atrás a los braceros y lanzando un grito de guerra se dio cuenta de que debía de tratarse del nigromante.

La gente también se puso a chillar y a llorar a gritos. Dando gritos y alaridos estremecedores, los muertos se lanzaron sobre sus víctimas para destrozar sus cuellos y arrancarles los miembros uno por uno. Los garrotes y las ramas afiladas golpeaban a los muertos, pero quienes empuñaban tan improvisadas armas no sabían cómo sacarles el mejor partido, y además, el enemigo los superaba en número.

Lirael vio que el nigromante enfrentaba a Sam. Levantó las manos y el olor a metal caliente de la magia libre flotó en el aire inundándolo todo. De la punta de aquellos dedos partió un destello azul y blanco, cegador, que estalló con fuerza y fue a golpear al muchacho.

En ese mismo instante, los braceros muertos soltaron un aullido triunfante y se abrieron paso entre las filas de valientes hombres y mujeres hasta entrar en el círculo interior donde estaban los niños.

Lirael echó a correr como si en ello le fuera la vida. No sabía quiénes eran aquellas personas a las que intentaba salvar, pero era posible que llegara demasiado tarde.

Sam vio que el nigromante levantaba las manos y vio también el bronce que le cubría la cara. Se lanzó al suelo mientras las ideas le pasaban en tropel por la cabeza. ¡Un rostro de bronce! ¡No se trataba de Hedge, sino de Chlorr de la Máscara, la criatura contra la que su madre había luchado años atrás!

El rayo estalló muy cerca y no le dio de lleno por escasos centímetros. El calor que despedía era como una bofetada; la hierba que había a sus espaldas comenzó a arder.

Sam se detuvo para buscar en el flujo del Gremio y extraer cuatro marcas. Las dibujó con la mano que tenía libre, moviendo los dedos con tanta rapidez que era imposible seguirlos. Un acero triangular y plateado apareció de pronto en su mano. Antes de que acabara de adoptar forma completa, Sam lo lanzó.

El acero surcó el aire dando vueltas. Chlorr lo esquivó sin esfuerzo alguno; el acero continuó girando un poco más allá pero luego dio la vuelta y volvió a la carga.

Sam avanzó en el preciso instante en que el acero golpeaba a la nigromante en el brazo. El muchacho esperaba que la estocada consiguiera cercenárselo. No fue así. Sólo logró arrancar una llamarada intensa, una nube de chispas y chamuscar una manga.

—Idiota —gritó Chlorr levantando la espada. El sonido de aquella voz hizo que al príncipe Sameth se le erizara toda la piel. El aliento de aquella mujer hedía a muerte y a magia libre—. No llevas las campanas.

En ese preciso instante Sam cayó en la cuenta de que Chlorr tampoco llevaba campanas. Tras la máscara tampoco había ojos humanos. En las cuencas ardía un fuego abrasador y por el agujero de la boca salía una nube de humo.

Chlorr había dejado de ser una nigromante para convertirse en uno de los muertos mayores. Sabriel había conseguido acabar con su condición de ser vivo.

Sin embargo, alguien la había traído de vuelta.

—¡Corred! —gritó Lirael—. ¡Corred!

Se encontraba entre los últimos cuatro supervivientes y los braceros muertos que habían logrado resistir al sonido de la zampona. Lirael había soplado usando a Saraneth hasta ponerse morada, pero eran demasiados y la fuerza de la zampona no bastaba. Los muertos que seguían en pie se mostraban inmutables.

Lo peor de todo: los niños no echaban a correr. Estaban tan asustados que eran incapaces de reaccionar, ni siquiera comprendían que los gritos de Lirael iban dirigidos a ellos.

Un bracero muerto embistió y Lirael le lanzó una estocada. La perra saltó sobre otro y lo derribó. Pero un tercero, una cosa bajita de mandíbulas alargadas, consiguió burlar las defensas de ambas. Se tiró encima de un niño que gritaba sin cesar. Las mandíbulas se cerraron y el grito cesó de inmediato.

Llorando de asco y rabia, Lirael se volvió y le cortó la cabeza; Nehima soltó un reguero de chispas plateadas cuando entró en contacto con aquel engendro. Pese a ello, el bracero muerto continuó adelante, el espíritu que llevaba dentro se mostraba indiferente al daño físico. Lirael le asestó una estocada tras otra, pero los dedos muertos seguían aferrando a su víctima y los dientes no dejaban de rechinar.

Sam paró otro golpe de la cosa que en otros tiempos había sido Chlorr. Tenía una fuerza descomunal y el muchacho estuvo a punto de perder la espada. Se le entumecieron la mano y la muñeca y las marcas del Gremio que había inscrito con tanto esfuerzo en el acero fueron desdibujándose poco a poco ante el poder de Chlorr. Cuando desaparecieran del todo, el acero caería con estrépito…

El príncipe Sameth retrocedió con paso inseguro y echó una rápida mirada a su alrededor. A lo lejos distinguió apenas a Lirael y la Perra Canalla; ambas luchaban contra por lo menos media docena de braceros muertos. Había oído antes el sonido de las flautas de la zampona, las voces de Saraneth y Kibeth, aunque su sonido era extraño y muy distinto del de las campanas que él conocía. Habían conseguido que gran parte de los espíritus que animaban a los braceros regresaran al reino de los muertos, pero no ejercían efecto alguno en Chlorr.

Chlorr volvió a atacar soltando sonoros siseos. Sam se agachó. Con desesperación intentaba pensar en lo que podía hacer. Tenía que existir algún hechizo, algo que la contuviera lo suficiente para permitirle escapar…

Lirael y la perra atacaron a la vez y derribaron al último bracero muerto. Antes de que volviera a levantarse, la Perra Canalla le ladró en la cara. Al instante, perdió las pocas fuerzas que le quedaban y quedó convertido en un cadáver horrendo y deforme, despojado de su espíritu.

—Gracias —jadeó Lirael.

Miró a su alrededor, a las grotescas formas de los braceros muertos, a los patéticos cuerpos de sus víctimas. Buscó afanosamente entre los caídos, con la esperanza de ver al menos a uno de los niños. No había sobrevivido nadie. Las únicas que seguían en pie eran ella misma y la Perra Canalla. Cuerpos sembrados por todas partes, despatarrados en medio de charcos de sangre. Los restos abandonados de los braceros muertos se apilaban junto con los cadáveres humanos.

Lirael cerró los ojos; el sentido que le permitía percibir la muerte la aturdía. Le confirmaba lo que sus ojos ya le habían indicado.

No había supervivientes.

Se sintió enferma, la náusea le subía por la garganta. Al inclinarse para vomitar, oyó gritar a Sam. Se incorporó, abrió los ojos y miró a su alrededor. No veía a Sam, pero a lo lejos se elevaba una hoguera de doradas llamas que despedía una lluvia de chispas blanquecinas. Podía haberse tratado de fuegos artificiales, pero Lirael no se dejó engañar. Aun así, tardó unos segundos en deducir desde dónde venía el grito de Sam.

Cuando por fin su mente obnubilada se hizo cargo de la situación, se le pasaron las ganas de vomitar. Saltó por encima de los braceros muertos y sus víctimas y echó a correr.

—¡Socorro! ¡Lirael! ¡Perra Canalla! ¡Zapirón! ¡Que alguien me ayude! —gritaba Sam.

La espada de Sam se rompió en el último embate. Se había partido cerca de la empuñadura dejándolo con un peso muerto e inútil, despojado de todo encantamiento.

Chlorr reía. Una risa extraña y distante que salía del fondo de su máscara, como si su eco resonara en el interior de un pasillo lejano.

Se había hecho más alta y era evidente que bajo los jirones de sus ropajes lo que acechaba a Sam era un ser oscuro y vil. Se acercó al muchacho echando humo blanco por la boca y, desde su altura descomunal, levantó otra vez la espada. La hoja de su acero despedía rojas lenguas de fuego que dejaban caer gotas ardientes sobre el césped.

Sam le lanzó a la cara la empuñadura de la espada, retrocedió de un salto y gritó:

—¡Socorro! ¡Lirael! ¡Perra Canalla!

La espada cayó. Chlorr dio un salto adelante que la llevó más lejos de lo que Sam esperaba. La espada le rozó la nariz. Asombrado, volvió a gritar:

—¡Zapirón! ¡Que alguien me ayude!

Lirael vio caer la espada de fuego de la nigromante. Sam sucumbió al golpe y el fuego rojo deslumbró a Lirael.

—¡Sam! —gritó la muchacha.

De inmediato, la Perra Canalla echó a correr dando grandes saltos en dirección a Sam y la nigromante.

El pánico se apoderó momentáneamente de Lirael cuando creyó que Sam había muerto. Entonces lo vio rodar a un lado, sano y salvo. La nigromante volvió a levantar la espada y a Lirael casi le estallan los pulmones al tratar de acercarse a tiempo para hacer algo. Pero no pudo. Se encontraba aún a más de doscientos metros y de la mente se le habían borrado todos los encantamientos capaces de recorrer aquella distancia y distraer al enemigo.

—¡Muere! —susurró Chlorr, levantando la espada con ambas manos por encima de la cabeza y apuntándola directa hacia abajo.

Sam levantó la vista hacia el acero y supo que no conseguiría apartarse a tiempo. La nigromante era demasiado rápida, demasiado fuerte. Alzó la mano y trató de pronunciar una marca del Gremio. La única que le vino a la mente resultó del todo inútil, pues se trataba de una marca que empleaba para hacer juguetes.

La espada cayó.

Sam lanzó un grito.

La Perra Canalla ladró.

El ladrido llevaba dentro de sí una marca del Gremio que golpeó a Chlorr justo cuando bajaba la espada. Sus brazos despidieron destellos dolados y comenzaron a crepitar al tiempo que infinidad de nubecillas de blanco humo salían por otros tantos agujeritos. La estocada que debería haber atravesado a Sam se desvió y la espada se hundió en la Tierra, tan cerca del muchacho que las llamas lo quemaron a la altura de la cadera.

La fuerza sobrenatural de Chlorr se agotó con la estocada. La nigromante pugnaba por desenterrar su acero mientras la perra avanzaba hacia ella gruñendo. La mascota de Lirael había crecido hasta alcanzar el tamaño de un león del desierto, con dientes y garras a juego. Su collar se llenó de llamas doradas, las marcas del Gremio encerradas en el cambiaron de forma y comenzaron a moverse en una danza enloquecida.

La criatura muerta soltó la espada y retrocedió. Sam se incorporó con mucho esfuerzo justo cuando Chlorr se retiraba. Apretó los puños, intentó recuperar la compostura y prepararse para lanzar un conjuro.

Lirael llegó un segundo después, sin aliento. Respirando entrecortadamente, se colocó detrás de la perra.

Chlorr levantó una mano fantasmal y sus uñas proyectaron finísimas dagas negras. Seguía despidiendo humo blanco, pero los agujeros de su brazo se habían cerrado. Dio un paso adelante y la perra ladró otra vez.

Aquel ladrido llevaba dentro el poder de la magia libre reforzado con hechizos del Gremio. El collar de la perra brilló con tanta fuerza que Sam y Lirael tuvieron que cerrar los ojos.

Chlorr se estremeció y levantó las manos para protegerse la cara. De su máscara salió más humo blanco; bajo el abrigo de pieles, su cuerpo comenzó a transformarse. Se fue desmoronando y sus ropajes comenzaron a caer a medida que sus carnes fantasmales desaparecían.

—¡Maldita seas! —chilló.

Las pieles cayeron al suelo y la máscara de bronce se precipitó sobre ellas. Una sombra oscura y densa como la tinta se alejó de la perra y Lirael, moviéndose más deprisa que ningún líquido derramado.

Lirael iba a avanzar pero la perra se interpuso en su camino.

—No —le dijo—. Déjala ir. Sólo la he obligado a abandonar su cuerpo. Es demasiado poderosa y no cuento con la fuerza suficiente para enviarla de regreso al reino de los muertos o destruirla.

—Era Chlorr —dijo Sam, pálido y tembloroso—. Chlorr de la Máscara. Una nigromante a la que mi madre se enfrentó hace años.

—Ahora forma parte de los muertos mayores —aclaró Zapirón—. De los que regresan de la Séptima o de la Octava Puerta.

Sam dio un salto que lo impulsó a varios metros del suelo. Miró hacia abajo y vio a Zapirón sentado mansamente junto a la espada de Chlorr, como si hubiese estado allí todo el tiempo.

—¿Dónde te habías metido? —le preguntó Sam.

—Estaba por ahí, investigando, mientras tú tomabas las riendas —le explicó Zapirón—. Chlorr ha huido, pero regresará. Hay más braceros muertos a menos de dos leguas al Oeste. Serán unos cien; los dirigen braceros fantasmas.

—¡Cien! —exclamó Sam.

—¡Braceros fantasma! —dijo Lirael.

—Será mejor que regresemos a la barca —sugirió el muchacho.

Observó la espada de Chlorr que seguía vibrando, clavada en la tierra. Las llamas ya no la recorrían, el acero se había vuelto negro como el ébano y en él se veían grabadas extrañas runas que se agitaban con movimientos convulsos provocándole unas nauseas tremendas.

—Deberíamos destruirla —sugirió. Notaba la cabeza embotada y le costaba mucho ordenar las ideas—. Aunque… no sé… no sé cómo hacerlo deprisa.

—¿Qué hacemos con toda esta gente? —preguntó Lirael.

No se atrevía a llamarlos cadáveres. Se resistía a creer que estuvieran todos muertos. Había ocurrido de forma tan súbita, en tan pocos minutos…

Sam contempló el campo y el cielo. Había más estrellas y una luna en cuarto creciente delgadísima. Bajo la fría luz vio que muchos de los muertos llevaban sombreros y pañuelos azules. Entre las garras de uno de los muertos que Lirael consiguió neutralizar con su zampona había jirones de tela azul.

—Son sureños —observó, no sin sorpresa.

Se acercó para ver de cerca uno de los cadáveres, el de un muchacho rubio que no tendría más de dieciséis años. Los ojos de Sam reflejaron más asombro que temor, como si no consiguiese creer lo que veía.

—Son refugiados sureños. Supongo que intentaban escapar.

—¿Escapar de qué? —preguntó Lirael.

Antes de que nadie pudiese contestar, una criatura muerta aulló en la distancia. Poco después, cientos de gargantas en descomposición repitieron el grito hasta formar un coro.

—Chlorr ha llegado donde estaban los braceros —dijo Zapirón con tono urgente—. ¡Debemos marcharnos ya mismo!

El felino se alejó. Sam se disponía a ir tras él, pero Lirael lo aferró del brazo.

—¡No podemos marcharnos! —protestó la muchacha—. Si los dejamos aquí tirados, alguien utilizará sus cuerpos…

—¡No podemos quedarnos! —adujo Sam—. Ya has oído a Zapirón. Son demasiados para enfrentarnos a ellos. ¡Para colmo, Chlorr va a regresar!

—¡Debemos hacer algo! —exclamó Lirael.

Miró a la perra. Seguramente ella la ayudaría. Tenían que someter aquellos cuerpos al rito de purificación o vincularlos para que no pudiesen ser utilizados con el fin de albergar espíritus provenientes del reino de los muertos.

La perra negó con la cabeza y dijo con tristeza:

—No tenemos tiempo.

—¡Sam puede usar las campanas! —protestó Lirael—. Debemos…

La perra le dio un empujoncito a Lirael a la altura de las rodillas. La muchacha dio un paso al frente, los ojos se le llenaron de lágrimas. Sam y Zapirón ya les llevaban bastante ventaja, estaban cerca de los sauces.

—¡Date prisa! —le pidió la perra, presa de la ansiedad, después de mirar atrás.

Oía el entrechocar de huesos y percibía el hedor de la carne en descomposición. Los muertos se acercaban a toda prisa.

Lirael comenzó a llorar desconsoladamente al tiempo que echaba a correr. Cómo habría deseado ser capaz de correr más deprisa o de utilizar mejor la zampona para salvar al menos a uno de los refugiados.

Uno de los refugiados. Uno de ellos había conseguido huir del acoso de los muertos.

—¡El hombre! —exclamó Lirael al tiempo que echaba a correr—. ¡El hombre del río! ¡Tenemos que rescatarlo!