Magia libre y carne de verraco
–Estarán a tiro de flecha dentro de unos instantes —les advirtió lúgubremente Zapirón calculando con cierta dosis de cinismo primero la distancia de la galera y luego la proximidad de la orilla derecha—. Nos veremos obligados a nadar para salvar la vida.
Lirael y Sam se miraron preocupados, reacios a reconocer en voz alta que el gato tenía razón. Pese al viento conjurado por el hechizo y a que su embarcación cruzaba rauda el río, la galera era más veloz. Se acercaron a la costa hasta donde se atrevieron y lo malo era que se estaban quedando sin espacio para maniobrar.
—Será mejor que nos quedemos al pairo y nos arriesguemos a que entre los guardias haya enemigos —dijo Sam recordando vivamente que había herido a dos agentes de policía—. No quiero que nos disparen porque nos tomen por contrabandistas o algo así, y desde luego que no deseo hacer daño a ningún guardia. Cuando se enteren de quién soy, les ordenaré que te suelten. ¡Quién sabe, a lo mejor tengo suerte! Es posible que Ellimere no haya ordenado mi detención.
—No lo sé… —comenzó a decir Lirael, carcomida por la desazón. Existía una ligera posibilidad de que lograsen escapar. Pero cuando se disponía a concluir la frase, la perra ladró interrumpiéndola.
—¡No! ¡Llevan a bordo al menos tres o cuatro criaturas producto de la magia libre! ¡No debemos detenernos!
—A mí me huele bien —dijo Zapirón estremeciéndose cuando otra nube de rocío cubrió la proa—. Aunque claro, yo no tengo un olfato tan fino como el tuyo. Sin embargo, como veo que media docena de arqueros se aprestan a disparar, es posible que hayas olido algo después de todo.
Sam comprobó que Zapirón estaba en lo cierto. El guardacostas iniciaba la maniobra para cruzarse en su camino y seis arqueros formaban en la cubierta de proa con las flechas dispuestas. Era evidente que pensaban disparar primero y hacer las averiguaciones pertinentes después.
—¿Son humanos los arqueros? —preguntó Sam a toda prisa. La Perra Canalla olisqueó el aire otra vez y contestó—: No lo sé. Creo que la mayoría lo son. Pero el capitán, el del sombrero de plumas, sólo tiene apariencia de hombre. Es un engendro, hecho de magia libre y carne de verraco. Su olor es inconfundible.
—¡Debemos mostrarles a los arqueros humanos a quién están disparando! —exclamó Sam—. Debí haber traído un escudo con el blasón real. De tenerlo aquí conmigo, no se atreverían a dispararnos, aunque les dieran la orden de hacerlo.
—¿Cómo no se me ocurrió antes? —gritó Lirael dándose una palmada en la frente—. ¡Anda, coge!
—¡Qué! —aulló Sam, abalanzándose hacia adelante para aferrar la caña del timón que Lirael acababa de soltar—. ¿Qué hago? ¡No sé gobernar un barco!
—No te preocupes, la barca se gobierna sola —le contestó Lirael a voz en cuello al tiempo que se arrastraba hacia el arcón situado en la bodega de proa.
Debía recorrer algo más de diez metros, pero a la muchacha le costaba un triunfo avanzar, porque la Exploradora estaba escorada en un ángulo imposible y la barca no dejaba de elevarse y de caer con un estrépito enervante a intervalos regulares.
—¿Estás segura? —volvió a gritar Sam.
Notaba la presión de la caña y tuvo el convencimiento de que sólo la firmeza con que la empuñaba impedía que la embarcación virase de golpe y fuera a parar a la orilla. Hizo la prueba de separar los dedos un segundo, dispuesto a tomar otra vez la caña de inmediato. Nada ocurrió. La Exploradora seguía su rumbo, la caña del timón apenas se movía. Sam lanzó un suspiro de alivio que se convirtió en una tos ahogada cuando vio que del guardacostas partía una serie de flechas que se dirigían a él.
—Todavía están muy lejos —comentó la Perra Canalla observando con ojo experto el vuelo descrito por las flechas hasta que éstas acabaron hundiéndose en el agua a cuarenta metros de distancia.
—Pronto los tendremos encima —masculló Zapirón. Volvió a saltar para encontrar un lugar más seco.
Cuando por fin lo había encontrado cerca del mástil, un ligero desvío de la caña del timón, cooperación de Sam, hizo que la embarcación creara una ola que bañó al felino de pies a cabeza.
—Te detesto —siseó Zapirón dirigiéndose al mascarón de proa de la barca mientras el agua se escurría entre sus patas—. Al menos ese barco de remos parece seco. ¿Por qué no dejamos que nos capturen? Al fin y al cabo, sólo a la Perra Canalla le huele a engendro ese capitán.
—¡Están disparándonos, Zapirón! —gritó Sam, que no sabía a ciencia cierta si el gato estaba de guasa.
—Además del capitán, a bordo van otros dos engendros —gruñó la perra, cuya nariz seguía oliendo el aire con vigor.
Sam comprobó que la Perra Canalla aumentaba de tamaño y adquiría un aspecto más fiero. Se preparaba para luchar sin tener en cuenta lo que Lirael hacía en la proa.
—¡Ya lo veo! —exclamó la muchacha al tiempo que otra lluvia de flechas iba en dirección a ellos.
En esta ocasión se hundieron en el río a poco más de cuatro palmos de distancia.
—¿Qué? —gritó Sam al tiempo que buscaba entre las marcas del Gremio las necesarias para construir defensa contra las flechas, aunque no fuese efectiva contra seis arqueros a la vez, y menos cuando se sentía tan débil.
Lirael levantó un trapo negro y dejó que ondeara al viento para que se viera la brillante estrella plateada puesta en el centro. El viento estuvo a punto de arrancárselo de la mano, pero lo apretó contra el pecho y regresó arrastrándose al mástil.
—Es la bandera de la Exploradora —gritó al tiempo que tiraba de la driza y desenroscaba el pasador para meterlo por el ojal que tenía la bandera—. Estará izada en un periquete.
—¡No tenemos tanto tiempo! —chilló Sam al ver que los arqueros iban a disparar otra vez—. ¡Olvídate de izarla y despliégala!
Lirael no le prestó atención. Fijó la bandera a los puntos de sujeción, enroscó los tornillos a una velocidad que a Sam se le antojó eterna. El muchacho estaba a punto de lanzarse a agarrar la maldita bandera cuando Lirael la soltó de repente y tiró de la driza en el mismo instante en que otras cinco flechas partían del guardacostas en dirección a ellos.
La Exploradora reaccionó primero: movió la caña del timón y puso proa al viento. Perdió velocidad al instante; la vela se agitaba y palmoteaba como si estuviese aplaudiendo. Sam se agachó como reacción y la caña del timón le dio en la mandíbula con fuerza suficiente para hacerle pensar que había sido alcanzado por una flecha del enemigo. La caña del timón volvió a su sitio y a punto estuvo de darle otra vez al muchacho cuando la barca retomó el curso original.
Esos pocos segundos en que la velocidad disminuyó resultaron de vital importancia, según dedujo Sam, pues las flechas que iban a darles de lleno cayeron al agua a unos palmos de distancia.
La gran estrella plateada de las Clarvis ondeaba en lo alto del mástil reluciendo al sol. Ya no cabía duda de quién era el propietario de la embarcación, pues la bandera no era simplemente un trozo de paño sino que, al igual que la Exploradora, estaba saturada de magia del Gremio. Incluso en la noche más negra, la insignia estrellada de las Clarvis destacaba con brillo fulgurante. Y allí, a plena luz del día, su efecto era cegador.
—Han dejado de bogar —anunció la Perra Canalla alegremente, cuando el guardacostas fue perdiendo impulso y se oyó un confuso entrechocar de remos.
Sam se relajó, permitió que los bordes de la defensa contra las flechas se desdibujaran; quería comprobar cuántos dientes había perdido.
—Pero dos arqueros se disponen a disparar —prosiguió la perra.
Sam lanzó un gemido y buscó apresuradamente las marcas del Gremio que acababa de soltar.
—Sí…, no… no, me he equivocado… Otros cuatro los están maniatando. El capitán grita y… ¡ha revelado quién es!
Sam y Lirael miraron en dirección del guardacostas. Vieron una maraña de cuerpos en lucha, oyeron un griterío y el entrechocar de armas. En el centro del enredo surgió de pronto una blanca columna de fuego; lanzó un rugido tan fuerte que hizo que a la perra se le arrugaran las orejas y que los demás dieran un respingo. La columna se elevó más de tres metros, se extendió hacia los lados describiendo un arco y saltó por la borda.
Por un instante, Sam y Lirael pensaron que se hundiría en el agua y desaparecería, pero en realidad comenzó a rebotar sobre la superficie del río como si el agua fuese una mullida alfombra de césped. La columna avanzó hacia ellos y, a medida que lo hacía, se transformaba en otra cosa. Dejó de ser un largo haz de fuego blanco para convertirse en un verraco gigantesco y llameante con colmillos incluidos. Corrió en pos de la Exploradora dando inmensos saltos que levantaban una nube de agua, soltando chillidos agudos, un sonido que provocaba las náuseas de cuantos lo oían.
Sam fue el primero en reaccionar. Cogió el arco de Lirael y, en rápida sucesión, disparó cuatro flechas a la cosa que se les acercaba rauda. Todas dieron en el blanco, con el único efecto de arrancar una lluvia de chispas. Las flechas ardieron y quedaron reducidas a cenizas.
Sam se disponía a sacar otra flecha cuando Lirael levantó la mano y gritó un hechizo al viento. De los dedos de la muchacha partió una red dorada que se extendió más y más hasta cubrir el agua. Se topó con el verraco justo cuando iba a saltar y lo ató con cuerdas de fuego dorado y rojo que apagaron parte del brillo que despedía aquella criatura.
El verraco y la red se desplomaron y, al desaparecer bajo la superficie del río, el terrible chillido se interrumpió. Las aguas del Renegado se cerraron sobre el verraco; una nube de blanco vapor se elevó con fuerza a una altura de treinta metros. Al disiparse, no quedaron señales ni de la red ni de la criatura de la magia libre, sólo unos restos pequeños de algo que parecía carne podrida, bocados que no resultaban apetecibles ni siquiera a las gaviotas famélicas que volaban en lo alto del cielo.
—Gracias —dijo Sam, cuando quedó claro que ni guardacostas ni las profundidades iban a soltar nada dañino.
Conocía el hechizo de la red mágica utilizado por Lirael, pero no creyó que funcionara contra algo tan poderoso.
—Me lo sugirió Zapirón —dijo Lirael, sorprendida por la gratitud del muchacho y por el hecho de que el hechizo hubiese funcionado tan bien.
—Esos engendros son capaces de moverse por el agua corriente, pero no resisten la inmersión total —explicó Zapirón—. Bastó con frenarlo apenas un instante.
Echó una mirada picara a la perra y añadió:
—Ahora sabéis que esta cánida no es la única que conoce esas cosas. Y ahora sí que tengo que echar una siestecilla. ¿Puedo esperar que cuando despierte me tengáis preparados unos cuantos pescados?
Sam asintió con cara de cansado, aunque no tenía ni idea de cómo iba a conseguirlos. A punto estuvo de acariciar a Zapirón, como hacía Lirael con la perra. Algo en los verdes ojos del felino hizo que su mano se detuviera antes de haberse movido.
—Lamento que no se me ocurriera antes lo de la bandera —dijo Lirael mientras avanzaban a toda velocidad. El hechizo del viento continuaba soplando a popa aunque con menor fuerza—. Ahí dentro hay un montón de cosas a las que apenas les eché un vistazo cuando partimos del glaciar.
—Me alegro de que te acordaras cuando lo hiciste —dijo Sam; sus palabras sonaron algo amortiguadas porque las pronunció moviendo la mandíbula para comprobar su estado. La notaba entumecida, pero conservaba todos los dientes—. El viento nos vendrá muy bien. Deberíamos llegar a la Casa mañana por la mañana.
—La Casa de la Abhorsen está construida en una isla, ¿no? —preguntó Lirael, pensativa—. ¿Y está justo antes de la cascada donde el Renegado salta los Despeñaderos Largos?
—Sí —contestó Sam mientras pensaba en la estruendosa cascada y en la gratitud que sentiría al poder contar con su protección.
Entonces se le ocurrió que en lugar de pensar en la cascada como un elemento protector, Lirael se estaría preguntando cómo llegar a la Casa sin peligro de que la barca se precipitara por ella.
—No te preocupes por la cascada —le explicó—. Hay una especie de canal detrás de la isla, donde la corriente no es tan fuerte. Tiene por lo menos una legua, lo único que debemos hacer es tener la precaución de entrar en él en el lugar adecuado y no abandonarlo. No habrá problemas. Lo hicieron los constructores del Muro. Igual que la Casa. Se trata de una obra maestra… Me refiero al canal. Intenté hacer una maqueta utilizando la cascada y los estanques de la segunda terraza de palacio. Pero no me funcionó el encantamiento para dividir la corriente…
Dejó de hablar al darse cuenta de que Lirael no le prestaba atención. Tenía una expresión abstraída y sus ojos estaban clavados en un punto, por encima del hombro de Sam.
—No sabía que fuera tan aburrido —dijo el muchacho con una sonrisa de compromiso.
Sam no estaba acostumbrado a que las muchachas bellas hicieran caso omiso de él. De repente se dio cuenta de que Lirael era guapa, potencialmente hermosa. No había reparado en ese detalle hasta ese momento.
Lirael dio un respingo, parpadeó y dijo:
—Perdona. No estoy acostumbrada a… Allá, en mi casa, la gente casi nunca suele hablar conmigo.
—Por cierto, estarías mucho mejor sin ese pañuelo —sugirió Sam. Era realmente atractiva, aunque su cara tenía algo que lo inquietaba. ¿Dónde la había visto? A lo mejor se parecía a alguna de las chicas que Ellimere le había obligado a frecuentar en Belisaere—. Me recuerdas a alguien. ¿Es posible que haya conocido a alguna de tus hermanas? Aunque no recuerdo haber visto nunca a una Clarvi morena.
—No tengo hermanas —contestó Lirael distraídamente—. Sólo primas. Montones de primas. Y una tía.
—En la Casa podrás cambiarte. Mi hermana tiene muchos vestidos.
Así tendrás ocasión de quitarte ese chaleco —dijo Sam—. Lirael, ¿te importa si te pregunto cuántos años tienes?
Lirael lo miró, intrigada por la pregunta, hasta que captó el destello de sus ojos. Conocía esa mirada porque la había visto en el refectorio inferior. Apartó la vista y se subió el pañuelo mientras pensaba en qué iba a decirle. «Ojalá Sam pudiera ser como la perra», pensó la muchacha. Un amigo fiel, sin las complicaciones del interés romántico. Tenía que existir una manera de cortar de raíz todas sus expectativas sin necesidad de recurrir a algo tan desagradable como vomitar o mostrarse fea y poco atractiva.
—Treinta y cinco —contestó al fin.
—¡Treinta y cinco! —exclamó Sam—. Vaya, perdona, quería decir que no los aparentas… Pareces mucho más joven…
—Ungüentos —dijo la perra con una media sonrisa irónica que sólo Lirael captó—. Afeites. Aceites del Norte. Encantamientos de la apariencia. Mi ama trabaja con ahínco para mantener su juventud, príncipe Sameth.
—Ah —dijo Sam apoyado en la barandilla de popa.
Espió disimuladamente a Lirael tratando de descubrir alguna arruga, algo que indicara su edad, sin ningún éxito: parecía tener los mismos años que Ellimere. Tampoco se comportaba como una mujer tan mayor. Carecía de la confianza y la extraversión necesarias. Eso, para empezar. A lo mejor la clave estaba en el hecho de que fuera bibliotecaria, pensó Sam, al tiempo que intentaba adivinar lo que intuía como una silueta llena de curvas debajo del ancho chaleco.
—¡Calla de una vez, Perra Canalla! —ordenó Lirael, volviendo la cabeza para que Sam no descubriera su sonrisa—. Haz algo útil y ponte a vigilar que no aceche ningún peligro. Yo también haré algo de utilidad, prepararé una piel del Gremio.
—A la orden, amita —gruñó la perra—. Ahora mismo me pongo a vigilar.
La perra se estiró, bostezó y luego, de un salto, se fue a la proa donde se sentó justo debajo de la fina lluvia de rocío con la boca abierta y la lengua colgando. Era un misterio cómo conseguía mantenerse erguida y firme, pensó Lirael, aunque intuía, no sin cierto repeluzno, que a lo mejor a la Perra Canalla le habían salido ventosas en el trasero.
—Loca. Completamente loca —dijo Zapirón mientras observaba cómo se empapaba la perra. El felino había vuelto a ocupar su puesto, cerca del mástil, donde había retomado la delicada labor de secarse a lengüetazos—. Claro que nunca tuvo un ápice de cordura.
—¡Te he oído! —ladró la perra, sin volverse a mirar atrás.
—Ya, ya, me lo figuraba —dijo Zapirón, con un suspiro y siguió lamiéndose el collar. Levantó la cabeza, clavó en Lirael los ojos verdes, de malvado brillo y añadió—: Supongo que no puedo esperar que me quites el collar para que me seque como es debido, ¿verdad?
Lirael negó con la cabeza.
—En fin, imagino que si el idiota del pueblo que ves aquí se negó a hacerlo, no había ninguna posibilidad de que tú accedieras —gruñó Zapirón, inclinando la cabeza hacia Sameth—. Si hasta me entran ganas de haberme ofrecido yo mismo. Así no me vería obligado a emprender siempre estos bárbaros viajes en barco.
—¿Y qué es lo que no te ofreciste a hacer? —preguntó Lirael llena de curiosidad.
El gato se limitó a sonreír. Una sonrisa que reunía demasiadas características del cazador carnívoro, pensó Lirael. Luego movió la cabeza, Ranna tintineó y se quedó dormido, despatarrado al sol del mediodía.
—Ten cuidado con Zapirón —le advirtió Sam, al ver que Lirael sucumbía a la tentación de rascar la blanca barriga del gato—. En su forma libre, no contenida por el collar, estuvo a punto de matar a mi madre. En tres ocasiones, para ser exacto, desde que es la Abhorsen.
Lirael apartó la mano justo en el instante en que Zapirón abría un ojo y, con las garras al descubierto, hacía un rápido movimiento con la pata, un movimiento engañosamente juguetón.
—Duérmete otra vez —dijo la perra desde la proa, sin volverse a mirar, convencida de que Zapirón la obedecería.
Zapirón le hizo un guiño a Lirael y durante un momento sus miradas se encontraron. Después, cerró el verde ojo de aguda vista y, en apariencia, se durmió del todo mientras Ranna tintineaba.
—Bien, ha llegado el momento de confeccionarme una piel encantada —dijo Lirael.
—¿Te importa si miro? —preguntó Sam, entusiasmado—. He leído sobre las pieles del Gremio, pero creía que se trataba de un arte olvidado. Ni siquiera mi madre sabe cómo hacerlas. ¿Qué formas conoces?
—Sé hacer una nutria de los hielos, un oso bermejo o un búho bramador —contestó Lirael, más tranquila al comprobar que a Sam se le había pasado la vena romántica—. Si te apetece, mira, pero no sé cuánto alcanzarás ver. En esencia, se trata de largas y complejas cadenas de marcas del Gremio y combinaciones de hechizos que es preciso retener en la cabeza todos a la vez. De manera que no podré hablar ni explicarte nada. Es posible que tarde hasta que se ponga el sol. A continuación tendré que doblarla de la forma exacta para poder utilizarla después.
—Fascinante —dijo Sam—. Una vez completado el hechizo, ¿no has intentado meterlo en un objeto para que la cadena de marcas esté a tu disposición cuando la necesites, sin tener que volver a empezar desde cero?
—No —respondió Lirael—. No sabía que fuera posible.
—Es difícil, pero no imposible —le explicó Sam, entusiasmado—. Es algo así como reparar un pilar del Gremio. Es decir que tienes que usar un poco de tu propia sangre para preparar lo que vaya a contener el hechizo. Sangre real, claro, aunque la sangre de las Clarvis o de la Abhorsen funciona igualmente. Debes poner mucho cuidado porque si te equivocas… En fin, veamos antes tu piel del Gremio. ¿Cuál vas a hacer?
—Un búho bramador —respondió Lirael con un mal presentimiento. No le hacía falta disponer del don de la visión para saber que Sameth tenía ganas de hacerle infinidad de preguntas—. Tardaré aproximadamente cuatro horas —añadió—. Y no debe interrumpírseme.