Debajo del puente
Lirael estaba demasiado ocupada tratando de subirse otra vez a la barca y no pudo contestar. La botavara le había dado de lleno en el hombro lanzándola por la borda antes de que tuviera siquiera ocasión de enterarse de lo que ocurría. Por fortuna, había logrado agarrarse de la barandilla y, sin soltarse, contempló con pavor cómo el casco de la Exploradora se alzaba sobre ella a tal altura que, con toda certeza, la embarcación acabaría dando una vuelta de campana y atrapando a Lirael debajo.
Con la misma rapidez con la que se había escorado, la Exploradora se enderezó y el bandazo repentino catapultó a Lirael de vuelta a bordo, donde aterrizó encima de la maraña formada por la manta, Sam, la Perra Canalla, Zapirón, un variado surtido de bultos y mucha agua.
Al mismo tiempo, la Exploradora pasaba debajo de Puente de Arriba, dejando atrás la luz del sol e internándose en la extraña y suave penumbra, mientras el Renegado entraba caudaloso en el inmenso túnel formado por el puente de piedra, allá en lo alto.
—¿Qué pasa? —barbotó Sam desembarazándose de la manta.
Lirael ya estaba al timón, completamente mojada, y con una mano aferraba algo que sobresalía de la popa.
—Creí que la Exploradora se había vuelto loca —dijo Lirael—. Hasta que vi esto.
Sam dio unos pasos hacia atrás echando maldiciones contra la manta que seguía enredada a sus piernas. Debajo de Puente de Arriba no reinaba la oscuridad propiamente dicha, porque la luz entraba por ambos extremos, pero se trataba de una luz rara, como la del sol cuando penetra despacio la niebla suave y difuminada por el agua. La Perra Canalla se abalanzó hacia su ama para ver de qué se trataba; tras olisquear el aire, Zapirón se dirigió con paso silencioso hacia la popa, donde comenzó la larga y ardua tarea de secarse a lengüetazos.
La perra vio lo que Lirael sostenía antes que Sam y se puso a gruñir, en el costado de babor de la popa había un agujero astillado, justo por debajo de la regala, donde Lirael estaba sentada antes de que la Explotadora la derribara con la botavara. La muchacha sostenía en la mano una flecha de ballesta, causante del agujero. La varilla estaba pintada de blanco y en el extremo llevaba plumas de cuervo.
—¡Un poco más y te alcanza! —exclamó Sam al tiempo que metía los dedos por el agujero.
—No me ha dado gracias a la Exploradora —dijo Lirael acariciando con ternura la caña del timón—. Fíjate lo que le ha hecho a mi pobre embarcación.
—Te habría atravesado de lado a lado aunque llevases armadura —dijo Sam sombríamente—. Es una flecha de guerra, no un dardo de punta cuadrada de los utilizados en cacería. El disparo, muy bueno. Demasiado bueno para considerarse natural.
—Probablemente vuelvan a intentarlo cuando hayamos cruzado… o antes —dijo Lirael y, alarmada, miró hacia arriba y vio la mole de piedra—. ¿Sabes si hay alguna abertura allá en lo alto?
—No tengo ni idea —respondió Sam.
Siguió la mirada de la muchacha y lo único que vio fue una superficie uniforme de piedra amarilla. Sin embargo, el puente se encontraba a cientos de metros encima de sus cabezas y había poca luz. Era posible que existiera cierto número de oscuras aberturas que él no alcanzaba a distinguir.
—No veo ninguna, amita —gruñó la perra estirando el cogote—. Pero con esta corriente habremos cruzado en pocos minutos.
—¿Sabes cómo proyectar una defensa mágica contra flechas? —le preguntó Sam a la muchacha.
La corriente los impulsaba a gran velocidad y el arco brillante y soleado del otro extremo del puente se aproximaba raudamente.
—No —contestó Lirael, nerviosa—. Tal vez debería saberlo. Lo cierto es que falté a muchas clases sobre el arte de la lucha.
—De acuerdo —dijo Sam—. ¿Qué tal si cambiamos de sitio? Yo me sentaré aquí y timonearé con una defensa contra flechas a la espalda. Tú espera con el arco preparado para responder al ataque. Zapirón…, tú eres el que tiene mejor vista…, vigila a Lirael.
—De eso puede ocuparse la Sabuesa Siniestra o como se llame —declaró Zapirón desde la popa—. Yo tengo que seguir durmiendo.
—¿Y si la defensa no funciona? —protestó Lirael—. Ya te han herido…
—Funcionará —dijo Sam avanzando hacia Lirael, de manera que la muchacha no tuvo más remedio que dejarlo pasar—. Practicaba todos los días con los guardias. Sólo una flecha o dardo encantados pueden atravesarla.
—¿Y si estuviera encantada? —dijo Lirael al tiempo que con diestros movimientos cambiaba la cuerda mojada del arco por otra que guardaba en un paquete impermeable.
La flecha blanca y negra no despedía aroma de magia, aunque eso no significaba que la siguiente no estuviese encantada.
—Tendría que ser más fuerte que la defensa —dijo Sam, confiado, mucho más confiado de lo que se sentía en realidad.
Había levantado defensas contra flechas en muchas ocasiones, pero nunca en el curso de un enfrentamiento real. Touchstone le había enseñado el hechizo cuando Sameth contaba apenas seis años y las flechas utilizadas para comprobar la solidez de la defensa eran casi de juguete y las puntas iban acolchadas con tiras de tela hechas con pijamas viejos. Más tarde, había pasado la prueba con flechas de punta roma. Sus defensas nunca se habían visto sometidas a dardos de guerra capaces de perforar una plancha de acero de tres centímetros.
Sam se sentó al timón y se puso de cara a la popa. Buscó entonces las marcas del Gremio que precisaba. Casi siempre usaba la espada para dibujar la defensa en el aire, pero le habían enseñado que, llegado el caso, las manos también servían.
Lirael observaba cómo movía con destreza las manos y los dedos mientras las marcas del Gremio comenzaban a brillar en el aire. Quedaron allí suspendidas, reluciendo, a poca distancia del arco descrito por la punta de los dedos. Tal vez en otras cosas Sam no supiera desenvolverse muy bien, pensó la muchacha, pero estaba claro que se trataba de un mago del Gremio muy poderoso. Temía a los muertos y al Reino de la Muerte, pero no era cobarde. A ella no le habría hecho ninguna gracia sentarse allí, con la sola protección de un hechizo, a esperar que llegase la afilada punta de un dardo de ballesta disparado a una velocidad letal. Se estremeció. De no haber sido por la Exploradora, probablemente estaría muerta o desangrándose debajo de los imbornales.
A Lirael se le contrajo el estómago de sólo pensarlo y puso especial atención al ajustar la flecha en la cuerda del arco. Fuera quien fuese el asesino oculto, Lirael haría todo lo posible porque no hiciese más que un disparo.
Sam terminó de describir el círculo completo de la defensa contra flechas pero siguió acurrucado en la popa. Movía las manos y trazaba marcas del Gremio que salían volando de sus dedos para unirse al círculo luminoso que se alzaba detrás de él, por encima de su cabeza.
—No puedo parar, tengo que seguir invocándolo —dijo, jadeante—. Es una desventaja. ¡Prepárate! Saldremos en menos que…
De repente se encontraron bajo la luz del sol y Sam se encogió instintivamente para no ser un blanco tan evidente.
Arrodillada junto al mástil, la vista clavada en lo alto, Lirael se quedó deslumbrada durante un instante. El asesino aprovechó ese segundo para disparar. El dardo voló certero. Lirael dio el grito de alarma, pero el sonido no había salido todavía del fondo de su garganta cuando el dardo de negras plumas se estrelló contra la defensa… y desapareció.
—¡Deprisa! —exclamó Sam con un hilo de voz; el esfuerzo de mantener la defensa mágica se le notaba en la cara y el pecho agitado.
Lirael buscaba al de la ballesta. Allá arriba había muchas ventanas y aberturas, tanto en la piedra del puente como en los edificios consumidos encima de él. Y gente en todas partes, en las ventanas, en los balcones, acodadas en las barandillas, de pie en plataformas atadas con cabos a las paredes de yeso… Imposible encontrar al autor del disparo.
Entonces la perra se acercó a Lirael, levantó la cabeza y aulló. Fue un aullido espectral y agudo cuyo eco surcó el agua, subió por las paredes del paso y recorrió el pueblo entero.
En todas partes, la gente paró en seco y se puso a observar con atención. Excepto en una ventana situada a media altura. Lirael vio que alguien abría de par en par el postigo y con una mano aferraba una ballesta.
Estiró la cuerda y disparó justo cuando el hombre se ponía en pie, pero una leve brisa desvió la flecha haciéndola describir un arco más abierto y clavarse en la pared, justo encima de la cabeza de su enemigo. Mientras Lirael preparaba otra flecha, el asesino se montó sobre el alféizar de la ventana donde a duras penas mantenía el equilibrio.
La perra inspiró hondo y aulló otra vez. El asesino soltó la ballesta para taparse los oídos con los dedos, pese a lo cual, el sonido siguió perforándole los sesos y, sin darse cuenta, avanzó un paso y perdió por completo el equilibrio. Desesperado, intentó inclinar el cuerpo hacia el interior de la habitación, pero las piernas no le respondieron. Poco después, caía como un bólido detrás de la ballesta y en un santiamén cubrió los ciento cuarenta metros que lo separaban del agua. Mientras bajaba, continuaba tapándose los oídos con los dedos y moviendo las piernas pese a que bajo los pies no hubiera más que aire.
La perra dejó de aullar cuando el cuerpo del asesino golpeó el agua con estruendo; Sam y Lirael dieron un respingo al notar su muerte. Observaron cómo las ondas se fueron alejando del lugar del impacto hasta tocar la quilla de la Exploradora y desaparecer.
—¿Qué has hecho? —preguntó Lirael mientras guardaba con cuidado el arco.
Era la primera vez que veía y sentía morir a alguien. Sólo había asistido a las ceremonias del adiós en las que la muerte era algo distante, disimulado por la tradición y los ritos.
—Lo obligué a caminar —gruñó la perra, sentándose en las patas traseras, la pelambre del lomo erizada—. Te habría matado, amita.
Lirael asintió y le dio un rápido abrazo a la perra. Sam las observaba cauteloso. El aullido era un compendio de magia libre, sin una pizca de magia del Gremio. La perra parecía mansa y fiel a su dueña, pero a él no se le olvidaba lo peligrosa que podía llegar a ser. Además, había algo en el aullido que le resultaba familiar, cierta magia con la que había estado en contacto pero que no lograba definir.
Al menos el caso de Zapirón era simple. Era una criatura producto de la magia libre, vinculada y contenida mientras llevara el collar. La perra, en cambio, era una mezcla de las dos magias, dotada de libre albedrío, y eso era algo de lo que Sam no había oído hablar en su vida. Por enésima vez deseó que su madre estuviera allí. Sabriel conocería con exactitud la naturaleza de la perra, estaba seguro.
—Será mejor que volvamos a cambiar de sitio —sugirió Lirael con urgencia—. Allá delante hay otro guardacostas.
Sam se ocultó veloz enfrente de la perra, que lo miró y le sonrió dejando al descubierto unos dientes largos, afilados y muy blancos. El muchacho hizo el esfuerzo de retribuir la sonrisa y recordó el consejo que le dieran cuando era niño: nunca dejes que los perros se enteren de que les tienes miedo…
—¡Aagh! ¡Cuánta agua hay aquí! —protestó, y con un sonoro chapoteo se acostó y se tapó con la manta empapada—. Debería haber achicado cuando estábamos en el túnel.
Se disponía a cubrirse la cara con la manta cuando vio a Zapirón que seguía sentado en la proa concentrado en su aseo.
—¡Zapirón! —le ordenó—. Escóndete tú también.
El gato le echó una elocuente mirada al agua que se agitaba alrededor de las piernas de Sam y sacó la lengua rosada.
—Está muy mojado para mi gusto —dijo—. Además, el guardacostas nos detendrá, seguro. Habrá recibido el aviso desde el pueblo después de la canina y fanfarrona demostración de talento vocal… aunque con un poco de suerte, a lo mejor no se enteran de lo que ha sido. De manera que ya puedes ir sentándote.
Sam lanzó un gruñido y se incorporó en medio de más chapoteo.
—Haber avisado antes de que me echara —dijo con amargura, cociendo una taza de latón y empezando a achicar.
—Sería conveniente que pasáramos sin que nos detuvieran —comentó la Perra Canalla, olisqueando el aire—. Es posible que en este guardacostas haya más enemigos ocultos.
—Allá delante hay más sitio para maniobras —comentó Lirael—. Lo que no sé es si bastará para evadir el guardacostas.
En la ribera izquierda del río se encontraba el puerto principal de Puente de Arriba. Doce embarcaderos de distinta longitud se internaban en el río, en su mayoría llenos de barcos mercantes cuyos mástiles formaban una selva de palos desnudos. Detrás de los embarcaderos había un muelle excavado en la piedra del cañón, una larga terraza atestada de bultos, a la espera de ser trasladados a las bodegas de los barcos o al pueblo. Detrás del muelle se veían varias escaleras que subían por la cara del acantilado hasta llegar al pueblo entre los cables de las grúas que utilizaban para subir infinidad de cajas y cofres, barriles y balas.
La orilla derecha del río estaba despejada, a excepción de algunos barcos mercantes que los precedían, corriente abajo, y el guardacostas, que ya iniciaba la maniobra de desatraque. Si conseguían adelantar el guardacostas y mantenerse delante, nada los detendría.
—Llevan al menos veinte arqueros en ese barco —dijo Sam con cierta reserva—. ¿Crees que nos dejarán adelantarlos sin más?
—Supongo que depende de cuántos agentes del enemigo vayan a bordo, si es que llevan alguno —contestó Lirael izando la vela maestra y orientándola para que la barca tomara más velocidad—. Si son guardias de verdad, no van a dispararles a un príncipe real ni a una hija de las Clarvis, ¿no te parece?
—Habrá que comprobarlo, supongo —masculló Sam, al que no se le ocurría ningún plan alternativo. Si los guardias eran verdaderos guardias, lo peor que podía ocurrir era que a él lo devolviesen a Belisaere. Si no lo eran, lo mejor era mantenerse lo más lejos posible de ellos—. ¿Y si el viento deja de soplar?
—Haremos que sople otro silbando —dijo Lirael—. ¿Se te dan bien los hechizos meteorológicos?
—No están a la altura de las exigencias de mi madre —contestó él. Los hechizos meteorológicos se hacían silbando las marcas del Gremio, y él era un silbador mediocre—. Aunque es posible que consiga que el viento sople.
—Un plan nada brillante, incluso para las exigencias de tu madre —comentó Zapirón, que observaba cómo el guardacostas izaba la vela disponiéndose a interceptarlos—. Lirael no tiene aspecto de hija de las Clarvis. Sameth parece un espantajo, no un príncipe real. Y el capitán de ese guardacostas tal vez no reconozca la Exploradora. De manera que aunque sean guardias de verdad, es altamente probable que nos obsequien con una lluvia de flechas si intentamos adelantarlos. Personalmente, no tengo ningún interés en convertirme en acerico.
—No nos queda otra salida —dijo Sam en voz baja—. Aunque dos o tres de ellos sean enemigos, nos atacarán. Si logramos conjurar el viento suficiente, quizá logremos mantenernos fuera del alcance de sus arcos.
—¡Fantástico! —rezongó Zapirón—. Mojado, helado y lleno de agujeros. Otro día de diversión en el río.
Lirael y Sam se miraron. La muchacha inspiró hondo. Las marcas del Gremio llenaron su mente y dejó que le fluyeran hasta los pulmones y la garganta donde describieron círculos. Y entonces silbó y las notas puras saltaron al cielo.
En respuesta al silbido, el río se oscureció a sus espaldas. El agua se llenó de olas y espuma blanca que empujaron a la Exploradora y su vela expectante.
Segundos después, el viento les dio de lleno. La barca se escoró un poco y adquirió velocidad, las jarcias sumaron su silbido ante la súbita presión. Zapirón manifestó su desdén con un siseo y abandonó la proa de un salto cuando una nube de rocío envolvió el sitio que había ocupado un momento antes.
Lirael siguió silbando y Sam la secundó; el hechizo meteorológico de ambos consiguió que el viento soplara detrás de la aleta de la Exploradora alejándola del guardacostas, cuya vela seguía mustia y desinflada.
El guardacostas, sin embargo, estaba dotado de remos y expertos bogantes. El cómitre apuró el ritmo, los remos se hundieron a mayor velocidad, la galera se lanzó a interceptar la Exploradora y, antes de que su proa se hundiera en el agua espumosa, el brillante metal de su ariete destelló bajo el sol.