Puente de arriba

A la mañana siguiente, Sam se sentía mucho mejor. Al menos físicamente. La magia curativa de Lirael había contribuido en gran medida a esa mejoría. Sin embargo, seguía con el ánimo por los suelos, nervioso por el peso de las responsabilidades.

Por su parte, Lirael sentía el cuerpo cansado, pero la mente muy despierta. Se había pasado la noche leyendo El libro de los muertos; amanecía cuando llegó a la última página y no se dio cuenta porque el calor que despedía el antiguo volumen contribuyó a que las frías horas nocturnas pasaran veloces.

Había olvidado ya gran parte del libro. La muchacha sabía que lo había leído entero, al menos había leído todas las páginas que había vuelto. Sin embargo, no tenía una idea exacta del texto en su conjunto. El libro de los muertos exigía muchas relecturas, pues con cada una de ellas ofrecía algo nuevo. En cierto sentido, era consciente de que aquella obra reconocía la ignorancia de la lectora y le había dejado entrever lo mínimo para que pudiera comprenderlo. Además, el libro le había planteado más preguntas sobre la muerte y los muertos que las que le había respondido. O tal vez había respondido a muchas de ellas, pero no recordaría la respuesta hasta que no llegara el momento.

Lo único que le quedó grabado en la mente fue la última página. Contenía una sola pregunta.

¿Es el caminante quien escoge el camino, o el camino el que escoge al caminante?

Pensó en aquella pregunta mientras hundía la cabeza en el río para tratar de despejarse, se ataba el pañuelo y se alisaba el chaleco sin dejar de pensar en ella. Le costó separarse de las campanas y El libro de los muertos. Al final los guardó otra vez en las alforjas de Sam aprovechando que él terminaba de hacer sus abluciones en otro lugar del río, detrás de los arbustos ralos que crecían en un islote.

Cargaron todo en la barca sin decirse una sola palabra, sin hacer ningún comentario sobre el libro o las campanas, y por supuesto, tampoco hablaron de la confesión que Sam le hiciera la noche anterior. Lirael izó la vela de la Exploradora y emprendieron viaje, río abajo; los acompañó el ruido de fondo producido por el golpeteo de la lona cuando la muchacha recogió la escota mayor, unido al rumor de la corriente al rozar la quilla. Todos parecían coincidir en que era demasiado temprano para conversar. En especial Zapirón, que ni siquiera se había molestado en despertarse y que fue llevado a bordo.

Cuando navegaban a buen ritmo, Lirael partió en trozos más pequeños algunas de sus tortas de canela, grandes como un plato, y las repartió. La Perra Canalla se comió su ración de un bocado y medio, pero Sam se quedó mirando la suya con recelo.

—¿Me arriesgo a partirme un diente o me limito a chupar mi trozo hasta que me sobrevenga la muerte? —preguntó al tiempo que intentaba sonreír.

Era evidente que se sentía mejor, pensó Lirael. Mejor esa actitud que el recital plañidero de la noche anterior.

—La tercera posibilidad es que me la des a mí —sugirió la Perra Canalla sin apartar la vista de la mano que sostenía la torta.

—Ni hablar —dijo Sam, le dio un mordisco e intentó masticarlo. Luego tendió la mitad sin comer y con la boca llena dijo—: Pero te doy lo que me queda si me dejas echarle un vistazo a tu collar.

No terminó la frase y la Perra Canalla ya había dado un salto al frente, se había tragado la torta y había apoyado la mandíbula sobre el regazo de Sam para que éste pudiera ver lo que quería.

—¿Para qué quieres ver el collar de la Perra Canalla? —preguntó Lirael.

—Lleva marcas del Gremio que no había visto en mi vida —contestó Sam cuando se disponía a tocar el objeto de su curiosidad.

Parecía hecho de cuero y llevaba grabadas las marcas del Gremio. Cuando lo rozó con los dedos, Sam se dio cuenta de que no era de cuero, ni mucho menos. Estaba hecho exclusivamente de marcas del Gremio, un mar de marcas en eterno fluir. Tuvo la sensación de que si hiciera presión, la mano entera se le hundiría en el collar y, llegado el caso, acabaría zambulléndose en él. En aquella inmensa balsa de magia encontró muy pocas marcas del Gremio conocidas.

De mala gana, apartó la mano y, siguiendo un impulso, le rascó la oreja a la Perra Canalla. Al tacto parecía un can como todos, de la misma manera que Zapirón parecía un gato. Sin embargo, los dos eran seres cargados de magia. En el caso de Zapirón, llevaba un collar en el cual había un hechizo vinculante de enorme potencia; el collar de la Perra Canalla era diferente, era casi, casi como si formara parte del propio Gremio. Al tacto se parecía mucho a un pilar del Gremio.

—¡Qué gustito! —suspiró la perra mientras la rascaba—. Un poquito más abajo, en el lomo, ahí, ahí. ¡Qué gustito!

Sam obedeció y la Perra Canalla se estiró mientras la rascaban, demostrando su deleite. Lirael se quedó mirándolos; de repente cayó en la cuenta de que era la primera vez que veía a la perra en compañía de otra persona, porque siempre desaparecía cuando aparecía alguien.

—Algunas de las marcas del Gremio que llevas en el collar me resultan conocidas —dijo Sam por comentar algo, mientras rascaba a la perra y contemplaba los juegos de luz del sol de la mañana sobre el agua.

Iba a hacer otro día caluroso, y él no tenía sombrero. Debió de perderlo al caer por las escaleras del molino que llevaban al embarcadero.

La perra no le contestó, se limitó a retorcerse para guiar la mano de Sam a los sitios donde le picaba.

—Aunque no recuerdo dónde las he visto —continuó Sam dejando de rascar a la perra para concentrarse. No sabía para qué servían, pero los había visto en alguna parte. No era en un grimorio ni en un pilar del Gremio, sino en algún objeto, en algo sólido—. No fue en el collar de Zapirón, porque ésas son distintas.

—Piensas demasiado —gruñó la Perra Canalla—. Sigue rascándome. Debajo de la mandíbula también.

—Para ser una sierva de las Clarvis, eres una perra muy exigente —observó Sam. Miró a Lirael y añadió—: ¿Siempre se porta así?

—¿Cómo? —preguntó Lirael a su vez distraídamente.

Se había puesto a pensar otra vez en El libro de los muertos. Le costaba un enorme esfuerzo prestar atención a lo que Sam le decía. Por un momento deseó encontrarse de vuelta en la Gran Biblioteca, donde nadie le dirigía la palabra a menos que fuera estrictamente indispensable.

Sam repitió la pregunta; antes de contestar, Lirael le echó un vistazo a la perra.

—Normalmente es mucho peor. Si no da la lata para pedir comida, la da para que la rasques. Es incorregible.

—Por algo me llaman la Perra Canalla —observó la mascota de Lirael con aire petulante al tiempo que meneaba el rabo—. Y no perra a secas. Será mejor que dejes de rascarme, príncipe Sameth.

—¿Por qué?

—Porque huelo gente —contestó la perra y, con un esfuerzo inmenso, se incorporó—. Hay gente detrás de esa curva.

Sam y Lirael miraron en esa dirección sin apreciar señales de que hubiera asentamientos ni embarcaciones en el río. El Renegado describía en ese punto una amplia curva y las riberas formaban altos riscos de piedra rosada que impedían ver con claridad.

—Y también oigo como un rugido —añadió la perra, temblorosa, con las orejas erguidas, desde su puesto en la proa.

—¿Como un rugido de cascadas? —preguntó Lirael, nerviosa. Confiaba en la Exploradora pero no le hacía ninguna gracia tener que sortear cascadas en su barca, ni en ninguna otra.

Sam se puso a su lado, se sujetó de la botavara para no perder el equilibrio e intentó ver el horizonte. Si había algo, estaba oculto detrás de la curva. Observó otra vez las riberas y notó que se elevaban hasta formar verdaderos acantilados; el río se estrechaba y más adelante tendría apenas unos pocos cientos de metros de ancho.

—¡Vale, no pasa nada! —dijo, y al ver la cara de asombro de Lirael tras oír la expresión ancelstierrana, aclaró—: No te preocupes, está todo en orden. Llegamos al Cañón de Puente de Arriba. El río se estrecha mucho y se vuelve muy torrentoso, aunque no tanto como para impedir la navegación. En esta época del año, baja menos caudaloso, de modo que no iremos a mucha velocidad.

—Ah, Puente de Arriba —dijo Lirael, con gran alivio. Había leído acerca del pueblo y había visto un aguafuerte coloreado a mano—. En realidad navegaremos debajo del pueblo, ¿no?

Sam asintió, pensativo. Había estado en el pueblo de Puente de Arriba una sola vez, hacía más de diez años, con sus padres. Entonces habían viajado por tierra, no por el Renegado, pero recordaba que Touchstone le había indicado dónde estaban los guardacostas que patrullaban río arriba, y la balsa que flotaba más allá de Puente de Arriba, donde el río volvía a ensancharse. No sólo mantenían esa parte del Renegado libre de piratas sino que cobraban peaje a los comerciantes. Con toda certeza, Ellimere ya habría dado órdenes a los guardacostas de que lo escoltaran hasta el puerto y lo devolvieran a Belisaere.

Sería una manera de ponerse a salvo, pensó, y entonces la responsabilidad de lo que ocurriera luego recaería en Ellimere. El problema era que tendría que enfrentarse a la discusión con los agentes de policía y eso demoraría todo intento de rescatar a Nick. Por otra parte, estaba seguro de que si eso ocurría, Lirael seguiría sin él.

—Pasamos por debajo, ¿no? —repitió Lirael.

—¿Cómo? —preguntó Sam, que seguía sin saber qué hacer—. Sí… claro. Será mejor que me acueste y me tape con una manta antes de que avistemos el pueblo.

—¿Por qué? —preguntaron Lirael y la Perra Canalla al unísono.

—Porque es un príncipe que ha hecho novillos —bostezó Zapirón avanzando unos pasos y levantándose sobre las patas traseras para ver el horizonte—. Se escapó y su hermana quiere que vuelva para asistir al Festival de Belisaere a interpretar el papel de tonto del verano o algo por el estilo.

—El pájaro del amanecer —lo corrigió Sam, muerto de vergüenza, mientras se ocultaba por debajo de los imbornales.

—¡Cuándo me dijiste que habías partido de Belisaere en busca de Nicholas, pensé que era porque tus padres te habían mandado! —exclamó Lirael adoptando, sin querer, el mismo tono que empleaba cuando regañaba a la Perra Canalla—. Igual que las Clarvis me enviaron a mí. ¿Quieres decir que no tienen ni idea de lo que estás haciendo?

—Pues… no —contestó Sam, manso como un corderito—. Aunque es muy probable que mi padre haya adivinado que he ido a encontrarme con Nick. Si es que se han enterado de que me he ido. Depende del lugar de Ancelstierre en donde estén. Pero pienso explicárselo todo cuando le enviemos mensajes. El único problema es que cabe la posibilidad de que Ellimere haya ordenado a la guardia y a la policía que, si pueden, me devuelvan a Belisaere.

—Lo que faltaba —dijo Lirael—. Contaba con que me serías de utilidad si necesitábamos pedir ayuda por el camino. Pensé que un príncipe real…

—Todavía puedo ser de utilidad… —aventuró Sam, pero en ese momento doblaron la curva y la Perra Canalla soltó un ladrido de advertencia.

En mitad del río, un guardacostas estaba amarrado a una boya de considerable tamaño; se trataba de una galera de gran eslora, con treinta y dos remos y vela con aparejo en cruz. En cuanto la Exploradora asomó por la curva del río, un marinero soltó amarras y otros izaron la vela roja que lucía la torre dorada del servicio real.

Sam se agachó todavía más y se tapó la cara con la manta. Algo le rozó la mejilla cuando se acomodó y empezó a pensar que a lo mejor había sido una rata. Acto seguido vio que Zapirón también se había metido debajo de la manta.

—No tiene sentido que les demos motivos para que se pregunten qué hace un gato aristocrático compartiendo la cubierta con una perra sarnosa —susurró Zapirón al oído de Sam, bajo el calor sofocante de la manta—. ¿Tú crees que harán lo mismo que los guardias de las ciudades cuando revisan los carromatos cargados de paja para ver si hay contrabando oculto?

—¿Qué es lo que hacen? —murmuró Sam, a su vez, aunque tenía la sensación de que prefería no saberlo.

—Traspasarlo todo con lanzas para asegurarse de que entre la paja no haya nada… o nadie —contestó Zapirón, con aire ausente—. ¿Te importa si me meto debajo de tu brazo?

—No harán nada así —dijo Sam, convencido—. Porque verán que ésta es una embarcación de las Clarvis.

—¿Estás seguro? Todo es posible… Al fin y al cabo, Lirael no tiene pinta de Clarvi, ¿o tú le ves pinta de Clarvi? Si tú mismo sospechaste que había robado la barca.

—Callaos de una vez —ladró la Perra Canalla muy cerca del oído de Sam.

A continuación, el muchacho notó que se acomodaba a su lado, encima de la manta. Volvió a moverse cuando Lirael alisó la manta para que parecieran equipaje en lugar de cuerpos.

Transcurrieron diez minutos sin que nada pasara. Zapirón se durmió otra vez y la Perra Canalla se apoyó con más fuerza contra Sam. El muchacho descubrió que aunque sólo veía el revés de la manta, oía todo tipo de sonidos en los que antes no había reparado: el crujido del casco hecho de tablas, el chapoteo de las olas cuando la proa las cortaba, el leve murmullo de las jarcias, el traqueteo de la botavara cuando pusieron proa al viento y se detuvieron.

Entonces oyó otro ruido, el sonoro chapaleteo de muchos remos que bogaban al compás y una voz que gritaba:

—¡Con tesón, sin cesar, a bogar y a cantar, con tesón, sin cesar… remos arriba y adentro!

Siguió un grito tan fuerte y cercano que Sam estuvo a punto de dar un brinco.

—¡Ah, del barco! ¡Identifique la embarcación y el puerto de destino!

—La Exploradora, barca de las Clarvis —contestó Lirael, pero el ruido de la corriente ahogó su voz. La muchacha gritó entonces y se sorprendió de la fuerza de sus pulmones—. La Exploradora, barca de las Clarvis. Vamos a Qyrre.

—Ah, sí, conozco la Exploradora —dijo la voz, en un tono menos formal—. Y es evidente que ella conoce la mano de quien la gobierna, señora…, de manera que puede pasar. ¿Hará un alto para subir al pueblo?

—No —contestó Lirael—. Vengo en representación de las Clarvis y me urge seguir viaje.

—Sin duda, sin duda —dijo el capitán del guardacostas haciéndole una reverencia a Lirael desde su embarcación, separada de la Exploradora por un corredor de agua de apenas doce metros—. Se avecinan problemas, seguro. Será mejor que se mantenga lejos de las riberas, pues hemos recibido noticias de la presencia de criaturas muertas. Como en los viejos tiempos, antes del regreso del rey.

—Tendré cuidado —gritó Lirael—. Gracias por la advertencia, capitán. ¿Puedo seguir viaje?

—Pase, amiga mía —gritó el guardia haciéndole señas con el brazo.

Con ese movimiento, los remos volvieron a caer en el agua y los hombres comenzaron a bogar con fuerza desde sus bancos. La timonel orientó el timón y el guardacostas se alejó cortando la corriente con la proa. Lirael vio brillar algo metálico debajo del agua cuando la galera se alzó; comprobó que se trataba de un largo ariete de acero. El guardacostas contaba con los medios necesarios para hundir cualquier embarcación que no se detuviera tras recibir la correspondiente advertencia.

Cuando pasaron, uno de los guardias miró a Lirael con cara rara, y la muchacha vio que llevaba la mano a la cuerda del arco. Los demás ni se molestaron en echarle un vistazo, y al cabo de un rato, el guardia de aspecto extraño se alejó dejando en la muchacha una sensación de incomodidad. Por un instante creyó haber percibido el olor metálico de la magia libre. Miró a la perra y comprobó que su mascota también se había fijado en el mismo guardia y tenía el pelo del lomo erizado.

Sam escuchaba el rítmico susurro producido por los remos al alelarse la galera y la voz, cada vez más amortiguada, del cómitre.

—¿Se han ido?

—Sí —contestó Lirael, con calma—. Pero mejor que sigas escondido. Todavía no los hemos perdido de vista y estamos llegando a Puente de Arriba. Uno de ellos me ha dado mala espina. Y me llegó el olor de la magia libre, como si no se tratara de un hombre de verdad.

—No puede tratarse de alguien producto de la magia libre —adujo Sam—. El río baja con mucha agua.

—A diferencia de los muertos, no todos los seres producidos por la magia libre sienten aversión al agua —dijo Zapirón—. Sólo los que tienen sentido común.

—El gato está en lo cierto —añadió la perra—. El agua corriente no constituye impedimento alguno para aquéllos que pertenecen a la Tercera Línea o para cualquier ser dotado de la esencia de los Nueve. No espero que haya nada de eso por aquí, pero sí que olí algo de esa ralea a bordo del guardacostas, príncipe Sameth. Algo que de hombre tenía sólo la apariencia. Por fortuna, no se atrevió a revelar su presencia ante tanta gente. No obstante, debemos mantenernos alerta.

Sam suspiró y logró resistir a la tentación de apartar un poco la manta. Ante la inminencia del peligro, le resultaba difícil seguir tumbado en la oscuridad. Además, nunca había visto Puente de Arriba desde el agua y, según decían, se trataba de uno de los espectáculos más maravillosos del reino.

Lirael así lo creía. Pese a que la corriente se hacía cada vez más fuerte, se alegró de que la Exploradora se gobernara sola para que ella pudiera contemplar el paisaje con la boca abierta.

Puente de Arriba fue en sus orígenes un inmenso puente natural de piedra, apoyado en lo alto de las paredes del cañón, y al fondo, a más de ciento cuarenta metros de profundidad, discurrían las aguas impetuosas del Renegado. A lo largo de los siglos, el esplendor natural del puente se vio complementado por las construcciones del hombre. El primero de los edificios erigidos allí fue un castillo, edificado aprovechando la ventaja de la protección ofrecida por las profundas aguas que fluían allá debajo. No había criatura muerta capaz de acercarse a sus murallas, pues para ello, debían cruzar la veloz correntada.

Aquel lugar resultó una gran atracción en los años que duró el interregno, cuando la mayoría de los pilares del Gremio, erigidos en el reino, habían sido rotos, y las aldeas que dependían de ellos para su protección, arrasadas, con lo cual los muertos y sus seguidores tuvieron las manos libres para hacer y deshacer a su antojo. En pocos años, el castillo primigenio se rodeó de casas, posadas, almacenes, molinos, forjas, talleres, establos, tabernas y todo tipo de edificios. Gran parte de estas nuevas construcciones se cavaron en el mismo puente, pues la piedra tenía decenas de metros de espesor. El puente, por su parte, medía más de kilómetro y medio de borde a borde, aunque no era muy largo; según la leyenda, una flecha disparada por el famoso arquero Aylward Pelonerni había conseguido cubrir la distancia que mediaba entre los acantilados oriental y occidental.

Lirael contemplaba extasiada aquella extraña metrópolis cuando oyó un grito de mujer que, aparentemente, provenía del mascarón de proa de la barca. En ese mismo instante, se le escapó de la mano la barra del timón y la Exploradora se desvió a babor. Acto seguido, la botavara se deslizó con un movimiento violento, la barca se escoró tanto, que por estribor, el alcázar se hundió casi del todo en el río y la cubierta se llenó de agua.

Sam acabó lanzado contra la barandilla de estribor. Sin saberse como, Zapirón y la Perra Canalla acabaron encima de él junto con un montón de bultos más: el agua le caía copiosamente.

El muchacho sacó las manos de debajo de la manta, tanteó desesperado la borda e intentó agarrarse de la barandilla, pero sus manos sólo se encontraron con agua a raudales. Entonces, Sam se dio cuenta de que la Exploradora se había escorado tanto que estaba a punto de volcar. Luchó denodadamente para desembarazarse de Zapirón, la Perra Canalla, los bultos y la manta, al tiempo que gritaba:

—¡Lirael! ¡Lirael! ¿Qué ocurre?