El libro de los muertos
Las explicaciones tuvieron que esperar casi todo el día, porque Sam no despertó hasta que la Exploradora varó sola en un banco de arena y Lirael levantó campamento en la isla que había al lado. Mientras cenaban pescado asado, tomates secos y galletas, se contaron sus respectivas historias. Lirael se sorprendió de lo fácil que le resultaba hablar con él. Era casi, casi como conversar con la Perra Canalla. A lo mejor se debía al hecho de que no era una Clarvi, pensó.
—De manera que has visto a Nicholas —dijo Sam resoplando—. Y se encuentra en compañía de ese nigromante, el tal Hedge. Están desenterrando un terrible objeto de la magia libre. Imagino que debe de tratarse de la celada de rayos de la que me hablaba en su carta. Esperaba, tonto de mí, que todo fuese producto de una coincidencia. Que Nick no tuviera nada que ver con el enemigo, que su viaje al lago Rojo estuviese motivado realmente por algo interesante de lo que se había enterado.
—No, no lo vi por mí misma —aclaró Lirael de mala gana, no fuera ser que le pidiera luego que utilizara su supuesto don de la visión para averiguar más cosas—. Sino que me mostraron la visión. Fue precisa una guardia de más de mil quinientas Clarvis para ver los alrededores de la fosa. No supieron precisar cuándo fue… o cuándo será. A lo mejor todavía no ha ocurrido.
—Calculo que no debe de llevar mucho tiempo en el reino —comentó Sam con poca convicción—. Aunque yo diría que en este momento ha llegado ya al lago Rojo. Y la excavación que viste pudo empezar sin él. Los muertos que llevan gorros y pañuelos azules deben de ser los refugiados sureños, los que cruzaron el Muro hace más de un mes.
—Según la otra visión de las Clarvis, dentro de muy poco encontraré a Nicholas en el lago Rojo —aclaró Lirael—. Pero no quiero llegar sin estar preparada. Y menos si Hedge lo acompaña.
—La situación se agrava por momentos —dijo Sam quejumbroso mientras se agarraba la cabeza con ambas manos—. Habrá que mandarle un mensaje a Ellimere. Y… no sé…, conseguir que mis padres regresen de Ancelstierre. Aunque ahí todavía tienen que solucionar el problema de los sureños. A lo mejor podría viajar mi madre y dejar que mi padre se ocupara de eso…
—Creo que las Clarvis ya han enviado mensajes —dijo Lirael—. La cuestión es que no saben tanto como nosotros, de modo que será mejor que las avisemos. Entretanto, algo tendremos que hacer, ¿no? El rey y la Abhorsen tardarán todavía en enterarse de la situación y más en regresar.
—Supongo —dijo Sam, sin entusiasmo—. Ojalá Nick me hubiese esperado en el Muro.
—Es probable que no le quedara más remedio —dijo la Perra Canalla que escuchaba atentamente ovillada a los pies de su ama.
Zapirón estaba cerca, con las patitas extendidas cerca de los restos del fuego en el que habían hecho la comida, rodeado de espinas de pescado. En cuanto terminó de dar cuenta de la cena, se durmió sin prestar la menor atención a la conversación de Sam y Lirael.
—Es probable —convino Sam mientras se miraba distraídamente las cicatrices de las muñecas—. Ese nigromante, el tal Hedge, debe… debe de haberse apoderado de él cuando estuvimos en la Frontera. Después de aquel incidente no volví a ver a Nick. Sólo nos escribimos. No me queda más que seguir buscando a ese tonto redomado.
—Tenía cara de enfermo —dijo Lirael sorprendida de que el recuerdo hubiera traído tanta preocupación. Nick le había tendido la mano y la había saludado…—. Enfermo y confundido. Yo creo que estaba afectado por la magia libre, pero que no sabía lo que estaba pasándole.
—Nick nunca entendió nada de lo que pasa aquí, ni aceptó jamás la idea de que la magia funciona —dijo Sam con la vista clavada en las brasas.
Con los años, las ideas de Nick respecto de la magia se habían hecho más firmes, si cabe, y no terminaba nunca de cuestionar los conceptos nacidos de ella ni de preguntar por qué las cosas eran como eran. Nunca había aceptado nada que estuviese en abierta contradicción con su comprensión de las fuerzas de la naturaleza y la mecánica que hacía funcionar el mundo.
—Yo no entiendo Ancelstierre —comentó Lirael—. He leído cosas, es muy posible que se trate de otro mundo.
—A mí siempre me pareció menos real que éste —dijo Sam, sin apartar la vista del fuego, como si no estuviera escuchando. Contemplaba las chispas que salían volando y trataba de contar cuántas se elevaban con cada ráfaga—. Como un sueño muy vivido, aunque algo deslavazado y desteñido, como una acuarela de colores muy diluidos, más suaves, pese a que tienen luz eléctrica, máquinas y todo lo demás. Supongo que era debido a que en la escuela casi no había magia, porque estábamos demasiado lejos del Muro. A veces conseguía tejer sombras y hacer algunos trucos con la luz, pero sólo cuando soplaba viento del norte. Muchas veces, al no poder bucear en las marcas del Gremio, sentía como si una parte de mí estuviera dormida.
Quedó en silencio, los ojos clavados en las brasas. Al cabo de un momento, Lirael dijo:
—Volviendo a lo que tenemos que hacer. Yo voy a Qyrre, donde debería reunir a un grupo de agentes de policía o de la Guardia Real para que me escolten hasta el pueblo de Borde. Lo que pasa es que parece que Hedge ya sabe que existo… que existimos…, de manera que no parece que sea la mejor idea del mundo. Tengo que ir al lago Rojo, pero no tan a la vista de todos. Sería muy tonto de mi parte amarrar en el embarcadero de Qyrre y desembarcar, ¿no?
—Sin duda —convino la Perra Canalla, mirando fijamente a su ama, orgullosa de las conclusiones que acababa de sacar—. Hedge desprendía un tufo, un olor a poder lo bastante fuerte para que yo lo captara cuando Lirael logró huir de él. Creo que es algo más que un nigromante. Da igual lo que sea, lo que está claro es que es muy listo y que hace mucho que se prepara para atacar el reino. Contará con secuaces tanto entre los vivos como entre los muertos.
Sameth siguió callado. Apartó la vista del fuego y frunció el ceño al ver que Zapirón seguía durmiendo. Ahora que estaba claro que Nicholas se encontraba en las garras del enemigo, Sam no sabía qué hacer. En la seguridad de su cuarto de la torre, acudir al rescate de Nicholas le había parecido una buena idea, pero más simple, sin tantas complicaciones.
—No podemos ir a Qyrre —dijo Sam—. Se me ocurre que podríamos ir a la Casa… la Casa de la Abhorsen. Desde allí puedo enviar halcones mensajeros y podemos… bueno, conseguir cosas para el viaje. Camisones. Una espada mejor para mí.
—Y allí estaríamos a salvo —dijo la perra lanzándole a Sam una penetrante mirada.
El muchacho apartó la vista, incapaz de sostener la mirada de la Perra Canalla. Era como si le leyera el pensamiento, como si conociera sus secretos más íntimos. En su fuero interno se producía una dura batalla entre dos voces: una le decía que siguiera adelante; la otra le decía que no sería capaz de continuar. Era tanta la tensión del momento que le entraron ganas de vomitar. Fuera donde fuese, no podía huir de sus deberes de Abhorsen en ciernes, y muy pronto, se descubriría que no era más que un impostor.
—Me parece una buena idea —dijo Lirael—. Está en los Despeñaderos Largos, ¿verdad? Desde allí iremos hacia el Oeste, manteniéndonos alejados de los caminos. ¿Hay caballos en la Casa? Yo no sé montar, pero podría ponerme una piel del Gremio y tú…
—Mi yegua ha muerto —la interrumpió Sam y se puso pálido de repente—. ¡No quiero otro caballo!
Se levantó con brío; se internó cojeando en la oscuridad, llegó a orillas del Renegado y se puso a observar sus olas plateadas y su vasta extensión oscura. Alcanzaba a oír a Lirael y a esa criatura con forma de perro, tan parecida a Zapirón que resultaba inquietante; hablaban de él en voz muy baja y no entendía nada, aunque sabía que él era el tema de conversación; sintió vergüenza.
—¡Es un malcriado! —susurró Lirael, enfadada. No estaba acostumbrada a ese tipo de comportamientos. En sus exploraciones había hecho lo que quería, sin embargo, en la biblioteca, se había sometido a la estricta disciplina y a la cadena de mando. Era cierto que Sam le había dado información muy útil, pero por lo demás, era un incordio—. Intentaba idear algún tipo de plan. A lo mejor deberíamos dejarlo por aquí.
—Está atribulado —reconoció la Perra Canalla—. Además, se ha visto sometido a unas pruebas durísimas que han superado todo lo imaginable… Está dolido y tiene miedo. Irá mejorando conforme pasen los días.
—Eso espero —dijo Lirael.
Ahora que sabía más sobre Nicholas, la celada de rayos y los ataques sufridos por Sam a manos de los muertos, se dio cuenta de que toda ayuda era poca. Tanto para ella como para el reino.
—Al fin y al cabo, es su trabajo —añadió la muchacha—. Él es el Abhorsen en ciernes. ¡Yo tendría que estar en el glaciar, tan ricamente, mientras él se ocupa de Hedge o lo que quiera que pulule por ahí!
—Si el palpito de la Abhorsen y el rey sobre los planes de Hedge resultara ser cierto, nadie podrá estarse tan ricamente, como dices tú —le hizo notar la Perra Canalla—. Y cuantos pertenecen al linaje, deben defender el Gremio.
—¡Ay, perrita mía! —exclamó Lirael con tono plañidero, abrazándose a su mascota—. ¿Por qué todo tiene que ser tan difícil?
—Porque sí —dijo la Perra Canalla ladrándole en la oreja—. Descansa, el sueño te ayudará a no ver las cosas tan complicadas. El nuevo día traerá nuevas experiencias, nuevos olores.
—Imposible que el sueño ayude en nada —protestó Lirael, no obstante, se acomodó en el suelo y arrastró la mochila para usarla de almohada.
Hacía demasiado calor para taparse con la manta y pese a que soplaba la leve brisa del río, venía cargada de humedad, de mosquitos y jejenes. El verano no había empezado aún, al menos según marcaba el calendario del reino, pero el tiempo hacía y deshacía a su antojo, sin hacer caso de las mediciones del hombre. Y no había señales de que la lluvia refrescante fuera a llegar.
Lirael aplastó un mosquito y se volvió al comprobar que Sam regresaba y hurgaba en sus alforjas. Sacaba algo, un objeto destellante. La muchacha se incorporó al ver que se trataba de una rana con piedras preciosas incrustadas. Una rana alada.
—Discúlpame por haberme comportado mal —murmuró Sam depositando la rana alada en el suelo—. Ella se encargará de ahuyentar a los mosquitos.
A Lirael no le hizo falta preguntar cómo lo hacía. Porque la rana saltó acrobáticamente hacia atrás y utilizó la lengua para zamparse dos mosquitos muy grandes y repletos de sangre.
—Ingenioso —dijo la Perra Canalla medio adormilada al tiempo que asomaba la cabeza del cómodo agujero que había excavado para dormir.
—La hice para mi madre —dijo Sam con tono de compadecerse a sí mismo—. Es lo único que se me da bien. Construir cosas.
Lirael asintió mientras veía cómo la rana causaba estragos en la población de insectos del lugar. Se movía con agilidad, las alas de bronce batían tan deprisa como las de un colibrí, produciendo un sonido suave, como el del viento al agitar unos postigos cerrados a cal y canto.
—Zapirón tuvo que matarla —dijo Sam de pronto, mirando el fuego—. Me refiero a Retoño, mi yegua. La hice correr tanto que reventó. No fui capaz de asestarle el golpe de gracia. Zapirón tuvo que cortarle el cogote para asegurarse de que los muertos no la mataran y se hicieran más fuertes.
—No da la impresión de que hubiera otra salida —comentó Lirael, incómoda—. No sé, lo digo porque tú no podías hacer nada más.
Sam guardó silencio y siguió contemplando las pocas brasas rojas que quedaban e iban cambiando de forma y de color pasando del naranja al negro, del negro al rojo. Le llegaba el murmullo amortiguado del Renegado y la respiración jadeante de la Perra Canalla. La presencia de Lirael, allí sentada, a tres palmos de distancia, a la espera de que dijese algo, era algo palpable.
—Debería haberla matado yo —susurró Sam—. Pero tuve miedo. Miedo de la muerte. Siempre le he tenido miedo a la muerte.
Lirael calló, cada vez más incómoda. Nadie le había hecho nunca una confesión tan personal, y menos en esas circunstancias. Se trataba del hijo de la Abhorsen, del Abhorsen en ciernes. Era imposible que temiera a la muerte. Era como si una Clarvi tuviera miedo del don de la visión. Le resultaba imposible imaginar algo semejante.
—Estás cansado y herido —dijo al fin—. Deberías dormir. Mañana te sentirás mejor.
Sam se volvió y la miró, pero no levantó la cabeza, no se atrevía.
—Tú entraste en el reino de los muertos —masculló Sam—. ¿Tuviste miedo?
—Sí —reconoció Lirael—. Pero me limité a hacer lo que decía el libro.
—¿Qué libro? —preguntó Sam y se estremeció pese al calor—. ¿El libro de los muertos?
—No —contestó Lirael. Era la primera vez que oía mencionar El libro de los muertos—. Me refiero a El libro del recuerdo y el olvido. Trata del reino de los muertos sólo porque las recordadoras se ven obligadas a adentrarse en él para ver el pasado.
—Primera noticia que tengo de él —farfulló Sam. Miró sus alforjas como si se tratara de sacos llenos de veneno, a punto de reventar—. Se supone que debo estudiar El libro de los muertos, pero ni siquiera soporto tenerlo ante mi vista. Intenté dejarlo en mi cuarto, pero me siguió. Igual que las campanas. Me es imposible alejarme de él, pero tampoco me atrevo a mirarlo. Y tal como están las cosas, seguro que voy a necesitar el libro y las campanas para salvar a Nick. ¡Qué injusto es todo! ¡Yo nunca pedí ser el Abhorsen en ciernes!
«Yo tampoco pedí que mi madre me abandonara a los cinco años, tampoco pedí ser una Clarvi sin el don de la visión», pensó Lirael. El príncipe Sameth era algo inmaduro para sus años y, como la Perra Canalla había dicho, estaba cansado y herido. Que tuviera el ataque de autocompasión en paz. Si a la mañana siguiente seguía hundido, la Perra Canalla podía pegarle un buen mordisco. Con Lirael había funcionado.
En lugar de decir lo que pensaba, Lirael tocó la bandolera que estaba junto a Sam.
—¿Te importa si les echo un vistazo a las campanas? —preguntó, notaba la fuerza que destilaban pese a encontrarse inactivas—. ¿Cómo se usan?
—Lo explica El libro de los muertos —contestó de mala gana—. Lo que ocurre es que no se puede practicar. Hay que utilizarlas de verdad, cuando llega el momento. ¡No! Por favor…, no las saques.
—Tendré cuidado —dijo Lirael, sorprendida de su reacción. Había palidecido, en la oscuridad, su cara parecía más blanca, y temblaba—. Ya se algo sobre ellas, porque se parecen a las flautas de mi zampona.
Sam retrocedió unos pasos, presa del pánico. Si a la muchacha llegaba a caérsele una campana, o si tañía alguna sin querer, los dos acabarían siendo arrojados al reino de los muertos. La sola idea le producía terror. Por otra parte, algo en su interior lo impulsaba a dejar que la chica cogiera las campanas, como si al hacerlo se rompiera el vínculo que lo ataba a ellas.
—Bueno, creo que puedes echarles un vistazo —dijo—. Si te apetece.
Lirael asintió, pensativa, mientras acariciaba los suaves mangos de caoba y el cuero fino, cubierto por una capa de cera de abeja. Notó un súbito impulso de ponerse la bandolera y adentrarse en la muerte para probar las campanas. En comparación, las flautas de su zampona eran de juguete.
Sam la observaba acariciar las campanas y tembló de pies a cabeza, al recordar lo frías y pesadas que le habían parecido cuando se las había colocado sobre el pecho. El pañuelo que cubría la cabeza de Lirael se deslizó hacia atrás dejando al descubierto su larga cabellera negra. Al ver aquella cara iluminada por el fuego y la luz reflejada en aquellos ojos, Sam se sintió la mar de raro. Tuvo la sensación de que la había visto antes. Pero era imposible, porque él nunca había visitado el glaciar y ella nunca había salido de allí hasta ese momento.
—¿Me dejas que le eche un vistazo a El libro de los muertos? —preguntó Lirael, incapaz de disimular el entusiasmo.
Sam la miró con fijeza, como si se hubiese quedado con la mente en blanco.
—El libro de los muertos podría de… de… destruirte. —Ya estaba, los nervios lo traicionaban, volvía a tartamudear—. No hay que tomárselo a la ligera.
—Ya lo sé. No sé explicártelo, pero siento que debo leerlo.
Sam reflexionó. Las Clarvis eran primas de la familia real y de la Abhorsen, por tanto, suponía que Lirael tenía todo el derecho a hacerlo por pertenecer al linaje. Al menos eso bastaba para que no los destruyera a los dos en un abrir y cerrar de ojos. Además, había estudiado El libro del recuerdo y el olvido, aunque él no tenía ni idea de qué trataba, pero quedaba claro que tras su lectura, se había convertido en una especie de nigromante, al menos en lo referente a viajar al Reino de la Muerte.
—Lo tienes ahí —dijo bruscamente señalando la alforja correspondiente.
Sam se quedó un instante en suspenso, luego retrocedió hasta situarse a más de diez pasos de la fogata, más cerca del río; la Perra Canalla y Zapirón quedaron entre él y Lirael… y el libro. Se acostó y, muy resuelto, miró para otro lado. No quería ver el libro. Su rana voladora fue tras él y en un periquete limpió de mosquitos la zona donde estaba su yacija. Oyó a sus espaldas el ruido que hicieron las correas de la alforja cuando las desabrocharon. Se vio luego el brillo suave de la luz del Gremio, seguido del chasquido de los broches de plata… y el susurro de las páginas. No hubo explosiones, ni llamas destructivas.
Sam dejó de contener el aliento, cerró los ojos y trató de dormirse. Al cabo de pocos días llegarían a la Casa de la Abhorsen. Estaría a salvo. Se quedaría allí. Lirael podía seguir sola.
«Lo que pasa —le dijo su conciencia antes de que se durmiera del todo—, es que Nicholas es amigo tuyo. A ti te corresponde ocuparte de los nigromantes. Tus padres esperan que seas tú quien se enfrente al enemigo».