Un baño en el rio
Lirael siguió el consejo de Sanar y Ryelle y pasó la primera noche fuera del glaciar de las Clarvis anclada al abrigo de una isla larga y estrecha, en el centro del Renegado, rodeada de más de cuatrocientos metros de aguas profundas y caudalosas.
En cuanto amaneció, después de desayunar avena, una manzana, una torta canela más bien dura y varios tragos de agua clara del río, Lirael levantó el ancla, la guardó y llamó a la perra con un silbido. Se volvió a nado desde la isla, donde había dejado su canino en recuerdo de los perros que pudieran visitarla algún día.
Acababan de levar el ancla y comenzaban a ponerse a favor del viento cuando de repente la Perra Canalla se puso tiesa y señaló hacia la orilla al tiempo que soltaba un aullido de advertencia.
Lirael agachó la cabeza para ver por debajo de la botavara y con la vista siguió la dirección que señalaba con la pata la Perra Canalla hasta un objeto situado a trescientos metros corriente abajo. Al principio, la muchacha no distinguió de qué se trataba, parecía algo metálico sobre la superficie del río y reflejaba el sol de la mañana. Cuando por fin lo reconoció, con más atención para confirmar su conclusión inicial.
—Parece una bañera —dijo despacio—. Y dentro va un hombre.
—A todas luces se trata de una bañera —convino la Perra Canalla—. Y de un hombre. Hay algo más… Será mejor que tengas una flecha preparada, amita.
—Da la impresión de estar desmayado. O muerto —contestó Lirael—. ¿No deberíamos seguir navegando y dejarlos atrás?
Se limitó a dejar el timón al mando de la Exploradora, sacó el arco y lo tensó. Envainó a Nehima y extrajo una flecha del carcaj.
La Exploradora parecía compartir el deseo de cautela de la Perra Canalla, porque se mantuvo a distancia de aquel objeto. La bañera navegaba mucho más despacio que ellas, impulsada sólo por la corriente. Pero con el viento dándole de lleno en la manga, la Exploradora era bastante más rápida y podría adelantar a la extraña embarcación si pasaba por su lado describiendo un arco y proseguía su rumbo.
Seguir su rumbo era lo que Lirael deseaba. No quería tener nada que ver con extraños, si no era absolutamente necesario. Aunque tarde o temprano, se vería obligada a tratar con otras personas y el pobre hombre parecía en dificultades. Seguramente si se había aventurado a navegar por el Renegado en aquella bañera metálica tan poco fiable no había sido por voluntad propia.
Lirael frunció el entrecejo y se caló el pañuelo casi hasta los ojos, para que la cara no le quedara tan al descubierto. Cuando se encontraban a cincuenta metros escasos y a punto de rebasar la bañera, coloco una flecha en el arco pero no la disparó. El hombre no se había dado cuenta de la aproximación de la Exploradora, porque no se había movido siquiera. Estaba tumbado de espaldas en la bañera, los brazos le colgaban de los costados y tenía las rodillas flexionadas. Lirael vio junto a él la empuñadura de una espada y en el pecho llevaba algo…
—¡Campanas! ¡Es un nigromante! —exclamó Lirael, tensando el arco.
Aquel hombre no se parecía a Hedge, pero un nigromante era un nigromante y estaba claro que eran peligrosos. Atravesarlo con una flecha suponía ganar en tranquilidad. A diferencia de los siervos muertos, los nigromantes no tenían pavor al agua corriente. Con toda seguridad, éste fingía estar herido para hacerla caer en la trampa.
Se disponía a disparar la flecha cuando la perra ladró de repente:
—¡Espera! ¡No huele como los nigromantes!
Sorprendida, Lirael dio un brinco y al dispararse, la flecha surcó el aire pasando a menos de un palmo por encima de la cabeza del hombre. De haberse incorporado, le habría dado en la garganta o en un ojo, matándolo al instante.
La flecha describió un arco descendente y cayó al agua, lejos de la bañera, justo cuando un pequeño gato blanco asomaba entre las piernas del hombre, se subía a su pecho y bostezaba.
Aquello provocó la inmediata reacción de la Perra Canalla, que se puso a ladrar como una posesa e intentó lanzarse al agua. Lirael apenas atinó a bajar el arco y a aferrar a su mascota por la cola antes de que se lanzara por la borda.
La Perra Canalla meneaba la cola con tanta alegría y a una velocidad tal que Lirael se las vio y se las deseó para que no se le escurriera de las manos. La muchacha no consiguió determinar si aquello era una nuestra de amistad o de entusiasmo ante la perspectiva de perseguir al gato…
Con tanto barullo, el hombre de la bañera acabó por despertar. Se incorporó despacio, medio adormilado, mientras el gato avanzaba con paso inseguro para instalarse sobre su hombro. Al principio el hombre miraba hacia el lado opuesto de donde venían los ladridos; luego se volvió hacia la barca y, de inmediato, echó mano de la espada.
Lirael cogió otra vez el arco y preparó otra flecha. La Exploradora puso proa al viento de modo que aminoraron la marcha, con lo que Lirael contó con la estabilidad necesaria para disparar.
El gato habló entonces, alternando las palabras con los bostezos.
—¿Qué haces aquí?
Lirael dio un brinco de sorpresa pero consiguió que no se le cayera la flecha. Se disponía a contestar cuando advirtió que el gato se dirigía a la Perra Canalla.
—¡Put! —contestó la perra—. Yo juraría que alguien tan taimado sabría la respuesta a esa pregunta. ¿Cómo te llamas ahora? ¿Y quién es ese golfillo de aspecto lamentable que va contigo?
—Me llaman Zapirón —contestó el gato—. Casi todo el tiempo. ¿Y a ti qué nombre…?
—Este golfillo de aspecto lamentable sabe hablar por sí mismo —lo interrumpió el hombre, airado—. ¿Quién o qué eres tú? ¡Y tú, muchacha! Ésa es una de las barcas de las Clarvis, ¿no? ¿La has robado?
La Exploradora dio un bandazo al oír el insulto y Lirael apretó con fuerza el arco, mientras subía despacio la mano derecha a la cuerda. Se trataba de un golfillo arrogante que, para colmo, era más joven que ella ¡Y llevaba campanas de nigromante! Aparte de ese detalle, era bastante apuesto, otro punto en contra, por lo que a ella respectaba. Los hombres apuestos siempre eran los que se le acercaban en el refectorio, seguros de que ella no se atrevería a rechazar sus atenciones.
—Yo soy la Perra Canalla —contestó el chucho con toda tranquilidad—. Compañera de Lirael, hija de las Clarvis.
—Así que te ha robado a ti también —gruñó Sam, sin pensar siquiera en lo que decía. Le dolía todo el cuerpo, y llevar a Zapirón montado en el hombro era sumamente incómodo e irritante.
—Yo soy Lirael, hija de las Clarvis —anunció Lirael, muy solemne, la rabia se impuso a su habitual sentimiento de ser una impostora—. ¿Y tú quién eres o qué eres, aparte de un grosero insoportable?
El hombre, en realidad, el muchacho, la miró fijamente hasta que a Lirael se le subieron los colores y tuvo que agachar la cabeza y ocultarse tras el flequillo y el pañuelo. Sabía muy bien lo que estaba pensando de ella.
Era imposible que fuese hija de las Clarvis. Las Clarvis eran altas, rubias y elegantes. Aquella muchacha… en realidad, aquella mujer… tenía el cabello oscuro y llevaba un atuendo raro. Su chaleco rojo brillante no se parecía en nada a las blancas túnicas salpicadas de estrellas que distinguían a las Clarvis y que él había visto en Belisaere. Tampoco hacía gala de aquella confianza distante de las videntes que siempre lo habían puesto nervioso cuando se las encontraba por casualidad por los pasillos de palacio.
—No tienes aspecto de ser hija de las Clarvis —dijo remando en la bañera para acercarse más. La corriente estaba alejándolo de la Exploradora y tuvo que hacer un esfuerzo por mantenerse en el sitio—. Pero supongo que aceptaré lo que me dices.
—¡Detente! —le ordenó Lirael levantando el arco—. ¿Quién eres? ¿Y por qué llevas campanas de nigromante?
Sam se miró el pecho. Se había olvidado de que llevaba puesta la bandolera. Se dio cuenta entonces de lo fría que estaba y de la fuerte presión que ejercía contra su pecho dificultándole la respiración.
Se desabrochó la bandolera mientras intentaba inventarse una respuesta nada concluyente, pero Zapirón se le adelantó.
—Bienhallada, señora Lirael. Este golfillo, tal como lo ha definido tu sirviente con tan buen tino, es su majestad el príncipe Sameth, el Abhorsen en ciernes. Por eso lleva las campanas. Pasemos ahora a asuntos más serios. ¿Podrías tener la bondad de rescatarnos? La embarcación personal del príncipe Sameth no es de las que tengo por costumbre utilizar, y sé que él está más que dispuesto a conseguirme un pescado antes de mi siesta de la mañana.
Lirael miró a la Perra Canalla con aire inquisitivo. Sabía quién era el príncipe Sameth. ¿Pero por qué diablos estaba el segundo hijo del rey Touchstone y de la Abhorsen Sabriel flotando en una bañera en medio del Renegado, a leguas de la civilización?
—Es un príncipe real, sin duda —sentenció la Perra Canalla olisqueando el aire—. Huelo su linaje. Además está herido… eso lo vuelve irritable. No es más que un muchacho impetuoso. Pero del otro, de Zapirón, debieras cuidarte. Lo conozco desde hace mucho tiempo. Es el siervo de los Abhorsen, es verdad, pero es producto de la magia libre, a los que es preciso someter a algún vínculo. No sirve por voluntad propia ni se te ocurra nunca quitarle el collar.
—Supongo que tendremos que recogerlos —dijo Lirael en voz baja, con la esperanza de que la Perra Canalla le llevara la contraria. Pero la perra se limitó a mirarla con aire divertido, y Exploradora había decidido por ellas moviendo un poco la caña del timón y la barca empezó a dirigirse muy despacio hacia la bañera. Lirael lanzó un suspiro y guardó el arco y sacó la espada, por si la Perra Canalla se había equivocado. ¿Y si el príncipe Sameth fuese en realidad un nigromante y no el Abhorsen en ciernes?
—Deja la espada a un lado —le gritó Lirael—. Y tú, Zapirón, siéntate debajo de las piernas del príncipe. Cuando nos pongamos a vuestro costado, no os mováis hasta que os lo ordene. —Sam no contestó enseguida. Lirael vio que le susurraba algo al gato y se dio cuenta de que mantenía una conversación similar a la que ella acababa de tener con la Perra Canalla.
—¡De acuerdo! —gritó Sam después de escuchar al gato y dejando la espada en el fondo de la bañera, junto con las campanas.
Cuando se acercaron, Lirael se dio cuenta de que estaba afiebrado; las mejillas encendidas, los ojos hundidos, así lo indicaban. Zapirón se lanzó con elegancia de los hombros del príncipe y desapareció debajo del burile de la bañera. La improvisada embarcación siguió su rumbo girando en la corriente. La Exploradora también avanzó, cortando el viento para poder colocarse de lado.
Barca y bañera chocaron con un fortísimo sonido metálico. Lirael se sorprendió de comprobar lo hundida que iba, desde lejos no parecía tan sumergida. El príncipe la miró ceñudo, pero fue fiel a su palabra y no se movió.
Lirael tendió la mano izquierda y le tocó la marca del Gremio que llevaba en la frente, con la espada dispuesta para lanzar una estocada en caso de que la marca fuera falsa o estuviera corrupta. Sin embargo, sus dedos notaron el conocido calorcillo que desprendían las genuinas marcas del Gremio cuando brillaban con fuerza. Pese a lo que la Perra Canalla le había contado, el Gremio parecía ser eterno, no tener principio ni fin. Tras un momento de duda, Sam alargó el brazo y estando la punta de la espada tan cerca, esperó a que le diesen autorización. Lirael asintió y entonces el muchacho le tocó la frente con dos dedos, y la marca del Gremio se encendió con una luz muy intensa, más brillante que la del sol reflejado en el río.
—Supongo que puedes salir de la bañera —dijo Lirael, rompiendo el silencio.
Volvía a estar muy nerviosa ante la perspectiva de tener que compartir la barca con un extraño. ¿Qué iba a hacer si le daba por hablar todo el rato o si intentaba besarla o algo así? La verdad era que no parecía estar en condiciones de intentar nada. Bajó la espada y lo agarró de la mano para ayudarlo a levantarse al tiempo que fruncía la nariz. Desprendía un tufo a sangre, suciedad y miedo; era evidente que hacía tiempo que no se lavaba.
—Gracias —masculló Sam deslizándose por la borda como pudo, pues tenía las piernas tan entumecidas que apenas le respondían. Lirael vio que aguantaba el dolor estoicamente mordiéndose los labios. Cuando pasó las piernas por encima de la borda, inspiró hondo y dijo—: ¿Me… me harás el favor de coger mi espada, las campanas y las alforjas? Me temo que apenas puedo moverme.
Lirael lo hizo al instante. Recogió en último lugar las alforjas. Cuando las tuvo en la mano, la bañera se ladeó y uno de los extremos quedó un instante bajo el agua. Se enderezó un poco y siguió flotando en el río aunque un poco más hundida. Una ola pequeña chocó con cierta fuerza contra un extremo y la bañera ya no consiguió mantenerse a flote, se dio la vuelta y, como un extraño pez plateado, se hundió en las aguas claras.
—Adiós, mi brava embarcación —murmuró Sam mientras la veía descender hacia las oscuras profundidades.
Se dejó caer y soltó un suspiro, mezcla de dolor y de alivio. Zapirón había saltado justo cuando la bañera comenzó a llenarse y en ese momento estaba frente a la Perra Canalla, tan cerca que sus hocicos casi se rozaban. Así siguieron, mirándose fijamente, pero Lirael sospechaba que estaban comunicándose de una manera desconocida para sus amos humanos. Y esa manera no era del todo cordial. Los dos tenían los pelos erizados y la Perra Canalla gruñía por lo bajo con un sonido que le salía del fondo del pecho.
Lirael se ocupó de las maniobras de la Exploradora para volver a colocarla corriente abajo, agachándose debajo de la botavara cuando ésta se movió. La barca casi no precisaba de ayuda, pero era mejor dedicarse a gobernarla que hablar. Cuando hubo terminado, el silencio se hizo opresivo. Los dos animales seguían hocico contra hocico. Al final, Lirael se vio en la obligación de decir algo. Deseó con todas sus fuerzas encontrarse de vuelta en la biblioteca para poder escribir una nota en lugar de hablar.
—¿Qué… hum…, qué fue lo que te pasó? —le preguntó a Sam, que se había tendido cuan largo era en el fondo de la embarcación—. ¿Por qué estabas en esa bañera?
—Es largo de contar —dijo Sam débilmente. Intentó sentarse para verla mejor, pero la cabeza no le respondió y fue a golpear contra un banco de bogar—. ¡Aay! Pero resumiendo mucho, podría decirse que huía de las atenciones de los muertos, y la bañera era la única embarcación disponible.
—¿De los muertos? ¿Cerca de aquí? —preguntó Lirael estremeciéndose al recordar su encuentro con la muerte. Con el nigromante Hedge. Había calculado que aquel ser despreciable estaría cerca del lago Rojo, en el reino de los vivos, como indicaba la visión. Aunque aquello tal vez no hubiese ocurrido aún. Era posible que en ese momento Hedge se encontrara muy cerca de allí…
—A varias leguas río arriba, anoche —contestó Sam, palpándose alrededor de la herida con la punta de un dedo.
Seguía tierna y se notaba tensa contra la pernera del pantalón, síntoma evidente de que, debido a su cansancio extremo, el hechizo para contener la infección había fallado.
—Tiene mal aspecto —comentó Lirael, mirando la mancha oscura que había dejado la sangre al secarse en la pernera del pantalón—. ¿Te la hizo el nigromante?
—¿Mmm? —inquirió Sam, notando que estaba a punto de perder otra vez el conocimiento. Apretar la herida no había sido buena idea—. Por suerte, el nigromante no tuvo nada que ver. Los muertos obedecían órdenes prefijadas y la verdad es que no lo hicieron con demasiada eficacia. Esta puñalada es de antes.
Lirael pensó un momento, sin saber bien qué decirle. Se sentía intimidada, al fin y al cabo, estaba ante un príncipe real y un Abhorsen en ciernes.
—Lo digo porque ayer luché contra un nigromante —dijo al fin.
—¿Cómo? —dijo Sam, incrédulo, y se sentó del todo pese a las náuseas—. ¿Un nigromante? ¿Aquí?
—No exactamente —dijo Lirael—. Estábamos en el reino de los muertos. No sé dónde se encontraba él físicamente.
Sam lanzó un gemido y cayó otra vez hacia atrás. Esta vez Lirael lo notó a tiempo y consiguió sostenerle la cabeza.
—Gracias —masculló Sam—. ¿Era… era flaco, calvo y llevaba refuerzos metálicos rojos en los codos?
—Sí —susurró Lirael—. Se llama Hedge. Quería cortarme la cabeza.
Sam tosió y se volvió hacia la borda, tenía los músculos del cuello muy tensos. Lirael consiguió apartar las manos a tiempo antes de que vomitara. El muchacho se quedó un rato con la cabeza fuera de la borda y luego se echó agua en la cara.
—Perdona —dijo—. Son los nervios. ¿Y dices que luchaste contra ese nigromante en el reino de los muertos? Pero tú eres una Clarvi. Las Clarvis no se internan en el reino de los muertos. Quiero decir, nadie lo hace, salvo los nigromantes y mi madre.
—Yo sí —farfulló Lirael y volvió a sonrojarse—. Porque… porque soy una recordadora. Tuve que ir hasta allí para encontrar algo en el pasado.
—¿Qué es una recordadora? ¿Qué tiene que ver el pasado con la muerte? —preguntó Sam.
Sentía que deliraba. Una de dos, o Lirael estaba como una cabra o él no conseguía entender lo que le decía.
—Me parece a mí —dijo la Perra Canalla interrumpiendo su comunicación hocico a hocico con el gato—, que mi ama debe curarte la herida, joven príncipe. Después, podremos empezar por el principio.
—Eso puede llevar un buen rato —dijo Zapirón, asomado por la borda, mientras buscaba peces sin mucha convicción.
La forma en que los dos animales se movían indicaba que durante la muda conversación que habían mantenido el gato había quedado en segunda posición.
—¿A ti también te quemó el nigromante? —susurró Sam.
—No —respondió Lirael, sorprendida—. ¿Por qué, a quién quemó?
Ahora la confundida era ella. Sam no contestó. Parpadeó una vez y luego cerró los ojos.
—Será mejor que le cures la herida, amita —sugirió la Perra Canalla.
Lirael suspiró, exasperada, sacó el cuchillo y cortó la pernera del pantalón. Al mismo tiempo, buceó en el flujo del Gremio y rescató las marcas de un hechizo que limpiaría la herida y repararía el tejido.
Las explicaciones tendrían que esperar.