Un morador de la Muerte
Segundos después de que Lirael se percatara del silencio de la Primera Puerta, se reanudó el sonido de la caída del agua. Aquello que la había acallado, había cruzado ya la cascada y se encontraba en el primer recinto del Reino de la Muerte. Con Lirael.
La muchacha escudriñó la lejanía sin ver nada que se moviera. La luz grisácea y lo plano del río dificultaba mucho calcular las distancias y no tenía la más remota idea de si la Primera Puerta estaba tan cerca como sonaba. Sabía, sin embargo, que el velo de neblina en que iba siempre envuelta servía para distinguirla, pero la muchacha no lo veía.
Para curarse en salud, Lirael desenvainó la espada, sacó la zampona y avanzó varios pasos en dirección al reino de los vivos, hasta que estuvo lo bastante cerca del límite para notar su calor en la espalda. Debía cruzar ya la Frontera, lo sabía, pero una curiosidad temeraria la mantenía atenazada e inmóvil donde estaba: sentía el loco impulso de ver, aunque fuese brevemente, a un morador de la Muerte.
Cuando por fin contempló sus primeras señales, su curiosidad se esfumó como por arte de encanto para dar paso al pavor. Algo se acercaba bajo el agua, no sobre ella; el oleaje formaba una uve cuyo vértice se dirigía hacia ella, velozmente contra la corriente. Algo grande y oculto, trataba de sustraerse a los sentidos de Lirael. No había notado su presencia y reparó en el oleaje de casualidad, por su exceso de celo.
De inmediato, volvió a tantear en busca de la vida, pero en ese mismo momento, la uve estalló dando paso a una silueta envuelta en llamas y oscuridad. Sostenía una campana, una campana que tañía destilando poder, un poder que la clavaba en la Frontera misma entre la vida y la muerte.
Lirael supo que aquella campana era Saraneth, la reconoció cuando su sonido le traspasó los huesos y luchó contra los músculos palpitantes de la muchacha. Se trataba, sin embargo, de una versión rudimentaria de Saraneth, no ligada a la magia del Gremio, como ocurría con la zampona de Lirael o las campanas de la Abhorsen. En aquel instrumento había más poder que arte. Debía de tratarse de la campana de un brujo practicante de la magia libre. ¡De un nigromante!
La muchacha percibió la voluntad de quien tañía la campana, supo que intentaba dominar su espíritu; era una fuerza implacable, llena de odio, que conseguía derrotar la inútil resistencia de la muchacha. Lirael vio entonces a quien tañía la campana, lo vio con toda claridad, pese al vapor que lo envolvía, como si se tratara de un hierro candente lanzado al río.
Se trataba de Hedge, el nigromante aparecido en la visión que las gemelas le habían enseñado. La magia libre le permitía emitir un calor abrasador, capaz de acabar incluso con el frío de la muerte.
—¡Arrodíllate ante tu amo! —le ordenó Hedge avanzando hacia ella a grandes zancadas, con la campana en una mano y una espada negra que despedía llamas líquidas en la otra.
Su voz era ronca y cruel y sus palabras despedían fuego y humo.
La orden del nigromante golpeó a Lirael como un azote; notó que las rodillas se le doblaban, que las piernas no la sostenían. Hedge la tenía bajo su dominio, el tono profundo y dominante de Saraneth seguía resonando en sus oídos, el eco se propagaba en su mente, era un sonido que no lograba quitarse de la mente.
Hedge se acercó más, la espada levantada por encima de la cabeza; Lirael sabía que no tardaría en caer sobre su cuello desprotegido. Ella también empuñaba la espada, las marcas del Gremio ardieron como soles dorados cuando Nehima reaccionó con rabia ante el inminente ataque de la magia libre. Pero el brazo con el que empuñaba la espada, trabado a la altura del codo por obra del enemigo, había quedado inmovilizado por la fuerza terrible de la campana.
Lirael intentó desesperadamente infundirle movimiento a su brazo, mas no lo consiguió. Trató entonces de bucear en el fluir del Gremio, sacar de él un hechizo para derribar al nigromante con dardos de plata o fuego dorado.
—¡De rodillas! —le ordenó otra vez el nigromante.
La muchacha se arrodilló y las frías aguas del río la golpearon en el estómago y el pecho, dándole la bienvenida con su abrazo que pronto sería eterno. Los músculos del cuello se movieron con una serie de estímulos y se tensaron como cuerdas mientras se resistía al impulso de inclinar la cabeza.
Descubrió entonces que si cedía un poco, podría bajar la cabeza lo suficiente para acercar los labios a la zampona que seguía sosteniendo entre los dedos helados de la mano izquierda. Se dejó llevar a toda prisa, los labios tocaron la plata con increíble fuerza; la muchacha no supo siquiera cuál de las flautas sonaría. En el peor de los casos sería Astarael, pero daba igual, porque se llevaría consigo al nigromante hasta las profundidades de la muerte.
Sopló con todas sus fuerzas, haciendo acopio de la poca voluntad que le quedaba, procuró que la nota sonara clara y que su eco obligase a batir en retirada el tañido de la campana del nigromante.
Fue Kibeth la que sonó y su voz golpeó a Hedge justo cuando se disponía a asestar la estocada para decapitar a la muchacha. Le envolvió los pies con un ardid lleno de picardía, haciéndolo girar en redondo. La estocada se perdió en el aire, por encima de Lirael, y a partir de ese momento, Kibeth hizo que Hedge caminara y bailara como un borracho perdido y se dirigiera retozando hacia la Primera Puerta.
Aunque sorprendido por la intervención de Kibeth, la voluntad de Hedge y la intervención de Saraneth consiguieron mantener inmovilizada a Lirael pese a que la muchacha intentaba lanzarse de vuelta al reino de los vivos. Notaba los brazos y las piernas pesadas como fardos, el río quería tragársela como si de arenas movedizas se tratara. Empujó y tiró para soltarse y avanzar hacia el mundo de los vivos, pensó en su pasado, en la Perra Canalla, en todo lo que amaba.
Al final, como si la cuerda invisible que la mantenía atada se hubiera roto, Lirael salió despedida hacia adelante, hacia la luz del sol y la brisa fresca, aunque antes de que eso ocurriera, el nigromante se despidió de ella con unas palabras tan frías y amenazantes como el mismo río de la Muerte.
—¡Sé quién eres! ¡No podrás ocultarte! ¡Te voy a…!
No llegó a terminar de proferir su amenaza; sus últimas palabras se perdieron cuando Lirael volvió a tomar plena posesión de su cuerpo y sus sentidos se reacomodaron al mundo de los vivos. Tal como advertía el libro, llevaba hielo y escarcha hasta en el último pliegue de su ropa. Y de la nariz le colgaba incluso un carámbano. Al arrancárselo sintió un daño tremendo y estornudó.
—¿Qué era eso? —ladró la perra, prácticamente bajo los pies de Lirael. Estaba claro que había percibido el ataque a su ama.
—Un… un nigromante —contestó Lirael estremeciéndose de los pies a la cabeza—. El mismo… el de la visión… que las Clarvis me mostraron. Hedge. ¡Ha… ha estado a punto de matarme!
La perra gruñó desde el fondo de la garganta y Lirael notó entonces que su mascota había crecido, le llegaba hasta el hombro y tenía unos dientes mucho más grandes y afilados.
—¡Sabía que debía haberme quedado contigo, amita!
—Sí, sí —farfulló Lirael.
Seguía sin poder hablar apenas, respiraba entrecortadamente, atenazada por el miedo. Sabía que el nigromante no podía seguirla, porque para ello debía regresar al cuerpo que había dejado en el reino de los vivos. Por desgracia, la pequeña flauta Kibeth no conseguiría hacerlo llegar muy lejos. Aquel ser disponía de la fuerza necesaria para regresar y enviar espíritus muertos en busca de la muchacha. A los llamados sin cuerpo.
—Enviará algo a buscarme. ¡Debemos marcharnos de aquí!
La perra volvió a gruñir pero no opuso resistencia y fue tras su ama cuando ésta recorrió la isla pedregosa, sin otra idea en mente que regresar de inmediato a la Exploradora. Se colocó a espaldas de Lirael, de modo que cada vez que la muchacha se volvía para mirar nerviosamente, ahí estaba la Perra Canalla, interponiéndose entre su ama y el peligro.
Poco después, a salvo en las rápidas aguas del Renegado, Lirael se desplomó en el fondo de la barca, abrumada por la reciente experiencia, con una mano posada sobre el timón. La Exploradora era de fiar, sabía encontrar el rumbo.
—Con qué gusto le habría arrancado el cuello a mordiscos a ese nigromante —dijo la perra después de permitir que su ama suspirara y temblara durante varios minutos—. ¡Así se habría acordado de mis dientes!
—Creo yo que no se habría dado cuenta si le hubieses arrancado el cuello a mordiscos —dijo Lirael, temblorosa—. Parecía más muerto que vivo. «Sé quién eres», me dijo —añadió la muchacha en voz muy baja, mirando el cielo, para que el sol le diera en toda la cara, notando su bendito calor en los labios y la nariz helados—. ¿Cómo es posible que me conozca?
—La magia libre carcome a los nigromantes —dijo la perra al tiempo que encogía para adoptar un tamaño menos beligerante, más a pie para la conversación—. El poder que intentan ejercer, la magia libre que quieren dominar, acaba devorándolos. Ese poder reconoce tu linaje. Él se refería a eso cuando te dijo que sabía quién eras.
—No me gusta nada la idea de que me conozcan fuera del glaciar —dijo Lirael estremeciéndose otra vez—. Que sepan quién soy. Es posible que ese nigromante esté ahora con Nicholas, en el reino de los vivos, de manera que cuando por fin localice a Nicholas, encontraré al nigromante. Como el insecto que se acerca a la araña para encontrar a la mosca.
—Ésos son problemas de mañana —dijo la perra, tratando de tranquilizarla sin conseguirlo demasiado—. Al menos hemos conseguido salir con bien de los de hoy. Aquí, en el río, estamos a salvo.
Lirael asintió y siguió pensando. Tras un momento se incorporó y tocó a su perra debajo de la quijada y alrededor de las orejas.
—Oye, Perra Canalla —comenzó a decir, sin saber cómo continuar—, tú estás hecha de magia libre, puede que en mayor proporción que la magia del Gremio de tu collar. ¿Por qué no te… por qué no eres… por qué no eres como el nigromante?
La perra suspiró a su manera, lanzando un sustancioso buuf que hizo a Lirael a fruncir el ceño. La perra inclinó la cabeza hacia un gesto para meditar la contestación.
—En el principio, todo era magia libre, espontánea, en estado puro, sin canalizar. Después se creó el Gremio, que tomó gran parte de la magia libre y puso en ella orden, la sujetó a estructuras, la ató a los símbolos. La magia libre que se mantuvo separada del Gremio es la correspondiente a la nigromancia, los stilkens, margrús, siseantes, analems y demás criaturas malignas, engendros y espíritus protectores de los brujos. Es la magia aleatoria que persiste fuera del Gremio. También existe la magia libre que contribuyó a crear el Gremio sin ser insumida por éste —prosiguió la perra—. Esa magia libre difiere por completo la otra que se negó a participar en la creación del Gremio.
—Hablas del principio —dijo Lirael, que no estaba del todo segura de haber entendido bien—. ¿Cómo pudo ocurrir antes del Gremio, si no tiene principio ni fin?
—El Gremio tiene un principio —contestó la Perra Canalla—. Incluido el Gremio. Te lo digo de buena fuente, porque yo estaba cuando nació, cuando los Siete decidieron crear el Gremio y las Cinco se entregaron a su creación. En cierto modo, tú también estuviste presente, mi ama. Eres descendiente de las Cinco.
—¿De las cinco grandes marcas del Gremio? —preguntó Lirael, fascinada por esta información—. Recuerdo que había un poema al respecto. Tal vez uno de los primeros que memorizábamos de pequeñas.
Se acomodó mejor, entrelazó las manos a la espalda, adoptando sin darse cuenta la postura del recitado aprendida en la infancia.
Cinco marcas del Gremio ciñen la tierra.
Grandes son los misterios que ellas encierran.
La primera está en la gente que lleva corona.
La segunda, en quienes a los muertos no perdonan.
La tercera y la quinta son piedra y argamasa.
La cuarta lo ve todo en el agua fría que pasa.
—Sí —dijo la perra—. Buen poema para que lo aprendan los cachorrillos. Las grandes marcas constituyen la piedra angular del Gremio. Tanto los linajes, como el Muro y los pilares del Gremio provienen del sacrificio original de las Cinco, que infundieron su poder a los hombres y mujeres que fueron tus antepasados. Algunos de ellos, a su vez, transmitieron ese poder a la piedra y a la argamasa, cuando se consideró que la sangre, por sí sola, se diluía con demasiada facilidad o podía pervertirse.
—Vamos a ver, si las Cinco se… digamos que se disolvieron en el Gremio, ¿qué pasó con los otros dos? —preguntó Lirael, asimilando la información con el ceño fruncido. En todos los libros que había leído se decía que el Gremio había existido siempre y siempre existiría—. Dijiste que fueron Siete quienes decidieron crear el Gremio.
—Comenzó con los Nueve —contestó la Perra Canalla en voz baja—. Nueve que eran los más poderosos, que poseían el raciocinio y la providencia que los colocaba por encima de las decenas de miles de seres de la magia libre que pugnaban por existir sobre la faz de la tierra. Sin embargo, de esos Nueve, sólo Siete estuvieron de acuerdo en crear el Gremio. Uno decidió hacer caso omiso de la obra de los Siete, pero al final acabó siendo sometido para que sirviera al Gremio. El Noveno se resistió y fue derrotado a duras penas.
—O sea, el número ocho y el número nueve —dijo Lirael contando con los dedos—. Sería más fácil de entender si tuvieran nombres en lugar de números. De todos modos, todavía no me has explicado lo que ocurrió con…, a ver…, con el seis y el siete. ¿Por qué no pasaron a formar parte de las grandes marcas o cartas del Gremio?
—Contribuyeron con gran parte de su poder a la formación de los linajes, pero no pusieron en ello todo su ser —contestó la perra—. Sospecho que porque a lo mejor estaban menos cansados de la existencia consciente, de la existencia individual. Querían continuar, de un modo u otro querían continuar. Creo que deseaban ver lo que pasaba. Y los Siete si tenían nombres. Se los recuerda con las campanas y las flautas como la que llevas en tu cinto. Cada una de esas campanas y las flautas de la zampoña que llevas en tu cinto. Cada una de esas campanas contiene parte del poder original de los Siete, el poder que existía antes de la creación del Gremio.
—¿No serás tú… no serás tú uno de los Siete, verdad? —preguntó tras un silencio cargado de ansiedad.
No conseguía hacerse a la idea de que uno de los creadores del Gremio que más poder que hubiese entregado, se hubiese rebajado a ser su amiga. Ni que siguiera siendo su amiga una vez revelado su altísimo rango.
—Soy la Perra Canalla —contestó el can lamiendo la cara de su ama—. Una pizca, un resto que quedó del principio, regalado al Gremio. Y siempre seré tu amiga, Lirael. Lo sabes de sobra.
—Supongo —contestó Lirael, dubitativa. Abrazó con fuerza a la perra y apretó la cara contra su cuello cálido—. Yo también seré siempre amiga tuya.
La perra dejó que Lirael siguiera abrazándola, pero tenía las orejas levantadas y escuchaba lo que ocurría en el mundo que las rodeaba. El hocico no dejaba de olisquear el aire, tratando de captar parte del olor que había salido del reino de los muertos junto con Lirael. Un olor inquietante, que la perra esperaba se debiera a su imaginación y sus recuerdos de antaño, porque no se trataba sólo del olor de un nigromante humano, por poderoso que fuera. Era mucho, pero mucho más antiguo y más aterrador.
Lirael dejó de abrazar a su mascota cuando ya no aguantó más el tufo a humedad que desprendía, y entonces, regresó junto a la caña del timón. La Exploradora seguía gobernándose sola, pero Lirael notó la reacción de bienvenida y reconocimiento cuando las marcas del Gremio florecieron en su mano, cálidas y reconfortantes después del frío de la muerte.
—Es probable que dentro de unas horas veamos el trasbordador Sindle —comentó Lirael con el ceño fruncido, mientras recordaba los mapas que había enrollado, desenrollado, catalogado y reparado en biblioteca—. Vamos a buen ritmo…, ¡hemos recorrido al menos veinte leguas!
—Hacia el peligro —aclaró la perra yendo hasta la popa para tenderse a los pies de Lirael—. No lo olvidemos, amita.
Lirael asintió y otra vez se puso a pensar en el nigromante y en el reino de los muertos. En ese momento, bajo aquel sol delicioso, a bordo de la barca que navegaba alegremente río abajo, aquello le parecía irreal. Sin embargo, cuando ocurrió había sido más que real. Y si las palabras del nigromante eran ciertas, no sólo la conocía, sino que tal vez supiera donde iba. En cuanto abandonara el curso del Renegado, se convertiría en una presa relativamente fácil de los sirvientes muertos del nigromante.
—Tal vez debería confeccionarme una piel con la magia del Gremio —dijo—. La de un búho bramador, por si acaso.
—Buena idea —contestó la perra arrastrando las palabras. Tenía la mandíbula apoyada sobre el pie de Lirael y babeaba muchísimo—. Por cierto, ¿viste algo en el espejo oscuro?
Lirael vaciló. Lo había olvidado. Por un instante, el ataque del nigromante había borrado de su mente la visión del pasado.
—Sí.
La perra esperó que su ama siguiera hablando, pero la muchacha guardó silencio. Al final, levantó la cabeza y dijo:
—O sea que ahora eres una recordadora. La primera en los últimos quinientos años, si no me equivoco.
—Supongo que sí —dijo Lirael, sin mirar a los ojos a la Perra Canalla. No quería ser una recordadora, el nombre que en el libro se daba a quien veía el pasado. Ella quería ver el futuro.
—¿Y qué es lo que viste? —inquirió la perra.
—A mis padres. —La muchacha se sonrojó al recordar lo cerca que había estado de ver a sus padres haciendo el amor—. A mi padre.
—¿Quién era?
—No lo sé —respondió Lirael, con aire preocupado—. Creo que si viera un retrato suyo, lo reconocería. O si viera la estancia donde se me apareció. De todas maneras carece de importancia.
La perra bufó para darle a entender que a ella no la engañaban así como así. Claro que tenía importancia, y mucha, pero Lirael no quería hablar del asunto.
—Mi familia eres tú —dijo Lirael rápidamente al tiempo que abrazaba brevemente a su mascota.
A continuación, fijó la vista en la distancia, en las aguas brillantes del Renegado. La perra era, en realidad, su única familia, incluso más que las Clarvis con las que había pasado toda su vida.
Le habían demostrado que nunca llegaría a ser una de ellas, pensó mientras se ajustaba el pañuelo a la cabeza, y recordó entonces el tacto de la seda sobre los ojos. Si alguien es de tu familia, no vendas los ojos a tus hijos.