Recordadora
Lirael se encontraba junto a la Perra Canalla, en el centro de una isleta, rodeada de árboles y arbustos raquíticos que no crecían más por culpa del suelo rocoso. El mástil de la Exploradora se alzaba detrás de ellas, a apenas treinta pasos de distancia, indicándoles donde estaba el refugio si se veían obligadas a huir de algo que saliera del reino de los muertos. Con el fin de prepararse para entrar en ese helado reino, Lirael se colgó al cinto la espada que las Clarvis le habían dado. Se le hizo extraño notar su peso en la cadera. Llevaba el ancho cinto de cuero firmemente apretado a la parte baja de la barriga, y la espada, si bien más larga y pesada que la de prácticas, le pareció familiar, aunque era la primera vez que la tocaba. De haberla visto antes, habría recordado la elegante empuñadura de plata y el pomo de bronce con una piedra verde incrustada.
Lirael llevaba la zampona en la mano izquierda; observó que las marcas del Gremio se movían por los tubos de plata, entrelazándose con la magia libre oculta en ellos. Analizó cada una de las flautas y recordó lo que decía el libro sobre ellas. Su vida podía depender de que supiera cuál de las flautas usar. Respirando con dificultad, recitó los nombres en voz alta para fijarlos en la mente y demorar lo más posible su entrada en el reino de los muertos.
—La primera y la más débil es Ranna —comenzó a recitar Lirael como si tuviera la página correspondiente de El libro del recuerdo y el olvido grabada con claridad en la mente—. Ranna, la adormecedora, hará dormir a cuantos la oigan.
—La segunda es Mosrael, la despertadora. Una de las campanas más peligrosas, transmite ese peligro a cualquier cosa. Su sonido de sierra hace que el flautista se interne más en el reino de los muertos al tiempo que conduce a quien la escucha al mundo de los vivos.
—La tercera es Kibeth, la caminante. Kibeth ofrece libertad de movimientos a los muertos o bien los obliga a ir por donde quiera el flautista, pero Kibeth suele llevar la contraria y puede conseguir que el flautista camine hacia donde no quiere ir.
—La cuarta es Dyrim, la habladora, de melodioso tono. Dyrim devuelve el habla a los muertos que hace mucho se han quedado mudos, sin voz, o bien dota de sentido a las palabras olvidadas. Dyrim también suele hacer callar a quienes hablan por hablar.
—La quinta es Belgaer, la pensadora, capaz de devolver el raciocinio y la memoria, así como todas las pautas utilizadas en vida. Mas si cae en manos irresponsables, lo que hará es borrarlas. Belgaer es una fuente problemas. Siempre intenta sonar a su antojo.
—La sexta es Saraneth, conocida también como la sojuzgadora. Saraneth habla con la voz profunda de la fuerza y encadena a los muertos a la voluntad de quien la usa.
Lirael hizo una pausa antes de recitar el nombre de la séptima y última flauta, la más larga. Al tocarla, su superficie plateada desprendía un río eterno que metía el miedo en el cuerpo.
—Astarael, la afligida —susurró Lirael—. Si se toca como es debido, Astarael enviará a cuantos la oigan a lo más profundo de la muerte. Incluido al flautista. Echa mano de Astarael sólo cuando no te quede otro recurso.
—Adormecedora, despertadora, caminante, habladora, pensadora, sojuzgadora y plañidera —repitió la perra haciendo una pausa en la operación de rascado profundo de una oreja—. Aunque las campanas estarían mejor. Esas flautas de la zampona son para que los niños practiquen.
—¡Chsss! —ordenó Lirael—. Me estoy concentrando.
Sabía que no le convenía preguntarle a la Perra Canalla cómo había aprendido los nombres de las flautas. Con toda probabilidad, aquel can increíble había leído a escondidas El libro del recuerdo y el olvido, mientras Lirael dormía.
Una vez se hubo preparado mentalmente para usar la zampona, o al menos algunas de las flautas que la componían, Lirael desenvainó la espada y vio dos cosas: que las marcas del Gremio se movían por la hoja plateada y que ésta llevaba una inscripción. Levantó la espada para que le diese la luz y leyó en voz alta:
«Las Clarvis me vieron, los constructores del Muro me hicieron, mis enemigos me recuerdan».
—Se trata de la espada hermana de Sojuzgadora —observó la perra y, llena de interés, la tocó con el hocico—. No sabía que la tuvieran. ¿Cómo se llama?
Lirael movió la espada para comprobar si había algo escrito en el otro lado de la hoja, pero al hacerlo, la primera inscripción cambió, las letras brillaron y se dispusieron de otra manera.
—Nehima —leyó Lirael—. ¿Qué significa?
—Es un nombre —fue la insulsa respuesta de la perra. Al ver la expresión de Lirael, inclinó la cabeza a un lado y añadió—: Viene a significar algo así como «no me olvides». Lo irónico es que Nehima lleva mucho tiempo relegada al olvido. De todos modos, mejor una espada que un bloque de piedra. Se trata, sin duda, de una de las reliquias de la familia. Me sorprende que te la hayan dado.
Lirael hizo que sí con la cabeza, sin pronunciar palabra porque sus pensamientos regresaban otra vez al glaciar y a las Clarvis. Ryelle y Sanar le habían entregado la espada sin demasiada ceremonia. Los constructores del Muro la habían forjado, de modo que debía de tratarse de uno de los tesoros más importantes de sus hermanas.
Un golpecito en la pierna le recordó el asunto que tenía entre manos, parpadeó para contener las lágrimas y se concentró con toda el alma, tal como indicaban las instrucciones de El libro del recuerdo y el olvido. Supuestamente debía sentir la muerte y luego ingeniárselas para entrar en su reino. Resultaba más sencillo en los sitios donde había muerto mucha gente, o donde la habían enterrado, pero en teoría, debía funcionar en cualquier parte.
Lirael cerró los ojos para concentrarse mejor y se le arrugó el ceño. Sintió la presencia de la muerte como una presión helada en el rostro. Empujó en esa dirección y notó que el frío le traspasaba los pómulos y los labios, y se le filtraba en las manos extendidas. El efecto era muy extraño porque seguía notando el calorcillo del sol en el cuello.
Y el frío aumentó más y más a medida que iba subiéndole por los pies y las piernas. Notó que le daban unos golpecitos en las rodillas, unos golpecitos que no tenían nada que ver con esos otros, los suaves con los que la Perra Canalla la sacaba de algún despiste. Era como si una corriente la aferrara, una corriente fuerte que quería arrastrarla y hundirla.
Abrió los ojos. Las aguas de un río fluían entre sus piernas, pero no se trataba del Renegado. Era un río negro y opaco, y en él no había señales ni de la isla, ni del cielo azul, ni del sol. La luz era grisácea, grisácea y apagada hasta donde alcanzaba a ver, un horizonte completamente plano.
Lirael se estremeció y no era sólo por obra del frío: había conseguido penetrar en el reino de los muertos. Lejos, en la distancia, se oía el ruido de una cascada. Según había leído en el libro debía de tratarse de la Primera Puerta.
El río tiró de ella otra vez y, sin pensarlo dos veces, se dejó llevar unos cuantos pasos. Las aguas la arrastraron con más fuerza y el frío le caló hasta el último hueso. Qué fácil sería dejar que aquel helor se difundiera por todo su cuerpo, qué fácil sería tumbarse y dejarse llevar por la corriente…
—¡No! —gritó dando un paso atrás.
El libro advertía contra este fenómeno. La fuerza del río no estaba solo en la corriente. Lirael debía luchar contra el impulso de echarse a nadar y adentrarse en el Reino de la Muerte, contra las ganas irresistibles de tumbarse y dejarse llevar por la corriente.
Por suerte, el libro también estaba en lo cierto respecto de otro aspecto más ventajoso: notaba el camino de regreso a la vida, su instinto le decía exactamente hacia dónde dirigir sus pasos para regresar, lo cual no dejaba de ser un alivio.
Aparte del rugido lejano de la Primera Puerta, Lirael no percibía que en el río hubiese más actividad. Escuchó con atención, tensa, el cuerpo vigilante, dispuesto a retroceder de inmediato. Nada, ni un leve oleaje.
El sentido que le permitía detectar la muerte le envió una llamada de atención, y echó un rápido vistazo a ambas márgenes del río. Por un instante creyó ver que algo se movía en la superficie; debajo del agua, una delgada línea oscura se adentraba en el reino de los muertos. Y tal como vino, se marchó; la muchacha no vio ni sintió nada. Un minuto más tarde, ni siquiera estaba segura de haberla visto.
Lanzó un suspiro y envainó la espada con cuidado, guardó la zampona en el bolsillo del chaleco y sacó el espejo oscuro. Allí, en el primer recinto de la muerte, alcanzaba a atisbar una mínima parte del pasado. Para abarcar mucho más, tendría que seguir andando, cruzar la Primera Puerta, e incluso era posible que tuviese que internarse más allá. Sin embargo, en ese momento, su plan era hacer un repaso a los últimos veinte años.
El clic que siguió al abrir el espejo sonó como un estruendo y su eco se propagó por las negras aguas. Al oírlo, Lirael dio un respingo. Le siguió un sonoro chapoteo, a espaldas de la muchacha, que la hizo lanzar un grito.
Saltó instintivamente adentrándose en el Reino de la Muerte, cambió el espejo a la mano izquierda y desenvainó la espada, todo antes de que tuviera conciencia siquiera de lo que hacía.
—Soy yo —dijo la Perra Canalla golpeando el agua con la cola—. Me aburría de esperar.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —susurró Lirael, envainando la espada con mano temblorosa—. ¡Me has dado un susto de muerte!
—Te he seguido —contestó la perra—. No es más que un paseo algo distinto.
Lirael se preguntó por enésima vez cuál era la naturaleza exacta de la Perra Canalla y hasta dónde llegaban sus poderes. Y como no había tiempo para conjeturas, siguió adelante, porque El libro del recuerdo y el olvido advertía que en el reino de los muertos no había que permanecer mucho tiempo en el mismo sitio pues eso podía llamar la atención de las cosas que pululaban por ahí. Cosas con las que Lirael no deseaba encontrarse.
—¿Quién vigilará mi cuerpo si estás aquí? —preguntó Lirael con tono de reproche.
Si en el mundo de los vivos llegaba a ocurrirle algo a su cuerpo, no le quedaría más remedio que seguir el curso del río o convertirse en una especie de espíritu muerto que vaga por toda la eternidad y trata de regresar a la vida en el interior de un cuerpo ajeno. O transformarse en una sombra que para mantenerse alejada del reino de los muertos se ve obligada a beber la sangre y la vida de otros.
—Ya sabré si alguien intenta acercarse a él —le contestó la perra oliendo el río—. ¿Y si nos adentramos un poco más?
—¡Ni hablar! —le soltó Lirael—. Utilizaré el espejo oscuro aquí mismo. ¡Y tú te vuelves ahora mismo! ¡Estamos en el reino de los muertos, Perra Canalla, no en el glaciar!
—Cierto —masculló la perra. Miró a su ama con ojos suplicantes y agregó—: Pero nos encontramos nada más que en la Frontera de la muerte…
—¡Te vuelves ahora mismo! —le ordenó Lirael indicándole el camino.
La perra abandonó la mirada suplicante, puso los ojos en blanco para mostrar su desaprobación y se marchó con el rabo entre las patas. Un segundo después, desapareció y regresó otra vez al mundo de los vivos.
Lirael no le prestó más atención; abrió el espejo y lo levantó a la altura del ojo derecho. «Concéntrate en el espejo con un ojo solo —decía el libro—, y contempla el mundo de los muertos con el otro, no vaya a ser que la desgracia caiga sobre ti».
Comentario atinado, donde los hubiera, pero nada práctico, pensó Lirael, mientras intentaba fijar la vista en dos cosas distintas a la vez. Después de un momento, la superficie opaca del espejo comenzó a aclararse y la oscuridad se iluminó. En lugar de verse reflejada, Lirael comprobó que miraba a través del espejo y que lo que veía no era el frío río de la muerte, sino más allá. Vio un remolino de luces, luces que Lirael identificó como el paso del sol por el cielo; el astro rey pasaba a tal velocidad que apenas se percibía como un trazo luminoso, además, realizaba un recorrido inverso al habitual.
Presa del entusiasmo, comprobó que así era como comenzaba la visión. A continuación debía pensar en lo que quería ver. Empezó a hacerse una imagen mental de su madre; para ello, más que de sus propios recuerdos, mezcla de imágenes borrosas de la infancia y sentimientos sitos en lo más recóndito del alma, echó mano del dibujo a carbón que su tía Kirrith le había dado hacía muchos años.
Sin apartar de la mente la imagen de su madre, habló infundiendo a su voz las marcas del Gremio aprendidas en el libro, símbolos de influencia y dominio que obligarían al espejo oscuro a mostrarle lo que deseaba.
—A mi madre la conocí poco —dijo Lirael, levantando la voz para imponerse al murmullo del río—. A mi padre no lo vi nunca y me gustaría conocerlo a través del velo del tiempo. Ahora mismo.
El paso veloz de los soles en sentido contrario al habitual se fue haciendo más lento mientras hablaba, y Lirael notó que algo la empujaba hacia la imagen del espejo hasta que, ante sus ojos, un solo sol cobró forma y la encegueció. Y entonces la luz desapareció y llegó la oscuridad.
Poco a poco, la oscuridad fue menguando y Lirael vio la imagen de un cuarto superpuesta a la del río de la muerte que percibía con el otro ojo. Ambas imágenes eran borrosas, como vistas a través de las lágrimas, pero no estaba llorando. La muchacha parpadeó varias veces sin conseguir ver con mayor claridad.
Ante sus ojos se presentaba un cuarto amplio, en realidad se trataba de un salón con un ventanal en un extremo, cuyo cristal no era transparente, sino una mancha borrosa multicolor. Lirael percibió que la ventana irradiaba una especie de magia, pues los colores y dibujos mutaban, aunque no alcanzaba a verlos con toda claridad.
Una mesa larga, de madera clara y brillantísima, ocupaba el largo de la sala. Sobre ella había todo tipo de objetos de plata: candelabros con velas de cera de abeja de nítidas llamas amarillas, saleros y molinillos de pimienta, salseras y soperas y muchos ornamentos que Lirael no había visto en su vida. En una bandeja había un pato asado, a medio trinchar, y todo alrededor, infinidad de platos con otros manjares.
A las cabeceras había dos personas, de modo que Lirael tuvo que entrecerrar los ojos para verlas mejor. Una de esas personas era un hombre; estaba sentado en una silla de respaldo alto, como una especie de trono. Pese a que vestía una sencilla camisa blanca y no llevaba joya alguna, tenía el porte y las maneras de alguien de autoridad. Lirael frunció el ceño y movió un poco el espejo oscuro por si conseguía ver algo mejor. La estancia se llenó de arco iris y, aparte de eso, nada cambió.
Existían encantamientos específicos para afinar la visión, sin embargo, Lirael no quería utilizarlos aún por temor a que saliesen mal y la imagen desapareciera del todo. Se concentró entonces en la otra persona. La veía con más claridad que al hombre.
Era Arielle, su madre, la hermana menor de Kirrith. Su hermosura se destacaba bajo la suave luz de las velas; la larga cabellera, rubia y brillante, le caía cual cascada sobre la espalda del vestido de exquisita tela azul salpicado de estrellas doradas. Sobre el profundo escote lucía un collar de zafiros y diamantes.
Lirael se concentró y la visión del pasado se hizo más clara cerca de las dos personas y más borrosa en el resto, como si el color y la luz aumentaran allí donde ella clavaba el ojo. Al mismo tiempo, la imagen del río de la muerte se fue nublando. Comenzó a percibir sonidos, como si escuchara a dos personas que conversaban a medida que iban acercándose a ella. Hablaban utilizando giros distinguidos que en el glaciar no se oían nunca. Era evidente que no se conocían bien.
—Bajo este techo he oído infinidad de cosas extrañas, señora —decía el hombre mientras se servía más vino y despedía con un ademán a un enviado sirviente que había empezado a atenderlo—. Mas ninguna tan extraña como ésta.
—No es algo que yo haya buscado —replicó la mujer.
Aquella voz le sonó extrañamente familiar a Lirael. ¿Cómo era posible que la recordara? Apenas tenía cinco años cuando Arielle la abandonó. Entonces se dio cuenta de que aquella voz le recordaba la de Kirrith. Aunque era mucho más dulce que la de su tía.
—¿Y ninguna de vuestras hermanas en la visión ha visto lo que decís de mí? —preguntó el hombre—. ¿Ninguna de las que forman la Guardia de los nueve días?
—Ninguna —contestó Arielle, inclinando la cabeza para ocultar el rubor que le subía por el cuello.
Lirael observaba la escena llena de asombro. ¡Su madre estaba avergonzada! La Arielle de su visión no era mucho mayor que ella. Parecía incluso más joven.
El hombre dio muestras de estar pensando lo mismo, porque dijo:
—Mi esposa murió hace dieciocho años y mi hija debe de tener vuestra edad. No me son desconocidas las… las…
—¿Imaginaciones de las jovencitas? ¿Los caprichos pasajeros de la juventud? —lo interrumpió Arielle mirándolo a los ojos, enfadada—. Tengo veinticinco primaveras, mi señor, no soy una ingenua virgen que lucha por su caballero. ¡Soy una hija de las Clarvis y no habría venido hasta aquí para yacer con un hombre que podría ser mi padre de no haberlo visto en una visión!
El hombre dejó la copa sobre la mesa y sonrió, arrepentido, pero la risa no alegró su mirada cansada.
—Os pido que me disculpéis, señora. En realidad, he oído el sonido de la profecía cuando me hablasteis por vez primera, pero la aparté de mi mente. Mañana debo marcharme de aquí para arrostrar infinidad de peligros. No dispongo de tiempo para pensar en el amor y es de todos sabido que no soy un padre perfecto. Y aunque mañana no tuviera que marcharme y pudiera entretenerme aquí con vos, el hijo que de esa unión saldría vería a su padre en contadas ocasiones.
—No se trata de amor —dijo Arielle en voz baja, mirándolo a los ojos—. Y para engendrar a una hija basta una noche sola, no hace falta un año con todas sus noches. Y así ocurrirá, porque la he visto. En cuanto a vuestra ausencia, me temo que durante mucho tiempo no tendrá ni padre ni madre.
—Habláis de una certeza —dijo el hombre—. Sin embargo, las Clarvis suelen ver muchos hilos que el futuro tal vez teja de uno u otro modo.
—En este caso sólo veo un hilo, mi señor —dijo Arielle tomando la blanca mano del hombre entre las suyas, muy morenas—. He venido hasta aquí, impulsada por las visiones que me han sido dadas por un linaje, del mismo modo que a vos os impulsa el vuestro. Así está escrito, primo. Tal vez podamos al menos disfrutar de nuestra única noche prescindiendo de otras razones. Retirémonos a vuestros aposentos.
El hombre vaciló, su mano descansaba abierta sobre la mesa. Entonces rio, se llevó la mano de Arielle a los labios y la besó con suavidad.
—Disfrutaremos de nuestra noche —dijo levantándose de la silla—. No sé qué significa ni qué futuro estaremos atando aquí con firmeza ¡Estoy cansado de responsabilidades y preocupaciones! ¡Como vos decís, mi querida prima, retirémonos a mis aposentos!
Se abrazaron y Lirael cerró el ojo derecho; la embargó una gran incomodidad, rayana en la vergüenza. Si seguía mirando, tal vez viera el momento en que fue concebida, la sola idea la hacía sonrojar. Pese a haber cerrado el ojo, la visión continuó allí hasta que se diluyó con las lágrimas de la muchacha.
En el fondo de su corazón había abrigado la secreta esperanza de que la visión le mostrara algo más, alguna indicación de que sus padres habían compartido un amor secreto, de que ella era producto de un vínculo inquebrantable. Al parecer no era así, ella no era más que el producto de una única y fugaz unión, una unión que estaba predestinada o que era el resultado de las locas fantasías de su madre. Lirael no sabía qué era peor. Por otra parte, seguía sin tener una idea clara de quién era su padre, aunque algunas de las cosas que había visto y oído resultaban muy sugestivas y exigían mayor reflexión.
Cerró el espejo con un golpe seco y lo guardó en el morral que llevaba colgado del cinto. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el rumor de la Primera Puerta había cesado. Algo estaba atravesando la cascada, algo proveniente de las profundidades del reino de los muertos.