La exploradora
La barca se encontraba amarrada a un muelle subterráneo que Lirael conocía, aunque sólo lo había visitado una vez, hacía muchos años. Estaba construido en uno de los extremos de una amplia caverna; por el opuesto, abierto al mundo, entraba el sol a raudales. Debajo del muelle, las aguas del Renegado bullían vigorosas. Una fila de carámbanos atravesaba la boca de la caverna y daban testimonio de la presencia del glaciar, un poco más arriba, igual que los trozos de hielo y la nieve que crujía de vez en cuando.
Había varias barcas amarradas; el instinto le dijo a Lirael que la embarcación curvada y estrecha, de un sólo mástil, era la suya. Llevaba grabada en la popa una paloma colipava y lucía un mascarón de proa arqueado que representaba a una mujer con los ojos desmesuradamente abiertos. Aquellos ojos parecían apuntar en dirección a Lirael, como si la barca supiera quién iba a ser su siguiente pasajero. La muchacha creyó por un momento que el mascarón de proa le había guiñado un ojo.
Sanar señaló hacia la embarcación y le dijo:
—Ésa de ahí es la Exploradora. Te llevará sin tropiezos hasta Qyrre, río abajo. Ha hecho ese viaje en mil ocasiones o más, de ida y vuelta, a favor o en contra de la corriente. Conoce bien el río.
—No sé navegar —dijo Lirael, nerviosa, al notar que las marcas del Gremio se movían silenciosas por el casco, el mástil y las jarcias. Se sintió pequeña y tonta. Estaba fatigada y ver el mundo exterior que se extendía más allá de la boca de la caverna le produjo unas ganas inmensas de ocultarse en un rincón y echarse a dormir—. ¿Qué tendré que hacer?
—Son pocas las cosas de las que deberás ocuparte —respondió Sanar—. La Exploradora lo hará casi todo sola. Tú tendrás que izar y arriar la vela y timonear un poco. Te enseñaré a hacerlo.
—Gracias —dijo Lirael.
Subió a la barca detrás de Sanar y se agarró de la borda porque la Exploradora se mecía bajo sus pies. Ryelle les pasó la mochila, el arco y la espada de Lirael, y Sanar le enseñó dónde guardarlo todo: un arcón forrado de tela impermeable en la bodega de proa de la embarcación. La espada y el arco iban metidos en unas cajas estancas situadas a ambos lados del mástil, para que estuvieran más a mano.
Sanar le enseñó entonces a Lirael cómo izar y arriar la única vela mayor triangular de la embarcación y cómo se movía la botavara. La Exploradora se ocuparía de orientar la vela, le explicó Sanar, y guiaría la mano de Lirael cuando la posara en la caña del timón. Lirael podía incluso dejar que se gobernara sola en caso de emergencia, pero la barca prefería notar el contacto humano.
—Esperamos que no encuentres ningún peligro durante el viaje —dijo Ryelle, cuando por fin terminaron de mostrarle a Lirael la barca—. Normalmente, el camino del río es bastante seguro hasta Qyrre. Aunque no estamos ahora seguras de nada. Desconocemos la naturaleza de lo que se oculta en la fosa que viste y sus poderes. Por si acaso, lo mejor será que por la noche eches el ancla en el río en lugar de bajar a tierra o que amarres en una isla. Río abajo hay muchas. De Qyrre en adelante, deberás buscar la ayuda que puedan prestarte los agentes de la Policía Real. Aquí tienes una carta que les mandamos en calidad de portavoz. Con suerte, también estarán presentes algunos miembros de la guardia, y a lo mejor la Abhorsen habrá regresado de Ancelstierre. Hagas lo que hagas, debes asegurarte de viajar desde Qyrre a Borde acompañada de un nutrido grupo, armado hasta los dientes. Lamento decirte que no tenemos más consejos que darte para el resto del trayecto. El futuro está nublado; a ti sólo te vemos en el Lago Rojo, no vemos más imágenes, ni antes, ni después.
—Resumiendo, eso significa que debes tener mucho cuidado —dijo Sanar. Sonrió sin poder disimular el ceño fruncido por la preocupación—. Recuerda que éste es sólo uno de los posibles futuros que vemos.
—Tendré cuidado —prometió Lirael.
Instalada ya en la barca y a punto de partir, estaba que se la comían los nervios. Por primera vez iba a salir a un mundo no delimitado por el hielo y la piedra, y tendría que ver a muchos forasteros y hablar con ellos. Peor aún, iba a enfrentarse al peligro, a un enemigo del que no sabía nada, casi sin preparación alguna. Ni siquiera su misión estaba clara. Debía encontrar a un joven, en medio de algún lago, un día de ese verano. ¿Y si conseguía encontrar a Nicholas y sobrevivir a todos los peligros inminentes? ¿La admitirían las Clarvis de vuelta al glaciar? ¿Y si no le permitían regresar nunca más?
Al mismo tiempo, Lirael estaba llena de entusiasmo, notaba una sensación de liberación ante la posibilidad de alejarse de una vida que le resultaba agobiante, aunque le costara reconocerlo. Ahí tenía a la Exploradora y el sol que brillaba más allá, y el Renegado que fluía hacia aguas que ella sólo conocía a través de los libros. Llevaba consigo la estatuilla de la perra y la esperanza de que su mascota regresara. Y estaba en misión oficial, se disponía a hacer algo importante. Casi como una verdadera hija de las Clarvis.
—Será mejor que te lleves esto, quizá te haga falta —dijo Ryelle envegándole un monedero de cuero, repleto de dinero—. Al administrador le gustaría que trajeras los recibos, pero yo creo que ya bastantes preocupaciones tienes como para acordarte de eso.
—Antes de despedirnos, veamos si sabes izar la vela tú sola —prosiguió Sanar. Sus ojos azules parecían llegar a lo más profundo de Lirael y percibir los temores que la muchacha ni siquiera se había atrevido a mencionar—. El don de la visión no me permite percibir imágenes futuras, pero estoy segura de que volveremos a vernos. Y recuerda que, tengas o no el don de la visión, eres una hija de las Clarvis. ¡No lo olvides! Que la suerte esté de tu parte, Lirael.
La joven asintió, incapaz de articular palabra, y haló de la driza para levantar la vela, que colgó lacia, pues el muelle de la caverna estaba demasiado resguardado y no llegaban allí los vientos.
Ryelle y Sanar le hicieron una reverencia y luego soltaron las amarras de la Exploradora. La veloz corriente del Renegado acogió la barca y la barra del timón se movió bajo la mano de Lirael, incitándola a gobernar a la impaciente embarcación y conducirla hacia río abierto, al mundo soleado.
Lirael volvió la vista atrás una vez, y cuando pasaron de la sombra de la caverna al sol, los carámbanos tintinearon por encima de su cabeza. Sanar y Ryelle seguían de pie en el muelle. La saludaban con la mano; entretanto, el viento hinchó la vela de la Exploradora y despeinó la cabellera de Lirael.
«Me he ido», pensó Lirael. Ya no podía regresar, y menos con la corriente en contra. La corriente del río mantenía a flote la barca, y la corriente del destino mantenía a flote a Lirael. Ambas la llevaban a lugares desconocidos.
El río se ensanchaba en el punto donde la fuente subterránea se unía a él, alimentado por los lagos de montaña formados por el deshielo, y los cientos de arroyuelos que fluían zigzagueantes como capilares recorriendo todo el Glaciar de las Clarvis. Sin embargo, sólo en el canal central, de unos quinientos metros de ancho, había calado suficiente para navegar, porque a ambos lados de la zona navegable, el Renegado perdía profundidad, y se contentaba con cubrir apenas millones de guijarros, redondeados por la paciente labor del agua.
Lirael inspiró el aire cálido, con olor a río, y sonrió al notar que el sol le calentaba la piel. Según lo prometido, la Exploradora avanzaba hacia la parte más rápida del río, mientras la escota mayor se aflojaba imperceptiblemente hasta que se encontraron con el viento del norte a popa. Lirael se tranquilizó un poco al comprobar que la Exploradora sabía cuidarse sola. Si hasta resultaba divertido, correr impulsadas por la brisa, mientras la proa levantaba una fina nube de rocío al cortar el oleaje provocado por el viento y la corriente. Lo único que necesitaba la muchacha para que aquel momento fuese perfecto era la presencia de su mejor amiga, la Perra Canalla.
Buscó la estatuilla de esteatita en el bolsillo del chaleco. Encontraría consuelo con sólo tenerla en la mano, porque era imposible realizar el hechizo antes de llegar a Qyrre donde debía conseguir el alambre de plata y los demás materiales.
En lugar del tacto fresco y suave de la piedra palpó tibia pelambre de perro y lo que sacó del bolsillo fue una oreja puntiaguda que le resultaba muy familiar, seguida por un trozo redondeado de cráneo y la otra oreja. A todo esto siguió de inmediato la cabeza entera de la Perra Canalla, demasiado voluminosa para caber en el bolsillo… como no habría cabido tampoco el resto del cuerpo.
—¡Aay! ¡Qué apreturas! —gruñó la perra, sacando con esfuerzo una de las patas delanteras y contoneándose como una loca.
Por increíble que pudiera ser, apareció luego otra pata, y a continuación salió el can entero y, tras dejarle a Lirael las calzas cubiertas de pelos, se dio la vuelta y la obsequió con un lengüetazo entusiasmado.
—¡Por fin estamos en camino! —ladró alegre, la boca abierta para aspirar la brisa, la lengua colgando—. Iba siendo hora. ¿A dónde vamos?
Lirael tardó en contestar. Se limitó a abrazar con fuerza a la perra y a inspirar dos o tres veces profunda y rápidamente para no echarse a llorar. Su mascota esperaba impaciente, ni se le ocurrió lamer la oreja que tenía más cerca. Cuando la muchacha consiguió calmarse, la perra repitió la pregunta.
—Mejor pregunta para qué vamos adonde vamos —aclaró Lirael, mientras metía la mano en el bolsillo del chaleco y comprobaba que al salir, la perra no se hubiera llevado el espejo oscuro. Lo raro era que el bolsillo ni siquiera había cedido, ni parecía haberse ensanchado.
—¿Acaso importa? —inquirió la perra—. Nuevos olores, nuevos sitios, nuevos lugares en los que mear… Con perdón de sus castos oídos, capitana.
—¡Perra Canalla! Deja ya de alborotar de esa manera —le ordenó Lirael.
La perra no obedeció del todo, se sentó a los pies de su ama, pero siguió moviendo la cola y a cada ratito lanzaba mordiscos al aire.
—Ésta no es otra de nuestra expediciones normales, como las que tuvimos en el glaciar —le explicó Lirael—. Tengo que encontrar a un hombre…
—¡Bien! —la interrumpió la Perra Canalla, dando un salto y cubriéndola de lametazos—. Ya era hora de que te quedaras preñada.
—¡Perra Canalla! —protestó Lirael, obligándola a sentarse otra vez. ¡No se trata de eso! El hombre es de Ancelstierre e intenta… pues intenta desenterrar algo antiquísimo, creo. Cerca del lago Rojo. Se trata de algo de la magia libre y es tan poderoso que consigue que me entren ganas de vomitar incluso cuando Ryelle y Sanar se limitaron a enseñármelo a través de una visión. Y había un nigromante que me vio y los relámpagos no dejaban de caer en el agujero del suelo…
—No me gusta nada eso que me cuentas —dijo la perra, poniéndose seria de repente. Dejó de menear la cola, miró a Lirael a los ojos y se puso a olisquear el aire—. Será mejor que me lo expliques todo. Empieza por el principio, desde el momento en que las Clarvis fueron a buscarte allá abajo.
Lirael asintió; le ofreció un repaso de cuanto las gemelas le habían dicho y le describió la visión que habían compartido con ella.
Cuando hubo terminado, el Renegado se había convertido en el río poderoso conocido por todos en el reino. Tenía más de ochocientos metros de ancho y era muy profundo. En el centro, el agua era clara, de un azul tan intenso que permitía ver los peces plateados del fondo.
La perra se sentó, posó la cabeza en las patas delanteras y se puso a reflexionar muy concentrada. Lirael observaba sus ojos castaños, fijos en un punto lejano.
—No me gusta —dijo el can al cabo de un rato—. Te envían a enfrentarte al peligro y nadie sabe a ciencia cierta lo que está pasando. Las Clarvis no ven claramente, el rey y la Abhorsen ni siquiera están en el reino. El agujero del suelo que se traga los relámpagos me recuerda a algo muy, pero muy malo… y por si eso fuera poco, está el nigromante ése.
—Supongo que podríamos ir a otro lugar distinto —comentó Lirael no sin cierto asomo de duda, inquieta por la fuerte reacción de su mascota.
La perra la miró sorprendida y exclamó:
—¡Ni se te ocurra! Tienes un deber que cumplir. No me gusta, pero habrá que apechugar. Yo no he dicho nada de abandonar.
—No —convino Lirael queriendo aclarar que ella no había sugerido siquiera que abandonaran. Sólo estaba expresando una posibilidad.
Pero prefirió olvidarse del tema.
—Esas cosas que te dejaron en la habitación —dijo la perra tras un largo silencio—, ¿sabes cómo usarlas?
—Es posible que no estuvieran siquiera destinadas a mí —adujo Lirael—. Las encontré por casualidad. Además, no las quiero.
—Los mendigos podrán elegir el día que quieran dejar de pedir —dijo la perra.
—¿Y eso qué quiere decir?
—No tengo ni idea —contestó la perra—. ¿Sabes o no usar las cosas que te dejaron?
—Verás, he leído El libro del recuerdo y el olvido —contestó Lirael sin excesivo entusiasmo—. De manera que supongo que la teoría me la sé…
—Deberías practicar —sentenció la perra—. Nunca se sabe, a lo mejor se requiere mucha pericia.
—Pero tendré que internarme en el reino de los muertos —protesto Lirael—. No lo he hecho nunca. Ni siquiera estoy segura si debería hacerlo. Soy una Clarvi. Debería ver el futuro, no el pasado.
—Lo que deberías hacer es utilizar esos regalos que te han dado —dijo la perra—. Imagínate cómo te sentirías si me regalaras un hueso y yo no me lo comiera.
—Sorprendida —contestó Lirael—. Lo cierto es que a veces los entierras en el hielo.
—Pero tarde o temprano acabo comiéndomelos —dijo la perra—. Cuando me llega la hora.
—¿Cómo sabes que ha llegado mi hora? —preguntó Lirael con suspicacia—. Es más, ¿cómo sabes siquiera para qué sirven mis regalos?
—Te lo he dicho, ¿verdad? He leído mucho. Es lo que pasa cuando vives en una biblioteca —dijo la perra contestando en primer lugar a la segunda pregunta—. Allí, más adelante hay un montón de islas. Una de esas islas podría ser el lugar perfecto para hacer una parada. Puedes usar el espejo oscuro cuando lleguemos a una de ellas. Si algo te siguiera al salir del Reino de la Muerte, podemos subir a la barca y alejarnos.
—Si algo muerto me ataca, querrás decir —aclaró Lirael. Era el verdadero peligro. En el fondo, tenía ganas de pasar revista al libro. Lo que no le apetecía nada era internarse en el reino de los muertos para poder hacerlo. El libro del recuerdo y el olvido enseñaba a ir y aseguraba que podía regresar. Pero… ¿y si estaba equivocado? La zampona estaba muy bien, a su manera, porque podía utilizarse por si misma para protegerse de los muertos. Al fin y al cabo constaba de flautas que respondían a los mismos nombres que las siete campanas empleadas por los nigromantes. Tenían un solo inconveniente: no eran tan poderosas como las campanas y en cierto pasaje del libro se decía que «aunque suelen ser el instrumento propio de los recordadores, Abhorsen en ciernes las utilizan con cierta frecuencia hasta tanto puedan dominar las campanas». Ese simple comentario bastaba para quitarle a las zamponas el encanto que pudieran tener. Aunque este instrumento no fuese tan poderoso como las campanas el libro daba a entender en cierto modo que su poder bastaba para velar por su seguridad. Siempre y cuando supiera utilizarlo adecuadamente, claro, porque ella sólo se sabía la teoría. No obstante, había una cosa que le interesaba ver especialmente…
—Debemos llegar a Borde lo antes posible —dijo con parsimonia—. Aunque imagino que podríamos tomarnos unas horas libres. Antes necesito dormir un rato. Cuando despierte, atracaremos en una isla, si hay alguna cerca. Luego… luego me internaré en el reino de los muertos y rebuscaré en el pasado.
—Así me gusta —aprobó la perra—. Me vendrá bien un paseo.