A la carrera hacia el río

El amanecer llegó despacio por las lindes del bosque de Sindle; la luz tiñó primero las copas de los árboles y tardó lo suyo en colarse entre las ramas e iluminar las sombras oscuras del suelo. Se abrió paso al fin tras perder en el camino todo su calor y convertirse en un fulgor verdoso y diluido, que sólo consiguió hacer retroceder las sombras sin eliminarlas por completo.

El sol alcanzó el islote de Sameth y su protección mágica mucho más tarde de lo que el muchacho habría deseado. El fuego se había apagado hacía rato y, tal como Zapirón había presagiado, mucho antes de que comenzara a clarear, Sam se había visto obligado a renovar el rombo protector, echando mano de unas reservas de energía que ignoraba poseer.

Y con la luz llegó la prueba fehaciente de lo ocurrido durante la noche. El lecho del arroyo estaba casi seco, el dique construido por los muertos corriente arriba seguía en pie. Alrededor del islote había seis cadáveres destruidos por obra y gracia de la magia del Gremio: cascarones abandonados por los muertos cuando la protección mágica del rombo había quemado tantos nervios y músculos que los cuerpos quedaban inservibles.

Receloso, Sam clavó en ellos los ojos hinchados y enrojecidos y observó cómo los rayos de sol iban reptando por los hediondos restos. Se había fijado especialmente en la manera en que los espíritus muertos abandonaban los cuerpos, como las serpientes al mudar la piel, pero en medio de la confusión de sus ataques suicidas, no supo a ciencia cierta si se habían ido todos. Todavía podía quedar alguno merodeando por allí, dosificando sus fuerzas, soportando el sol, con la esperanza de que Sam se confiara demasiado y saliera de los límites del rombo.

El príncipe Sameth notaba la presencia de algunos muertos, pero con toda probabilidad se trataba de braceros fantasmas, refugiados durante el día en las madrigueras de los conejos o las nutrias, ocultos en la tierra negra, debajo de las piedras, donde debían estar.

Finalmente, el sol salió en todo su esplendor iluminando el lecho del arroyo y entonces Sam dejó de sentir la presencia de los muertos, aunque el cuervo sanguinario seguía firme en su puesto de vigilancia, volando en círculos allá en el cielo. Suspiró aliviado, se estiró tratando de que se le pasara el calambre del brazo en que empuñaba la espada y el dolor de la pierna herida. Estaba exhausto, pero vivo. Al menos durante un día más.

—Será mejor que prosigamos viaje —sugirió Zapirón, que había dormido gran parte de la noche, ajeno al alboroto producido por los braceros fantasmas al intentar romper el rombo.

Tenía pinta de volver a quedarse dormido en cualquier momento.

—Si el cuervo sanguinario es tan tonto como para acercarse más, mátalo —añadió con un bostezo—. Eso nos dará ocasión de escapar.

—¿Y con qué quieres que lo mate? —preguntó Sam, agobiado. Aunque el cuervo sanguinario se acercara más, Sam estaba demasiado cansado para lanzar un hechizo del Gremio, para colmo, no llevaba arco ni flechas.

Zapirón no le contestó. Había vuelto a dormirse, ovillado dentro de la alforja, listo para que lo pusieran a lomos de Retoño. Sam suspiró y se obligó a continuar ensillando su cabalgadura. Entretanto, le daba vueltas al problema que representaba el cuervo sanguinario. Tal como Zapirón había dicho, si continuaba siguiéndolos, otros muertos sabrían dónde encontrarlos. Y entonces, tal vez tendría que enfrentarse a uno de los muertos mayores, o a un mordicante, o a una legión de muertos menores. Sam debía pasar al menos las dos noches siguientes en el bosque y, a medida que transcurrieran las horas, estaría más y más cansado y sin fuerzas para conjurar un rombo protector…

«Sin embargo —pensó, mirando el lecho seco del arroyo y los cientos de guijarros maravillosamente redondeados—, tengo fuerzas para poner la marca de la puntería en una piedra y hacerme una honda con la camisa de recambio que llevo». Incluso sabía cómo utilizarla. Jall Oren se había empeñado siempre en adiestrar a los herederos del trono en el manejo de todo tipo de armas.

Por primera vez en muchos días, una sonrisa asomó al rostro de Sam borrando el cansancio. Levantó la vista. Ahí estaba, el cuervo sanguinario volaba en círculos aunque más bajo que el día anterior, envalentonado porque Sam no disponía de arco ni flechas y por su evidente incapacidad de hacer nada bien. La posibilidad era bastante remota, pero una piedra con un encantamiento del Gremio podría salvar la distancia.

Sin dejar de sonreír, Sam se arrodilló, disimuladamente cogió varias piedras y arrancó las mangas a la camisa de recambio. Decidió que dejaría que el cuervo sanguinario los siguiera un buen rato, para que fuera animándose más. Y entonces pagaría por espiar a un descendiente del Reino Antiguo.

Sam condujo a Retoño en dirección oeste, por el lecho del arroyo, hasta llegar a otro curso de agua más grande, donde tuvo que elegir hacia dónde seguir viaje. Corriente arriba, hacia el noreste o corriente abajo, hacia el Suroeste.

En el cruce tuvo un momento de vacilación, se ocultó detrás de Retoño para que no lo viesen mientras lanzaba una marca sobre la piedra y la colocaba en la honda improvisada. Al ver que Sam titubeaba, el cuervo sanguinario voló en círculos más bajos para ver bien qué rumbo tomaba. El agua corriente del arroyo más caudaloso disuadió al pajarraco y se veía que esperaba a que el muchacho regresara sobre sus pasos.

Sam esperó a tenerlo lo más cerca posible. Entonces se apartó de Retoño y la honda zumbó encima de su cabeza. En el momento justo gritó un «¡Aaah!» y soltó la piedra.

El cuervo sanguinario sólo tuvo un instante para reaccionar, pero como era torpe, el sol lo deslumbraba y, además, era un muerto viviente, voló derechito en dirección de la piedra y cuando ésta hizo impacto, en el cielo se produjo una explosión de plumas, huesos resecos y trocitos de carne putrefacta.

Con gran satisfacción primero, e inmensa alegría después, Sam contempló la caída de la asquerosa criatura. El amasijo de plumas se esparció por el arroyo salpicando agua a diestro y siniestro, y el fragmento del espíritu muerto que iba dentro fue raudamente desterrado al lugar de donde había salido. Y cuando esto ocurría, los demás fragmentos del mismo espíritu eran arrastrados de vuelta al reino de los muertos. De modo que los cuervos sanguinarios que lo compartían caerían en picado, inexplicablemente, allí donde estuvieran.

Tras el desplome del cuervo sanguinario, el príncipe Sameth no sintió ya la presencia de más muertos en las inmediaciones. A esas alturas del día, los braceros fantasmas estarían bien escondidos. La inteligencia que los gobernaba a distancia podía adivinar que Sam enfilaría por el arroyo que fluía hacia el Suroeste, en dirección al Renegado, pero no lo sabría con certeza, por lo que cabía la posibilidad de que se viese en la necesidad de dividir sus fuerzas, en cuyo caso, aumentarían las posibilidades de huir del muchacho.

—Tenemos una posibilidad, Retoño —anunció Sam alegremente conduciendo a su yegua hacia una senda utilizada por los animales, que corría paralela al arroyo—. Está claro que tenemos una posibilidad.

Sin embargo, a medida que avanzaba el día, la esperanza se fue mostrando esquiva con Sam, y cuando la marcha se hizo más lenta y difícil, se vio obligado a desmontar y seguir a pie. El arroyo se había hecho mucho más profundo y rápido, pero también más estrecho, apenas tres o cuatro zancadas de ancho, por lo que resultaba imposible recorrerlo ni levantar un campamento protegido por ambos lados.

El sendero también se había estrechado y estaba lleno de maleza. Para avanzar, Sam tuvo que cortar ramas bajas, arbustos y zarzamoras. Las manos se le llenaron de rasguños y heridas sangrantes que atraían a las moscas sedientas. Y por la noche, serían un reclamo para los muertos. Olían la sangre a kilómetros de distancia, y si era fresca, llegaban más deprisa.

A última hora de la tarde, Sam empezó a desesperarse. Estaba completamente exhausto. Esa noche, la construcción del rombo protector iba a quedar descartada. En cuanto intentara visualizar las marcas, se dormiría, y los muertos encontrarían su cuerpo indefenso tendido en el suelo.

Era tanto su cansancio que tenía los sentidos embotados, se le cerraban los ojos, lo veía todo borroso y el ruido de los cascos de Retoño le llegaba amortiguado, era apenas un suave susurro que la yegua arrancaba al suelo indulgente del bosque.

Sumido en esa especie de letargo, tardó varios segundos en darse cuenta de que los cascos de Retoño producían, de repente, un sonido más fuerte, y que la fresca luz verde del bosque había dado paso a algo más brillante, más intenso. Miró hacia arriba, parpadeó y comprobó que habían llegado a un amplio claro. El claro tendría, sin exagerar, unos cien pasos de ancho, se abría en el bosque de sureste a noroeste y continuaba en ambos sentidos hasta donde alcanzaba la vista. En sus bordes crecían arbolitos jóvenes, pero el centro estaba desnudo y un camino adoquinado lo dividía en dos.

Sameth echó una mirada al camino y luego hacia el sol, que había quedado prácticamente oculto a la vista bajo el umbroso techo del bosque.

—Faltan dos, tal vez tres horas para que anochezca —masculló dirigiéndose a Retoño, mientras ajustaba el estribo y montaba—. Hoy has tomado tu buena ración de avena, ¿no es así, Retoño? Por no hablar de lo ligera que has ido, al no tener que cargar conmigo. Ahora tendrás que devolverme el favor, porque vamos a cabalgar.

Le entró la risa al pensar en una expresión que había visto en las sesiones de cinematógrafo del Somersby Orpheum de Ancelstierre.

—¡Vamos a cabalgar, Retoño! —repitió—. ¡A cabalgar como el viento!

Una hora y media más tarde, Retoño ya no corría como el viento, sino que iba al paso, le temblaban las patas, tenía los flancos empapados en sudor y echaba espuma por la boca. Sam no estaba en mejor forma, volvía a andar, para permitirle a su yegua que se recobrara. No sabía a ciencia cierta si le dolía más la pierna o el trasero.

Pese a todo, y gracias a la presencia providencial de aquel camino, habían recorrido seis o siete leguas. No se trataba de uno de los caminos reales, sino que había sido construido y convenientemente drenado hacía mucho tiempo, por lo que resultaba bastante practicable. Subieron una cima empinada por la que el camino discurría en línea recta, sin curvas. Cuando llegaron a lo alto, Sam levantó la cabeza, con la esperanza de divisar el río Renegado antes de que el día tocara a su fin. Según sus cálculos, la cabalgata le había permitido ahorrar un día de viaje a pie por el bosque, de manera que debían de estar cerca del río. Debían de estar cerca del río…

Se puso un momento de puntillas, pero no vio nada. Aquella cima era un incordio, pues estaba plagada de alturas engañosas y molestas hondonadas. ¡Seguramente vería el Renegado de un momento a otro!

¡Patatac! ¡Patatac! Los cascos de Retoño resonaron al golpear el camino, con tanta fuerza como el corazón desbocado de Sam, pero mucho más despacio. Impulsado por una mezcla de miedo y esperanza, el corazón de Sameth latía veloz.

Más adelante se alzaba la cima propiamente dicha. Sam avanzó un poco más, tratando de ver, pero el sol, aquella enorme bola roja que se hundía por el Oeste, se ponía justo enfrente de él deslumbrándolo.

Entornó los párpados, casi cerró los ojos e hizo visera con la mano para volver a mirar… y allá, debajo del sol, divisó la gruesa cinta azul, que soltaba destellos anaranjados hacia el cielo.

—¡El Renegado! ¡Ay! —exclamó Sam cuando se golpeó el dedo gordo del pie al tratar de superar la cima. Hizo caso omiso del dolor momentáneo. Allá estaba el río caudaloso cuyas aguas mantendrían alejados a los muertos. ¡El río que sería su salvación! El único inconveniente, pensó entonces, presa del pánico, era que todavía se encontraba a media legua de distancia y que ya caía la noche. Y con ella habían llegado los habitantes del Hades. No muy lejos, tal vez delante de él, había tres muertos vivientes. El camino por el que transitaba se juntaba con el camino de sirga del Renegado; desde allí lo estarían vigilando.

Lo peor de todo, pensó, mirando el río, era que no había planificado estrategia alguna para cuando lo hubiese alcanzado. ¿Y si no encontraba allí ni barcas ni balsas?

—Date prisa —le dijo Zapirón, a sus espaldas, desde su refugio en el interior de la alforja. Fue tal la sorpresa de Sam que dio un brinco y asustó a Retoño—. Debemos ir hacia el molino y buscar cobijo allí.

—Yo no veo ningún molino —dijo Sam dubitativo, y volvió a hacer visera con la mano.

No divisaba ninguno de los detalles que rodeaban el río. Le ardían los ojos por la falta de sueño, notaba en ellos como una arenilla y se sentía tan torpe como un bracero muerto.

—Claro que hay un molino —le contestó Zapirón, cortante.

Dando un brinco que sobresaltó al príncipe, salió de la alforja para subirse al hombro de su compañero de viaje y añadió:

—La rueda no da vueltas… Con suerte estará abandonado.

—¿Por qué? —preguntó Sam, medio adormilado—. ¿No sería mejor que hubiera gente? Conseguiríamos comida y agua…

—¿Y que los muertos se dieran un banquete con el molinero y su familia? —lo interrumpió Zapirón—. No tardarán en dar con nosotros… si no lo han hecho ya.

Sam no contestó, se limitó a animar a Retoño con una palmada en el cogote. Pensó que a lo mejor no la cansaba tanto si se levantaba apoyándose en los estribos. Rogó en silencio porque su yegua consiguiera cubrir aquella distancia, pues si se veía obligado a andar el resto del trayecto, dudaba mucho que pudiera llegar.

Como de costumbre, Zapirón estaba en lo cierto. Sameth notó la proximidad de los muertos; al levantar la mirada vio en lo alto del cielo dos motitas negras surgiendo de la noche que avanzaba por el Este, el nigromante que los dirigía contaba con un buen surtido de cuervos sanguinarios. Y siempre que aparecía un cuervo, no tardaban en llegar otros desde el hades, enviados por su amo en busca de su presa.

Zapirón también vio a los cuervos sanguinarios y le susurró a Sam al oído:

—Ahora ya no hay duda. Esto es obra de un nigromante que te tiene especial ojeriza, príncipe Sameth. Sus sirvientes te seguirán dondequiera que vayas, y ese malvado utilizará a todas las criaturas del reino de los muertos para conducirte a tu fin.

Sam tragó saliva. El eco de aquel funesto presagio resonó en sus oídos, venía cargado de la magia libre contenida en la silueta del gato posado sobre su hombro. Palmeó con fuerza en la grupa a su yegua para que se lanzara al galope. Acto seguido, dijo lo primero que se le cruzó por la cabeza:

—Zapirón, cierra la boca.

Retoño se desplomó a menos de un cuarto de legua del molino, consumida por el último trecho cubierto al galope y el peso muerto de Sam, de pie en los estribos. El muchacho consiguió bajarse a tiempo para no quedar aplastado debajo de su cabalgadura. Zapirón saltó de su hombro y se alejó lo más posible.

—Reventada —dijo Zapirón con brío, sin mirarla, sus ojos verdes escrutaban con insistencia la noche—. Se están acercando.

—¡Ya lo sé! —gritó Sam apresurándose a retirar las alforjas de su cabalgadura y a echárselas al hombro.

Se inclinó para acariciar la cabeza de Retoño, pero el animal no respondió. Tenía los ojos en blanco, vueltos casi por completo hacia atrás. Sam empuñó las riendas y trató de hacerla levantar, pero la yegua no hizo nada por colaborar y el muchacho estaba demasiado débil para obligarla.

—¡Date prisa! —le rogó Zapirón, paseándose alrededor—. Ya sabes lo que debes hacer.

Sam asintió y volvió la vista atrás, hacia donde estaban los muertos vivientes. Eran muchos. Una legión de muertos, siluetas oscuras que se movían torpemente, agolpándose en la oscuridad. Sus amos los habían sacado a la fuerza de algún osario lejano y los habían obligado a caminar incluso bajo el sol. Avanzaban lentos, pero implacables. Si el príncipe Sameth se entretenía un minuto más, caerían sobre él como ratas sobre un perro extenuado.

Sacó la daga y palpó el cuello de Retoño. El pulso de la arteria principal latió débil e irregular bajo sus dedos. Posó la punta de la daga en la arteria, pero no la hundió.

No puedo —murmuró—. Podría recuperarse.

—¡Los muertos se beberán su sangre y se darán un banquete con su carne! —exclamó Zapirón—. Este animal te ha servido fielmente, no debes hacerle eso. ¡Clávale la daga!

—No puedo arrebatar una vida. Aunque se trate la de una yegua, ni siquiera por piedad —dijo Sam levantándose vacilante—. Me di cuenta después de… después de lo ocurrido con los agentes de policía. Esperaremos juntos.

Zapirón siseó y dando un salto, se plantó sobre el cogote de Retoño y con una pata trazó una línea de fuego blanco que lo recorrió de lado a lado. Durante un momento, nada ocurrió. Luego, la sangre comenzó a manar a borbotones salpicando las botas de Sam y cayendo en olas calientes sobre su cara. Retoño dio los últimos estertores… y murió.

Sam la sintió morir y apartó la cabeza, incapaz de mirar el oscuro charco que se fue formando debajo del animal.

Algo le rozó las espinillas. Zapirón, que lo incitaba a ponerse en marcha. Cegado, el muchacho se dio la vuelta y caminó con dificultad hacia el molino. Retoño estaba muerta y Sam sabía que Zapirón había hecho lo único que era posible. Aun así, le parecía mal.

—¡Deprisa! —insistió el gato, bailando alrededor de los pies de Sameth, una mancha blanca en la oscuridad.

El príncipe Sameth oía a los muertos a sus espaldas, el entrechocar de huesos, el rechinar de las secas rodillas dobladas en ángulos imposibles. El miedo se encargó de borrar el cansancio de un plumazo impulsándolo a moverse, pero el molino parecía muy, muy lejos.

Tropezó y a punto estuvo de caer, sin saber cómo, recuperó el equilibrio y siguió adelante. La herida de la pierna le daba unos pinchazos que le llegaban a la cabeza, ayudándolo a despejarse. Aunque su yegua ya no existiera, no había motivos para que él la siguiera al Reino de la Muerte. El cansancio le había hecho acariciar por un momento la idea de dejarse estar.

Allá adelante se alzaba el molino, construido en el poderoso río Renegado, con el saetín, la compuerta y la rueda enclavados en la orilla. No tenía más que llegar al saetín, abrir la compuerta y el molino contaría con la defensa perfecta del agua corriente desviada desde el río.

Se arriesgó y echó una mirada por encima del hombro y volvió a tropezar, sorprendido por la negrura, la proximidad y el número de los muertos. Eran más que una legión, avanzaban en filas desde todas las direcciones, los más próximos se encontraban a poco más de quinientos pasos. Sus caras cadavéricas parecían bandadas de polillas flotando espectrales bajo la luz de las estrellas.

Muchos muertos lucían restos de bufandas y sombreros azules. Sam se los quedó mirando. ¡Eran cadáveres de sureños! Probablemente se tratara de los que su padre había intentado encontrar.

—¡Corre, idiota! —gritó Zapirón lanzándose a la carrera delante de él.

Los muertos que venían detrás se dieron cuenta, al fin, de que su presa podía escapar. Los músculos chirriaron, súbitamente obligados a cobrar velocidad, y las gargantas sin vida lanzaron extraños y secos gritos de guerra.

Sam no miró más. Oía sus pesados pasos, el ruido de succión de la carne podrida, forzada a superar incluso sus límites mágicos. Sam echó a correr, el aliento le quemaba la garganta y los pulmones, notaba fuertes pinchazos por todo el cuerpo.

Consiguió llegar al saetín, un canal estrecho y profundo, con los muertos pisándole los talones. Cuatro pasos más y cruzó las tablas del sencillo puente; una vez del otro lado, le dio una patada y lo lanzó al saetín. Pero el canal estaba seco, de modo que los primeros braceros muertos se tiraron de cabeza y empezaron a trepar por el otro lado. Detrás venían más braceros, fila tras fila, una marea de muertos, imposible de contener.

Desesperado, Sam corrió a la compuerta y la rueda que la subiría para dejar entrar las aguas rugientes del Renegado en el saetín, donde cubrirían a los muertos que habían conseguido colarse.

La rueda estaba herrumbrada y la compuerta, atascada. Sam empujó la rueda de hierro con todo el peso de su cuerpo, hasta que se partió dejándole en la mano un trozo de la estructura herrumbrada.

El primer bracero muerto consiguió izarse por el saetín y fue hacia él. Estaba oscuro, muy oscuro, pero Sam alcanzaba a distinguirlo. En otro tiempo fue humano, pero la magia que lo había devuelto a la vida le había contorsionado el cuerpo como siguiendo los caprichos de un artista enloquecido. Los brazos le colgaban por debajo de las rodillas, la cabeza ya no estaba a continuación del cuello sino que reposaba sobre los hombros, y la boca se abría hacia arriba ocupando el sitio donde antes estaba la nariz. Detrás de ese horror venían más, otras siluetas deformes que salían del saetín subiendo la escalera formada por las palas de la rueda del molino.

—¡Por aquí! —ordenó Zapirón, dando un coletazo, y entró de un salto por la puerta del molino.

Sam intentó imitarlo, pero el bracero muerto le impedía el paso, la boca esquelética sonreía burlona y llena de dientes, sus largas manos extendidas, los dedos esqueléticos arqueados, listos para aferrado.

Sam sacó la espada y lo atravesó con un hábil movimiento. Las marcas del Gremio grabadas en la hoja refulgieron, una nube de chispas púrpuras surgió en plena noche a medida que el metal encantado se introducía en la carne muerta.

El bracero retrocedió, quebrado aunque no derrotado, con un brazo colgando de una fina articulación. Sin sacar la espada, Sam lo empujó para apartarlo de sí y, acto seguido, asestó dos estocadas a otros tantos muertos que se le habían acercado. Se dio la vuelta, frenó de un tajo limpio al que intentaba sorprenderlo por la espalda y se retiró al interior del molino.

—¡La puerta! —escupió Zapirón desde algún lugar a sus pies.

Sam tanteó la madera y con desesperación aferró el borde de la puerta y la cerró con fuerza en las narices de los muertos. Zapirón saltó hacia arriba, su pelambre rozó la mano de Sam, y un golpe seco le indicó al muchacho que el felino acababa de bajar la tranca. La puerta estaba cerrada, de momento.

No se veía nada. La oscuridad era total, sofocante. Sam ni siquiera alcanzaba a divisar el blanco y brillante pelaje de Zapirón.

—¡Zapirón! —gritó el muchacho. Su voz destilaba pánico.

Aquella palabra se vio de pronto ahogada por un gran estrépito: los braceros muertos se abalanzaban contra la puerta. Eran demasiado lerdos para buscar un tronco y usarlo de ariete.

—Aquí estoy —contestó el gato, más tranquilo que nunca—. Tantea el suelo.

Sam obedeció más deprisa de lo que le hubiese gustado reconocer; sus dedos aferraron a Zapirón por el collar, obra de la magia del Gremio. Tuvo un momento de duda atroz, pensó que sin querer le había arrancado el collar. Luego, el gato se movió, la miniatura de Ranna tintineó y el chico supo que el collar seguía en su sitio. El sonido de Ranna desencadenó una ola de somnolencia que envolvió a Sam, pero aquello no fue nada comparado con el alivio de saber que el collar seguía firmemente ceñido al cogote del gato. Estando los muertos tan cerca como estaban, y con la puerta a punto de ceder a los constantes embates, haría falta algo más que una miniatura de Ranna para que le entrara sueño.

—Por aquí —ordenó Zapirón, una voz incorpórea en la oscuridad.

Sam notó que se movía y lo siguió rápidamente, con todos los sentidos concentrados en la puerta que dejaban atrás.

Zapirón se dio media vuelta de repente; Sam continuó andando y su espada golpeó contra algo duro, rebotó y no le dio en toda la cara porque consiguió reaccionar a tiempo; envainó y a punto estuvo de cortarse. Tendió la mano para palpar con qué había chocado.

Descubrió otra puerta, una puerta que debía conducir al río. Le llegaba el rumor del agua corriente, apenas audible en medio de los golpes de los braceros muertos al lanzarse contra la entrada. El ruido reverberaba hasta alcanzar la parte alta del molino. Pese al alboroto, no habían conseguido pasar; Sam agradeció en silencio al molinero por haber hecho una construcción tan sólida.

Con manos temblorosas dio con la tranca y la levantó; buscó luego la argolla con que se abría el candado. Le dio una vuelta, se resistió, le dio otra vuelta, presa del pánico. ¿No estaría la puerta cerrada por fuera?

A sus espaldas, los goznes chirriaron, cedieron al fin y la otra puerta cayó hacia adentro. Los braceros muertos se precipitaron hacia el interior, soltando gritos roncos, ecos inhumanos de los gritos de triunfo de los vivos.

Sam le dio otra vuelta a la argolla y la puerta se abrió de pronto. Y él cayó despatarrado hacia adelante por unas escaleras que daban a un estrecho embarcadero. Aterrizó sobre éste con un golpe seco y notó un dolor agudo en la pierna herida, pero no le hizo caso. ¡Por fin había llegado al Renegado!

Y otra vez veía, no muy bien, pero veía gracias a las estrellas y su reflejo en el agua. Delante de él, a pocos pasos, fluía el río caudaloso. Vio una bañera de latón, era enorme, de las utilizadas para bañar a varios niños de una tacada, lo bastante espaciosa como para que un adulto cupiese en ella bien repantigado. Nada más verla, Sam fue hacia ella, la empujó hasta el río y la sujetó con una mano para que no se la llevara la corriente mientras echaba dentro la espada y las alforjas.

—Retiro lo dicho —comentó Zapirón metiéndose en la bañera de un salto—. No eres tan tonto como pareces.

Sam quiso contestarle, sus labios se negaron a obedecerlo. Se metió en la bañera sin soltarse del último escalón en que acababa el embarcadero. La bañera se hundió de forma alarmante, pero una vez sentado dentro, quedaban unos cuantos centímetros de obra muerta.

Cuando dio un impulso para enfilarla hacia el centro de la corriente, un ramillete de muertos asomó por la puerta. El primero retrocedió espantado ante la proximidad de tanta agua corriente, los que venían detrás, sin embargo, continuaron empujando y el bracero cayó hacia la improvisada embarcación.

La criatura muerta lanzó un grito agónico al tiempo que intentaba subir las escaleras a saltos; por un instante aquel grito sonó como si proviniera de un vivo. Tratando de encontrar asidero, agitó las manos mientras caía; lo único que consiguió fue cambiar de dirección y acabar zambulléndose en las aguas del Renegado. Los gritos se perdieron en la distancia, envueltos en un fulgor de chispas plateadas y fuego dorado.

No terminó dentro de la improvisada embarcación por un margen escaso de dos palmos. La ola del impacto estuvo a punto de llenar la bañera. Sam contempló los momentos finales de la criatura, se fijó en los muertos que habían quedado como congelados en la puerta, en lo alto de las escaleras, y notó en su interior un alivio enorme.

—Asombroso —dijo Zapirón—. Hemos conseguido escapar. ¿Qué haces?

Sam dejó de retorcerse y en silencio le enseñó el trozo de jabón arrugado y reseco por el sol sobre el que acababa de sentarse. Apoyó la cabeza y se agarró de los bordes para disfrutar del dulce río que los había salvado.

—De hecho —añadió Zapirón—, creo que hasta podría felicitarte.

Sam no le contestó. Se había quedado dormido.