«Cuando el muerto echa a andar, corriente de agua has de buscar».
Impulsado por el alarmante presentimiento de Zapirón, Sam espoleó a Retoño con todas sus fuerzas y abandonó el bosquecillo sin nombre antes de lo calculado, la noche del primer día; a continuación, cruzó las verdes colinas y los campos labrados. Aquella región formaba parte de las Tierras del Centro del Reino Antiguo, un ancho cinturón salpicado de pequeñas aldeas, granjas y rebaños de ovejas, que se extendía hacia el Oeste casi hasta llegar a Estwael y Olmond. Aparte de Sindle, en el Norte no había más poblados hasta Yanyl, a veinte leguas de la margen derecha del Renegado. Aquella región, mayormente despoblada durante el interregno, había conseguido recuperarse con rapidez bajo el reinado de Touchstone, pero seguía contando con muchos menos habitantes que en el período de apogeo del reino.
Dado que su anterior disfraz le resultaba más bien una carga, Sam deshizo el hechizo del Gremio con el que se había convertido en viajero y recuperó su apariencia normal. Retoño estaba bien como iba, las patas cubiertas de barro y un aspecto de lo más corriente. El joven príncipe distaba mucho de parecer lo que era, debido a la ropa sucia y mojada de sudor, y resultaba difícil ver en él al Sam al que todos estaban habituados. Se había inventado una historia en caso de que le preguntaran algo. Diría que era el hijo menor de un capitán de la guardia mercante de Belisaere, en viaje desde el Norte, para visitar a un primo cerca de Chasel, que iba a emplearlo como criado.
Se cambió otra vez la venda y consiguió calzarse los pantalones de recambio, para que las manchas de sangre no delataran que lo habían herido. No consiguió disimular la cojera, aunque con el sombrero tuvo mejor suerte, porque había sufrido la humillación de que le cortaran el ala por la mitad, con lo cual tapaba menos la cara y llamaba menos la atención.
Nada más salir del bosque, llegaron a un pueblo, o más bien un caserío, porque sólo contaba con siete casas. No obstante, cerca de allí había un pilar del Gremio. Sam notaba su presencia, en algún punto, detrás de las casas. Sintió la tentación de acercarse y utilizarlo para que lo ayudara a preparar otro hechizo curativo más potente, pero de ese modo llamaría la atención de los habitantes del caserío.
No había posadas. Y pese a que conseguir una cama mullida era vana esperanza, se las arregló para comprar algo de pan casi fresco, un conejo recién guisado y varias manzanas dulces a una mujer que llevaba un carro lleno de provisiones a su granja.
Zapirón durmió todo el tiempo que duró el regateo, oculto debajo de la solapa de la alforja, atada con un nudo flojo, lo cual era un alivio. Sam no tenía la más remota idea de por qué el gato blanco viajaba con él. Lo mejor era no preguntárselo siquiera.
El príncipe Sameth siguió cabalgando hasta que se hizo de noche y Retoño comenzó a meterse en el barro que cubría los lados de lo que, al parecer, era un camino. No se veía nada. Echó mano de la magia del Gremio para confeccionar una luz y encontraron un almiar con un hueco en un lado y lo usaron como refugio. Zapirón siguió durmiendo, ajeno al hecho de que Sam quitara las alforjas y parte del barro de sus botas y de su cabalgadura.
El muchacho intentó despertarlo para preguntarle más cosas sobre la celada de rayos. La campana que mantenía hechizado a Zapirón funcionaba a las mil maravillas y su tañido soñoliento se oía cada vez que el gato se movía como si fuera a despertarse. La miniatura de Ranna conseguía incluso que a Sam le entrara modorra cuando se acercaba demasiado a ella, así que se echó al lado del gato, se acomodó lo mejor que pudo y se quedó dormido.
El día siguiente fue más o menos como el primero. Como era lógico, teniendo en cuenta la delgada yacija de paja en la que había dormido, a Sam no le costó nada levantarse antes del amanecer y obligar a Retoño a cabalgar a un ritmo más rápido de lo que a la yegua le agradaba.
Poca gente se cruzó en el camino de Sam, si es que a aquello podía llamársele camino, porque apenas alcanzaba la categoría de sendero de tierra batida; el muchacho habló poco con esas personas aunque lo hizo con amabilidad y dulzura, por temor a que lo descubriesen. Decía lo suficiente para no llamar la atención cuando compraba comida o preguntaba cuál era la mejor manera de cruzar el bosque de Sindle y llegar al Renegado.
Se llevó un susto mayúsculo en una aldea, donde se había detenido a comprar algo de grano para Retoño y una bolsa de cebollas y pastinacas para él. Dos agentes de policía se acercaron a caballo sin aminorar el paso, lo saludaron y enfilaron hacia el Este. Al parecer, no había comenzado a correr la noticia de que un peligroso nigromante anduviera suelto ni de que un príncipe hubiera desaparecido, o eso, o él no tenía aspecto de ser ni lo uno ni lo otro. Fuera cual fuese el motivo, Sam se sintió agradecido.
A rasgos generales, fue un viaje sin incidentes, aunque muy cansado. Sam pasaba gran parte del tiempo pensando en Nick, en sus padres y en sus propios defectos. Y esos pensamientos lo llevaban siempre al enemigo. Cuanto más pensaba, más se convencía de que el nigromante que le había causado las quemaduras era el artífice de los problemas que aquejaban al reino. Aquel nigromante tenía poderes suficientes, lo había demostrado al tratar de atrapar y dominar a Sam.
Sobre todo, Sameth no dejaba de darle vueltas a lo que debía hacer y a lo que podía ocurrir. Imaginó varias situaciones horrendas y, por más que se estrujaba los sesos, no se le ocurría cuál podía ser la mejor manera de solucionarlas si llegaban a hacerse realidad. A medida que transcurrían los días, imaginaba cosas peores y aumentaba su convicción de que Nicholas debía de haberse topado con algo maligno en la celada de rayos. Tal vez con la muerte.
A los cuatro días de su encuentro con los policías, Sam llegó a lo alto de una colina desde donde divisó las verdes lindes umbrías del antiguo bosque conocido con el nombre de Sindle. Parecía más grande, más sombrío y más abandonado que el bosquecillo donde había encontrado a Zapirón. Los árboles eran más altos, al menos los que él veía en las lindes, y no alcanzaba a distinguir sendero alguno.
Sam contemplaba el bosque pero sus pensamientos estaban muy lejos de allí. La situación de Nick le pesaba como una losa, lo mismo que la presencia de El libro de los muertos y las campanas. Se trataba de cosas que ahora estaban íntimamente relacionadas, porque la cuestión era que si Sam quería rescatar a Nick, si su amigo se encontraba en aprietos, la única esperanza que le quedaba era convertirse en un hábil Abhorsen. Si el enemigo se había apoderado de Nick, probablemente lo utilizaría para chantajear al Ministro Supremo de Ancelstierre y poner trabas al plan con que Sabriel y Touchstone querían impedir la matanza de los sureños, la consiguiente invasión de los muertos y la posible caída del Reino Antiguo y…
Sam lanzó un suspiro y volvió la mirada hacia las alforjas. Su imaginación estaba desbocada. Fuera cual fuese la situación, debía hacer un esfuerzo supremo para leer el libro y ser un salvador y no un simple idiota que cabalgaba derechito hacia el desastre, la muerte o la esclavitud.
Cabía siempre la posibilidad de que Zapirón mintiera. Sam sospechaba del gato y recordaba vagamente que el felino jamás abandonaba la Casa de la Abhorsen sin la Abhorsen. Cierto era que Sabriel no podía habérselo llevado a Ancelstierre en su misión diplomática y cabía la posibilidad de que le hubiera otorgado la libertad de salir de la casa. Por otra parte, Sabriel guardaba el anillo con que podía controlar al ser de la magia libre en que Zapirón podía convertirse en caso de que fallara el hechizo vinculante que lo dominaba. Si la criatura que Zapirón llevaba dentro llegaba a soltarse, mataría a cuanto Abhorsen se cruzara en su camino. En este caso, a Sam. Sabriel no habría dejado salir al gato sin asegurarse al mismo tiempo de que le llevara el anillo a Sam.
A lo mejor, el hecho de que su madre no estuviese en Ancelstierre, al otro lado del Muro, había permitido a Zapirón hacer lo que le venía en gana.
O tal vez Zapirón había sido sobornado por el enemigo con el fin de guiar a Sameth hacia la muerte…
Concentrado como iba en sus amargos pensamientos y en manejar a Retoño lo mejor posible a medida que bajaban la colina, el frío estremecimiento que le recorrió la espina dorsal lo pilló por completo desprevenido. En ese mismo instante, sintió que lo vigilaban. Algo muerto lo vigilaba.
Raudo acudió a su memoria el antiguo poemita que tantas veces le habían hecho repetir cuando era niño:
Cuando los muertos echan a andar,
corrientes de agua has de buscar.
Porque del agua el muerto huye,
sea ancho río o cazo que bulle.
A falta de agua, busca el fuego.
Si ambos fallan, se acabó el juego.
Y mientras iba repitiendo mentalmente los versos, Sam miró el sol. Le quedaba algo más de una hora de luz. Acto seguido, buscó agua corriente, un arroyo o un río, y vio un reflejo plateando entre las sombras, cerca de las lindes del bosque. A mayor distancia de la que hubiera deseado.
Espoleó a Retoño en esa dirección y notó que el miedo crecía en sus entrañas recorriéndole hasta el último músculo. No veía a la criatura muerta, pero estaba cerca. Notaba su espíritu como quien siente la palma de una mano húmeda y pegajosa. Para colmo, debía de tener mucha fuerza, de lo contrario no se habría arriesgado a salir antes de ponerse el sol.
A Sam se le doblaron las rodillas, reflejo de la urgente necesidad de atizar a Retoño para que echara a galopar. Por desgracia, hubo de contenerse, porque seguían bajando la colina por terreno accidentado. Si Retoño llegaba a caer sobre él, quedaría atrapado y sería presa fácil del muerto…
No. Lo mejor era no pensar en eso. Volvió a observar los alrededores y entrecerró los ojos cuando su mirada topó con la bola rojiza y amarilla del sol en el horizonte. La criatura se encontraba en algún lugar a sus espaldas…, no…, a su derecha.
Sam estaba al borde de la histeria cuando constató que las criaturas eran dos, tal vez más. Debían de ser los braceros fantasmas que se escabullían entre las piedras, al amparo de las sombras, y lo hacían con tanto sigilo que era imposible verlos hasta que se lanzaban al ataque.
Tanteó la alforja y la abrió. Si no lograba llegar a tiempo hasta una corriente de agua, las campanas serían su única defensa contra los braceros fantasmas. Ridícula defensa, puesto que no sabía cómo usarlas correctamente y podían volverse en su contra.
Notó otro muerto que se movía; el corazón le dio un vuelco al comprobar la velocidad de aquella cosa. Se plantó a su lado y Sam seguía sin verlo. ¡Se plantó a su lado a plena luz del sol!
Levantó la vista. Una mancha negra rondaba el aire, encima de su cabeza, imposible que las flechas la alcanzaran. Detrás de ella había otra y más arriba, otras más.
No se trataba de braceros fantasmas. Sino de cuervos sanguinarios. Y donde había dos, había muchos más. Los cuervos sanguinarios se creaban siempre en bandadas; eran cuervos corrientes y molientes a los que se mataba en una ceremonia ritual y se les infundía fragmentos de un único espíritu muerto. Guiados por esa única inteligencia rota, aquellas bolas de carne podrida y plumas volaban impulsadas por la fuerza de la magia libre… y mataban por obra y gracia de su número.
Sam oteó el horizonte con detenimiento y no vio a más de dos. Era evidente que ningún nigromante iba a malgastar su poder para crear sólo un par de cuervos sanguinarios. Eran fáciles de eliminar siempre que no atacaran en bandada. Una estocada acabaría con un solo cuervo, pero hasta el más hábil de los guerreros podía ser derrotado por cien de ellos si atacaban a la vez porque sus picos buscaban los ojos y el cuello. No tenían la costumbre de salir cuando hacía sol. El hechizo que les daba vida sufría la erosión del calor y la luz, del mismo modo que el viento hacía pedazos su forma física.
A menos que, pensó Sam, en lugar de utilizar la vitalidad de un solo espíritu muerto para crear una bandada de cien, se hubiesen limitado a repartirla nada más entre dos y se tratara, efectivamente, sólo de dos cuervos sanguinarios. Si era así, durarían mucho más y serían más fuertes pese al sol. También podían ser utilizados para hacer algo más que atacar.
Como vigilar, pensó con tristeza, al comprobar que los dos pajarracos evitaban acercársele. Se mantenían encima de él, volando en círculos lentos, probablemente marcando su posición para que al caer la noche los muertos se abalanzaran sobre él.
Como confirmación de sus pensamientos, uno de los cuervos sanguinarios, el que estaba más lejos, soltó un graznido burlón y ronco, e impulsado más bien por la magia que por el batir de las alas, salió volando hacia el Sur dejando caer plumas podridas.
Con toda seguridad se trataba del mensajero y estaba claro que el otro era el vigilante, encargado de seguirle el rastro al príncipe desde lo alto del cielo.
Por un momento consideró la posibilidad de lanzarle un hechizo destructivo, pero estaba demasiado lejos y seguramente los cuervos debían de contar con instrucciones precisas para eludirlos. Además, Sam seguía debilitado por la herida de la pierna. Sabía que debía conservar los poderes cuando cayera la noche.
Sin despegar los ojos de aquella negra mancha, el príncipe espoleó a Retoño para que continuara avanzando. Desde donde se encontraba, el arroyo no parecía llevar mucha agua, pero le ofrecería cierta protección. Tras una breve vacilación, sacó la bandolera con las campanas y se la colocó. El peso de las campanas y su poder le pesaban sobre el pecho causándole una enorme fatiga, quitándole el aliento. Si ocurría lo peor, procuraría utilizar las menores, echando mano de las lecciones recibidas de su madre. Aquellas lecciones habían sido apenas una introducción a los estudios que había abandonado. A Ranna, al menos, la podía sacar sin temor a verse arrastrado contra su voluntad al reino de los muertos.
Una voz rezongona no dejaba de repetirle en su fuero interno que era demasiado tarde para sacar El libro de los muertos y aprender algo más sobre el derecho que había heredado al nacer y que ahora podía salvarle la vida. Pese a todo, el miedo a ser atacado por los muertos no era lo bastante profundo para imponerse al que le inspiraba el libro. Si lo leía, podía muy bien darse el caso de que acabara en el Reino de la Muerte. Era mejor luchar contra los muertos en el reino de los vivos, con sus escasos conocimientos, que enfrentarse a ellos en el país de los muertos.
Sam creyó oír una risita burlona a sus espaldas que no se parecía a la de Zapirón. Se volvió, la mano instintivamente cogió la espada, pero no vio nada. Sólo al gato que seguía durmiendo en una alforja y El libro de los muertos en la otra. Sam soltó la empuñadura, humedecida por el sudor de sus dedos temblorosos, y volvió a mirar en dirección del arroyo. Si el lecho era liso, cabalgaría siguiendo la corriente hasta donde pudiera. Con suerte, lo llevaría en dirección oeste hasta el Renegado, un río caudaloso que ni siquiera los muertos mayores se atrevían a cruzar.
Desde allí, le dijo una voz cobarde en su interior, podría llegar en barca hasta la Casa de la Abhorsen. Donde estaría a salvo. A salvo de los muertos, a salvo de todo. ¿Qué sería entonces, le preguntaba otra voz, del pobrecito Nick, de sus padres, del reino? Ambas voces callaron cuando Sam se concentró en cabalgar colina abajo, a lomos de Retoño, hacia la prometida seguridad del arroyo.
Sam perdió de vista al cuervo sanguinario cuando las sombras de los árboles y la noche engulleron los últimos rayos de luz. Seguía notando la presencia del espíritu muerto que había bajado un poco, envalentonado por la oscuridad.
Aunque no tanto para acercarse al agua corriente que borboteaba a ambos lados del improvisado campamento de Sam. El arroyo había resultado un pequeño chasco y una prueba patente de que los deshielos de la primavera comenzaban a mermar. Apenas tenía diez metros de ancho y era tan poco profundo que permitía vadearlo. No obstante, menos daba una piedra y Sam había encontrado un pequeño islote, apenas una estrecha franja de arena, por cuyos costados el agua discurría veloz.
Ya había encendido una fogata, puesto que no tenía sentido ocultarse con el cuervo sanguinario volando en círculos en lo alto del cielo. Para que su campamento fuese lo más seguro posible sólo le quedaba conjurar un rombo protector del tamaño suficiente para contenerlo a él, a su caballo y la fogata.
Si las fuerzas le bastaban, pensó Sam, mientras obligaba a Retoño a no moverse. Después de pensárselo mejor, se quitó la bandolera con las campanas, que cada vez se le hacía más pesado llevar. Luego, cojeando un poco se plantó delante de Retoño, adoptó la postura para lanzar el hechizo, desenvainó la espada y la extendió al frente. Manteniendo así la pose, inspiró hondo cuatro veces para oxigenar al máximo su cuerpo cansado.
Buscó entonces las cuatro marcas cardinales del Gremio con las cuales crear los vértices del rombo protector. En su mente tomaron cuerpo los símbolos necesarios, extraídos del flujo incesante del Gremio.
Para que no cambiasen, se concentró en ellos conteniendo el aliento, y sobre la arena, frente a él, trazó el perfil de la primera marca, la marca del este. Cuando hubo terminado, la marca del este grabada en su mente bajó por su acero en forma de lengua de fuego dorado y llenó de luz el perfil depositado sobre la arena.
Sam fue cojeando hasta situarse detrás de Retoño, más allá de la fogata, y dibujó la marca del sur. Cuando ésta cobró vida, de la marca del este partió una línea de fuego amarillo en dirección a ella y se formó una barrera impenetrable para los muertos y el peligro físico. Como todo su afán era proseguir con el hechizo, Sam no miró su obra. Si llegaba a fallar en ese momento, el rombo quedaría incompleto.
Sameth había conjurado muchos rombos protectores en su vida, pero nunca estando herido y exhausto. Cuando se encendió la última marca, la correspondiente al Norte, el muchacho soltó la espada y se dejó caer sin resuello sobre la arena mojada.
Impulsada por la curiosidad, Retoño volvió la cabeza para mirar a su amo, pero no se movió. El príncipe pensó en la posibilidad de inmovilizarla con un hechizo para impedir que se saliera sin querer del rombo, pero la yegua se quedó quieta. A lo mejor era porque olía al cuervo sanguinario.
—Por lo visto estamos en peligro —le dijo al oído a Sam una voz soñolienta.
El muchacho se incorporó y vio que Zapirón salía, no sin grandes esfuerzos, de la alforja, depositada al lado del fuego y de una pila, quizás insuficiente, de leña húmeda.
Sam contestó que sí con la cabeza porque se había quedado momentáneamente mudo. Apuntó al cielo, en el que empezaba a titilar alguna que otra estrella solitaria y la enorme franja blanca dejada por un cirro en forma de cola de caballo. Altas en el cielo, hacia el Sur, también se veían nubes negras en las que crepitaban los relámpagos, pese a que no había señales de lluvia.
Del cuervo sanguinario no se veía ni una sola pluma putrefacta, pero Zapirón parecía saber lo que Sam le indicaba con el dedo. El gato se incorporó sobre los cuartos traseros, olisqueó el aire y con una pata cazó distraídamente un mosquito gigante que, con toda seguridad, acababa de darse un festín con Sam.
—Un cuervo sanguinario —dijo—. Sólo uno. Sí que es raro.
—Ha estado siguiéndonos —dijo Sam aplastando de un manotazo varios mosquitos que le habían aterrizado en la frente—. Había dos, pero el otro se fue volando. Hacia el Sur. Seguro que para recibir órdenes. ¡Malditos insectos!
—Esto es obra de un nigromante —convino Zapirón olisqueando otra vez el aire—. Me pregunto si él… o ella… estará buscándote a ti en concreto. O si es pura mala suerte de un viajero díscolo.
—Podría tratarse del mismo que me atrapó antes, ¿no? —preguntó Sam—. No sé… Sabía dónde estábamos mi equipo de críquet y yo…
—Es posible —respondió Zapirón siguiendo con la vista clavada en el cielo—. Es bastante extraño que por aquí haya cuervos sanguinarios o que un nigromante menor se atreviera a atacarte, a menos que actuase con el apoyo de una fuerza rectora. No cabe duda de que estos cuervos son más atrevidos de lo que les corresponde por naturaleza. ¿Has pescado algo para mí?
—No —contestó Sam, sorprendido por la manera súbita en que el gato había cambiado de tema.
—Qué desconsiderado —apuntó Zapirón olisqueando el aire—. No me quedará más remedio que pescármelo yo mismo.
—¡No! —gritó Sam incorporándose—. ¡Romperás el rombo! No tengo fuerzas para volver a conjurarlo. ¡Aay! ¡Que el Gremio maldiga a estos mosquitos!
—No lo romperé —dijo Zapirón, fue hacia la marca del oeste y con cuidado sacó la lengua. La marca soltó un fogonazo blanco que deslumbró a Sam.
Cuando por fin consiguió ver, Zapirón estaba del otro lado, inclinado sobre el agua, atento, con una pata levantada como un oso pescador.
—Será fanfarrón —masculló Sam.
Se preguntó cómo lo habría conseguido el gato. El rombo seguía intacto, las líneas de fuego mágico ardían sin pausa entre el brillo de las marcas cardinales. Sólo faltaba que el rombo ahuyentara también a los mosquitos, pensó el muchacho, y de un manotazo estampó a los que se le habían posado en el cuello convirtiéndolos en manchas sangrientas. Estaba claro que en la lista de daños físicos contra los que protegía el hechizo no se incluían sus picaduras. Sonrió de pronto al recordar algo que había metido en su bolsa.
Estaba sacando ese objeto de la alforja cuando la marca del oeste volvió a soltar un fogonazo; era Zapirón que regresaba al interior del rombo. El gato llevaba en la boca dos truchas pequeñas; la luz de la fogata y el fulgor del Gremio se reflejaban en las escamas de los pescados arrancándoles destellos irisados.
—Éste lo puedes asar —dijo Zapirón, depositando el pescado más pequeño al lado del fuego—. ¿Qué es eso?
—Un regalo para mi madre —contestó Sam, orgulloso, y luego depositó en el suelo una rana mecánica con piedras preciosas incrustadas, dotada de un interesante detalle anatómico: unas alas de bronce cubiertas de delicadísimas plumas—. Una rana voladora.
Zapirón miraba con interés mientras Sam acariciaba el lomo de la rana y ésta comenzaba a brillar por obra de la magia del Gremio, al tiempo que el enviado encerrado en el cuerpo mecánico despertaba del sueño. Abrió un ojo turquesa, luego el otro, los párpados de oro, finos como el papel, se retiraron hacia atrás. Acto seguido, batió las alas; las plumas descaradas chocaron entre sí.
—Muy bonito —dijo Zapirón—. ¿Hace algo más? —La rana voladora se encargó de contestar la pregunta. Saltó de pronto en el aire, sacó una lengua roja, larga y vibrátil, con la que atrapó varios mosquitos desprevenidos. Batiendo con furia las alas y describiendo una espiral, persiguió a otros insectos, dio buena cuenta de ellos y aterrizó satisfecha a los pies de Sam.
—Coge insectos —explicó Sam no sin cierta satisfacción—. Se me ocurrió que a mi madre podría serle útil, dado que se pasa mucho tiempo en las ciénagas persiguiendo muertos.
—La has hecho tú —dijo Zapirón, mientras observaba a la rana voladora que, dando otra vez saltos y haciendo mil piruetas, volvía a perseguir a sus presas—. ¿El invento es todo tuyo?
—Sí —contestó Sam, cortante, y esperó alguna crítica a su trabajo.
El felino no abrió la boca, se limitó a observar las acrobacias aéreas de la rana: sus ojos verdes no se perdían un solo movimiento. Luego clavó la vista en Sam y el muchacho se puso nervioso. Intentó sostenerle la mirada, pero tuvo que apartarla… Fue entonces cuando de pronto cayó en la cuenta de que había muertos por ahí cerca. Muchos muertos que se acercaban a ojos vistas.
Zapirón también notó su presencia, evidentemente, porque se levantó de un salto, siseó y los pelos del lomo se le erizaron formando una cresta. Retoño también los olió y se estremeció. La rana voladora se metió volando en las alforjas.
Sam escudriñó la oscuridad, haciendo visera con la mano porque le molestaba la luz del fuego. La luna se había ocultado detrás de una nube, pero el agua reflejaba el fulgor de las estrellas. Sentía la presencia de los muertos pululando en el bosque, pero la oscuridad entre las ramas de los añosos árboles era muy profunda. No se veía nada.
Sólo se oían el murmullo de las hojas, el chasquido de las ramas y, de vez, en cuando, alguna pisada, mientras incesante, como música de fondo, sonaba el borboteo constante del arroyo. Fuera lo que fuese que estuviese acercándose, al menos tenían forma física. Podía tratarse de braceros fantasma. O de glims, o de mordacis, o de cualquiera de las muchas especies de muertos menores. No percibía nada más poderoso, al menos por el momento.
Su naturaleza era desconocida, pero estaba claro que había al menos una docena a ambos lados del arroyo. Sam se olvidó del cansancio y la cojera y recorrió el rombo para comprobar las marcas. El agua corriente no era lo bastante profunda y caudalosa, por tanto, apenas conseguiría disuadir a los muertos. El rombo sería su verdadera protección.
—Tal vez haya que renovar las marcas antes del amanecer —comentó Zapirón viendo que el muchacho inspeccionaba el rombo—. No las has conjurado muy bien que digamos. Deberías dormir un poco antes de volver a intentarlo.
—¿Cómo voy a dormir? —susurró Sam, bajando instintivamente la voz, como si evitar que los muertos lo oyeran fuera a cambiar algo.
Ya sabían dónde estaba. Y él ya percibía su olor, el hedor a carne putrefacta, a moho de sepulcro.
—No son más que braceros —dijo Zapirón mirando hacia el exterior del rombo—. Es probable que no ataquen mientras dure el rombo.
—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó Sam, secándose el sudor de la frente y, de paso, quitándose varios mosquitos aplastados.
Le pareció ver a los muertos…, altas formas entre los troncos oscuros de los árboles. Cadáveres horribles, destrozados, obligados a regresar a la vida, sometidos a los caprichos de un nigromante. Despojados de su inteligencia, perdida toda humanidad, dotados sólo de una fuerza descomunal, impulsados por un ansia insaciable de la vida que ya no tenían. De la vida de Sam.
—Podrías ir a su encuentro y enviarlos de vuelta al reino de los muertos —sugirió Zapirón y empezó a comerse el segundo pescado por la cola. Sam no lo había visto zamparse el primero—. Tu madre lo haría —añadió el gato con malicia al ver que Sam no respondía.
—Yo no soy mi madre —repuso Sam con la boca reseca. No hizo ademán de recoger las campanas, pese a que notaba su presencia allí, depositadas sobre la arena, y sentía su llamada. Querían que las utilizaran para luchar contra los muertos. Casi todas podían convertirse en un peligro para quien las tañera, eran potencialmente traicioneras. Tendría que usar a Kibeth para conseguir que los cadáveres dirigieran sus pasos de regreso al reino de los muertos, y no era nada improbable que el resultado fuera justamente el contrario y quien acabara allí fuera él.
—¿Es el caminante quien escoge el camino, o el camino el que escoge al caminante? —preguntó Zapirón de pronto, los ojos fijos otra vez en la cara sudorosa de Sameth.
—¿Qué? —preguntó el príncipe, distraído. Esa misma frase se la había oído a su madre, pero ni entonces ni ahora le encontraba sentido—. ¿Y eso qué significa?
—Significa que no has terminado de leer El libro de los muertos —contestó Zapirón con un tono rarísimo.
—Bueno, no, todavía no —contestó Sam, desconsolado—. Voy a terminarlo, lo que pasa es que yo…
—También significa que estamos en un brete —lo interrumpió Zapirón mirando ahora la oscuridad circundante—. ¡Yo creía que a estas alturas sabrías lo suficiente para protegerte!
—¿Qué ves? —preguntó Sam.
Oyó que algo se movía corriente arriba, ramas que se rompían, piedras que caían al agua.
—Aquí llegan los braceros fantasmas —contestó Zapirón sombríamente—. Dos de ellos se escudan detrás de los árboles. Dirigen a los braceros para que construyan un dique en el arroyo. Supongo que atacarán en cuanto el agua deje de correr.
—Ojalá… ojalá fuera un Abhorsen como está mandado —susurró Sam.
—¡A tu edad deberías serlo! —exclamó Zapirón—. Supongo que habrá que arreglarse con lo que sabes, Por cierto, ¿dónde está tu espada? Con un acero que no esté encantado no podrás atravesar ni cortar la materia de la que están hechos los braceros fantasmas.
—La dejé en Belisaere —contestó Sam, tras una vacilación—. No creí que… No sabía lo que hacía. Pensé que a lo mejor Nick estaba metido en un lío, pero no en algo tan gordo.
—Ése es el problema de criarse como un príncipe —gruñó Zapirón—. Siempre esperas que los demás te saquen las castañas del fuego. O te vuelves como tu hermana, y te piensas que sin tu intervención nada funciona. Es un milagro que sirváis para algo.
—¿Qué puedo hacer ahora? —preguntó Sam humildemente.
—Nos queda cierto margen antes de que el caudal del agua disminuya —contestó Zapirón—. Debes intentar dotar de magia a tu espada. Si eres capaz de hacer una rana como ésa, estoy seguro de que no te resultará complicado.
—Sí —dijo Sam, desanimado—. Eso sé hacerlo. —Se concentró en la espada, hurgó una vez más en las cartas del Gremio en busca de las marcas correspondientes al filo y la disolución, magia que haría estragos en la carne de los muertos y en los espíritus.
Con gran esfuerzo obligó a las marcas a meterse en la hoja y las vio escurrirse sobre el metal, despacio, como un chorro de aceite que lo empapa todo.
—Eres hábil —observó el gato—. Muy hábil. Me recuerdas a… No consiguió terminar la frase; un grito terrible surcó la noche, acompañado de un frenético chapoteo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Sam dirigiéndose hacia la marca del norte, con la espada ya encantada en alto.
—Un bracero —contestó Zapirón riéndose entre dientes—. Se ha caído en el agua. Quien controla a estos muertos está muy lejos, mi señor. Y estos braceros fantasmas son débiles y muy torpes.
—Entonces no todo está perdido —susurró Sam. El curso del arroyo no pareció verse muy afectado por el dique que iban construyendo corriente arriba, y el rombo seguía brillando con fuerza. Tal vez no ocurriera nada antes del amanecer.
—Al contrario —dijo Zapirón—. Al menos esta noche. Pero mañana la noche volverá a caer, y pasado también, y así hasta que lleguemos al río Renegado. ¿Qué harás entonces?
Sam seguía sin saber qué contestar cuando el primer bracero fantasma echó a correr gritando como un poseso, se metió en el agua y fue directo hacia el rombo soltando chispas plateadas en la noche.