Una voz entre los árboles
Oculto a unos pocos cientos de metros de las lindes del bosque, el príncipe Sameth yacía, tendido como un muerto, despatarrado, allí donde había caído del caballo. Llevaba una pierna cubierta de sangre reseca y en algunas hojas de los arbustos que se mecían al compás de la brisa se apreciaban manchas de sangre renegrida. Sólo acercándose mucho a él se notaba que seguía respirando.
Mostrándose menos neurótica de lo esperado, Retoño pastaba pacíficamente en las inmediaciones. De tanto en tanto erguía las orejas y levantaba la cabeza, pero a lo largo de todo el día siguió masticando imperturbable.
Al final de la tarde, cuando las sombras comenzaron a descender de los árboles hasta extenderse y juntarse en el suelo, la brisa se avivó aliviando los efectos del caluroso día de primavera. Acarició a Sam cubriéndolo en parte de hojas, ramitas, telarañas viajeras, cuerpos de escarabajos muertos, hierbas ligeras como plumas.
Una hoja de hierba quedó prendida a su nariz haciéndole cosquillas. Lo acariciaba primero de un lado, luego del otro, sin desprenderse. Como resultado de estos movimientos, a Sameth empezó a picarle tanto la nariz que al final soltó un estornudo.
Sam se despertó. Al principio creyó estar padeciendo la resaca de una tremenda borrachera. Tenía la boca reseca y el aliento le olía fatal. La cabeza se le partía de dolor y las piernas le dolían todavía más. Creyó entonces que debía de haber perdido el sentido en el jardín de vete a saber quién; una situación de lo más penosa. Sólo se había emborrachado de aquella manera en una ocasión anterior y entonces había jurado que jamás repetiría la experiencia.
Se disponía a dar voces, y en el mismo instante en que el graznido reseco y patético abandonaba sus labios, recordó lo ocurrido.
Había matado a dos agentes de policía. Hombres que intentaban cumplir con su deber. Hombres con familia y esposas. Con padres, hermanos e hijos. Esa mañana seguramente habían salido de sus casas sin la perspectiva de una muerte repentina. En ese mismo instante, sus esposas estarían esperando que regresaran a tiempo para la cena.
No, pensó Sameth, incorporándose para mirar sombríamente la luz roja del sol poniente que se filtraba entre el follaje. La pelea había sido a primeras horas de ese día. Las esposas ya sabrían que sus maridos no regresarían nunca más.
Poco a poco, se irguió cuanto pudo y se sacudió las hojas y las ramitas de la ropa. También tuvo que tragarse la culpa, al menos de momento. La supervivencia así lo exigía.
En primer lugar, debía cortarse la pernera del pantalón para examinar la herida. Recordó vagamente haber lanzado el encantamiento que, sin duda, le había salvado la vida, pero la herida seguía fresca y podía abrirse otra vez. Debía vendársela, porque carecía de la fuerza necesaria para lanzar otro hechizo curativo.
Después, se incorporaría como fuese. Se pondría de pie, cogería a la fiel Retoño y se adentraría aún más en el bosque. Le sorprendía que la policía local aún no hubiese descubierto su paradero. A menos que hubiese conseguido dejar un rastro más confuso de lo que creía o que estuviesen esperando la llegada de refuerzos para iniciar la búsqueda de quien consideraban un nigromante asesino.
Si los agentes de policía, o lo que era mucho peor, la guardia, llegaban a encontrarlo en ese momento, tendría que decirles quién era, decidió Sam. Eso supondría regresar a Belisaere cubierto de oprobio y ser juzgado por Ellimere y Jall Oren. Sólo le quedaba por recorrer la senda de la vergüenza y la infamia. La otra alternativa que tenía ante sí era ocultar de forma deshonrosa su terrible crimen.
Ambas situaciones eran intolerables. Imaginaba la decepción reflejada en las caras de sus padres y no podía soportarlo. Sin duda, sacarían a relucir su incapacidad para ser el Abhorsen en ciernes y eso los volvería locos.
Lo mejor era desaparecer. Internarse en el bosque y esconderse hasta completar su recuperación para proseguir luego camino al pueblo de Borde con una nueva fisonomía creada por medios mágicos, porque estaba seguro de que Nick seguía necesitando su ayuda. Al menos eso sí podía hacerlo. Era imposible que Nick estuviese en un brete peor del que él mismo se encontraba.
Resultó más fácil tomar las decisiones que ponerlas en práctica. Retoño se apartó de él con los ollares dilatados en cuanto intentó sujetarlo por las riendas. No le gustaban el olor a sangre ni los gruñidos de dolor que soltaba Sam de vez en cuando al apoyar sin querer todo el peso del cuerpo en la pierna herida.
Al final consiguió llevarla hasta una especie de rincón sin salida, donde tres árboles le impidieron continuar reculando. Montar fue otra odisea. En cuanto subió la pierna notó una punzada de dolor que lo hizo boquear.
Sam se enfrentaba a un nuevo problema. Oscurecía raudamente y no tenía idea de adonde ir. La civilización y cuanto ésta ofrecía estaban hacia el Este, el Norte y el Sur, pero no se atrevía a enfilar hacia allí sus pasos hasta no haber recuperado fuerzas suficientes para elaborar otro encantamiento con el que cambiar su aspecto y el de Retoño. Hacia el Oeste, el bosque se presentaba lleno de senderos de dudoso uso y destino. Tal vez encontrara en el corazón del bosque algún poblado o casas solitarias, pero no era prudente acercarse a ellos.
Lo más preocupante era que sólo llevaba una cantimplora con agua del día anterior, un mendrugo de pan y un trozo de cecina, las provisiones para emergencias en caso de que entre posada y posada se le despertara el apetito. Había dado buena cuenta de las tortas de jengibre durante el viaje.
Se puso a llover; el viento había empujado las nubes desde el mar y caía un chaparrón breve que hizo maldecir a Sam. El muchacho se afanó con las alforjas tratando de sacar la capa. Si encima de las heridas que tenía, llegaba a pillar un resfriado, no habría manera de predecir cómo acabaría. Seguramente en una sepultura del bosque, pensó con amargura, y ni siquiera cavada por manos humanas. Apenas un montón de desechos arrastrados por el viento, entrelazados por la hierba que crecería alrededor de sus lastimosos huesos.
Imaginaba este futuro tan deprimente cuando, al tirar de la capa, en lugar de lana, sus dedos tocaron cuero y frío metal. Retiró la mano al instante, la punta de los dedos se le había congelado y teñido de azul. Al darse cuenta de lo que era se dobló sobre la perilla de la silla de montar y soltó un sollozo cargado de miedo y desesperación.
El libro de los muertos. Lo había dejado en su taller, pero se había negado a quedarse allí. Como las campanas. Jamás conseguiría deshacerse de ellos, ni siquiera estando herido y solo en ese bosque tenebroso. Lo seguirían para siempre, hasta el mismo Reino de la Muerte.
Iba a rendirse a la desesperación cuando de la oscuridad de los árboles surgió una voz.
—¿Un principito perdido llorando en el bosque? Vaya, te suponía con muchas más agallas, príncipe Sameth. Aunque cierto es que a veces me equivoco.
La voz ejerció en Sameth y en Retoño un efecto electrizante. El príncipe se irguió en la silla, lanzó un grito de dolor e intentó desenfundar la espada. Retoño, tan sorprendida como su amo, emprendió un medio galope zigzagueante entre los árboles, sin detenerse ante las ramas bajas ni pensar en su amo.
Caballo y jinete avanzaron en medio del ruido de ramas partidas, gritos y relinchos. Cubrieron así unos quinientos metros hasta que Sameth consiguió dominar a Retoño y dirigirla hacia el lugar de donde provenía la voz.
Pese a todo, logró desenfundar la espada. Ya casi se había puesto el sol; en la oscuridad creciente, los troncos de los árboles parecían manchas cenicientas que aguantaban las ramas de las que colgaban las hojas como pesados racimos negros. La persona… o la cosa que había hablado podía muy bien acercársele con sigilo, pero prefería enfrentarse a ella antes que acabar despedido de la silla a golpe de ramas.
La voz tenía un timbre poco natural. El príncipe Sameth notaba en la boca un regusto a magia libre y mucho se temía que fuera obra de aquella voz. Y notaba también algo más. No se trataba de una criatura muerta…, no, no era eso. Aunque podía ser un stilken o un margrú, seres elementales, hijos de la magia libre que de tanto en tanto, sedientos de vida, salían en su busca. Deseó haber leído el libro que le habían regalado por su último cumpleaños, el de Merchane, un tratado sobre sometimiento de estos seres.
Se oyó un crujido de hojas en el árbol más cercano y Sam dio un brinco y levantó la espada poniéndose en guardia. Retoño piafaba, no se descontrolaba de milagro, porque su amo la presionaba fuertemente con las rodillas. Era tanto el esfuerzo, que las punzadas de dolor le subieron a Sam por el costado, pero no aflojó.
Algo se movía, no cabía duda, subía por el tronco… Allí estaba…, no, por allí no, más allá. Saltaba de rama en rama, a sus espaldas. Tal vez fueran más de uno…
Desesperado, Sam intentó bucear en el Gremio para extraer las señales necesarias con las que urdir un ataque mágico. Estaba demasiado débil, la herida era demasiado reciente, el dolor, demasiado agudo. No conseguía mantener unidas mentalmente las señales. No recordaba el hechizo que quería evocar.
Tal vez con las campanas, pensó en el colmo de la desesperación, intentar nuevos movimientos. Por desgracia, ignoraba cómo utilizar las campanas contra los muertos, por no mencionar a los seres de la magia libre. Le tembló la mano sólo de pensar en la posibilidad de usarlas y se acordó de la muerte. Al mismo tiempo, nació en él una fiera determinación. Por más que la mala suerte se hubiese ensañado con él, no tiraría la toalla ni se dejaría morir. Tenía miedo, no lo negaba, pero era príncipe de la familia real, hijo de Touchstone y Sabriel, vendería su vida al precio más alto que le permitieran sus fuerzas.
—¿Quién se dirige al príncipe Sameth? —gritó; las palabras resonaron ásperas en el bosque sumido en la penumbra—. ¡Déjate ver antes de que te lance un hechizo que te destruya por completo!
—Resérvate el teatro para los que se dejan amendrentar por las fantasmadas —contestó la voz, esta vez acompañada del destello de dos brillantes ojos verdes que, desde lo alto de una rama, encima de la cabeza de Sam, captaron los últimos rayos de sol—. Y puedes considerarte afortunado de que no sea más que yo. Has ido dejando detrás de ti sangre suficiente para convocar a un par de hormagantes.
Tras pronunciar el discursillo, un gatito blanco saltó del árbol, se impulsó desde una rama baja y aterrizó a prudente distancia de las pezuñas de Retoño.
—¡Zapirón! —exclamó Sam, mirándolo de reojo, con mareante incredulidad—. ¿Qué haces tú aquí?
—Buscarte —dijo el gato—. Debería resultarle claro como el agua incluso al más zopenco de los príncipes. El leal siervo de la Abhorsen, ese soy yo. Dispuesto a hacer de canguro sin previo aviso. En donde sea. Sin ningún problema. Anda, baja de ese caballo y prepara una fogata, no sea que de veras haya hormagantes rondando por aquí. Supongo que no habrás tenido la previsión de traer algo que comer, ¿verdad?
Sameth negó con la cabeza y se sintió recorrido por una corriente que no podía considerar lo bastante positiva para calificarla de alivio. Zapirón era un siervo de la Abhorsen, pero también era un ser producto de la magia libre, dotado de un antiguo poder. El collar rojo que llevaba, incrustado de marcas del Gremio, y la campana en miniatura que de él colgaba, eran los signos visibles del poder que lo había engendrado. En otros tiempos había sido Saraneth, la sojuzgadora, la que tañía en ese collar. Desde que Kerrigor fuera derrotado, la campana que mantenía sometido a Zapirón era una pequeña Ranna. Ranna la adormecedora, la primera de las siete campanas.
Sameth prácticamente no había hablado nunca con Zapirón, puesto que el extraño felino sólo había estado despierto en una ocasión cuando el príncipe visitó la Casa de la Abhorsen y de eso hacía diez años. Como hizo en la ocasión más reciente, el gato se había despertado el tiempo suficiente para robarle a Touchstone el salmón que acababa de pescar y le había dirigido unas cuantas palabras al niño de siete años que contemplaba atónito cómo el gato «eternamente durmiente» se apoderaba de un pescado tan grande como él, dispuesto en una bandeja de plata.
—No lo entiendo —murmuró Sameth desmontando de su yegua con mucho cuidado—. ¿Te ha enviado mi madre a buscarme? ¿Cómo consiguió despertarte?
—La Abhorsen —contestó Zapirón cuando por fin dejó de limpiarse la pata a lametazos con aire majestuoso— no tuvo que ver directamente en ello. Como llevo tanto tiempo unido a esta familia, sencillamente me entero de cuándo se requieren mis servicios. Por ejemplo, cuando aparece un nuevo juego de campanas, sugestivo de que un Abhorsen en ciernes está listo para heredarlas. Tras despertarme, me limité a seguir las campanas.
»Mas no fue el regreso de las campanas de Cassiel lo que me arrancó del sueño —prosiguió Zapirón, pasando a limpiarse la otra pata—. Ya estaba despierto. Algo ocurre en el reino. Se están desvelando cosas que llevaban mucho tiempo dormidas, o las están desvelando y las olas provocadas por su despertar han llegado hasta la Casa de la Abhorsen, porque todo lo que despierta, amenaza a la Abhorsen…
—¿De qué se trata exactamente? —lo interrumpió Sam, presa de ansiedad—. Mi madre dijo que temía que algún mal antiguo planeara cosas terribles. Pensé que podía tratarse de Kerrigor.
—¿Tu tío Rogir? —inquirió Zapirón, como si acabaran de mencionarle a un pariente excéntrico y no al temible adepto y muerto mayor en el que Kerrigor había acabado convirtiéndose—. Ranna lo tiene mucho mejor atado que a mí. Duerme en las profundidades del más profundo sótano de la Casa de la Abhorsen. Y allí seguirá durmiendo hasta el final de los tiempos.
—Ah —suspiró Sam, aliviado.
—A menos que lo que se está desperezando lo despierte también —añadió Zapirón, pensativo—. Y ahora explícame por qué mi viaje de placer a Belisaere y mi visita a sus justamente famosas lonjas de pescado se han visto de pronto interrumpidos por la excursión hasta este bosque. ¿Dónde crees que vas y por qué vas hacia allí?
—Voy en busca de mi amigo Nicholas —le explicó Sam notando que los verdes ojos de Zapirón lo traspasaban en busca de las razones más profundas que el muchacho se empeñaba en ocultarse a sí mismo.
Desvió la vista y con unas ramas y varios puñados de hojarasca formó un montoncito al que prendió fuego frotando contra la bota uno de los fósforos que llevaba.
—¿Y quién es Nicholas? —preguntó Zapirón.
—Un ancelstierrano, amigo mío del colegio. Me tiene preocupado porque el pobre no tiene ni idea de lo que es esto. Ni siquiera cree en la magia del Gremio, ni en ningún otro tipo de magia, por cierto —comentó Sam mientras echaba ramas más gruesas al fuego—. Piensa que todo tiene una explicación científica, como en Ancelstierre. Pese a que los muertos nos atacaron cerca de la Frontera, se negó a aceptar que no hay más explicación que la magia. Es muy tozudo. Cuando se le mete una idea entre ceja y ceja, no cambia de parecer hasta que no se lo pruebas mediante las matemáticas o algo que considere aceptable. Y en Ancelstierre es importante, porque se trata del sobrino del Ministro Supremo. Lo digo porque tal vez sepas que mis padres se disponen a negociar…
—¿Y dónde está el tal Nicholas? —lo interrumpió Zapirón entrecerrando los ojos.
Sameth vio un instante las llamas reflejadas en ellos antes de que el gato entornara los párpados y se estremeció. En los ojos de algunas criaturas muertas, esas llamas no se percibían como un reflejo.
—Debía esperarme para que me reuniera con él en el Muro, pero ya lo ha cruzado. Al menos es lo que me decía en su carta. Contrató a un guía y de camino a Belisaere pensaba ir en busca de una antigua leyenda llamada «celada de rayos» —prosiguió Sameth echando un tronco al fuego—. No sé de qué se trata ni cómo se enteró de su existencia; al parecer, se encuentra en el pueblo de Borde. Y, como no podía ser de otra manera, es justo donde mis padres piensan que se encuentra el enemigo.
Su voz se fue apagando poco a poco cuando se dio cuenta de Zapirón no daba muestras de estar escuchándolo.
—La celada de rayos, cerca del lago Rojo —masculló Zapirón entrecerrando los ojos—. El rey y la Abhorsen están en Ancelstierre, tratando de impedir que una gran multitud encuentre la muerte. Un amigo del Abhorsen en ciernes, un príncipe, si así puede llamársele, al otro lado del Muro. Las Clarvis ciegas sólo ven visiones en las que la ruina es completa… Esto no presagia nada bueno; tantas relaciones no pueden ser mera coincidencia. La celada de rayos. No he oído precisamente ese nombre, pero algo se mueve… El sueño se apodera de mi memoria y la embota…
A medida que Zapirón hablaba, su voz se iba suavizando, se transformaba en una especie de ronroneo. Sam esperó a que el gato dijera algo más y entonces cayó en la cuenta de que el ronroneo se había convertido en ronquido. Zapirón se había quedado dormido.
Sam se estremeció, aunque no de frío, y echó más leña al fuego, porque su calor lo reconfortaba. Había dejado de llover, o en realidad nunca se había puesto a llover del todo. Cuatro gotas y un ligero descenso de la temperatura. No eran buenas noticias para Sam, que habría preferido encontrarse bajo una lluvia torrencial. Los últimos días había hecho un calor fuera de lo común para esa época del año, un calor de pleno verano a finales de la primavera, y chaparrones aislados que no llegaban nunca a ser tormentas de verdad. Aquello significaba que los torrentes de primavera se quedarían secos antes de tiempo. Y que los muertos podían viajar a su antojo a lugares distantes al no verse confinados por las corrientes de agua.
Miró otra vez a Zapirón y pegó un salto al comprobar que un ojo brillante lo vigilaba y en él se reflejaba la luz del fuego, mientras el otro seguía firmemente cerrado.
—¿Cómo te has hecho la herida? —ronroneó el gato en voz baja, y sus palabras se confundieron con el crepitar del fuego.
Hablaba como si ya conociera la respuesta pero quisiera, no obstante, confirmar algún aspecto.
Sam se puso rojo, agachó la cabeza y entrelazó las manos en actitud de plegaria.
—Me peleé con dos agentes de policía. Me tomaron por un nigromante. Las campanas… —su voz se apagó, tragó saliva.
Zapirón siguió mirándolo fijamente con aquel ojo sardónico, era evidente que quería oír más.
—Los maté —susurró Sam—. Con un hechizo mortal.
Se hizo un largo silencio. Zapirón abrió el otro ojo y bostezó; la boca rosada dejó al descubierto unos dientes blanquísimos y afilados.
—Idiota. Eres peor que tu padre. La culpa, la culpa, otra vez la culpa —dijo reprimiendo a duras penas el bostezo—. No los mataste.
—¡Cómo! —exclamó Sam.
—No puedes haberlos matado —insistió Zapirón dando varias vueltas sobre sí mismo para aplastar las hojas y hacerse una yacija más cómoda—. Tratándose de siervos que han prestado juramento a la Corona, un encantamiento especial del monarca los protege incluso de los hijos díscolos de éste. Pero ojo, de haberse tratado de cualquier otro inocente, lo habrías fulminado. Qué torpeza la tuya, mira que usar ese hechizo…
—No lo pensé —dijo Sam, inexpresivo.
Sintió un alivio enorme de no ser un asesino. Ahora podía enfadarse sin problemas con Zapirón por tratarlo como a un colegial atolondrado.
—No hace falta que lo digas, porque se nota a la legua —convino Zapirón—. Además, todavía no has empezado a pensar. Si hubiesen muerto, lo habrías notado. Eres el Abhorsen en ciernes, que el Gremio nos ampare.
Sam se tragó la respuesta airada al darse cuenta de que el gato tenía toda la razón. No había sentido la muerte de los policías. Zapirón seguía observándolo con los ojos entrecerrados, como si no le tuviese ninguna confianza.
—Una espiral tras otra —murmuró el gato—. Una pulga tras otra, los idiotas traen al mundo más idiotas…
—¿Qué?
—Hum, estoy pensando —murmuró Zapirón—. Deberías intentarlo tú también, para variar. Despiértame por la mañana. Es posible que te cueste un triunfo.
—Sí, mi señor —dijo Sam con todo el sarcasmo de que fue capaz.
Zapirón ni se inmutó, parecía profundamente dormido.
—Siempre me he preguntado por qué papá decía que a ti las botas te venían pequeñas —agregó Sam, estirando la pierna para comprobar si el vendaje estaba bien.
No añadió que a los siete años, al llegar a la escuela de Ancelstierre, había señalado un dibujo de El gato con botas y en voz alta había repetido algo que había oído a su padre decirle a Sabriel: «A tu puñetero gato las botas le vienen pequeñas». Aquélla había sido también la primera vez que le pusieron el gorro de burro y lo mandaron al rincón. «Puñetero» era una palabra vulgar, desterrada del vocabulario tenido por aceptable para los jóvenes caballeritos del Colegio de Estudios Primarios Thorne.
Zapirón no se molestó en contestar. Sam le sacó la lengua y, saltando sobre la pierna sana, arrastró un pedazo de tocón medio podrido y lo echó al fuego. El tocón ardería hasta el amanecer, aunque por las dudas, rompió algunas ramas de las que había tiradas por el suelo y las amontonó a su lado.
Se acostó, con la espada a mano y la silla de Retoño a manera de almohada. Hacía una noche cálida, no precisó taparse con la capa ni con el maloliente sudadero de Retoño. La yegua dormitaba no lejos de su improvisada cama; la había maneado para impedir que emprendiera alguna de sus nerviosas aventuras. Zapirón dormía junto a Sam, con más aspecto de perro de caza que de gato.
Por unos instantes, Sam pensó en velar y montar guardia, pero tenían tan pocas fuerzas que ni siquiera podía mantener los ojos abiertos. Además, se encontraban en el corazón del reino, cerca de Belisaere. Al menos en los últimos diez años, aquellos parajes habían sido seguros. Por ventura, ¿qué podría alterar esa calma?
Muchas cosas, pensó Sam, mientras el sueño libraba una batalla contra su percepción de los sonidos más sutiles que flotaban en el bosque nocturno. Las palabras enigmáticas de Zapirón lo habían dejado muy preocupado, y seguía catalogando potenciales horrores y asociándolos a los ruidos cuando el cansancio se apoderó de él y se quedó dormido.
Lo despertó la caricia del sol que se filtraba a través del espeso dosel de los árboles. El fuego seguía ardiendo y el humo se elevaba en el aire dibujando volutas hasta que Sam se incorporó, entonces cambió de dirección y le fue directo a la cara.
Zapirón seguía dormido, enroscado en una apretada bola blanca, casi sepultado en las hojas.
Sam bostezó e intentó ponerse en pie. Se había olvidado de la herida de la pierna, que ahora notaba tan agarrotada que se dejó caer al suelo soltando un grito de dolor. Al oírlo, Retoño dio un brinco hasta donde se lo permitieron las maniotas y puso los ojos en blanco. Sam comenzó a murmurarle palabras cariñosas para calmarla al tiempo que se apoyaba en un robusto arbolito para ponerse de pie.
Zapirón no se despertó ni en ese momento ni más tarde, siguió durmiendo plácidamente hasta que Sam hubo terminado de vendarse la herida y lanzar un pequeño hechizo del Gremio para calmar el dolor y mantener a raya la infección. El gato siguió durmiendo incluso cuando Sam sacó algo de pan y cecina con los que desayunó frugalmente.
Cuando terminó de comer, Sam cepilló a Retoño y luego la ensilló. Sólo le quedaba tapar los restos de la fogata, por lo que decidió que había llegado la hora de soportar otra dosis de insultos del mordaz felino.
—¡Zapirón! ¡Despierta!
El gato ni se movió. Sam se acercó un poco y volvió a gritar:
—¡Despierta!
Pero a Zapirón no se le movió ni un pelo del bigote.
Al final, cogió al gato del collar y lo sacudió despacio. Aparte de notar el zumbido y la interacción de la magia libre y la del Gremio, nada ocurrió. Zapirón siguió durmiendo.
—¿Qué tengo que hacer para que te levantes? —preguntó Sam, mirándolo desde arriba.
Esta aventura, o este rescate, para ser más precisos, se le estaba yendo de las manos. Apenas llevaba tres días fuera de Belisaere y ahí estaba, apartado del camino principal, herido y en compañía de un ser producto de la magia libre que podía llegar a convertirse en muy peligroso. Su pregunta le planteó otra que había tratado de evitar: ¿Qué iba a hacer ahora?
No esperaba respuesta a ninguna de las dos preguntas, pero al cabo de un momento, el gato, en apariencia dormido, soltó una contestación apagada:
—Ponme en la silla de montar. Despiértame cuando encuentres algo decente para comer. A ser posible, pescado.
—De acuerdo —contestó Sam encogiéndose de hombros.
Levantar al gato sin mover la pierna herida resultó tarea difícil, pero al final lo consiguió. Acunó a Zapirón en el hueco del antebrazo y con delicadeza lo depositó en la alforja izquierda, después de comprobar que no fuera la que contenía las campanas y El libro de los muertos. No le hacía gracia la idea de que los tres estuvieran juntos, aunque no conocía ningún impedimento para que se reunieran.
Al final, Zapirón quedó cómodamente instalado, asomando apenas la cabeza.
—Cabalgaré con rumbo al Oeste por este bosque, luego a campo traviesa hasta el bosque de Sindle —le explicó Sam acomodando el estribo y metiendo en él el pie, listo para montar—. Cruzaremos el bosque de Sindle hasta el río Renegado. Seguiremos su curso hacia el Sur hasta que consigamos una barca que nos lleve a Qyrre. Desde allí no deberíamos tardar mucho en alcanzar el pueblo de Borde y, con un poco de suerte, encontraremos a Nick enseguida. ¿Te parece buen plan?
Zapirón no le contestó.
—De modo que nos pasaremos uno o dos días en este bosque —continuó Sam mientras reunía fuerzas para tomar impulso y montar. Le gustaba hablar en voz alta de sus planes, de esa manera se le hacían más reales y sensatos. Sobre todo cuando Zapirón dormía y no podía criticárselos—. Cuando abandonemos el bosque, seguro que encontramos una aldea o un campamento de carboneros o algo así. Nos venderán lo que necesitemos hasta cruzar el bosque de Sindle. Probablemente, una vez allí, nos encontremos con leñadores o gente por el estilo.
Dejó de hablar para montar y tuvo que reprimir un grito de dolor. La herida de la pierna no le molestaba tanto como el día anterior, pero seguía dando la lata. Y estaba un poco mareado, como si tuviese la cabeza en una nube. Tendría que ir con cuidado.
—Por cierto —dijo, azuzando a Retoño para que echara a andar—, anoche me diste la impresión de que sabías algo sobre la celada de rayos que Nick fue a buscar. No te hizo ni pizca de gracia oírla nombrar, pero te quedaste dormido antes de contarme nada más. Me preguntaba si tiene algo que ver con el nigromante…
—¿Un nigromante? —fue la respuesta inmediata que maulló Zapirón saltando de la alforja y acurrucándose delante de Sam mirando en todas las direcciones mientras se le erizaban los pelos del lomo.
—Que no está aquí. Decía que empezaste a hablar de la celada de rayos y que me preguntaba si tenía que ver con Chlorr de la Máscara o el otro nigromante, el que… bueno, el otro al que me enfrenté.
—¡Uff! —le soltó Zapirón con aire sombrío volviendo a meterse en la alforja.
—¡Dime algo, pues! —exigió Sam—. ¡No puedes pasarte el día durmiendo!
—¿Ah, no? —preguntó Zapirón—. Puedo pasarme un año entero durmiendo. Sobre todo cuando no hay pescado, un detalle del que has olvidado ocuparte.
—¿Qué es la celada de rayos? —exigió saber Sam, tirando suavemente de las riendas para que Retoño se desviara más hacia el Oeste, por un sendero bien trillado.
—Ni idea —contestó Zapirón en voz baja—. Pero no me gusta nada como suena. Una celada de rayos. ¿Una cosechadora de rayos? Es imposible que se trate de…
—¿De qué? —preguntó Sam.
—Probablemente no sea más que una coincidencia —dijo Zapirón medio amodorrado mientras los ojos se le volvían a cerrar—. A lo mejor tu amigo sólo va a ver un sitio donde los rayos caen con más frecuencia de la debida. Aunque aquí hay en juego ciertos poderes, poderes que detestan cuanto está relacionado con el Gremio, los linajes y los pilares. Barrunto confabulaciones y planes pergeñados desde tiempos inmemoriales, Sameth. No me gusta nada. No me gusta nada de nada.
—¿Y entonces qué hacemos? —inquirió Sam, presa de la ansiedad.
—Buscar a tu amigo Nick —susurró Zapirón con voz cada vez más apagada, muy amodorrado—. Antes de que tu amigo encuentre… lo que quiera que busque.