Nicholas y la fosa
Era joven. Lirael calculó que tendría más o menos su misma edad. Diecinueve o veinte años. Y estaba enfermo. Era alto; iba encorvado, como si el dolor le clavara los dientes en el centro mismo del cuerpo. El pelo rubio, mal cortado y limpio, le formaba mechones húmedos. Rojas las mejillas, gris el contorno de los ojos y los labios. Los ojos azules, sin brillo. En una mano sostenía unos anteojos oscuros con las patillas sujetas con alambre y uno de los cristales verdes rajados.
Estaba de pie sobre una especie de montículo de tierra suelta, los ojos miopes miraban hacia abajo, hacia una fosa honda, un agujero enorme en el suelo. De la fosa abierta, o de lo que en ella había, irradiaba la magia libre que provocaba la náusea de Lirael. Notaba las ondas que partían de la tierra abierta, frías, tremendas, sentía que se le metían en los huesos, le hacían rechinar los dientes.
Era evidente que la fosa había sido cavada hacía poco. Era casi tan ancha como el refectorio inferior, en el que cabían cuatrocientas personas. Por sus bordes reptaba un sendero que se perdía en las negras profundidades. Lirael no conseguía calcular cuan honda era, pero pudo ver que había gente que subía cargada de cestas llenas de tierra y piedras y volvía a bajar de vacío. Eran personas lerdas, cansadas, que a Lirael le resultaron raras. Vestían ropas sucias y hechas jirones; pese a ello, Lirael comprobó, tanto por el corte como por el color, que no se parecían a nada de lo que había visto. Y todos llevaban sombreros azules o restos anudados de pañuelos azules.
Lirael se preguntó cómo diablos lograban trabajar entre los efectos corrosivos y contaminantes de la magia libre; fue entonces cuando los miró con más atención. Reprimió un grito de asombro e intentó retroceder, pero la visión la mantuvo en su sitio.
No eran personas. Eran muertos. Los sentía ahora, sentía el frío de la muerte muy cerca. Esos trabajadores eran braceros muertos, sometidos a la esclavitud por voluntad de un nigromante. Los sombreros azules ocultaban las cuencas vacías de los ojos, los pañuelos azules impedían que las cabezas en descomposición se cayeran a pedazos.
Lirael contuvo el asco y las arcadas y desvió la vista hacia el joven que estaba a su lado, temerosa de que pudiese ser el nigromante y de que la viera. Mas no llevaba marca del Gremio en la frente, ni íntegra ni envilecida por la magia libre. Tenía la frente despejada, cubierta de gotas de sudor, sucias por haberse mezclado con el polvo que flotaba en el aire, y no veía que llevase campanas.
El muchacho levantaba la cabeza, miraba al cielo y sacudía un objeto metálico que tenía en la muñeca. Una especie de ritual, pensó Lirael. Y enseguida sintió pena por él y unas ganas irreprimibles de acariciarle el cuello, justo debajo de la oreja, con la punta de los dedos. Tendió la mano pero recordó dónde estaba cuando el chico habló.
—¡Maldita sea! —masculló—. ¿Por qué no funciona nada? Bajó el brazo pero siguió mirando hacia arriba. Lirael también miró y vio las nubes tormentosas que comenzaban a amontonarse en el cielo. Siguieron algunos relámpagos, pero ni soplaba brisa fresca ni olía a lluvia. Calor y relámpagos.
Y sin previo aviso, un rayo cegador cayó en la fosa e iluminó las negras profundidades con un destello incandescente. En ese instante, Lirael vio a cientos de braceros muertos que cavaban, cavaban con herramientas si las tenían, y si no, con las manos putrefactas. No reaccionaron ante la caída del rayo, que carbonizó a varios, ni ante los truenos ensordecedores que siguieron casi de inmediato.
Al cabo de unos segundos, siguió otro rayo que, en apariencia, cayó en el mismo lugar. Y luego otro, y otro más, con profusión de truenos que sacudieron la tierra bajo los pies de la muchacha.
—Cuatro en aproximadamente cincuenta segundos —dijo el hombre para sí—. Aumenta la frecuencia. ¡Hedge!
Lirael no entendió la última palabra hasta que un hombre salió con paso majestuoso de la fosa y saludó. Un hombre delgado y medio calvo, ataviado con armadura de cuero y placas protectoras de acero, lacado en rojo y oro en cuello, codos y rodillas. Una espada pendía de su costado y una bandolera con campanas le cruzaba el pecho, los mangos de negro ébano asomaban por los morrales rojos. En la madera y el cuero se movían marcas del Gremio pervertidas que dejaban a su paso un espejismo de fuego.
Pese a la distancia, hedía a sangre y a metal candente. Debía de ser el nigromante al que servían los braceros muertos, o uno de los nigromantes, porque había muchísimos muertos. Sin embargo, no era él la fuente de magia libre que quemaba los labios y la lengua de Lirael. Algo mucho peor que él yacía oculto en las profundidades de la fosa.
—¿Sí, amo Nicholas? —contestó el hombre.
Lirael comprobó que con un ademán despedía a los dos braceros muertos que lo seguían y los mandaba regresar a las sombras, como si no deseara que nadie los viese muy de cerca.
—Los rayos caen más seguidos —observó el muchacho.
Y Lirael supo entonces que era Nicholas. ¿Qué clase de hombre sería? ¿Cómo era posible que el nigromante lo llamara amo pese a no llevar marca del Gremio?
—Debemos de estar cerca —agregó con voz ronca—. Pregunta a los hombres si esta noche harán un turno extra.
—¡Claro que lo harán! —gritó el nigromante riéndose de algo que sólo a él le hacía gracia—. ¿Quieres bajar?
Nicholas negó con la cabeza. Tuvo que carraspear varias veces antes de contestar a gritos:
—Me siento… me siento mal otra vez, Hedge. Me voy a echar en mi tienda. Iré después. Pero deberás llamarme si encuentras algo. Será metálico, creo. Sí, metálico y reluciente —continuó con los ojos clavados en un punto frente a él, como si lo estuviera viendo—. Dos hemisferios metálicos y brillantes, más altos que un hombre. Debemos encontrarlos pronto. ¡Muy pronto!
Hedge hizo una leve reverencia, pero no contestó. Salió del todo de la fosa y se dirigió a la montaña de escombros en la que estaba Nicholas.
—¿Quién está a tu lado? —preguntó Hedge señalando.
Nicholas miró hacia donde señalaba, pero sólo vio la luminiscencia de los relámpagos y la imagen de los hemisferios brillantes, la imagen que veía cuando estaba despierto, como si la llevara marcada a fuego en el cerebro.
—Nadie —murmuró clavando la vista en Lirael—. Nadie. Qué cansado estoy. Pero será un gran descubrimiento…
—¡Espía! ¡Arderás a los pies de mi amo!
De las manos del nigromante saltaron miles de llamas que cubrieron el suelo, llamas rojas que despedían un humo negro y asfixiante.
Subieron veloces la montaña de escombros como un incendio incontrolado, en dirección a Lirael.
Al mismo tiempo, la muchacha vio que Nicholas clavaba en ella la vista. Tendió la mano a manera de saludo y dijo:
—¡Hola! Supongo que serás otra alucinación. La muchacha notó entonces que unas manos tiraban de ella y la devolvían al Observatorio en el instante preciso en que el fuego llegaba al sito donde había estado y se elevaba como una estrecha columna destructiva despidiendo un humo negrísimo.
El hielo se rompió y Lirael parpadeó varias veces. Cuando abrió los ojos, se vio de pie, entre Ryelle y Sanar, rodeada de fragmentos rotos, la cabeza y los hombros cubiertos de trocitos de hielo azul.
—Has visto —dijo Ryelle. No era una pregunta.
—Sí —contestó Lirael, tremendamente inquieta tanto por la experiencia de la visión como por lo que había visto—. ¿Es eso lo que se siente cuando tienes el don de la visión?
—No exactamente —contestó Sanar—. En general, vemos como breves fogonazos, fragmentos mezclados que pertenecen a muchos futuros diferentes. Se unen durante la guardia. Sólo aquí, en el Observatorio, conseguimos unificar la visión. E incluso entonces, la única persona que lo ve todo es la que ocupa el lugar donde estás tú ahora.
Lirael pensó en lo que acababa de escuchar, estiró otra vez el cuello y el hielo se le coló por la camisa. El techo alto volvía a ser una extensión de hielo. Volvió a mirar hacia abajo y vio que todas las Clarvis se marchaban sin pronunciar palabra ni mirar atrás. Las del círculo más externo habían desaparecido sin que ella se percatara, y en ese momento, las que seguían en orden salían en fila india por otra puerta. «El Observatorio parece contar con muchas salidas —pensó Lirael—, muy pronto saldré yo por una de ellas y no volveré jamás».
—¿Qué se espera de mí? —preguntó Lirael obligándose a pensar en la visión.
—No lo sabemos —dijo Ryelle—. Llevamos años intentando ver las inmediaciones del lago Rojo sin éxito alguno. Y así, de repente, te hemos visto a ti en la habitación de abajo, la visión que te hemos mostrado y después, un pequeñísimo atisbo en el que aparecías en una barca, en medio del lago, acompañada de ese hombre. Todas esas visiones guardan relación entre sí, está claro, pero no hemos visto nada más.
—Ese hombre llamado Nicholas es la clave —dijo Sanar—. Y en cuanto des con él creemos que sabrás lo que debes hacer.
—¡Pero está con un nigromante! —exclamó Lirael—. ¡Están desenterrando algo terrible! ¿No deberíamos contárselo a la Abhorsen?
—Le hemos enviado mensajes, pero la Abhorsen y el rey se encuentran en Ancelstierre, donde confían en poder impedir un problema que probablemente también guarde relación con eso que has visto en la losa. También hemos dado parte a Ellimere y a su corregente, y es posible que tomen medidas, auxiliados por el príncipe Sameth, el Abhorsen en ciernes. Hagan lo que hagan, lo que sí sabemos es que a ti te ha tocado buscar a Nicholas. Ya sé que la reunión de dos personas en un lago te parecerá poca cosa. Pero es el único futuro que veo en este momento. Todo lo demás se nos resiste, permanece oculto, de modo que ésta es nuestra única esperanza de evitar el desastre.
Lirael asintió, pálida como un papel. Eran demasiadas cosas, estaba exhausta y ya no podía aceptar más emociones. Lo que sí estaba claro era que, al parecer, no la echaban, sino que debía hacer algo importante, no sólo por el bien de las Clarvis, sino por el del reino entero.
—Ahora deberemos prepararte para el viaje —agregó Sanar cuando notó lo fatigada que estaba Lirael—. ¿Hay algo personal que desees llevar contigo o algo especial que podamos ofrecerte?
Lirael negó con la cabeza. Quería a la Perra Canalla aunque, al parecer, eso no era posible puesto que las Clarvis no la habían visto. A lo mejor su amiga se había esfumado para siempre cuando el encantamiento que le había dado origen se encontró con algún contratiempo y desencadenó su fin.
—Mi equipo para salir, supongo —murmuró tras pensárselo mucho—. Y unos cuantos libros. Supongo que también debo llevarme las cosas que encontré.
—En efecto —dijo Sanar, curiosa por saber exactamente de qué se trataba.
Pero no se lo preguntó porque Lirael no tenía ganas de hablar de esas tres cosas porque suponían una complicación más. ¿Por qué se las habían dejado? ¿Para qué le servirían en el mundo exterior?
—También debemos equiparte con arco y espada —dijo Ryelle—. Como corresponde a la hija de una Clarvi que emprende un viaje.
—La esgrima no se me da muy bien —comentó Lirael con un hilo de voz, atragantándose al oír que la llamaban «hija de una Clarvi». Llevaba tanto tiempo deseando oír aquellas palabras que ahora le sonaban huecas—. Pero manejo bien el arco.
Se cuidó mucho de contarles que su destreza en el manejo del pequeño arco laminado utilizado por las Clarvis se debía a que practicaba disparando a las ratas de la biblioteca con flechas desmochadas para no dañar los libros. A la Perra Canalla le encantaba ir a buscar las flechas, pero las ratas no eran plato de su devoción, a menos que Lirael se las preparara en salsa con hierbas aromáticas, cosa a que la muchacha, evidentemente, se negaba.
—Espero que no te hagan falta las armas —dijo Sanar. Sus palabras resonaron con fuerza en la enorme caverna de hielo. Lirael se estremeció. Tuvo la impresión de que la esperanza que abrigaba Sanar sería del todo inútil. De repente hacía frío. Casi todas las Clarvis se habían marchado; las mil quinientas en bloque, en pocos minutos, como si jamás hubiesen estado allí. Sólo quedaban las dos guardias armadas que vigilaban desde el fondo del Observatorio. Una portaba una lanza; la otra, un arco. A Lirael no le hizo falta acercarse para saber que aquéllas también eran armas poderosas impregnadas de magia del Gremio. Sabía que se habían quedado para asegurarse de que le vendaran otra vez los ojos. Apartó la vista, se quitó la bufanda, la dobló despacio, como midiendo cada movimiento. Se la colocó sobre los ojos, se la ató a la cabeza y esperó muy tiesa a que Sanar y Ryelle la cogieran de los brazos.
—Lo sentimos —dijeron Sanar y Ryelle al unísono.
Daba la impresión de que se disculpaban no sólo por la venda sino por toda la vida de Lirael.
Cuando llegaron a su pequeña habitación, cerca de la Residencia de Jóvenes, Lirael llevaba más de dieciocho horas sin dormir ni probar bocado. Se caía de cansancio, de modo que Sanar y Ryelle siguieron sosteniéndola. Estaba tan exhausta que ni siquiera se dio cuenta de la presencia de tía Kirrith hasta que ésta no la recibió con un abrazo inesperado, repentino, muy apretado.
—¡Lirael! ¿Qué has hecho ahora? —exclamó tía Kirrith, y su voz retumbó encima de la cabeza de su sobrina, firmemente asida al cuello de su tía—. ¡Eres demasiado joven para salir al mundo!
—¡Tía! —protestó Lirael, tratando de soltarse, incómoda de que la tratasen como a una niña delante de Ryelle y Sanar.
Era muy propio de tía Kirrith intentar abrazarla cuando a ella no le apetecía y no hacerlo cuando necesitaba una demostración de afecto.
—La historia de tu madre vuelve a repetirse —decía Kirrith, al parecer dirigiéndose tanto a las gemelas como a Lirael—. Se marchará a saber dónde y se meterá en todo tipo de líos con vete a saber quien. Y hasta es posible que vuelvas…
—¡Basta ya, Kirrith! —le ordenó Sanar, sorprendiendo a Lirael.
Jamás había oído a nadie hablarle a Kirrith en ese tono. Su tía se mostró francamente sorprendida, porque soltó a Lirael e inspiró muy hondo, con cara de ofendida.
—No puedes hablarme en ese tono, San…, Ry…, quienquiera que seas —dijo al fin tía Kirrith, tras inspirar hondo varias veces—. ¡Soy tutora de las jóvenes y soy la que lleva aquí la voz cantante!
—Y nosotras, de momento, somos la voz de las Clarvis —contestaron Sanar y Ryelle al unísono, levantando las varitas que llevaban en la mano—. Nos han conferido los poderes de la guardia de los nueve días. ¿Acaso pones en tela de juicio nuestro derecho, Kirrith?
Kirrith las miró, trató de inspirar más hondo aún sin conseguirlo y soltó un sonoro resuello como el sapo al que aplastan de un pisotón, que delataba, a todas luces, de una manera de reconocer la autoridad de las gemelas, aunque no fuera suficientemente digna.
—Busca las cosas que quieres llevarte, Lirael —sugirió Sanar, dándole un toquecito en el hombro—. Pronto deberemos bajar a la barca. Kirrith, ¿qué te parece si hablamos un momento fuera?
Lirael asintió con gesto cansado y se dirigió al arcón donde guardaba la ropa, mientras las otras salían y cerraban la puerta. Sin mirar, metió la mano en el interior. Tocó algo duro y con los dedos lo aferró antes de haber echado un vistazo a lo que era; cuando lo hizo, lanzó un grito de sorpresa al reconocerlo. Se trataba de una figura de la perra tallada en esteatita, la que había encontrado en la cámara del stilken, la que había desaparecido al materializarse la Perra Canalla.
Lirael la apretó contra su pecho un instante y una luz de esperanza se abrió paso a pesar del cansancio. No era la perra, pero era una señal de que podía volver a invocarla. Sonriendo metió la estatuilla en el bolsillo de un chaleco limpio y se aseguró de que el hocico de esteatita no asomara por ningún lado. Metió el espejo oscuro en el mismo bolsillo, la zampona en el otro y pasó El libro del recuerdo y el olvido a un bolsito para llevar al hombro que parecía hecho a medida para contenerlo. Guardó el ratón mecánico de emergencia en un rincón del arcón y metió también el silbato. Donde iba a ir no le servirían de nada.
Mientras se desvestía y se lavaba a toda prisa, dando gracias de que al cumplir los dieciocho le hubieran asignado un cuarto más amplio y un lavabo sencillo, Lirael consideró la posibilidad de cambiarse por completo de ropas y llevar algo que no la identificara como Clarvi. Sin embargo, cuando llegó el momento de vestirse, volvió a ponerse el uniforme de trabajo de auxiliar segunda de la bibliotecaria. Al fin y al cabo eso es lo que era. Se había ganado el derecho a lucir el chaleco rojo. Nadie podía quitárselo, aunque no fuese una Clarvi hecha y derecha.
Acababa de doblar alguna ropa limpia y de envolverla en la capa y estaba sopesando la utilidad que podía tener, a finales de primavera, el grueso abrigo de lana, cuando llamaron a la puerta y enseguida apareció Kirrith.
—No quería decir nada desagradable sobre tu madre —se explicó Kirrith desde la puerta, algo más contenida—. Arielle era mi hermana pequeña y le tenía mucho cariño. Pero era extravagante, no sé si me explico. Además, tenía una tendencia increíble a meterse en líos. Si no era una cosa, era otra… En fin… no ha sido fácil, con mi puesto de tutora y la obligación de meter a todas en cintura. A lo mejor no te he demostrado… En fin, resulta difícil cuando no puedes ver cómo se sienten o cómo se sentirán los demás con respecto a ti. Lo que quiero decirte es que yo quería a tu madre… y que también te quiero a ti.
—Ya lo sé, tía —contestó Lirael, y sin mirar atrás lanzó el abrigo dentro del arcón.
Apenas un año antes habría dado lo que fuese por escuchar esas palabras, por sentir que encajaba en aquel ambiente. Ahora era demasiado tarde. Se marchaba del glaciar, lo dejaba como había hecho su madre hacía años, cuando abandonó a su hija, al parecer, sin pensárselo dos veces.
Aquello era ya cosa del pasado, pensó Lirael. «Me lo echaré a la espalda, empezaré mi historia de cero. No me hace falta saber por qué mi madre se fue ni quién era mi padre. No me hace falta saberlo», se repitió. «No me hace falta saberlo».
Al mismo tiempo que murmuraba esas palabras entre dientes, no conseguía sacarse de la cabeza El libro del recuerdo y el olvido, guardado en el bolso que pendía de su hombro, ni la zampona y el espejo oscuro, ocultos en los bolsillos del chaleco.
No le hacía falta saber qué había ocurrido en el pasado. Siempre había estado sola entre las Clarvis por culpa de su incapacidad para ver el futuro, y ahora estaba sola también en otro sentido. A raíz de una perversa inversión de todas sus esperanzas y de todos sus sueños, le había sido concedido exactamente lo opuesto de lo que había deseado con todo su corazón.
Porque con el espejo oscuro y los conocimientos recientemente adquiridos era capaz de ver el pasado.