Papelonaves

Lirael se detuvo a descansar en lo alto de la escalera del monte Estrella hasta que ya no aguantó más el frío de la piedra. Se puso entonces la ropa de abrigo y al colocarse los anteojos, el mundo se tiñó de color verde. Por último, sacó una bufanda de seda del bolsillo del abrigo, se cubrió con ella la nariz y la boca y se bajó las orejeras del gorro.

Vestida de esa guisa podía muy bien haber pasado por una de las Clarvis. No se le veían ni la cara ni el cabello ni los ojos. Tenía exactamente el mismo aspecto que cualquiera de las Clarvis. Cuando encontraran su cuerpo, no sabrían de quién se trataba hasta que no le quitasen el gorro, la bufanda y los anteojos.

Sería la última vez que Lirael tendría el mismo aspecto que las demás Clarvis.

Delante de la entrada que llevaba de la escalera al hangar de las papelonaves y a la puerta del monte Estrella, la niña vaciló. Tal vez no fuese demasiado tarde para regresar, para poner como excusa que le había sentado mal el desayuno y que se había visto obligada a quedarse en su cuarto. Si se daba prisa, era casi seguro de que estaría de regreso antes de que todas saliesen de la ceremonia del despertar.

El problema era que si regresaba, las cosas seguirían igual. Allá abajo no le quedaban esperanzas, decidió Lirael, y ya que había llegado hasta allí, podía aprovechar para ver los acantilados. Ya tomaría una decisión cuando estuviese allí.

Volvió a sacar la llave y con movimientos torpes, a causa de los guantes, abrió la puerta. Esta vez se trataba de una puerta visible, pero con custodias mágicas. Lirael notó cómo fluía la magia del Gremio y pasaba a través de la llave, de la piel de sus guantes y de ahí a sus manos. Al principio se puso tensa, pero cuando el efecto se le fue pasando, se relajó. No se sabía qué era lo que custodiaba el encantamiento, aunque estaba claro que no sentía interés alguno por ella.

Detrás de la puerta hacía más frío aún, pese a que Lirael seguía en el interior de la montaña. La amplia estancia donde se encontraba era el hangar de las papelonaves, donde las Clarvis guardaban sus aviones mágicos. Tres de ellos dormían. Tenían más bien aspecto de gráciles canoas, con alas y colas de halcón. Lirael sintió el impulso de tocar a uno, para ver si el tacto era realmente como el del papel, pero se abstuvo de hacerlo. Las papelonaves estaban hechas materialmente de miles de hojas de papel reforzado. En su fabricación intervenía una buena dosis de magia, por eso, esos vehículos aéreos tenían cierta capacidad de sentir. Los ojos pintados en la parte frontal de la nave más cercana, de tonos verdes y plateados, podían parecer como dormidos, pero apenas alguien la tocara, se iluminarían. Lirael no tenía ni idea de cómo reaccionaría la nave después. Sabía que se controlaban mediante marcas del Gremio silbadas, y que ella sabía silbar, aunque desconocía las marcas y las técnicas especiales que éstas requerían.

Lirael pasó de puntillas delante de las papelonaves y fue hasta la puerta del monte Estrella. Era enorme: tenía el ancho suficiente para dar paso a treinta personas y dos papelonaves, y casi cuadriplicaba la altura de la muchacha. Por suerte, no tuvo que molestarse siquiera en abrirla, porque en el extremo izquierdo de la puerta había una portezuela. Tras una breve maniobra con la llave y unas cuantas caricias al encantamiento de custodia, la portezuela se abrió y Lirael salió.

El frío y el sol acudieron ambos a su encuentro, el primero era lo bastante intenso para traspasar todas las capas de ropa que llevaba encima, y el último, lo bastante resplandeciente para forzarla a entornar los ojos, pese a la protección de los anteojos.

Era un hermoso día de verano. Allá abajo, en el valle, pasado el glaciar, haría calor. Donde ella se encontraba hacía mucho frío, sobre todo por la brisa que, tras recorrer el glaciar, seguía montaña arriba.

Delante de Lirael había una terraza ancha, anormalmente plana, tallada en la ladera de la montaña. Medía unos cien metros de largo por cincuenta de ancho, y la nieve y el hielo en gruesos bloques se amontonaban a su alrededor en profundos ventisqueros. Sin embargo, un leve manto de nieve cubría apenas la terraza. Lirael sabía que se mantenía así por obra de los enviados del Gremio, sirvientes creados por medios mágicos que, armados de palas y rastrillos, se ocupaban de limpiar aquella expansión durante todo el año, sin importarles el tiempo que hiciese. No había ninguno a la vista, pero la magia del Gremio que los ponía en marcha acechaba debajo de las piedras que cubrían el suelo. En el extremo más alejado de la terraza, la montaña acababa en un profundo precipicio. Lirael miró en esa dirección y sólo vio el cielo azul y las suaves volutas de algunas nubes. No le quedaba más remedio que cruzar la terraza y mirar hacia abajo para poder ver la mole del glaciar, trescientos metros más abajo. Sin embargo, no la cruzó. Se limitó a imaginar lo que ocurriría si saltaba. Si se lanzaba con el impulso suficiente, caería libremente hacia el hielo que la estaría esperando y encontraría así un rápido fin. Pero si el impulso no llegaba a ser suficiente, golpearía contra los salientes de las rocas, nueve o diez metros más abajo y, desde allí, seguiría rodando la distancia que le quedaba y, a cada impacto, se rompería los huesos uno por uno.

Lirael se estremeció y apartó la vista. Ahora que se encontraba allí, y que sólo una caminata a paso vivo la separaba del precipicio, ya no estaba tan segura de que eso de quitarse la vida fuese tan buena idea. Por desgracia, cada vez que intentaba pensar en un futuro posible, se sentía débil, paralizada, como si todos los caminos que se le ofrecían estuviesen cerrados por muros altísimos, imposibles de escalar.

Se obligó a dar unos cuantos pasos por la terraza para echar aunque más no fuera un vistazo al precipicio. Sin embargo, las piernas no parecían obedecerla porque la llevaron a recorrer todo el largo de la terraza sin acercarse del lado del precipicio.

Media hora más tarde, regresó a la puerta del monte Estrella, después de haber recorrido cuatro veces toda la longitud de la terraza sin el coraje de acercarse siquiera al precipicio que había en el otro extremo. Lo máximo que se atrevió a hacer fue acercarse a la abrupta caída situada al final de la terraza, desde donde despegaban las papelonaves. Se trataba de una caída de apenas treinta metros, por una de las caras menos escarpadas de la montaña que no llegaba al glaciar. Pese a ello, tampoco se había atrevido a acercarse más que a varios metros del borde.

Lirael se preguntó cómo harían las papelonaves para lanzarse desde allí. Nunca las había visto despegar ni aterrizar y durante un buen rato estuvo imaginando cómo sería. Evidentemente, se deslizarían por el hielo y, en un punto determinado, se lanzarían hacia el cielo, ¿pero dónde sería exactamente? ¿Necesitarían realizar una larga carrera, como los pelícanos azules del río Renegado, o se elevaban raudas como halcones?

Estas preguntas no hacían sino aumentar la curiosidad de Lirael por saber cómo funcionaban realmente las papelonaves. Consideraba la posibilidad de observar más de cerca una de las que descansaban en el hangar cuando advirtió que la motita negra que acababa de ver en lo alto del cielo no era producto de su imaginación ni una nubecilla que presagiara tormenta. Era una verdadera papelonave aprestándose a aterrizar.

Al mismo tiempo oyó el rugido profundo de la puerta del monte Estrella que comenzaba a abrirse. Se volvió a mirar hacia la puerta y luego otra vez para ver la papelonave, sacudiendo la cabeza con desesperación. ¿Qué iba a hacer?

Podía cruzar la terraza a la carrera y lanzarse al precipicio, pero la idea ya no la seducía. Había superado el momento de más negra desesperación, al menos temporalmente.

También podía retirarse a un lado de la terraza y ver cómo aterrizaba la papelonave, pero se arriesgaba a recibir una severa reprimenda de tía Kirrith, por no mencionar los meses de trabajo extra en la cocina que podían caerle. O cualquier otro castigo desconocido todavía peor.

Otra posibilidad que le quedaba era esconderse y mirar. Al fin y al cabo, lo que quería era ver aterrizar una papelonave.

Todas estas alternativas pasaron veloces por su mente y sólo tardó un instante en decidirse por la última. Lirael corrió hacia un montículo de nieve, se sentó encima y empezó a enterrarse como pudo. Al cabo de poco, quedaron borrados los indicios de su presencia, salvo el camino de huellas que recorrían la nieve hasta su escondite.

Lirael visualizó la carta del Gremio, buscó en su eterno fluir y sacó las tres marcas que precisaba. Una tras otra adquirieron brillo en su mente hasta llenarla por completo e impedirle pensar en otra cosa. Las dibujó en la boca y luego las sopló en dirección a las huellas que había en la nieve.

El hechizo partió de la muchacha en forma de bola de aliento helado que fue creciendo hasta alcanzar el ancho de un brazo. Echó a rodar por el sendero borrando las huellas de Lirael. Concluida su misión, la bola se dejó arrastrar por el viento, y el aliento y las marcas del Gremio se esfumaron.

Lirael levantó la vista con la esperanza de que quien viajara en la papelonave no hubiese notado la extraña nubecita. La aeronave estaba más cerca, la sombra de sus alas se proyectó sobre la terraza cuando voló una vez más en círculo perdiendo altura en cada pasada.

Lirael entrecerró los ojos; lo veía todo más oscuro a causa de los anteojos y la nieve le cubría casi toda la cara. No alcanzaba a distinguir bien quién viajaba en la papelonave. El color de ésta no era como el de las Clarvis sino rojo y dorado, los colores de la Casa Real. ¿Sería un mensajero? Existía una comunicación fluida entre el rey de Belisaere y las Clarvis; con frecuencia, Lirael había visto mensajeros en el refectorio inferior. Aunque habitualmente no llegaban en papelonave.

Unas notas silbadas, cargadas de fuerza, llegaron hasta Lirael. Durante un instante sintió náuseas y tuvo la sensación de que también estaba volando y que debía ponerse a favor del viento. Entonces vio aproximarse otra vez la papelonave y virar en dirección al viento para terminar recorriendo la terraza y detenerse envuelta en una nube de nieve, muy cerca del escondite de Lirael, tan cerca que la muchacha temió lo peor.

Dos personas bajaron de la cabina de mando con movimientos cansados y estiraron brazos y piernas. Iban envueltos en tantas pieles que Lirael no logró saber si eran hombres o mujeres. Por el tipo de ropa no eran Clarvis, eso estaba claro. Una llevaba un abrigo de marta negro y plateado; la otra, uno de una piel color rojizo que Lirael no reconoció. Y los anteojos tenían lentes azules en vez de verdes.

La del abrigo rojizo buscó en el interior de la cabina de mando y sacó dos espadas. Lirael pensó que él —estaba casi segura de que era un hombre— entregaría la otra, pero se ató las dos al ancho cinturón de cuero, una a cada costado.

Lirael llegó a la conclusión de que la otra persona, la del abrigo negro y plateado, era una mujer. Se lo indicaba la forma en que se sacudía los guantes y apoyaba la palma de la mano en el morro de la papelonave, como una madre que comprueba si su hijo tiene fiebre tocándole la frente.

La mujer buscó entonces en la cabina de mando y sacó una bandolera de cuero. Lirael alargó el cuello para ver mejor e hizo caso omiso de la nieve que se le metía por el cuello. Al reconocer lo que había en los morrales de la bandolera, soltó un grito ahogado que estuvo a punto de delatarla. Siete morrales, el más pequeño tenía el tamaño de un pastillero, y el más grande medía como la mano de Lirael. Por cada morral asomaba un mango de caoba. Los mangos de las campanas, las campanas cuyos badajos eran silenciados por el cuero. Fuera quien fuese aquella mujer, llevaba las siete campanas de los nigromantes.

La mujer se cruzó la bandolera sobre el pecho y sacó la espada. Era más larga que la utilizada por las Clarvis. Y más antigua. Desde su escondite Lirael notó la fuerza que despedía. Era la magia del Gremio que irradiaban la espada y esas dos personas.

Y las campanas, advirtió Lirael, porque gracias a ellas la muchacha supo quién era aquella persona. La nigromancia era magia libre, y estaba prohibida en el reino, igual que las campanas utilizadas por los nigromantes. Exceptuando las empleadas por una sola mujer. La encargada de deshacer las maldades pergeñadas por los nigromantes. La mujer que enviaba a los muertos al descanso definitivo. La mujer que reunía en su persona la magia libre y la del Gremio.

Lirael se echó a temblar, y no era por el frío, cuando se dio cuenta de que se encontraba a escasos metros de la Abhorsen. Hacía años, la legendaria Sabriel había rescatado al príncipe Touchstone, convertido en piedra, y los dos juntos habían derrotado a Kerrigor, criatura perteneciente a los muertos mayores, que había estado a punto de destruir el reino. Y se había casado con el príncipe cuando éste se convirtió en rey y juntos habían…

Lirael volvió a mirar al hombre y se fijó en las espadas y en la forma en que se ponía cerca de Sabriel. Cuando se dio cuenta de que debía de ser el rey casi le da un desmayo. ¡El rey Touchstone y la Abhorsen Sabriel estaban allí, delante de ella! Y los tenía tan cerca que podía incluso dirigirles la palabras… si fuera lo bastante valiente.

No lo era. Se hundió más en la nieve sin importarle el frío y la humedad y esperó a ver qué ocurría. Lirael desconocía las reglas del protocolo, no sabía si tenía que hacer una reverencia ni cómo dirigirse al Rey y a la Abhorsen. Y lo peor de todo, no sabía cómo explicar su presencia en ese lugar.

Una vez terminaron de equiparse, Sabriel y Touchstone se acercaron y hablaron en voz baja, sus caras casi se rozaban. Lirael aguzó el oído, pero no oía nada. El viento se llevaba sus palabras en dirección contraria. Sin embargo, estaba claro que esperaban algo… o a alguien.

No tuvieron que aguardar mucho. Lirael volvió despacio la cabeza hacia la puerta del monte Estrella procurando no mover la nieve apretada a su alrededor. Un reducido grupo de Clarvis salía por la puerta y cruzaba la terraza a toda prisa. Estaba claro que venían directamente de la ceremonia del despertar, porque casi todas se habían puesto la capa o el abrigo encima de las túnicas blancas, y casi todas lucían todavía las diademas.

Lirael reconoció a las dos que abrían la comitiva, las gemelas Sanar y Ryelle, impecable paradigma de la Clarvi perfecta. Su visión era tan fuerte que casi siempre estaban en la guardia de los nueve días, de manera que Lirael se cruzaba con ellas muy de vez en cuando. Las dos eran altas e increíblemente hermosas; el sol reflejado en sus rubias cabelleras arrancaba destellos más brillantes que las diademas.

Las seguían otras cinco Clarvis. Lirael las conocía vagamente y, si la apuraban, hasta podía recordar cómo se llamaban y qué relación de parentesco las unía a ella. Como mínimo eran primas terceras, pero sabía que todas estaban dotadas de un fuerte sentido de la visión. Si todavía no formaban parte de la guardia de los nueve días, tal vez mañana pasaran a engrosar sus filas, o tal vez ya lo habían hecho la semana anterior.

En pocas palabras, eran siete de las Clarvis más importantes del glaciar. Todas ellas ocupaban cargos corrientes, además de encargarse de su trabajo visionario. La pequeña Jasell, por ejemplo, que cerraba la fila, era la administradora jefa, responsable de las finanzas internas de las Clarvis y de su banco central.

Además, eran las últimas personas con las que Lirael deseaba encontrarse en un lugar donde le era vedado estar.