El observatorio de las Clarvis

La Perra Canalla se despertó de mala gana y dedicó unos cuantos minutos a estirar las patas entumecidas, a bostezar y a abrir y cerrar los ojos. Como broche de oro del ceremonial, se sacudió y fue hasta la puerta. Lirael se quedó donde estaba, con los brazos cruzados sobre el pecho y el gesto severo.

¡Perra Canalla! ¡Tengo que hablar contigo!

La perra se mostró sorprendida, echó las orejas hacia atrás con un movimiento súbito.

—¿No deberíamos volver a casa a toda prisa? Es más de medianoche. Las tres de la madrugada, para ser exactos.

—¡No puede ser! —exclamó Lirael olvidando al instante su necesidad de conversar—. ¡Imposible! ¡Será mejor que nos demos prisa!

—Aunque si quieres que hablemos —aclaró la perra sentándose sobre las patas traseras e inclinando la cabeza en la actitud perfecta de quien está dispuesto a escuchar—, como yo digo siempre, no hay mejor momento que el momento presente.

Lirael no le contestó. Corrió a la puerta y al pasar al lado de la perra la agarró del collar obligándola a levantarse.

—¡Aay! —gañó la perra—. ¡Estaba de broma! ¡Me daré prisa!

—¡Vamos, vamos! —exclamó la muchacha, y primero empujó la puerta y luego tiró de ella, operación harto difícil porque no tenía picaporte ni pomo—. ¿Cómo se abrirá, si puede saberse?

—Pídeselo —contestó la perra sin inmutarse—. No tiene sentido que empujes.

Lirael soltó un bufido frustrado, inspiró hondo y haciendo un gran esfuerzo dijo:

—Por favor, ábrete, puerta.

La puerta dio la impresión de pensárselo un rato y luego, muy despacio, comenzó a entreabrirse hacia la muchacha dándole apenas tiempo para apartarse. El rugido del río entró por la rendija acompañado de una brisa helada que alborotó el cabello chamuscado de Lirael. El viento llevaba consigo algo más, algo que llamó la atención de la perra, aunque Lirael no supo de qué se trataba.

—Hum —dijo la perra irguiendo una oreja hacia la puerta y el puente iluminado por obra de la magia del Gremio que estaba más allá—. Gente. Clarvis. Posiblemente alguna tía.

—¡La tía Kirrith! —exclamó Lirael, y el miedo le hizo dar un brinco.

Miró en derredor buscando afanosamente una salida. No la había, sólo podría regresar por el puente resbaladizo bañado por las aguas del río. En ese preciso momento vio en el precipicio brillantes luces del Gremio, luces opacadas por la niebla y el rocío producidos por las aguas impetuosas.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.

Y el eco de su pregunta se propagó por la estancia ocupando el espacio donde debía estar la respuesta. Lirael se volvió rápidamente pero no vio señales de la Perra Canalla. Había desaparecido.

—¿Perrita? —susurró Lirael; sus ojos buscaban en vano, anegados en lágrimas—. ¿Perrita? No me abandones ahora.

No era la primera vez que la perra se esfumaba en cuanto aparecían testigos; cada vez que lo hacía, Lirael temía en secreto que su única amiga no regresara nunca más. Ese mismo miedo se apoderó de ella, se sumó al terror que le provocaba lo que acababa de saber y notó que se le cerraba el estómago. Temía los conocimientos secretos que sentía bullir y retorcerse dentro del libro que llevaba debajo del brazo. Eran conocimientos que no deseaba poseer porque no eran propios de las Clarvis.

Una lágrima solitaria resbaló por su mejilla y la enjugó de un manotazo. No iba a darle a su tía Kirrith el gusto de que la viera llorar e inclinó la cabeza para contener el llanto. La tía Kirrith siempre ponía cara de esperar lo peor de Lirael, como si en el fondo deseara que cometiese el peor de los delitos y pensara que su sobrina jamás llegaría a nada. Lirael creía que la actitud de su tía obedecía al hecho de que ella no era una Clarvi normal, aunque una voz en su interior le recordaba que la tía Kirrith trataba así a cuantos no encajaban en sus estúpidas normas.

Lirael mantuvo la cabeza orgullosamente inclinada hacia atrás hasta haber puesto un pie en el puente; entonces tuvo que mirar abajo, hacia la niebla densa y turbia y las aguas caudalosas. Sin la tranquilizadora compañía de su perra y de sus prodigiosas patas con ventosa, el puente se extendía ante ella como la peor de sus pesadillas. Lirael dio un paso, trastabilló y comenzó a balancearse. Por un instante, creyó que iba a caer y el miedo le hizo ponerse a cuatro patas. El libro del recuerdo y el olvido cambió de posición al moverse ella y a punto estuvo de salírsele de la camisa, donde lo llevaba metido. Lirael lo acomodó otra vez y siguió gateando por la estrecha pasarela.

Ir a gatas exigía toda su concentración, de modo que no levantó la vista hasta haber llegado casi al otro lado. En ese momento tuvo plena conciencia de que llevaba el pelo chamuscado y la ropa empapada por el rocío, que continuaba cayendo sobre el puente. Y de que iba descalza.

Cuando por fin levantó la cabeza, sofocó un grito y saltó como un conejillo asustado. Las manos providenciales de dos de las Clarvis más próximas a ella la salvaron de una caída potencialmente nefasta en las caudalosas y frías aguas del río Renegado.

Esas manos pertenecían, además, a las personas que la habían asustado y de quienes Lirael jamás habría imaginado que fueran en su busca: Sanar y Ryelle. Como de costumbre, se las veía tranquilas, hermosas y sofisticadas. Llevaban el uniforme de la guardia de los nueve días, las largas cabelleras rubias recogidas en elegantes redecillas de pedrería y los largos vestidos blancos salpicados de estrellitas doradas. También portaban varitas de marfil y acero, indicativas de que eran la voz conjunta de la guardia. Ninguna de las dos parecía haber envejecido un solo día desde que, al cumplir catorce años, Lirael las había conocido por primera vez en la terraza. Seguían siendo cuanto Lirael creía que debía ser una Clarvi.

Todo lo que ella no era.

Más atrás había un tropel de Clarvis. Algunas de rango, incluida Vancelle, la bibliotecaria jefa y otras componentes de la guardia de los nueve días. Lirael las contó rápidamente y se dio cuenta de que se encontraba ante todas las componentes de la guardia de los nueve días. Cuarenta y siete, colocadas en formación, detrás de Sanar y Ryelle, blancas siluetas en la oscuridad del precipicio.

La ausencia de tía Kirrith era el peor de los augurios. Significaba que lo que la muchacha acababa de hacer era digno de un castigo mucho peor que trabajo extra en la cocina. Lirael no lograba imaginar siquiera qué tipo de castigo podía exigir la presencia de toda la guardia. Nunca había oído comentar que hubiesen abandonado alguna vez el Observatorio, y mucho menos todas juntas.

—Levántate, Lirael —le ordenó una de las gemelas.

Lirael se dio cuenta entonces de que seguía a gatas, sostenida por las dos Clarvis. Se levantó con cuidado, tratando de no mirar a nadie a los ojos, a esos ojos azules y verdes que, con toda certeza, reparaban en lo pardo que eran los de Lirael.

Las palabras se le agolparon en la cabeza, pero la garganta se le cerró en cuanto fue a pronunciarlas. Tosió, tartamudeó y por fin consiguió susurrar:

—Yo… yo no pretendía venir aquí. Pero… ocurrió. Y ya sé que me salté la cena… y las rondas de medianoche. Lo compensaré de alguna manera…

Se interrumpió al ver que Sanar y Ryelle se miraban y se echaban a reír. La carcajada tenía un sonido amable, sorprendido incluso, pero ni una pizca de sorna, tal como ella había temido.

—Al parecer hemos iniciado la tradición de encontrarte en sitios raros el día de tu cumpleaños —dijo Ryelle, o tal vez fuera Sanar, mientras miraba el libro que Lirael había ocultado en la camisa y la zampona plateada que asomaba brillante por el bolsillo de su chaleco—. No te preocupes por las rondas ni por la cena. Al parecer, esta noche has reclamado una especie de derecho de nacimiento, uno que llevaba mucho tiempo esperando tu llegada. Todo lo demás carece de importancia.

—¿A qué derecho de nacimiento te refieres? —preguntó Lirael.

El derecho de nacimiento de toda Clarvi era el don de la visión, y no un trío de extraños dispositivos mágicos.

—Sabes que nunca sola entre las Clarvis has aparecido en las visiones —comenzó a decir la otra gemela—. Ni por asomo, al menos hasta ahora. Mas hace una hora, nosotras, es decir, la guardia de los nueve días, vimos que estarías aquí y también en otro lugar. Ninguna de nosotras sospechaba siquiera la existencia de este puente y de la habitación que hay más allá. Sin embargo, está claro que mientras las Clarvis de hoy no te hemos visto en las visiones, las Clarvis de hace mucho te vieron lo suficiente para preparar este lugar y los objetos que llevas. De hecho, para iniciarte.

—¿Iniciarme en qué? —preguntó Lirael, asustada por ser de pronto el centro de atención—. ¡Yo no quiero nada! Lo único que quiero es… es ser normal. Tener el don de la visión.

Sanar, porque fue Sanar quien había hablado en último lugar, miró a la jovencita y notó su dolor. Desde el último encuentro, cinco años antes, tanto ella como su hermana habían vigilado de cerca a Lirael y sabían más de su vida de lo que su joven prima sospechaba. Escogió muy bien las palabras.

—Lirael, el don de la visión puede llegarte en el futuro y puede que cuanto más tarde te llegue más fuerte sea. Sin embargo, por ahora te han sido dados otros dones, dones que estoy segura son urgentemente necesarios en el reino. Y como cuantas pertenecemos a este linaje recibimos dones, también cargamos con la responsabilidad de utilizarlos bien y con sabiduría. Cuentas con el potencial de un gran poder, Lirael, pero me temo que también te verás sometida a duras pruebas.

Hizo una pausa, contempló la densa nube de niebla que subía a espaldas de Lirael y la vista se le nubló, al tiempo que la voz se le tornaba más profunda, menos amistosa, más impersonal y extraña.

—Te enfrentarás a muchas pruebas en un sendero que permanece oculto, pero jamás olvidarás que eres hija de las Clarvis. No tendrás el don de la visión, pero recordarás. Y al recordar, verás el pasado oculto, el que encierra los secretos del futuro.

Lirael se estremeció al oír aquellas palabras, pues Sanar había hablado con la verdad de la profecía y sus ojos brillaban con una luz extraña y fría.

—¿A qué te refieres con eso de duras pruebas? —preguntó Lirael, cuando los últimos ecos de las palabras de Sanar quedaron ahogados por el rugido del río.

Sanar sacudió la cabeza y sonrió, la visión acababa de terminar. Incapaz de hablar, miró a su hermana, que siguió diciendo:

—Cuando te vimos aquí esta noche, también te vimos en otro lugar, en un sitio que llevamos años y años intentando ver sin conseguirlo —dijo Ryelle—. En el lago Rojo, en una barca de juncos. El sol brillaba alto en el cielo, por tanto sabemos que será en verano. Te vimos bastante parecida a como eres ahora, de manera que sabemos que estarás allí el verano próximo.

—Contigo habrá un muchacho —prosiguió Sanar—. Un hombre enfermo o herido, un hombre que nos pidieron que buscásemos para el rey. No sabemos bien dónde está ahora, ni cómo ni cuándo irá al lago Rojo. Está rodeado de fuerzas que impiden nuestra visión, y su futuro está envuelto en tinieblas. Lo que sí sabemos es que se encuentra en el centro mismo de un terrible peligro. Un peligro que lo afecta no sólo a él, sino a todas nosotras y al reino. Y estará allí contigo, en la barca de juncos, en pleno verano.

—No entiendo —musitó Lirael—. ¿Qué tiene eso que ver conmigo? Me refiero al lago Rojo, a ese hombre y a todo lo demás. ¡Sólo soy auxiliar segunda de la bibliotecaria! ¿Qué tengo yo que ver con todo eso?

—No lo sabemos —contestó Sanar—. Las visiones son fragmentarias, y una nube negra se extiende como tinta derramada sobre las páginas de los posibles futuros. Lo único que sabemos es que ese hombre es importante, para bien y para mal, y que te hemos visto con él. Creemos que debes marcharte del glaciar. Debes viajar hacia el Sur y buscar la barca de juncos en el lago Rojo y a ese hombre.

Lirael se quedó mirando a Sanar, que seguía moviendo los labios, pero no oía lo que le estaba diciendo, sólo le llegaba el rugido del río. El sonido del agua cuyos torrentes indómitos pugnaban por abandonar la montaña, por alejarse, por llegar a tierras lejanas, desconocidas.

«Me echan —pensó—. No tengo el don de la visión, y como ya soy mayor, me echan…».

—También hemos tenido otra visión en la que aparece ese mismo hombre —decía Sanar cuando Lirael volvió a prestarle atención—. Ven, te lo enseñaremos para que lo conozcas cuando llegue el momento y para que sepas el peligro que se cierne sobre él. Aunque no aquí… Debemos subir al Observatorio.

—¡El Observatorio! —exclamó Lirael—. Pero si yo no… si todavía no he pasado el despertar…

—Ya lo sé —dijo Ryelle, conduciéndola de la mano—. Te resulta difícil atisbar los deseos de tu corazón cuando no eres dueña de ellos. Si el peligro no fuera tan grave o si alguna otra pudiera llevar la carga, no insistiríamos tanto. Si la visión no tuviese que ver con ese lugar que tanto se nos resiste, probablemente podríamos mostrártelo en otro sitio. En este momento, sin embargo, necesitamos del poder del Observatorio y de la fuerza de la guardia entera.

Retrocedieron a lo largo del precipicio; Lirael iba sin protestar, flanqueada de Sanar y Ryelle. La muchacha se percató de lo que la perra había llamado su sentido de la muerte, una especie de presión de todas las Clarvis fallecidas y enterradas en toda la extensión del precipicio, pero le hizo mayor caso. Era como si alguien que estuviese muy, pero muy lejos, te llamara. La pobre Lirael sólo atinaba a pensar que la estaban echando. Que volvería a quedarse sola, porque la Perra Canalla no la acompañaría. Incluso cabía la posibilidad de que la perra no pudiese existir fuera del Glaciar de las Clarvis, como les ocurría a los enviados, que eran incapaces de huir de sus ataduras.

A mitad del camino que bordeaba el precipicio, en dirección a la puerta por la que había salido, Lirael se sorprendió de ver un largo puente de hielo tendido sobre las profundidades. Las Clarvis regresaban por él y se metían en la profunda cueva cuya entrada se abría al otro extremo como una boca inmensa. Ryelle se percató de que la muchacha la miraba y le explicó:

—Hay muchos caminos que permiten entrar y salir del Observatorio cuando es preciso. Este puente se disolverá en cuanto hayamos cruzado todas.

Lirael asintió con aire ausente. Siempre se había preguntado dónde se encontraba realmente el Observatorio y muchas veces había tratado de dar con él. En incontables ocasiones había fantaseado con llegar hasta él y encontrar allí el don de la visión. Todas sus fantasías quedaban ahora destruidas.

Al otro lado del puente, la boca de la cueva las condujo hacia un túnel bastante empinado, construido a golpe de pico y pala. Recorrerlo era tarea ardua y cuando al fin dejó de subir, Lirael estaba acalorada y sin aliento. Ryelle y Sanar se detuvieron y la muchacha se secó el sudor de los párpados antes de mirar a su alrededor. Habían dejado atrás la piedra y estaban rodeadas sólo de hielo, hielo azul donde se reflejaban las luces del Gremio que portaban las Clarvis. Habían llegado al centro mismo del glaciar.

Tallada en el hielo se abría una puerta, flanqueada por dos guardias vestidas con cotas de malla y protegidas por escudos que lucían la estrella dorada de las Clarvis. Las caras adustas se veían a través de los yelmos abiertos. Una de ellas llevaba un hacha brillante, cubierta de marcas del Gremio; la otra, una espada que relucía más que las luces proyectando sobre el hielo diminutos reflejos. Lirael clavó la vista en las guardias, porque era evidente que se trataba de Clarvis, pero no las conocía, algo que le pareció imposible. En el glaciar vivían menos de tres mil Clarvis y ella no había salido de allí en toda su vida.

—Te veo, portavoz de los nueve días —dijo la mujer del hacha, en un tono extraño y formal—. Puedes entrar. Mas la que va contigo no ha pasado por el despertar. Según nuestras antiguas leyes, le está vedado presenciar las costumbres secretas.

—No seas tonta, Erimael —la regañó Sanar—. ¿De qué antiguas leyes me estás hablando? Ésta es Lirael, la hija de Arielle.

—¿Erimael? —susurró Lirael escudriñando el rostro severo, enmarcado por los nítidos bordes del yelmo.

Erimael se había alistado en las tropas de asalto hacía seis años y desde entonces no se la había vuelto a ver. Lirael llegó a la conclusión de que había muerto en un accidente y que se había perdido su despedida, del mismo modo que se había perdido tantas otras ceremonias en las que era obligado llevar la túnica azul.

—Las leyes son claras —insistió Erimael con la misma voz severa, aunque Lirael vio que tragaba saliva nerviosamente—. Soy la guardia del hacha. Deberá ir con los ojos vendados si quieres que pase. Sanar bufó y se volvió hacia la otra mujer para preguntarle: —¿Y qué opina la guardia de la espada? ¿No me dirás que estás de acuerdo?

—Por desgracia, sí —contestó la otra mujer. Lirael se había dado cuenta de que era mucho mayor—. La letra de la ley es estricta. Los invitados deben llevar los ojos vendados. Se considera invitado a todo aquél que no sea una Clarvi que ha pasado por el despertar.

Sanar suspiró y se volvió hacia Lirael. La muchacha ya había inclinado la cabeza para esconder su humillación. Poco a poco, se desató el pañuelo que le cubría la cabeza, lo dobló en una banda estrecha, se cubrió los ojos y se lo ató. Detrás de la suave oscuridad de la tela, lloró en silencio y la venda se empapó con sus lágrimas.

Sanar y Ryelle la cogieron otra vez de la mano y Lirael notó su compasión en cuanto la tocaron. No le importaba. Aquello era peor que lo que le había ocurrido a los catorce años, cuando se quedó sola ahí de pie, con la túnica azul, sufriendo la vergüenza pública de no ser una Clarvi. Ahora la identificaban de manera irrevocable como una extraña. Ni siquiera como una Clarvi en potencia. Apenas una invitada.

Sólo hizo dos preguntas mientras Ryelle y Sanar la conducían a través de lo que parecía un pasadizo complicado, una especie de dédalo.

—¿Cuándo debo partir?

—Hoy —contestó Ryelle mientras hacía detener a Lirael y la preparaba para otra curva pronunciada empujándola suavemente por el codo hasta enfilarla en la dirección correcta—. Es decir, lo antes posible. Te están preparando una barca. La hechizarán para que te lleve corriente abajo por el Renegado hasta Qyrre. Desde allí podrás conseguir que algunos agentes de policía o incluso la guardia te escolten hasta Borde, un pueblo situado sobre el mismo lago Rojo. Debería ser un viaje rápido y sin incidentes, aunque desearíamos poder ver parte de él antes.

—¿Debo ir sola?

Lirael no veía nada, pese a ello notó que Sanar y Ryelle se miraban mientras acordaban en silencio quién iba a hablar. Al final, Sanar dijo:

—Así has sido vista, de manera que temo que así es como tendrás que ir. Ojalá fuera de otro modo. Nosotras te llevaríamos volando, pero todas las papelonaves han sido vistas en otra parte, de manera que tendrás que ir por el río.

Sola. Sin la compañía de su única amiga, la Perra Canalla. Ya no le importaba nada de nada lo que pudiera pasarle.

—Cuidado, que vienen unos escalones —le advirtió Ryelle parando otra vez a Lirael—. Son unos treinta, creo. Y luego estaremos en el Observatorio y podrás quitarte la venda.

Lirael bajó mecánicamente los escalones junto con las gemelas. Causaba una gran desazón no poder ver por dónde caminabas y algunos de los escalones parecían más bajos que otros. Para colmo de males, por todas partes se oía un ruido extraño, una especie de crujido, y de vez en cuando, como unos murmullos o conversaciones amortiguadas.

Al fin llegaron a la planta baja y avanzaron una decena de pasos. Sanar la ayudó a quitarse la venda.

Lo primero que notó Lirael fue la luz y el espacio, luego las filas apretadas de Clarvis, silenciosas, erguidas, con sus blancas túnicas que provocaban aquel crujido tan inquietante. Se encontraba en el centro de una inmensa cámara tallada en el hielo, una inmensa cueva casi de la misma dimensión que el Gran Salón, tan conocido y tan odiado. Las luces de la magia del Gremio brillaban por todas partes, arrancando destellos a las infinitas facetas del hielo de manera que no había un solo punto oscuro.

Lirael bajó la vista instintivamente en cuanto estuvo ante las demás Clarvis para no tener que verles las caras. Al espiar disimuladamente detrás del largo flequillo chamuscado, comprobó que no se fijaban en ella. Todas miraban hacia arriba. Las imitó y descubrió que el techo en ángulo era una inmensa y única plancha de hielo claro como si se tratara de una enorme ventana opaca.

—Sí —dijo Sanar al comprobar que Lirael miraba atentamente—. Ahí es donde concentramos nuestra visión para que todas las visiones fragmentadas se unan en una sola y todas podamos ver.

—Creo que podemos empezar —anunció Ryelle echando una mirada a las apretadas y silenciosas filas de Clarvis.

Estaban presentes casi todas las Clarvis que habían pasado por el despertar, unidas en una guardia de mil quinientas sesenta y ocho. Se dispusieron en series de círculos cada vez más amplios, alrededor de la pequeña zona central ocupada por Lirael, Sanar y Ryelle, como un extraño huerto concéntrico de árboles blancos que dieran frutos de plata y ópalo.

—¡Comencemos! —gritaron Sanar y Ryelle, levantaron las varitas y las entrechocaron como espadas.

Lirael dio un salto cuando todas las Clarvis allí reunidas lanzaron un grito al unísono que se le metió en los huesos.

—¡Comencemos!

Todas a una, las Clarvis de los círculos más próximos se tomaron de las manos, como en un ejercicio de instrucción militar. Y así fueron haciendo todos los círculos, como una onda expansiva que partía del centro hasta la última fila del Observatorio; después volvieron a la inmovilidad primitiva.

—¡Veamos! —gritaron Sanar y Ryelle, entrechocando otra vez las varitas.

En esta ocasión, Lirael ya estaba preparada para el grito que siguió, pero no para el encantamiento que vino después. Las marcas del Gremio brotaron del suelo de hielo, subieron y pasaron a través de las Clarvis del primer círculo en tal cantidad que, cuando comenzaron a rebosar, fluyeron hacia el círculo siguiente y así hasta llegar al último. Fluían como una espesa niebla dorada por los cuerpos y los brazos de las Clarvis.

Lirael contemplaba embobada cómo la magia iba creciendo y pasando de un círculo a otro, la vio enroscarse a los cuerpos de sus primas. Veía las marcas del Gremio, sentía la magia en su corazón galopante, estaba sedienta de ella, aunque la notaba ajena, fuera de su alcance, como si no hubiese existido antes ninguna otra magia del Gremio.

Las Clarvis del círculo más exterior se soltaron de las manos y levantaron los brazos hacia el techo helado y altísimo. Las marcas salieron flotando de ellas y saltaron hacia arriba como polvo dorado atrapado en un haz de luz. Al tocar el hielo, se extendieron como si fueran una espléndida pintura y el hielo una tela en blanco, ansiosa por cobrar vida.

Los restantes círculos hicieron lo propio hasta que la magia conjurada cubrió el inmenso techo de infinitos remolinos cargados de marcas del Gremio. Todas clavaron allí la vista, extasiadas; Lirael comprobó que movían los ojos, como si estuviesen viendo algo. Por más que se esforzara, ella no veía nada, nada más que el remolino de magia del que no entendía una sola marca.

—Mira —le dijo Ryelle en voz baja, y la varita que tenía en la mano se convirtió de pronto en una botella de brillante cristal verde.

—Aprende —dijo Sanar, y con la varita dibujó algo en el aire, sobre la cabeza de Lirael.

Acto seguido, Ryelle vertió el contenido de la botella sobre Lirael. Al menos en apariencia. Sin embargo, mientras el líquido se extendía sobre su cabeza, la varita de Sanar lo transformó en hielo. Una plancha de hielo puro y transparente, que colgaba horizontalmente en el aire, sobre la cabeza de Lirael.

Sanar dio unos golpecitos con su varita sobre la plancha de hielo y de ella brotó un fulgor de un tono azul profundo muy tranquilizador. Otro golpecito, y el azul se dirigió a los bordes. Lirael miró a través de él y mientras miraba, comprendió que aquella extraña plancha de vidrio suspendida en el aire la ayudaba a ver lo que las Clarvis veían. Los dibujos carentes de sentido que se habían formado en el techo de hielo comenzaban a adquirir un significado. Cientos, tal vez miles de pequeñas imágenes se unían para formar una mayor, como los rompecabezas con los que jugaba de pequeña.

La imagen resultante era la de un hombre erguido con un pie sobre una piedra. Eso fue lo que Lirael empezó a ver. El hombre miraba algo que estaba más abajo.

Llena de curiosidad, Lirael estiró el cuello para ver mejor. Notó un leve mareo y a continuación le pareció que caía hacia arriba, a través de la plancha de hielo azul y que llegaba al techo y entraba en la visión. Siguieron destellos azules, notó algo frío al tacto que la hizo estremecer y… ¡se vio en el lugar de la imagen!

Estaba junto al hombre. Oía la respiración entrecortada y ruidosa, como de asmático, de aquel hombre, olía su sudor, notaba el calor y la humedad del día estival.

Y notaba el sabor venenoso de la magia libre, más fuerte y más abominable de lo que jamás había imaginado, más fuerte incluso que el que recordaba de su encuentro con el stilken. Tan fuerte, que sintió un regusto a bilis en la garganta y tuvo que tragar saliva para no vomitar. Tan fuerte, que vio bailar ante sus ojos una serie de puntitos.