Sam el viajero
Ellimere interceptó a Sam, de modo que perdió el resto del día en el Tribunal Inferior: sentenciaron a un ladrón que intentó mentir pese a que el hechizo de la verdad le teñía la cara de amarillo brillante cada vez que de su boca salía una mendacidad; actuaron de árbitros en la disputa por unos inmuebles en la que se ponían a prueba las verdades absolutas, pues todas las partes implicadas habían muerto, y en el juicio rápido a una serie de delincuentes menores que confesaron de inmediato con la esperanza de que el hecho de no tener que ser sometidos a hechizo alguno mejorara el punto de vista del tribunal y, finalmente, asistieron al largo y aburrido alegato de un abogado que, al final, no resultó relevante, pues se basaba en un fundamento de derecho anulado hacía más de diez años por una de las reformas de Touchstone.
Sin embargo, durante la noche ningún deber oficial exigió su presencia, pese a que en la cena, Ellimere se las ingenió, una vez más, para sentar al lado de Sam a la hermana menor de uno de sus miles de amigos. Para sorpresa de la princesa, Sam se mostró conversador y afable, detalle que contribuyó a que durante unos días, Ellimere defendiera a su hermano cada vez que otras muchachas se quejaban de su frialdad.
Tras la cena, Sam le dijo a Ellimere que se encerraría durante tres días a estudiar un encantamiento que exigía total concentración. Le comentó que se llevaría agua y provisiones de las cocinas, que estaría en sus aposentos y que nadie debía molestarlo. Ellimere recibió la noticia sorprendentemente bien, lo cual hizo que Sam se sintiera fatal. Pero ni siquiera eso consiguió frenar su entusiasmo; las largas horas que dedicó a la creación de un enviado muy simple de si mismo no disminuyeron la expectación que lo embargaba. Pasada la medianoche, cuando lo terminó, visto desde la puerta, el enviado se le parecía bastante, aunque desde otros ángulos carecía de profundidad. Y si se le hablaba, sólo gritaba «¡Vete!» y «Estoy muy ocupado» imitando bastante bien su voz. Concluida la creación del enviado, Sam fue a su taller y recogió su dinero en efectivo y algunas de las cosas que había hecho y que podrían resultarle útiles durante el viaje. No miró en los armarios, que se alzaban como guardianes y lo miraban con desaprobación desde los rincones de su cuarto.
Sin embargo, soñó con ellos cuando por fin se metió en la cama. Soñó que volvía a subir las escaleras, que abría los armarios, que se ponía la bandolera con las campanas, que abría el libro y leía palabras que se incendiaban para después apoderarse de él y transportarlo al Reino de la Muerte, donde lo sumergían en el río helado y no podía respirar… Despertó dando manotazos y patadas, las sábanas enrolladas al cuello le cortaban la respiración. El pánico se apoderó de él y luchó hasta que se dio cuenta de donde estaba y el corazón dejó de latirle frenéticamente. A lo lejos, un reloj dio la hora y a continuación se oyeron los gritos del sereno, que anunciaba que todo estaba en orden. Eran las cuatro. Apenas había dormido tres horas y sabía que no volvería a conciliar el sueño. Había llegado el momento de lanzar sobre sí mismo el hechizo del atractivo. El momento de que Sam el viajero se marchara. Todo estaba oscuro cuando Sam salió a hurtadillas de palacio en los momentos frescos que preceden el amanecer. Protegido por los encantamientos del silencio y la invisibilidad, bajó las escaleras, pasó delante del puesto de la guardia del Patio Suroeste y recorrió el corredor que bajaba en pendiente a los jardines. Eludió a los guardias que marchaban entre los rosales de la terraza inferior y salió por un portón cerrado a cal y canto mediante hechizos y refuerzos de acero. Por suerte, había robado la llave del candado y el portón lo reconoció por su marca del Gremio. Fuera, en el sendero que conducía al Camino del Rey, se echó las alforjas al hombro y, al notarlas tan pesadas, se preguntó sobre la conveniencia de repasar otra vez su contenido para desprenderse de algunos objetos, porque las pobres estaban llenas a reventar. No se le ocurrió nada que pudiera dejar atrás, además, llevaba sólo lo esencial: una capa, camisas limpias, pantalones y calzones, un costurero pequeño, una bolsa con jabón, artículos de tocador y una navaja que apenas usaría, un ejemplar de la Guía utilísima, fósforos, zapatillas, dos lingotes de oro, un trozo de tela impermeable con el que improvisar una tienda, una botella de coñac, una buena ración de cecina, una hogaza de pan, tres tortas de jengibre y unos cuantos dispositivos de creación propia. Además de lo que cargaba en las alforjas, llevaba un sombrero de ala ancha, un bolsito atado al cinturón y una daga bastante anodina. La primera parada la haría en el mercado central para hacerse con una espada y luego pasaría por la Feria Equina, en el Campo de Anstyr, donde compraría un caballo.
Al salir del sendero y enfilar el Camino del Rey para unirse al nutrido tropel de hombres, mujeres, niños, perros, caballos, mulas, carros, mendigos y demás cosas que avanzaban por él, Sam sintió que se animaba de un modo increíble, algo que llevaba años sin ocurrirle. La misma sensación de alegría y expectación que había tenido de niño cuando le daban vacaciones imprevistas. Libre de responsabilidades, con permiso para divertirse, correr, gritar, reír.
Y Sam rio, ensayó una carcajada grave más acorde con su nueva personalidad. Le salió forzada, una especie de gorjeo, pero no le importó. Se retorció el bigote creado con los hechizos del Gremio y apuró el paso. A la aventura y a rescatar a Nicholas.
Tres horas más tarde había perdido gran parte de su euforia del amanecer. Su disfraz de viajero contribuía a que no lo reconocieran, pero no lo ayudaba para llamar la atención de los mercaderes y los vendedores de caballos. Los viajeros no tenían fama de buenos clientes, pues rara vez comerciaban con dinero, preferían el trueque de bienes y servicios.
Además hacía un calor inusual para esa época de la primavera, con lo cual la compra de la espada en el mercado atestado se convirtió en una operación desagradable y sudorosa en la que cada segundo parecía durar una hora.
El regateo para conseguir montura fue peor aún; enjambres de moscas por todas partes que se posaban en los ojos y las bocas de hombres y bestias sin distinción. Con razón, pensó Sameth, el rey Anstyr había mandado, siglos atrás, que la Feria Equina se montara a cinco kilómetros de la ciudad. La feria había dejado de organizarse durante el interregno, para volver a florecer en el reinado de Touchstone. Las cuadras permanentes, los corrales y los ruedos de subasta ocupaban algo más de dos kilómetros cuadrados, y en los pastizales que rodeaban la Feria Equina propiamente dicha había siempre lotes de caballos. Naturalmente, encontrar el caballo que querías comprar entre una oferta tan variada llevaba un tiempo considerable y las pujas por los mejores caballos se disparaban hasta las estrellas. A la feria acudía gente de todos los rincones del reino e incluso bárbaros del Norte, sobre todo en esa época del año.
Pese al amontonamiento, las moscas y la pugna permanente, Sameth salió bastante airoso de sus dos ajetreadas compras. De su cadera colgaba una larga espada, sencilla pero práctica, con el dedo rozaba la áspera empuñadura de piel de tiburón. Una yegua zaina algo nerviosa lo seguía; la rienda impedía que el animal se rindiera a la neurosis. No obstante, parecía bastante sana y fuerte, no llamaba demasiado la atención y no había resultado demasiado cara. Sam le daba vueltas a la idea de llamarla Tonin, como su guardia menos apreciada, pero llegó a la conclusión de que aquello era una chiquillada vengativa. El dueño anterior le había puesto el enigmático nombre de Retoño y con eso bastaba.
Tras abandonar el hedor y la multitud de la Feria Equina, Sam montó y condujo a Retoño a través del tropel, abriéndose paso entre carros y buhoneros, asnos con alforjas de mimbre vacías que salían de la ciudad y otros con las alforjas llenas que se dirigían a ella, grupos de obreros que iban a sustituir a los que colocaban adoquines en el camino, así como todos los viandantes anodinos que pululaban por ahí. No se había alejado mucho de la ciudad cuando lo adelantó un mensajero del rey montado en un purasangre negro que en las pujas habría alentado a los compradores a licitar como posesos, y más tarde, pasaron cuatro guardias a una velocidad que sólo podía mantenerse si se contaba con monturas frescas en alguna posada del camino. En ambas ocasiones, Sam se encogió en la silla y se caló el sombrero hasta las cejas para que le tapara la cara, pese a que el atractivo mágico no había desaparecido.
Con la ayuda de la Guía utilísima, Sam había decidido ya cuál iba a ser su primera parada. Había tomado ya la Vía Angosta, la que cruzaba el istmo y unía Belisaere con tierra firme pues no había otra manera de ir. Después proseguiría por el camino en dirección sur, hacia Orquire. Había sopesado la posibilidad de dirigirse hacia el Oeste, a Sindle, y de allí al río Renegado, donde podía tomar una barca hasta Qyrre. Sin embargo, la Guía utilísima mencionaba una posada muy buena en Orquire donde servían la famosa gelatina de anguila. Y Sam tenía debilidad por la gelatina de anguila y no veía por qué no podía llegar al pueblo de Borde por la ruta más agradable.
A partir de Orquire no tenía demasiado claro cuál sería la ruta más agradable. El Gran Camino del Sur seguía la costa este durante buena parte de su recorrido, pero para llegar al pueblo de Borde había que dirigirse hacia la costa oeste. De manera que tarde o temprano debía desviarse hacia allí. Tal vez le convendría incluso dejar los caminos reales, como los llamaban, y desde Orquire desviarse a campo traviesa, confiando en hallar caminos y sendas menos transitados que lo llevaran en la dirección correcta. El peligro de esa ruta radicaba en las riadas de primavera. Los caminos reales contaban en su mayoría con buenos puentes, pero las rutas rurales carecían de ellos y en esa época algunos vados podían resultar impracticables.
En cualquier caso, todavía le quedaba tiempo para decidirlo y no debía preocuparse hasta salir de Orquire. El pueblo se encontraba a dos días a caballo, podía dedicarse a pensar qué haría durante el trayecto o bien esa noche, cuando se hospedara en alguna posada.
Sin embargo, la planificación de la siguiente etapa del viaje fue lo último en lo que pensó Sameth cuando por fin llegó a una aldea y a una posada que podía considerarse lo bastante alejada de Belisaere para detenerse en ella. Había cabalgado sólo siete leguas, el sol ya se ponía y él estaba exhausto. La noche anterior había dormido muy poco y el dolor de espalda y de muslos le recordaba que ese invierno apenas se había dedicado a la equitación.
Cuando vio el cartel oscilante que proclamaba que la posada se denominaba «El perro risueño», sólo atinó a darle una propina al mozo de cuadra para que cuidase de Retoño y a dejarse caer en la cama de la mejor habitación.
Se despertó varias veces en el curso de la noche, la primera para quitarse las botas y la segunda para vaciar la vejiga en el orinal con la tapa rota que la posada le había proporcionado con esmero. En la tercera ocasión, despertó cuando alguien llamaba insistentemente a la puerta y los primeros rayos de sol se colaban por las persianas.
—¿Quién es? —rezongó Sameth levantándose de la cama para ponerse las botas. Tenía las articulaciones entumecidas y se sentía fatal, sobre todo porque había dormido con la ropa puesta y apestaba a caballo—. ¿Es el desayuno?
Por toda respuesta siguieron llamando. Sin dejar de refunfuñar, Sameth fue a la puerta esperando encontrarse con el tonto del pueblo sonriéndole y sosteniendo la bandeja del desayuno. Mas no fue eso lo que vio sino dos hombres corpulentos que, sobre las corazas de cuero, lucían el fajín rojo y dorado típico del cuerpo de policía rural.
A uno de ellos, a todas luces el más veterano, se le notaba la autoridad en el gesto adusto y en la plata del cabello mal cortado. También llevaba una marca del Gremio en la frente, de la que carecía el joven ayudante que lo acompañaba.
—Soy el sargento Kuke y éste es el agente Tep —anunció el hombre del cabello de plata rozando a Sameth con brusquedad al entrar.
Su acompañante lo imitó, cerró la puerta y la atrancó.
—¿Qué queréis? —preguntó Sam con un bostezo.
No era su intención ser grosero, pero ignoraba por completo que aquellos hombres estuvieran interesados en él y habían llamado a su puerta por decisión propia y no por azar. Su única experiencia anterior con el cuerpo de policía rural la había tenido al ver desfilar a sus agentes o al pasar revista con su padre en alguna comisaría.
—Queremos algunos datos —dijo el sargento Kuke tan cerca de Sam que éste se percató de que el aliento le olía a ajos y de las marcas que le habían quedado tras afeitarse recientemente la barba que le cubría el mentón—. Empezando por su nombre y su condición.
—Me llamo Sam y soy viajero —contestó Sameth sin quitarle la vista al agente que se había retirado a un rincón del cuarto para examinar la espada del muchacho, apoyada en las alforjas.
Por primera vez, Sameth notó la punzada de la aprensión. Tal vez esos agentes no fueran tan zoquetes como él creía. Tal vez descubrieran quién era.
—No es frecuente que un viajero se hospede en una posada del camino. Y mucho menos en la mejor de sus habitaciones —señaló el agente apartándose de la espada y las alforjas de Sam—. Tampoco es frecuente que dé al mozo de cuadra un denario de plata.
—Tampoco es frecuente que el caballo de un viajero no lleve marcas ni símbolos del clan en las crines —añadió el sargento, hablando como si Sam no estuviera allí—. Y sería mucho menos frecuente toparse con un viajero que no llevase un tatuaje de su clan. ¿Le encontraremos uno a este muchachito si lo revisamos? Aunque quizá sea mejor que empecemos a mirar en esas bolsas, Tep. Fíjate si encontramos algo que nos indique ante quién estamos.
—¡No podéis revisar mis cosas! —exclamó Sam, indignado.
Avanzó hacia el agente y se paró en seco al notar el pinchazo del acero a través de la camisa de lino, justo encima del ombligo. Bajó la vista y comprobó que el sargento Kuke empuñaba con firmeza una daga.
—Podría decirnos quién es en realidad y qué trama —dijo el sargento.
—¡No es asunto tuyo! —exclamó Sam echando la cabeza hacia atrás con franco desdén.
Al hacerlo, el mechón que le cubría la frente se movió dejando ver la marca del Gremio.
Kuke lanzó una advertencia, apuntó la daga al cuello de Sam y con el brazo derecho lo inmovilizó. De todos los temores que podían preocupar a los agentes, el portador de una marca del Gremio falsa o corrupta era el peor, porque sólo podía tratarse de un brujo de la magia libre, de un nigromante que hubiera adoptado forma humana.
Casi al mismo tiempo, Tep abrió una de las alforjas y sacó una bandolera de cuero oscuro, una bandolera con siete morrales tubulares con tamaños que oscilaban entre el de un pastillero a un bote grande. Por los morrales asomaban los mangos de caoba oscura: no cabía ninguna duda sobre el contenido de la bandolera. Eran las campanas que Sabriel le había enviado a Sameth. Las campanas que él había cerrado bajo llave en su taller y que no había metido en el equipaje.
—¡Campanas! —exclamó Tep, y fue tal el susto que se llevó que saltó hacia atrás y las dejó caer, como si acabara de meter la mano en un nido de serpientes.
No se percató de las marcas del Gremio que se amontonaban sobre la bandolera y los mangos.
—Un nigromante —murmuró Kuke.
Y Sam percibió el terror en su voz; notó que el sargento ya no lo sujetaba con tanta fuerza y que la daga se alejaba de su garganta al temblar repentinamente la mano que la sujetaba.
En ese mismo instante, Sameth imaginó dos marcas del Gremio, las extrajo del flujo incesante como un pescador experto escoge su pieza del cardumen reluciente. Dejó que las marcas impregnaran su aliento y las sopló al tiempo que se lanzaba al suelo.
Una marca dio en el blanco, dejando ciego a Tep. Sin embargo, Kuke debía de ser un mago menor del Gremio, porque contrarrestó el hechizo con un encantamiento de protección general; al encontrarse las dos marcas del Gremio, el aire se llenó de chispas y destellos.
Antes de que Sam pudiera levantarse, Kuke lanzó una estocada y la llaga se hundió en la pierna del muchacho, justo encima de la rodilla.
El grito de Sam se unió a la bulla organizada por Tep que, desesperado, tanteaba el aire en busca de asidero, y a los bramidos de Kuke, que no cesaba de repetir a voz en cuello «nigromante» y «socorro». Con eso acudirían todos los agentes en kilómetros a la redonda y cuantos guardias estuvieran en el camino. E incluso los ciudadanos de a pie, aunque sólo los más valientes, pues se trataba de un nigromante.
Tras la primera sorpresa producida por el dolor, cuando tuvo la impresión de que la cabeza iba a partírsele, Sam hizo lo que le habían enseñado para salvar la vida en caso de un intento de asesinato. Dibujó mentalmente varias marcas del Gremio, dejó que crecieran en su garganta y como un rugido, lanzó un hechizo mortal contra cuanto ser vivo y desprotegido hubiera en el cuarto.
Las marcas abandonaron su boca en forma de chispa incandescente, saltaron sobre los dos agentes con fuerza descomunal. Se hizo un silencio instantáneo porque Kuke y Tep cayeron al suelo, cual marionetas sin hilos.
Sam se incorporó con dificultad y la atrocidad de lo que acababa de hacer se hizo patente por encima del dolor. Había dado muerte a dos hombres de su padre…, a sus propios hombres. Ellos se habían limitado a cumplir con su trabajo. El trabajo que él temía realizar. Proteger a la gente de los nigromantes y de la magia libre y de todo lo que…
No quiso pensar más. El dolor volvía a recorrerle la pierna y sabía que debía alejarse. Aterrorizado, recogió sus cosas, metió las malditas campanas en las alforjas, se colgó la espada al cinto y salió.
Sin saber cómo, consiguió bajar las escaleras y, un momento después, se vio en la sala, rodeado de gente que lo miraba fijamente al tiempo que se arrimaba a las paredes. Sostuvo aquellas miradas, con firmeza enloquecida, salió cojeando y dejando huellas ensangrentadas en el suelo.
Al llegar a la cuadra, ensilló a Retoño. La yegua respiraba agitadamente, con los ollares muy abiertos y los ojos blancos de miedo tras haber olido sangre humana. La acarició con gesto mecánico para calmarla, sus manos se movían sin tener él conciencia alguna de lo que hacía.
Después, en un tiempo que podía haber sido de un año o de unos pocos minutos, Sam montó, espoleó a Retoño, pasó del trote al medio galope y, mientras ocurría todo esto, notaba que la sangre le bajaba por la pierna como agua tibia llenándole la bota hasta rebosar por el borde superior de la caña. En el fondo de su mente, una voz le gritaba que se detuviera para curarse la herida, pero había otra más poderosa que la hacía callar y lo impulsaba a seguir huyendo, huyendo de la escena del crimen.
Instintivamente se dirigió al Oeste, con el sol naciente a su espalda. Durante un buen trecho fue zigzagueando para dejar una pista falsa, luego enfiló un sendero recto, campo traviesa, en dirección a la negra extensión del bosque que tenía enfrente, a poca distancia. No le quedaba más que alcanzarlo y allí podría ocultarse, ocultarse y curarse la herida.
Sam llegó al fin a la sombra reconfortante de los árboles. Se adentró en el bosque cuanto pudo y se dejó caer del caballo. Una punzada le recorrió toda la pierna. Los árboles comenzaron a dar vueltas ante sus ojos y sintió náuseas. La luz de la mañana había virado del amarillo al gris, como un huevo cocido en exceso. No lograba concentrarse en el hechizo curativo. Las marcas del Gremio se le escurrían de la cabeza. Se resistían a alinearse como debían.
Todo resultaba muy arduo. Era más fácil dejarse llevar. Caer en un dulce sueño, dejarse llevar, a la deriva hasta la muerte.
Lástima que él conocía la muerte, conocía sus fríos dominios. Comenzaba a caer en la helada corriente del río. De haber tenido la certeza de que la corriente iba a tragárselo y arrastrarlo hasta la cascada de la Primera Puerta y de allí hasta las siguientes, se habría dado por vencido. Más sabía que el nigromante que lo había quemado lo estaba esperando en el Reino de la Muerte, esperaba a un Abhorsen en ciernes demasiado incompetente para gobernar su propio fin. El nigromante se apoderaría de él, de su espíritu, y lo sometería a su voluntad, lo utilizaría contra su familia, contra su reino…
El miedo creció en Sam mucho más angustiante que el dolor. Buscó otra vez las marcas del Gremio para la curación… y las encontró. Un calorcillo delicioso creció en sus manos debilitadas y de ellas pasó a la pierna filtrándose por el pantalón negro y mugriento. Notó cómo se difundía el calor hasta llegar al hueso, sintió que la piel y los vasos sanguíneos se iban reparando mientras la magia lo devolvía todo a su debido estado.
Sin embargo, había perdido demasiada sangre en poco tiempo, por lo que el encantamiento no consiguió sanarlo del todo. Intentó incorporarse y no pudo. Reclinó la cabeza y el lecho de hojas le hizo de almohada. Hizo un esfuerzo por mantener los ojos abiertos. No lo consiguió. El bosque comenzó a dar vueltas y más vueltas hasta que todo fue oscuridad.