Sam se decide

Pese a sus buenas intenciones, Sam se quedó dormido y no pudo ver a Touchstone antes de que éste emprendiera su viaje. Con la intención de encontrarlo en la Puerta Sur, bajó a la carrera la Colina de Palacio y recorrió la ancha Avenida de las Estrellas flanqueada de árboles, así denominada por los pequeños soles incrustados en los adoquines. Dos guardias corrían a su lado, sin perder el ritmo no obstante llevaran el peso de los plaquines de cota de malla, los yelmos y las botas.

Sam acababa de ver a los últimos componentes de la escolta de su padre cuando oyó las aclamaciones de la multitud y un repentino toque de trompetas. Subió de un salto a un carro detenido en la calle y miró por encima de las cabezas. Llegó justo a tiempo para ver a su padre cruzar la gran puerta de Belisaere, la capa roja y dorada se agitó a su espalda, sobre la grupa del caballo, el sol del amanecer se reflejó en su yelmo con coronas grabadas antes de que se perdiera en la oscuridad de la puerta.

El rey iba precedido y seguido de guardias reales a caballo, ochenta hombres y mujeres altísimos, cuyas brillantes cotas de malla asomaban por los cortes verticales de las sobrevestas rojas y doradas. Sam sabía que al día siguiente los guardias continuarían viaje hacia el Norte y que alguno de ellos se disfrazaría de Touchstone, Entretanto, el rey volaría hacia el Sur, a Ancelstierre, en compañía de Sabriel para tratar de impedir la matanza de doscientos mil inocentes.

Sameth siguió contemplando la escena incluso después de que el último guardia hubiera cruzado la puerta y que el tráfico hubiese recuperado la normalidad; incontables personas, caballos, carromatos, burros, carretillas de mano, mendigos, pasaron ante el sin que notaran su presencia.

No había alcanzado a Touchstone y ahora debería decidir por su cuenta.

Cuando dio media vuelta, fue al centro del camino y empezó a caminar en dirección contraria al tropel que salía de la ciudad; iba con la mirada ausente. Gracias al espacio creado a su alrededor por dos guardias corpulentos evitó chocar con varios viandantes.

En cuanto Sameth tuvo la idea de ir en busca de Nicholas, notó que ya no podía detenerse. Estaba seguro de que la carta era real. Sam era el único que conocía a Nick lo suficiente para seguirle el rastro, el único que tenía con él un vínculo de amistad que permitiría el libre fluir de la magia investigadora. El único capaz de salvarlo de los problemas que se estaban gestando alrededor del lago Rojo.

Sin embargo, eso implicaba que Sam debía abandonar Belisaere y sus deberes. Sabía que Ellimere jamás iba a darle permiso.

Estos pensamientos con sus múltiples variaciones bullían en su mente mientras él y sus guardias pasaron debajo de uno de los inmensos acueductos que abastecían la ciudad de agua pura del deshielo. Los acueductos habían demostrado su utilidad no sólo para ese fin. Sus aguas caudalosas constituían una defensa contra los muertos, en especial, durante los dos siglos de interregno.

Sameth pensaba también en eso al oír el bramido profundo del acueducto que discurría encima de su cabeza, sintió un súbito remordimiento de conciencia. Entre sus deberes estaba el de defender a su pueblo de los muertos.

Abandonó la fresca sombra del acueducto y enfiló la Avenida de las Estrellas antes de emprender el empinado ascenso del Camino del Rey, lleno de cambios de rasantes, que conducía a la Colina de Palacio. Seguramente Ellimere estaría esperándolo en palacio; esa mañana ambos debían asistir a una audiencia del Tribunal Inferior. Su hermana luciría una tranquilidad y un temple pasmosos con su toga blanquinegra y el cetro de marfil y la varita de azabache utilizados en el hechizo de comprobación de la verdad. Se mostraría disgustada al ver que Sam se presentaba sudoroso, sucio, sin el traje adecuado ni los instrumentos necesarios, pues sus varitas habían desaparecido, aunque el muchacho recordaba vagamente haberlas visto rodar debajo de su cama.

El Tribunal Inferior. Los deberes del festival de Belisaere. Las raquetas de tenis. El libro de los muertos. Todo esto se agolpó dentro de él como una inmensa y negra ola que amenazaba con tragárselo.

—No —susurró y se detuvo tan de sopetón que los dos guardias estuvieron a punto de chocar con él—. Iré, iré esta noche.

—¿Cómo ha dicho, mi señor? —preguntó Tonin, la más joven de los dos guardias.

Tenía la edad de Ellimere y eran amigas desde el primer día en que jugaron juntas cuando eran niñas. Siempre formaba parte de su escolta en las raras incursiones a la ciudad, y Sameth tenía la certeza de que informaba a su hermana de todos los movimientos del príncipe.

—Eeh… Nada, nada, Tonin —contestó Sameth sacudiendo la cabeza—. Estaba pensando en voz alta. Supongo que esto de levantarme antes del amanecer no es para mí.

Tonin y el otro guardia se lanzaron una mirada tolerante a espaldas del muchacho y continuaron avanzando. Ellos siempre se levantaban antes del amanecer.

Sameth ignoraba lo que pensaban sus guardias, entretanto, terminaron de ascender la colina y entraron en el patio fresco en cuyo centro había una fuente, y desde el cual se accedía al ala oeste de palacio. No obstante, había visto la mirada que habían intercambiado e intuyó que consideraban que no reunía las condiciones necesarias para ser príncipe. Sospechaba que gran parte de los habitantes de la ciudad pensaban igual. Resultaba irritante para alguien que había sido la estrella de la escuela en Ancelstierre. Allí había destacado en todo lo importante. En críquet en verano; en rugby en invierno. Y había sido el primero de la clase en química y uno de los mejores alumnos en las demás asignaturas. Sin embargo, en su propia tierra no conseguía hacer nada bien.

Los guardias lo dejaron delante de sus aposentos, pero Sam no se puso enseguida la toga de juez ni hizo ademán de utilizar el lavamanos y el aguamanil dispuestos en una especie de nicho embaldosado que le servía de cuarto de baño. El palacio, reconstruido con austeridad tras haber quedado devastado en un incendio, no contaba con tuberías de vapor ni sistema de agua caliente como la Casa del Abhorsen. Sam había diseñado una instalación de este tipo y algunas de las obras originales seguían sepultadas bajo la Colina de Palacio, pero no tenía tiempo para investigar los principios mágicos y de ingeniería necesarios para que funcionaran.

—Iré —declaró una vez más ante el cuadro de la pared que representaba una agradable escena de la siega. Los segadores y los campesinos que empuñaban las horquillas no reaccionaron cuando añadió—: La cuestión es… ¿cómo?

Se paseó por la habitación. No era demasiado grande, de manera que hubo de recorrerla unas veinte veces antes de tomar una decisión, al llegar ante el espejo de plata que colgaba en la pared, a la derecha de su cama de armazón de hierro.

—Seré otra persona —dijo—. El príncipe Sameth se quedará aquí. Seré Sam el viajero que vuelve para reunirse con su banda después de buscar tratamiento médico para su enfermedad en Belisaere.

Sonrió al decirlo y se miró en el espejo. La imagen del príncipe Sameth lo miró a su vez, resplandeciente con su jubón rojo y dorado, la blanca camisa de lino mojada de sudor, los pantalones de cabritilla color tostado y las botas de caña alta y suelas doradas. Y coronando el fino traje regio, una cara agradable que en el futuro alcanzaría una hermosura estatuaria, aunque Sameth no era consciente de ello. Demasiado joven y franco, decidió. A su cara le faltaban los rasgos que da la experiencia. Precisaba una cicatriz o el puente de la nariz roto o algo por el estilo.

Mientras se miraba, buscaba en el infinito fluir del Gremio y recogía una marca aquí, un símbolo más allá, para unirlos en una cadena que forjó mentalmente. Así los mantuvo hasta elegir, señalándola con el índice, la marca del Gremio definitiva que flotaba ante sus ojos; todas las marcas salieron a borbotones para quedar suspendidas en el aire y formar una reluciente constelación de símbolos mágicos.

Sameth los observó atentamente y comprobó el encantamiento antes de dar un paso al frente y meterse en el dibujo brillante. El hechizo relució con fuerza al tocar su piel y la marca del Gremio de su frente chisporroteó despidiendo lenguas de fuego dorado que surcaron su cara.

Cerró los ojos mientras el fuego envolvía los símbolos del hechizo e hizo caso omiso del cosquilleo que sentía debajo de los párpados y de la urgente necesidad de estornudar. Permaneció así varios minutos hasta que el cosquilleo desapareció. Lanzó un estornudo explosivo, inhaló con mucha fuerza y abrió los ojos.

El espejo le devolvió el reflejo de las mismas ropas y de un hombre con una corpulencia parecida. Pero la cara había cambiado. Quien lo miraba era Sam el viajero, un hombre que recordaba al príncipe Sameth pero que era varios años mayor que él, con un bigote bien cortado y una perilla. El color del cabello también era distinto, más claro, más lacio y más largo en la nuca.

—Mejor. Mucho mejor. Sameth… mejor dicho, Sam —le hizo un guiño a su reflejo y empezó a desvestirse. Lo más sensato era llevar la vieja ropa de caza y algunas camisas y calzones sencillos. Se compraría una capa en la ciudad. Y un caballo. Y una espada, pues no convenía que llevase el acero producto de la magia del Gremio que su madre le había regalado al cumplir los dieciséis. No le añadiría atractivo y resultaba demasiado reconocible.

Sin embargo, sí podía llevar algunas de las cosas de su propia creación, pensó mientras se quitaba las botas de una patada y desenterraba del armario otras de caña altísima, de cuero negro bastante gastado, pero en buenas condiciones.

Al pensar en su taller de la torre le resultó imposible no recordar El libro de los muertos. Tenía clarísimo que no se lo llevaría. Sólo le restaba subir corriendo las escaleras, recoger unas cuantas cosas, incluida la pequeña reserva de nobles de oro y denarios de plata y entonces podría partir.

El problema radicaba en que no podía subir al taller con el aspecto que tenía en ese momento. Debía, además, hacer algo que disipara las sospechas de Ellimere, de lo contrario, lo perseguirían y lo obligarían a regresar. Lo obligaría a regresar por la fuerza, imaginó, pues los guardias no tendrían problema alguno en obedecer las órdenes de la princesa Ellimere en lugar de las del príncipe.

Suspiró y se sentó en la cama con las botas en la mano. Empezaba a comprender que aquella huida, o mejor dicho, aquella operación de rescate iba a exigir más preparación de la que había calculado. No le quedaba más remedio que construir un enviado temporal del Gremio que fuese un doble razonable de él mismo e inventarse alguna situación especial de manera que Ellimere no se fijara en él demasiado de cerca.

Podía decir que debía estudiar un pasaje especialmente difícil de El libro de los muertos que lo obligaba a encerrarse en su taller durante tres días o algo por el estilo, para contar así con cierto margen para su misión. Con eso no quería decir que fuera a abandonar los estudios para convertirse en Abhorsen. Simplemente necesitaba un respiro, y era más importante dedicar tres semanas a rescatar a Nicholas que emplearlas en el estudio; de todas maneras, cuando regresara podía recuperar el tiempo perdido.

Incluso si Ellimere le pedía a las Clarvis que investigaran sobre su paradero, un margen de tres días sería suficiente. Suponiendo que su hermana dedujera lo ocurrido al tercer día y enviara un halcón mensajero a las Clarvis, pasarían al menos dos días antes de que éstas contestaran. En total cinco días.

Para entonces habría cubierto la mitad del camino que lo separaba del pueblo de Borde. O la cuarta parte, supuso, tratando de recordar con exactitud a qué distancia se encontraba el pueblecito del lago Rojo. Debía hacerse con un mapa y echarle un vistazo a la última edición de la Guía utilísima para comprobar dónde podía hacer una parada en el camino.

Vaya, antes de escapar debía realizar al menos una decena de cosas, pensó Sam dejando caer las botas y poniéndose otra vez en pie delante del espejo. Para empezar, debía deshacerse de su atractivo si no quería que sus propios guardias lo detuvieran.

¿Quién iba a pensar que emprender una aventura iba a resultar tan complicado?

Desanimado, comenzó a deshacer el encantamiento del Gremio con el que se había disfrazado, dejó que las marcas que lo constituían se disolvieran y regresaran al lugar de donde habían salido. En cuanto terminara, subiría a la habitación de la torre y comenzaría a organizarse. Siempre y cuando Ellimere no lo interceptara y se lo llevara al Tribunal Inferior.