Una asamblea familiar

Las palabras de Sabriel fueron recibidas por el silencio, un silencio que no terminaba nunca, mientras todos imaginaban las huestes de doscientos mil muertos y Sam hacía lo imposible por quitárselas de la cabeza. Unas hordas de difuntos, un enorme mar de cadáveres tambaleantes, sedientos de vida, que abarcaban todo el horizonte, y marchaban inexorables hacia ellos…

—No será así, claro —dijo Touchstone interrumpiendo las terribles imaginaciones de Sam—. Nos aseguraremos de que nada de eso ocurra, de que los refugiados no crucen el Muro. Sin embargo, no podemos detenerlos desde nuestro lado. El Muro es demasiado largo y en él hay demasiadas puertas rotas y muchos pasos fronterizos antiguos en el otro lado. Deberemos asegurarnos de que los ancelstierranos no los envíen hacia aquí. Por tanto, vuestra madre y yo hemos decidido viajar a Ancelstierre. Iremos en secreto para no despertar sospechas, para no provocar alarmas. Nos dirigiremos a Corvere y negociaremos con su gobierno; se trata de una misión que seguramente llevará varios meses. Eso significa que dejaremos el reino en vuestras manos.

La revelación fue recibida por otro prolongado silencio. Ellimere se mostró muy pensativa aunque tranquila. Sam tragó saliva varias veces y dijo:

—¿A qué… a qué te refieres exactamente?

—Por lo que respecta a nuestros amigos y enemigos, me habré marchado a una misión diplomática con los jefes bárbaros en su Parada Sur, y Sabriel se dedicará a sus asuntos de la misma forma misteriosa a la que nos tiene acostumbrados —contestó Touchstone—. En nuestra ausencia, Ellimere seguirá ejerciendo de corregente junto con Jall Oren… Al parecer todo el mundo parece haberse acostumbrado a ellos. Sameth, tú la ayudarás. Lo más importante de todo es que deberás continuar estudiando El libro de los muertos.

—A propósito, tengo algo para ti —agregó Sabriel antes de que Sam pudiera intervenir. Empujó la mochila hacia él haciendo un esfuerzo evidente—. Mira en lo alto.

Sam la abrió despacio. De pronto se sintió muy mal; sabía que debía hablar en ese momento o callar para siempre. La mochila contenía un paquete envuelto en hule. Sameth lo sacó con parsimonia porque se le habían helado las manos y las notaba insensibles. Se le nubló la vista y oía a Sabriel como si le hablara desde otra habitación.

—Las encontré en la Casa Real… o mejor dicho, los enviados las dejaron allí. No sé de dónde las habrán sacado ni por qué lo han hecho ahora. Son muy, muy antiguas. Tan antiguas que no dispongo de datos sobre quién fue su primer usuario. Se lo habría preguntado a Zapirón, pero continúa durmiendo…

—Menos cuando pesqué ese salmón el año pasado —intervino Touchstone, enfadado.

Zapirón era el espíritu protector de la Abhorsen que tenía forma de gato y estaba sometido al hechizo vinculante de Ranna, la adormecedora, la primera de las siete campanas. Había despertado apenas cinco o seis minutos en casi veinte años, en tres ocasiones, para robar y comer el pescado que Touchstone había capturado.

—Zapirón no va a despertarse —prosiguió Sabriel—. Pero como yo tengo las mías, está claro que éstas son para el Abhorsen en ciernes. Enhorabuena, Sam.

Sam asintió sin decir palabra; el paquete seguía sin abrir sobre su regazo. No le hacía falta ver su contenido para saber que el hule arrullado envolvía las siete campanas con el hechizo del Gremio que todo Abhorsen debía llevar.

—¿No vas a abrir el paquete? —le preguntó Ellimere.

—Luego —contestó Sam con voz ronca.

Intentó sonreír pero sólo le salió una mueca forzada. Sabía que Sabriel lo miraba aunque no se atrevió a levantar la vista.

—Me alegra de que hayan llegado las campanas —dijo Sabriel—. La mayoría de los Abhorsen que me precedieron trabajaron con sus sucesores, a veces durante años, y espero que tú y yo podamos hacerlo. Según Zapirón, mi padre le enseñó a su tía durante casi un decenio. No sabes la de veces que habré deseado haber tenido la misma oportunidad.

Hizo una nueva pausa tras la cual se apresuró a agregar:

—A decir verdad, necesitaré que me ayudes, Sam.

Sam asintió, incapaz de hablar, las palabras de la confesión que tenía preparada se le secaron en la boca. El cargo le correspondía por derecho de nacimiento, tenía el libro y las campanas. Evidentemente, no le restaba más que poner empeño y leer el libro, se dijo, tratando de superar el terror que le anudaba el estómago. Se convertiría en el Abhorsen en ciernes hecho y derecho que todos esperaban y necesitaban. No le quedaba otra alternativa.

—Haré todo lo posible —dijo atreviéndose finalmente a mirar a los ojos a Sabriel.

Su madre le sonrió con tanta satisfacción que se le iluminó la cara y luego lo abrazó.

—Tengo que marchar a Ancelstierre porque conozco sus costumbres mejor que tu padre —dijo Sabriel—. Buena parte de mis antiguas amigas de la escuela son ahora influyentes o se han casado con hombres que lo son. No quería partir sin saber que aquí hay un Abhorsen para proteger a la gente del ataque de los muertos. Gracias, Sam.

—Pero yo no… —gritó Sam sin poder contenerse—. No estoy preparado. No he terminado el libro y además…

—Estoy segura de que sabes más de lo que crees —lo animó Sabriel—. En cualquier caso, ahora que la primavera está en su apogeo, habrá pocos problemas. Los arroyos y los ríos llevan toda el agua del deshielo y de las lluvias propias de la estación. Los días se alargan. En esta época de la primavera y durante el verano nunca se producen amenazas importantes por parte de los muertos. Como mucho tendrás que ocuparte de algún bracero delincuente o tal vez de algún mordacis. Tengo total confianza en ti, sabrás arreglártelas.

—¿Qué me dices de los sureños desaparecidos? —preguntó Ellimere con una mirada muy elocuente que no dejaba dudas sobre la confianza que le tenía a Sam—. Novecientos muertos constituyen una amenaza importante.

—Deben de haber desaparecido en la zona del lago Rojo, de lo contrario, las Clarvis los habrían visto —dijo Sabriel—. De manera que seguirán confinados allí por las riadas primaverales. Iría hasta allí a ocuparme de ellos en primer lugar, pero la situación realmente peligrosa está en Ancelstierre, donde se encuentran los demás sureños. Habrá que confiar en las crecidas de los ríos y en ti, Sam.

—Pero… —comenzó a protestar el muchacho.

—Te advierto que el nigromante o los nigromantes que se oponen a nosotros no deben tomarse a la ligera —prosiguió Sabriel—. Si se atreven a enfrentarse a ti, debes luchar contra ellos en el mundo de los vivos. No vuelvas a pelear contra ninguno de ellos en el reino de los muertos, Sam. Fuiste muy valiente cuando lo hiciste, y muy afortunado. También deberás poner especial cuidado al usar las campanas. Como sabrás, te pueden obligar a internarte en el reino de los muertos o engañarte para que lo hagas. Utilízalas sólo cuando estés seguro de que has aprendido bien las lecciones del libro. ¿Me lo prometes?

—Sí —contestó Sam.

Apenas le quedaba aliento para pronunciar esa única palabra. Sin embargo, cuando lo hizo, estaba cargada de alivio porque en cierta manera acababan de concederle una especie de aplazamiento. Con toda probabilidad conseguiría vencer a los muertos menores sólo con magia del Gremio. Su determinación de convertirse en un Abhorsen hecho y derecho no había logrado ahuyentar el miedo que seguía anidado en su corazón; cuando tocó el envoltorio con las campanas, sus dedos seguían helados.

—Muy bien —dijo Touchstone—. Me pregunto si vosotros, que habéis estudiado allí, tenéis alguna idea sobre cómo tratar a los ancelstierranos. El tal Corolini, por ejemplo, el jefe del Partido Nuestro País. ¿Podría ser oriundo del Reino Antiguo? ¿Qué opináis?

—No es de mi época —contestó Ellimere, que había terminado sus estudios hacía un año y daba la impresión de considerar que su estancia en Ancelstierre era historia pasada.

—No tengo ni idea —respondió Sam—. Salía mucho en los diarios, antes de que yo me fuera, pero no decían nada de sus orígenes. Mi amigo Nicholas tal vez sepa algo, y creo que podría echarnos una mano. Como ya sabrás, su tío es el Ministro Supremo Edward Sayre. Nick vendrá a visitarme el mes que viene aunque es posible que consigas verlo antes de que emprenda el viaje.

—¿Va a venir? —preguntó Touchstone—. Me sorprende que lo autoricen. El ejército lleva años sin expedir permisos, exceptuando los de los refugiados, que fueron un montaje político en el que el ejército no tuvo voz ni voto.

—Nick sabe ser muy convincente —dijo Sam recordando los diversos apuros en los que Nick había conseguido meterlo en la escuela y de los que muy pocas veces había conseguido sacarlo después—. Le pedí a Ellimere que le sellara un visado por nuestra parte.

—Lo envié hace siglos —aclaró Ellimere lanzándole una mirada insidiosa a su hermano—. Todavía quedan personas eficientes en el reino.

—Bien —dijo Touchstone—. Resultará un contacto útil. Será importante que una de las familias ancelstierranas que ocupa el gobierno compruebe que no nos inventamos las historias que circulan sobre el reino. Me aseguraré de que el puesto de la Guardia de Barhedrin le proporcione una escolta desde el Muro. Las negociaciones se verían seriamente afectadas si perdiéramos al sobrino del Ministro Supremo.

—¿Con quién estamos negociando? —preguntó Ellimere—. Al fin y al cabo, a los de Corvere les encanta fingir que no existimos. Siempre me vi en la necesidad de convencer a las estiradas chicas de ciudad de que el reino no era un invento mío.

—Dos cosas —contestó Sabriel—. El oro y el miedo. Disponemos de una modesta dotación de oro que, sin embargo, podría alcanzar para inclinar la balanza, si va a parar a los bolsillos adecuados. Y hay muchos norteños que se acuerdan de cuando Kerrigor cruzó el Muro. Intentaremos convencerlos de que volverá a ocurrir si mandan a los refugiados sureños hacia el Norte.

—¿No podría ser Kerrigor? —preguntó Sam—. Quiero decir, ¿no podría ser él quien está detrás de todo?

—No —contestaron Sabriel y Touchstone al unísono. Se miraron; era evidente que recordaban el terrible pasado y lo que Kerrigor había intentado hacer, tanto en el Reino Antiguo como en Ancelstierre.

—No —repitió Sabriel—. Fui a verlo cuando visité la Casa Real. Está dormido para siempre bajo el hechizo de Ratina, encerrado en el sótano más hondo, sometido por todas las marcas de defensa mágicas que tu padre y yo conocemos. No se trata de Kerrigor.

—Sea quien sea o lo que sea, nos ocuparemos de ellos —dijo Touchstone con tono potente y regio—. Los cuatro nos encargaremos de que así sea. Por ahora, sugiero que bebamos vino caliente con especias y hablemos de asuntos mejores. ¿Qué tal ha ido el Festival de Invierno? Sam, ¿te había contado que bailé el papel del pájaro del amanecer cuando tenía tu edad? ¿Qué tal te fue?

—Me he dejado las copas —dijo Sam entregándole la jarra todavía tibia.

—Beberemos de la jarra —dijo Sabriel poco después al ver que nadie contestaba la pregunta de Touchstone. Cogió la jarra y, con mano diestra, se echó un chorro de vino al gollete—. Ah, qué delicioso. Cuéntame, Sam, ¿qué tal tu cumpleaños? ¿Pasaste un buen día?

Sam contestó mecánicamente, sin percatarse casi de las intervenciones mordaces de Ellimere. Estaba claro que sus padres no habían hablado todavía con Jall, de lo contrario, las preguntas habrían sido muy distintas. Sintió alivio cuando sus padres se centraron en Ellimere y la hicieron rabiar con sus comentarios sobre su habilidad para el tenis y la cantidad de jovencitos interesados en aprender ese nuevo deporte. Estaba claro que los cotilleos sobre su hermana habían viajado más deprisa que las nuevas sobre los puntos flacos de Sam. Volvió a ser el centro de la conversación cuando Ellimere lo acusó de negarse a fabricar más raquetas, una verdadera pena, porque no había nadie que las hiciera tan bien como él; Sam aprovechó la ocasión para prometerle que le haría una docena y con eso consiguió escurrir el bulto otra vez.

Los demás siguieron charlando, pero el negro futuro pesaba sobre ellos como una losa. Sameth no dejaba de pensar en el libro y en las campanas. ¿Qué haría si llegaban a convocarlo de verdad para rechazar una incursión de los muertos? ¿Qué haría si al frente de esa incursión estaba el nigromante que lo había torturado en el Reino de la Muerte? Peor aún, ¿qué pasaría si se trataba de un enemigo más poderoso, tal como Sabriel temía? De repente se atrevió a soltar:

—¿Y si… y si este enemigo no estuviera detrás de Corolini? ¿Y si tramara algo más en vuestra ausencia?

Sus padres y su hermana, que comentaban el episodio ocurrido en el curso de una recepción vespertina en honor del alcalde de Sindle, en el que Heria se había pisado el vestido y, al tropezar, había caído en brazos de Jall Oren, lo miraron llenos de asombro.

—Si así fuera, estaremos a una semana de viaje de aquí, a lo sumo diez días —contestó Sabriel—. Un halcón mensajero a Barhedrin, un jinete hasta la Frontera, un telegrama desde allí o desde Bain a Corvere y un trayecto en tren de vuelta a Bain… tal vez menos de una semana. Creemos que sea lo que sea lo que trame este enemigo, como tú muy bien lo has llamado, debe de implicar a gran número de muertos. Las Clarvis han visto muchos futuros posibles en los que todo nuestro reino queda reducido a un desierto, habitado únicamente por muertos. ¿Qué otra cosa sería capaz de producir ese efecto sino la concentración que sospechamos? Sólo sería posible matando a todos esos pobres refugiados desprotegidos. Nuestra gente está demasiado bien protegida. En cualquier caso, exceptuando Belisaere, en todo el reino no hay doscientas mil personas en un solo lugar. Y mucho menos doscientas mil sin una sola marca del Gremio.

—No sé qué otra cosa podría ser —dijo Sam resoplando—. Lo que sí me gustaría es que no te marcharas.

—El cargo de Abhorsen constituye una gran responsabilidad —comentó Sabriel en voz baja—. Comprendo que te cueste afrontarla, incluso compartiéndola conmigo. Pero es tu destino, Sam. ¿Es el caminante quien escoge el camino, o el camino el que escoge al caminante? Tengo la plena certeza de que lo harás bien. Pronto volveremos a estar juntos y a hablar de tiempos más felices.

—¿Cuándo partes? —preguntó Sam, incapaz de disimular que abrigaba la esperanza de que surgiese alguna demora que le permitiera hablar con Sabriel al día siguiente, conseguir que lo ayudara con El libro de los muertos, a superar el miedo que lo paralizaba.

—Mañana al amanecer —contestó Sabriel de mala gana—. Siempre y cuando la herida haya cicatrizado lo suficiente. Tu padre cabalgará con la embajada real a las tierras de los bárbaros del Norte y yo volaré al Oeste. Mañana por la noche haré el camino inverso para recogerlo y volaremos al Sur, hasta la Casa Real, para tratar de consultar otra vez con Zapirón, y desde allí iremos a Barhedrin y al Muro. Con suerte, este itinerario nos permitirá confundir a los espías que puedan estar siguiéndonos.

—Nos gustaría quedarnos más tiempo —dijo Touchstone con tristeza mientras contemplaba a su pequeña familia, a la que conseguía reunir en contadas ocasiones—. Pero como de costumbre, el deber nos llama… y debemos acudir.