Una estación turbulenta

El príncipe Sameth temblaba en la estrecha plataforma defensiva situada en la segunda torre más alta de palacio. Pese a que vestía su capa de pieles más gruesa, el viento conseguía penetrarla, pero él no estaba de humor para lanzar un hechizo del Gremio destinado a darle abrigo. En el fondo, le apetecía pillar un resfriado, porque así conseguiría eludir el programa de adiestramiento que Ellimere le había impuesto.

Estaba en la plataforma de defensa por dos motivos. El primero, porque quería vigilar, pues tenía la esperanza de ver regresar a su padre o a su madre. El segundo, porque quería evitar a Ellimere y a cuantos se empeñaban en organizarle la vida.

Sam echaba de menos a sus padres no sólo porque podían librarlo de la tiranía de Ellimere. La cuestión era que siempre surgían asuntos que requerían la atención de Sabriel y que la llevaban a recorrer el reino de un extremo al otro en su papelonave roja y dorada. Aquél era un mal invierno, según había oído Sam comentar a más de uno, con mucha actividad de los muertos y de las criaturas de la magia libre. Sam siempre se estremecía al oír estos comentarios, porque era consciente no sólo de que la gente clavaba en él la vista sino de que debía estudiar El libro de los muertos para prepararse a ayudar a su madre.

Debería estar estudiando en ese preciso instante, pensó sombríamente, pero siguió con la vista clavada en la lejanía, más allá de los tejados llenos de escarcha y del humo que salía de miles de chimeneas acogedoras.

No había abierto el libro ni una sola vez desde que Ellimere se lo entregara. El tomo verde y plateado seguía a buen recaudo en un armario de su taller. Pensaba en él todos los días, y lo miraba, pero no conseguía armarse de valor para leerlo. De hecho, se pasaba las horas, que en teoría debía dedicar al estudio, tratando de encontrar el modo de contarle a su madre que no podía hacerlo. No podía leer el libro ni enfrentarse a otro viaje al Reino de la Muerte.

El programa de Ellimere dedicaba dos horas al estudio del libro, o al «Preparatorio para Abhorsen», como lo llamaba su hermana, pero Sam no leía nada. Empleaba ese tiempo en escribir un discurso tras otro en los que intentaba explicar sus sentimientos y sus temores. Cartas a Sabriel. Cartas a Touchstone. Cartas a ambos. Cartas que acababan, indefectiblemente, en la chimenea.

—Se lo contaré a mi madre —anunció Sam al viento.

Lo dijo en voz baja por si el centinela que ocupaba el otro extremo de la torre lo oía. Los guardias ya pensaban que como príncipe dejaba mucho que desear. No quería que, además, lo tuvieran por un príncipe loco.

—No, mejor se lo cuento a mi padre y así él puede decírselo a mi madre —añadió tras una breve reflexión.

Por desgracia, Touchstone había regresado de Estwael y no llevaba en palacio más que unas horas cuando tuvo que volver a cabalgar hacia el Sur, al fuerte de la guardia del monte Barhedrin, al norte del Muro. Habían llegado noticias de que los ancelstierranos dejaban a los grupos de refugiados sureños cruzar el Muro y establecerse en el Reino Antiguo, o en realidad, dejaban que los mataran las criaturas o la gente salvaje que merodeaba por las Tierras Fronterizas. Touchstone había ido a investigar si aquellas noticias eran ciertas, a comprobar qué tramaban los ancelstierranos y a salvar a los sureños que siguieran con vida.

—Estúpidos ancelstierranos —masculló Sam pegándole una patada al Muro, con tan mala sombra que resbaló en la piedra helada, perdió pie y se golpeó el codo en la pared.

—¡Aaay! —exclamó agarrándose el brazo—. ¡Maldita sea!

—¿Se ha hecho daño, mi señor? —preguntó el guardia, que acudió a la carrera sin caerse, pues sus botas con tachuelas se agarraban mejor al suelo que las zapatillas de piel de conejo de Sam—. No querrá usted romperse una pierna, ¿verdad?

Sam lo miró ceñudo. Sabía que el hecho de que tuviese que interpretar al pájaro del amanecer en el baile constituía una fuente interminable de diversión para los guardias. Las risitas mal disimuladas de los guardias y la facilidad con la que Ellimere practicaba su futuro papel de corregente con gracia y autoridad, al menos delante de todos menos de su hermano, no contribuían a reforzar la autoestima de Sam.

La torpeza del muchacho en los ensayos del papel del pájaro del amanecer para el Festival de Invierno y el del Solsticio de Verano era uno de los muchos aspectos en los que demostraba que como miembro de la realeza estaba muy por debajo de su hermana. En los bailes le resultaba imposible fingir entusiasmo; con frecuencia, en las sesiones del Tribunal Inferior se quedaba dormido y aunque sabía que era un espadachín competente, no se sentía lo bastante seguro para aumentar su destreza midiéndose con los guardias.

Tampoco le iba demasiado bien en las clases de perspectiva. Ellimere siempre se lanzaba a la tarea asignada con todas sus fuerzas y trabajaba como una fiera. Sam hacía justo lo contrario, se quedaba embobado mirando el aire y preocupándose por su confuso futuro y, con frecuencia, se quedaba tan absorto que dejaba de hacer lo que le habían mandado.

—¿Se ha hecho daño, mi señor? —repitió el guardia.

Sam pestañeó. Otra vez en las mismas. Se había quedado embobado mirando el aire.

—No, no me he hecho daño, gracias —contestó flexionando los dedos enguantados—. He resbalado y me he dado un golpe en el codo.

—¿Ha visto algo interesante ahí fuera? —preguntó el guardia.

Sam se acordó de su nombre, se llamaba Brel. Era un guardia bastante amable, no era de los que reprimía una sonrisa cada vez que Sam pasaba con el traje del pájaro del amanecer.

—No —contestó Sam.

Y volvió a mirar el interior de la ciudad. El Festival de Invierno comenzaría al cabo de pocos días. La construcción de la Feria de la Escarcha se encontraba en pleno apogeo. La Feria de la Escarcha consistía en una inmensa carpa, del tamaño de una ciudad, montada sobre la superficie helada del lago Loesare, donde se organizaban desfiles de carrozas, y había actores, bufones y malabaristas, músicos y magos, exposiciones y todo tipo de juegos, por no mencionar los puestos con manjares de todos los rincones del Reino Antiguo y de más allá. El lago Loesare abarcaba más de treinta hectáreas del valle central de Belisaere, pero la Feria de la Escarcha lo superaba, pues se extendía incluso a los jardines públicos de las orillas.

A Sam siempre le había gustado la Feria de la Escarcha, sin embargo, esta vez no le hacía mucha ilusión. No lograba desprenderse de la sensación fría y depresiva que lo embargaba.

—Lo divertido es la feria —dijo Brel, dando palmas—. Parece que este año el festival será estupendo.

—¿Ah sí? —comentó Sam sombríamente.

El último día del festival tenía que bailar y hacer de pájaro del amanecer. Le tocaba portar el ramito verde de la primavera y desfilar en último lugar en la procesión del Invierno, detrás de Nieve, Granizo, Aguanieve, Niebla, Tormenta y Escarcha. Eran todos bailarines profesionales montados en zancos, de manera que no sólo se alzaban amenazantes por encima del pájaro del amanecer, sino que contribuían a resaltar la falta de experiencia de Sam.

La danza invernal era larga y complicada, recorría los casi tres kilómetros de tortuosos senderos de la feria. Pero era mucho más larga, porque había que retroceder constantemente mientras los seis espíritus del invierno se ocultaban del pájaro e intentaban prolongar su estación quitándole el ramito de la primavera que Sam llevaba debajo del ala dorada o ponerle la zancadilla con los zancos.

De momento llevaban dos ensayos generales. Se suponía que los espíritus del invierno no debían conseguir que el pájaro tropezara, pero aunque lo desearan con toda el alma, no podían impedir que éste tropezara solo. Al final del primer ensayo, el pájaro se había caído tres veces, se había doblado el pico en dos ocasiones y llevaba las plumas muy alborotadas. El segundo ensayo había sido aún peor, el pájaro había chocado con Aguanieve haciéndole caer de los zancos. La nueva Aguanieve seguía sin dirigirle la palabra.

—Dicen que cuanto más duras sean las prácticas, mejor sale el baile —comentó Brel.

Sam asintió y apartó la vista del guardia. En el cielo no había señales de que se aproximara ninguna papelonave ni de que un escuadrón de jinetes llegara por el camino del sur portando el estandarte real. Era una pérdida de tiempo buscar a sus padres.

Brel se llevó la mano enguantada a la boca y tosió. Sam volvió a observar al guardia cuando éste lo saludó con una inclinación de cabeza y reanudó su paseo por la plataforma defensiva mientras la trompeta colgada de su correa le golpeaba suavemente la espalda.

Sam bajó. Llegaba tarde al siguiente ensayo.

Brel se equivocaba cuando comentó que los ensayos fallidos anunciaban un baile bien ejecutado. Cuando llegó el día, Sam no dejó de trastabillar y tropezar en ningún momento, y sólo gracias a la profesionalidad y la energía de los seis espíritus, la danza no resultó un completo desastre.

Tradicionalmente, después del baile, todos los bailarines del festival cenaban con la familia real en el palacio, pero Sam prefirió no compartir mantel con ellos. Habían hecho bastante por su príncipe, y su príncipe había hecho lo suficiente, como probaba su colección de morados. Tenía la certeza de que Aguanieve le había golpeado adrede con el zanco. Era la hermana de la muchacha que había derribado durante el ensayo.

En vez de asistir a la cena, Sam se retiró a su taller, donde intentó olvidar sus problemas dedicándose a construir un juguete mágicomecánico especialmente complicado e interesante. Ellimere lo mandó a buscar con un paje, pero el muchacho consiguió desembarazarse de él y que lo dejaran en paz, al menos por esa noche.

No tendría tanta suerte al día siguiente ni en los sucesivos. Ellimere no podía o no quería ver que la tristeza de su hermano se debía a problemas reales. De modo que la chica se limitó a buscarle más tareas. Algo peor aún, con la clara intención de una buena muchacha que iba a ser capaz de averiguar qué males aquejaban al príncipe, comenzó a endilgarle a las hermanas pequeñas de sus amigos. Naturalmente, a Sam le caían fatal todas las chicas que Ellimere le sentaba al lado durante la cena o que, por esas casualidades de la vida, pasaban por su taller a enseñarle el cierre roto de un brazalete para que lo arreglase. La preocupación constante de Sam por el libro y el regreso de su madre le dejaba muy pocas fuerzas para cultivar amistades y mucho menos amoríos.

De manera que se ganó la reputación de estirado y distante, no sólo entre las jovencitas que Ellimere le presentaba, sino entre todas las personas de su edad que vivían en palacio. Incluso de aquellas con las que había hecho amistad en años anteriores, cuando regresaba a casa por vacaciones, descubrieron que ya no disfrutaban con su compañía. Atribulado por sus problemas y ocupado con sus deberes oficiales, Sam apenas cayó en la cuenta de que los chicos de su edad lo eludían.

Hablaba un poco con Brel, porque los dos se encontraban en la segunda torre más alta, a las mismas horas. Por suerte, el guardia no era muy conversador y no daba la impresión de que le molestaran los silencios de Sam ni su tendencia a detenerse y quedarse mirando la ciudad y el mar.

—Hoy es su cumpleaños —dijo Brel, a primeras horas de una mañana clara y fría.

La luna seguía en el cielo y lucía un halo a su alrededor, algo que solo ocurría en las noches más frías de invierno.

Sam asintió. Como su cumpleaños caía dos semanas después del Festival de Invierno no pasaba de ser un acontecimiento menor. Ese año seria todavía menos espectacular a raíz de la continua ausencia de Sabriel y Touchstone, que sólo podían enviar mensajes y regalos que, aunque elegidos con cuidado, no contribuían a que Sam se animara. En especial porque uno de ellos era una sobrevesta con las llaves plateadas del Abhorsen estampadas sobre un campo azul, cuartelado con el castillo dorado de la línea real sobre campo rojo, y el otro era un libro titulado Merchane y el sometimiento de los seres elementales de la magia libre.

—¿Le han hecho buenos regalos? —preguntó Brel.

—Una sobrevesta —contestó Sam—. Y un libro.

—Ah —dijo Brel. Batió palmas para ayudar a que le circulase mejor la sangre—. Nada de espadas, ni de perros, entonces.

Sam negó con la cabeza. No quería ni una espada ni un perro, pero habría recibido mucho mejor esos regalos que los que le habían hecho.

—Seguro que la princesa Ellimere le hará uno bueno —sugirió Brel tras meditarlo un buen rato.

—Lo dudo —dijo Sam—. Lo más probable es que me organice alguna clase de algo.

Brel volvió a batir palmas, se quedó quieto y luego oteó el horizonte de sur a norte.

—Feliz cumpleaños —dijo una vez concluyó el lento movimiento de cabeza—. ¿Cuántos cumple? ¿Dieciocho?

—Diecisiete —contestó Sam.

—Ah —dijo Brel, y caminó hasta el otro extremo de la torre donde volvió a otear el horizonte.

Sam se fue para abajo.

Ellimere le había organizado una fiesta de cumpleaños en el Gran Salón, pero resultó algo deslucida, sobre todo por el ánimo tristón de Sam. No quiso bailar, porque era el único día que podía negarse a hacerlo, y como se trataba de su fiesta, eso significaba que nadie más podía bailar. Se negó a abrir los regalos delante de todo el mundo porque no le apetecía, y se limitó a jugar con la comida que le sirvieron: pez espada con salsa de lima y pan con mantequilla, en otros tiempos su plato preferido. De hecho, se comportó como un mocoso malcriado de siete años más que como un muchacho de diecisiete. Sam lo sabía, pero no podía evitarlo. Era la primera vez en varias semanas que conseguía desobedecer las órdenes de Ellimere o, como ella las llamaba, sus firmes sugerencias.

La fiesta terminó temprano y todos se marcharon enfadados y de malhumor. Sam se retiró a su taller haciendo caso omiso de los cuchicheos y las miradas de soslayo que lo acompañaron al salir del salón. Le importaba un bledo lo que pensaran de él, pese a que se sintió muy incómodo al notar que Jall Oren observaba su salida con los ojos entornados. Al regreso de sus padres, Jall se encargaría de informarles de los puntos flacos del príncipe, si es que no decidía antes hacerles una de sus temidas recapitulaciones sobre el comportamiento del joven príncipe.

Los sermones de Jall se convertirían en algo sin importancia alguna cuando su madre se enterara de la verdad sobre su hijo. Sam no se atrevía a pensar qué ocurriría después. No conseguía imaginar lo que podía pasar ni cuál podría ser su futuro. El reino debía contar con un Abhorsen en ciernes y un heredero real. Ellimere había dado muestras de ser la heredera real perfecta, de manera que Sam debía ocupar el cargo de Abhorsen en ciernes. La cuestión era que no podía. No es que no quisiera, como todos pensaban. No podía.

Esa noche, tal como había hecho en cientos de ocasiones, Sam abrió el armario situado a la izquierda de su banco de trabajo y se armó de valor para mirar El libro de los muertos. Ahí estaba, en su estante, brillando con su luz verde, cargada de malos presagios, haciéndole sombra al suave fulgor de las luces del Gremio del techo.

Tendió la mano como el cazador que intenta acariciar al lobo con la vana esperanza de que sea un perro fiel. Rozó el broche de plata y las marcas del Gremio que en él había, pero antes de que pudiera hacer algo más, empezó a temblar con violencia y la piel se le puso fría como el hielo. El príncipe Sameth trató de contener los temblores y hacer caso omiso del frío, sin conseguirlo. Apartó la mano, se acercó a la chimenea, se sentó en el suelo y se abrazó las rodillas, embargado por la tristeza.

Al cabo de una semana de haber cumplido años, Sam recibió una carta de Nick. O más bien los restos de una carta, porque había sido escrita en papel elaborado a máquina. Como la gran mayoría de los productos de la tecnología ancelstierrana, el papel había empezado a deteriorarse al cruzar el Muro, y en ese momento, iba camino de transformarse en sus fibras originales. Sam le había dicho muchas veces a Nick que utilizara papel hecho a mano, pero su amigo no se daba por aludido.

Sin embargo, de la carta quedaba lo suficiente para deducir que Nick le solicitaba que le expidiese visados con destino al Reino Antiguo para él y un sirviente. Tenía intención de cruzar el Muro en el solsticio de invierno y le pedía a Sam que se reuniese con él en el paso fronterizo.

Sam se alegró. Nick siempre conseguía infundirle ánimos. Consultó el almanaque para ver a qué época de Ancelstierre correspondía el solsticio de invierno del Reino Antiguo. En general, el Reino Antiguo iba una estación adelantado con respecto a Ancelstierre, pero como se producían extrañas fluctuaciones, se hacía necesario comprobarlo bien con un almanaque, sobre todo en el período de los solsticios y los cambios de estaciones.

En otros tiempos, los almanaques comparativos del Reino Antiguo y Ancelstierre, como el que Sam tenía delante, eran muy difíciles de conseguir, pero hacía unos diez años, Sabriel le había prestado el suyo al impresor de la Casa Real, que había vuelto a componerlo para incorporar todos los comentarios manuscritos y las notas al margen puestas por Sabriel y los anteriores Abhorsen. Había sido una tarea larga y laboriosa. El resultado final era estéticamente agradable, el tipo de letra, claro, y el texto se distribuía ordenadamente sobre el crujiente papel de lino, pero el coste era ruinoso. Sabriel y Touchstone seleccionaban con cuidado a quién regalaban estos almanaques. Sameth se sintió muy orgulloso cuando le entregaron uno el día en que cumplió los doce años.

Por suerte, el almanaque traía una correspondencia exacta para el solsticio de invierno, en lugar de una ecuación que permitía hacer los cálculos tras ver la posición de la luna en el cielo y realizar otras observaciones. Esa fecha en Ancelstierre correspondía al día de los barcos en el Reino Antiguo, y a la tercera semana de la primavera. Todavía faltaban muchos días, pero al menos Sam tenía un motivo para esperar con ilusión que llegara ese momento.

Después de leer lo que quedaba de la carta de Nick, el príncipe se sintió algo más animado y empezó a llevarse mejor con todos en palacio, menos con Ellimere. Lo que restaba del invierno transcurrió sin que sus padres regresaran y sin que se produjesen tormentas especialmente terribles ni las olas de frío paralizante que a veces venían del noreste, acompañadas de grupos de ballenas extraviadas que no habían sabido encontrar el mar de Saere.

Desde el punto de vista del tiempo, aquél era un invierno especialmente benigno, pero en la corte y en la ciudad, la gente seguía diciendo que estaba siendo bastante crudo. En aquella estación surgieron por todo el reino más problemas que en los últimos diez inviernos, problemas como no se conocían desde los inicios del reinado de Touchstone. Los halcones mensajeros partían constantemente de la torre de las caballerizas y a la señora Finney se le pusieron los ojos colorados, incluso más irritables que lo habitual, porque sus pequeñuelos, los halcones, se veían en apuros para atender tanta demanda de comunicaciones. Muchos de los mensajes transportados por los halcones hablaban de los muertos y de criaturas de la magia libre. Buena parte de esos mensajes resultaban ser falsos, pero por desgracia otros eran ciertos y exigían la presencia de Sabriel.

A Sam le inquietaban otras noticias. Una carta de su padre le recordó demasiado el terrible día que había tenido en la Frontera, cuando los sureños muertos habían atacado a su equipo de críquet y él había tenido que enfrentarse al nigromante en el Reino de la Muerte.

Sam se llevó la carta a la segunda torre más alta para leerla y meditar sobre su contenido, mientras Brel se paseaba a su alrededor. Leyó hasta tres veces varios de los párrafos:

El ejército ancelstierrano, supuestamente bajo las órdenes del gobierno, ha permitido que un grupo de «voluntarios» sureños entren en el Reino Antiguo por uno de los viejos pasos fronterizos del Muro, infringiendo así todos los acuerdos firmados y todas las reglas dictadas por el sentido común. Evidentemente, Corolini ha conseguido más apoyos, y ésta sería una puesta a prueba de su plan de enviar a todos los sureños al reino.

He impedido lo mejor que he podido que se produzcan más cruces de la Frontera y he reforzado la guardia en Barhedrin. Por desgracia, no hay garantías de que los ancelstierranos dejen de enviarnos más sureños, aunque el general Tindall ha manifestado que tardará en poner en marcha las órdenes oportunas y que nos avisará en cuanto le sea posible.

En cualquier caso, ya han cruzado algo más de mil sureños y nos llevan al menos cuatro días de ventaja. Al parecer, fueron recibidos por «guías locales», pero como al Cuerpo de Exploradores de la Frontera le estaba prohibido escoltar refugiados, ni siquiera sé si se trataba de hombres de verdad.

Seguiremos en la brecha, claro está, pero todo este asunto me huele mal. Estoy seguro de que al menos un hechicero de la magia libre está implicado en nuestro lado del Muro, y el paso fronterizo utilizado por los sureños es el más cercano al lugar donde tú sufriste la emboscada, Sameth.

El nigromante, pensó Sam mientras doblaba la carta. Se alegró de que el sol brillara en el cielo y de estar en palacio, protegido por guardias y agua corriente.

—¿Malas noticias? —inquirió Brel.

—Noticias, a secas —contestó Sam sin poder contener un escalofrío.

—Nada que el rey y la Abhorsen no puedan solucionar —dijo Brel, con plena confianza.

—Dondequiera que estén —musitó Sam.

Guardó la carta en el bolsillo del abrigo y se fue para abajo, a su taller, para enfrascarse en mil tareas y detalles que exigían toda su atención y la destreza de sus manos.

Y a cada paso que daba se repetía que debía abrir El libro de los muertos.

Para variar, la Abhorsen y Touchstone regresaron una magnífica tarde de primavera, mucho después de que Sam hubiera bajado de la torre y de que la guardia de Brel hubiese terminado. El viento había rolado al Este, el mar de Saere cambiaba de color, del negro invernal al turquesa estival, el sol seguía calentando pese a hundirse en el Oeste y las golondrinas que vivían en los acantilados robaban lana para sus nidos de la manta rota de Sam.

Sabriel fue la primera en llegar, su papelonave pasó volando bajito sobre el patio de práctica donde Sam sudaba la gota gorda repasando en compañía de Cynel, una de las mejores guardias, los cuarenta y ocho movimientos de ataque y defensa. La sombra de la papelonave los sobresaltó a ambos y le permitió a Cynel, que se recuperó rápidamente mientras Sam se quedó como un pasmarote, hacerse con el punto definitivo.

Al muchacho le había llegado el día decisivo, y todos los discursos y cartas que había preparado se le filtraron del cerebro, como si su contrincante le hubiera perforado la cabeza en lugar de asestarle una estocada triunfal y sonora con la espada de madera en el casco acolchado. Sam salió corriendo para quitarse la armadura de prácticas justo cuando las trompetas sonaban en la Puerta Sur. Al principio pensó que anunciaban la llegada de su madre, hasta que oyó otras trompetas más lejanas, en el Patio Occidental, donde debía de haber aterrizado la papelonave. Por tanto, las trompetas de la Puerta Sur debían de estar anunciando la llegada del rey, el único recibido con una fanfarria.

En efecto, se trataba de Touchstone. Sam se reunió con su padre veinte minutos después en las dependencias privadas de la familia, una amplia estancia situada tres plantas más arriba del Gran Salón, con una única ventana alargada que daba a la ciudad en lugar de al mar.

Sam entró y encontró a Touchstone asomado a la ventana, contemplando cómo se encendían las luces de su ciudad. Brillantes luces del Gremio, luces suaves de las lámparas de aceite, temblorosas llamas de velas y fuegos. Era el mejor momento para estar en Belisaere, una cálida tarde de primavera, a la hora en que se encienden todas las luces.

Como de costumbre, Touchstone tenía aspecto cansado, aunque le había dado tiempo a lavarse y quitarse la armadura y la ropa de jinete. Vestía una bata de baño al estilo de Ancelstierre y llevaba el cabello ensortijado todavía húmedo tras el rápido baño. Al ver entrar a Sam le sonrió y le estrechó la mano.

—Tienes mejor aspecto, Sam —dijo Touchstone, al notar los colores que lucía su hijo tras la práctica de esgrima—. Aunque me hubiera gustado que este invierno te hubieses convertido también en un buen escritor de cartas.

—Hum —dijo Sam.

En todo el invierno sólo le había enviado a su padre dos cartas y unas cuantas notas añadidas al final de algunas remitidas por Ellimere, que era una corresponsal mucho más fiable. Ni las cartas ni las notas decían nada demasiado interesante ni demasiado personal. Sam había escrito algunos borradores más profundos, pero al igual que los dirigidos a su madre, habían ido a parar a la chimenea.

—Papá, yo… —comenzó a decir Sam, vacilante, y notó una profunda sensación de alivio por atreverse al fin a sacar el tema al que había estado dándole vueltas todo el invierno—. Papá, no puedo…

Antes de que pudiese continuar, la puerta se abrió de par en par y Ellimere entró como un vendaval. Sam cerró la boca y la miró ceñudo, pero ella no le hizo el menor caso, fue directa hasta Touchstone y lo abrazó con ostensible alivio.

—¡Papá! No sabes cómo me alegro de que hayas vuelto —dijo—. ¡Y mamá también!

—La familia feliz y unida —masculló Sam entre dientes.

—¿Cómo dices? —preguntó Touchstone con tono severo.

—Nada —contestó Sam—. ¿Dónde está mamá?

—En el embalse —contestó su padre. Enlazó por la cintura a Ellimere con un brazo y con el otro agarró a su hijo—. Vamos a ver, no quiero que os preocupéis, pero ha tenido que ir a los Pilares Mayores porque la han herido…

—¡La han herido! —exclamaron Ellimere y Sam al unísono volviéndose hacia su padre hasta que los tres formaron un apretado círculo.

—No es grave —se apresuró a aclarar Touchstone—. La mordió en la pierna una especie de cosa muerta, no pudo curarse cuando ocurrió y ahora se le ha infectado la herida.

—¿Va a… va a…? —preguntó Ellimere presa de ansiedad mientras se miraba consternada una pierna.

Por la cara que puso, estaba claro que le resultaba difícil imaginar a Sabriel herida y no del todo dueña de sí misma y de cuanto la rodeaba.

—No, no va a perder la pierna —afirmó, decidido, el rey Touchstone—. Ha tenido que bajar hasta los Pilares Mayores del Gremio porque los dos estábamos demasiado cansados para realizar los encantamientos curativos. Pero podemos acompañarla allá abajo. Además, es el mejor lugar para que podamos hablar tranquilamente y celebrar una conferencia familiar.

El embalse donde se alzaban los seis Pilares Mayores del Gremio constituía, en muchos sentidos, el corazón del Reino Antiguo. Era posible acceder al Gremio, la fuente misma de la magia, desde cualquier punto del Reino Antiguo, pero la presencia de los pilares corrientes facilitaba mucho la operación, como si fuesen los conductos que llevaban al Gremio mismo. Sin embargo, daba la impresión de que los Pilares Mayores del Gremio formaban parte de éste, además de estar relacionados con él. El Gremio contenía y describía a todos los seres vivos y todas las posibilidades, existía en todas partes, pero su presencia se concentraba mucho más en los Pilares Mayores, el Muro y los linajes de la familia real, así como en los Abhorsen y las Clarvis. Cuando dos de los grandes pilares fueron rotos por obra de Kerrigor, y la familia real sufrió una aparente dispersión, el Gremio quedó debilitado y así, la magia libre y los muertos camparon por sus respetos.

—¿No sería mejor celebrar la conferencia aquí arriba, cuando mamá haya realizado el hechizo? —sugirió Sam.

Pese a la importancia que tenía para el reino, el embalse nunca había sido uno de sus sitios predilectos, ni siquiera antes de que le tuviera tanto miedo a la muerte. Los pilares de piedra mismos ejercían un efecto reconfortante, llegaban incluso a calentar el agua que los rodeaba, pero el resto del embalse era frío y horrendo. La madre y las hermanas de Touchstone habían sido asesinadas allí por Kerrigor, y mucho más tarde, en ese mismo lugar, el padre de Sabriel había encontrado la muerte. Sam no quería ni pensar en lo que había sido el mundo en la época en que hubo dos pilares rotos y Kerrigor acechaba allí dentro, envuelto en la oscuridad, acompañado de sus bestias nigrománticas y sus siervos muertos.

—No —contestó Touchstone que tenía más motivos que su hijo para temerle al embalse, pero lo había perdido hacía años, durante su prolongado esfuerzo por reparar los pilares rotos con su propia sangre y fragmentos de magia recordados a duras penas—. Es el único lugar donde nadie nos oirá, además, son demasiadas las cosas que debéis saber, de las que nadie más debe enterarse. Trae el vino, Sameth. Lo necesitaremos.

—¿Vas a ir así? —preguntó Ellimere cuando Touchstone se dirigió al banco de la izquierda de la chimenea.

Se volvió mientras su hija le hablaba y se miró la bata y las dos espadas que colgaban del cinturón, se encogió de hombros y siguió su camino. Ellimere lanzó un suspiro, fue tras él y ambos desaparecieron en la oscuridad detrás del fuego.

Sam frunció el ceño, cogió la jarra de barro llena con ponche de vino y especias colocada cerca de la chimenea para que se mantuviera caliente. Siguió a su padre y a su hermana, con la mano presionó la parte trasera del banco y las marcas del Gremio llamearon cuando el hechizo de defensa le permitió abrir la puerta secreta. En cuanto la hubo franqueado, oyó a su padre y a su hermana bajar ruidosamente los ciento cincuenta y seis escalones que conducían al embalse, a los Pilares Mayores del Gremio y a Sabriel.