El poder de un rey

La puerta situada al final del puente se abrió en cuanto Lirael la tocó. Una vez más, comprobó que la magia del Gremio fluía por su cuerpo, pero el tacto no era amable como el de la puerta superior, tampoco se trataba del reconocimiento tranquilo del portal de piedra que daba entrada a la Sima. Esta puerta procedió a efectuar más bien un precavido examen, seguido del reconocimiento inmediato, no necesariamente amable.

En cuanto la puerta se abrió, Lirael sintió temblar a la perra y se preguntó por qué, hasta que percibió el característico olor corrosivo de la magia libre. Provenía de allá adelante y estaba recubierto de magia del Gremio que la contenía y la frenaba.

—Magia libre —susurró Lirael, titubeante.

La perra siguió avanzando y arrastrando a su ama. Lirael la siguió muy a su pesar y cruzaron la puerta.

En cuanto Lirael traspuso el umbral, la puerta se cerró con un ruido seco. El rugido del río se interrumpió al instante. Y se apagó la luz del sendero con marcas del Gremio. Estaba oscuro, más oscuro que ninguna oscuridad de las que Lirael había conocido hasta ese momento, una oscuridad genuina en la que de golpe resultaba difícil incluso imaginar la luz. La negrura se cernió sobre Lirael y le hizo dudar de sus sentidos. Sólo la piel tibia de la perra bajo su mano le decía que seguía de pie, que la estancia no había cambiado y que el suelo no se había inclinado.

—No te muevas —susurró la perra y Lirael notó que un hocico le rozaba rápidamente la pierna, como si la advertencia hablada no bastase.

El olor de la magia libre se hizo más potente. Lirael se tapó la nariz con una mano e intentó no respirar, mientras con la otra buscaba en el bolsillo del chaleco el ratón mecánico para emergencias, y no precisamente porque ese dispositivo tan ingenioso fuese capaz de encontrar la forma de salir de allí y regresar a la biblioteca.

La muchacha notó también que la magia del Gremio comenzaba a formarse: unas potentes marcas flotaban en el aire como motas de polen, su luz interior algo apagada. Sintió que la magia libre y la del Gremio trabajaban juntas, se enroscaban a su alrededor tejiendo algún encantamiento que no lograba identificar.

El miedo se le instaló en el estómago y comenzó a subir desde allí hasta paralizarle los pulmones. Quería respirar, tomar aire y soltarlo para calmarse con el ritmo acompasado de su propio aliento. Mas el aire estaba denso de extraña magia, magia que ella no podía, o no quería respirar.

Y entonces un montón de luces chisporrotearon en el aire, pequeñas bolas luminosas y frágiles formadas por cientos de espinas relucientes, como los frutos sedosos y brillantes del diente de león, danzaron al compás de una brisa que Lirael no lograba sentir. Con las luces, el efecto venenoso de la magia libre disminuyó permitiendo que la magia del Gremio adquiriese más fuerza, momento en el que Lirael aprovechó para inspirar con cautela.

Bajo la luz de extraños colores y cambios constantes, Lirael vio que se encontraba en una estancia octogonal. Una habitación amplia, pero no de fría piedra tallada, como era lógico esperar en aquel lugar del corazón de la montaña. Las paredes estaban tapizadas con un delicado dibujo de estrellas doradas, torres y llaves de plata. El techo era de yeso y reproducía un cielo nocturno, preñado de gruesos nubarrones tormentosos que avanzaban hacia siete estrellas brillantísimas. Lirael notó que bajo sus pies desnudos había una alfombra azul, suave y cálida, tras la humedad y el frío del puente.

En el centro de la habitación, una mesa de madera de secuoya y patas rematadas en pies de tres dedos lucía en solitario esplendor. Sobre su superficie pulida había tres artículos alineados: una cajita metálica del tamaño de la palma de la mano, algo que parecía una zampona metálica y un libro de cuero azul oscuro con broches plateados. La mesa o quizá los artículos que había sobre ella eran el centro de atracción de la magia, porque las luces proyectadas por los frutos de diente de león eran allí más abundantes y creaban el efecto de una niebla luminosa.

—Pues venga, vete ya —dijo la perra, sentándose sobre las patas traseras—. Parece que por fin encontramos lo que estábamos buscando.

—¿A qué te refieres? —preguntó Lirael con recelo e inspirando profundamente varias veces para calmarse.

Ya se sentía bastante segura, pero en aquella habitación había mucha magia que le resultaba desconocida y no tenía ni la más remota idea de para qué servía ni de dónde venía. Y todavía notaba en la boca y en la lengua el sabor de la magia libre, como un regusto a hierro que no acababa de marcharse.

—Las puertas se han abierto a ti. El sendero se ha iluminado para ti. Los guardianes de este lugar no han acabado contigo —dijo la perra acariciando con el hocico frío y húmedo la palma de su ama. Miró a Lirael con aire cómplice y añadió—: Lo que ves en esa mesa debe de estar destinado a ti. Lo cual significa también que no está pensado para mí. Así que me quedaré aquí sentada. No, mejor me tumbaré. Despiértame cuando sea hora de marcharnos.

Dicho lo cual, la perra se estiró a sus anchas, bostezó y se tumbó en la alfombra. Cómodamente acostada de lado, agitó la cola varias veces y después, según todos los indicios, se quedó profundamente dormida.

¡Perra Canalla! —exclamó Lirael—. No puedes dormirte ahora. ¿Qué hago si ocurre algo malo?

La perra abrió un ojo y moviendo apenas la mandíbula, contestó:

—Me despiertas, claro.

Lirael contempló a la perra dormida y luego se acercó a la mesa. El stilken era lo peor que se había encontrado en la biblioteca. Sin embargo, en los últimos años había hallado otros seres peligrosos, criaturas malignas, antiguos encantamientos del Gremio que se habían deshecho o se habían vuelto impredecibles, trampas mecánicas e incluso encuadernaciones de libros envenenadas. Todos ellos formaban parte de los gajes del oficio de una bibliotecaria, pero no eran nada comparados con lo que tenía delante en ese momento. Fueran lo que fuesen aquellos artículos, estaban dotados de una férrea protección y de magia mucho más fuerte y poderosa que la que Lirael había visto jamás.

Lirael percibió también que, fuera cual fuese la magia concentrada en aquel lugar, era muy antigua. Las paredes, el suelo, el techo, la alfombra, la mesa, incluso el aire de la estancia estaban saturados con capa sobre capa de marcas del Gremio, algunas de ellas con una antigüedad de mil años. Las notaba moverse por todas partes, mezclarse, cambiar. Cuando cerró los ojos un momento, la estancia le pareció casi, casi un pilar de piedra del Gremio, una fuente de magia del Gremio más que un lugar sobre el que habían echado muchos hechizos.

Aquello no era posible, al menos por lo que ella sabía…

De sólo pensarlo notó que se mareaba y por eso, Lirael abrió los ojos. Las marcas del Gremio fluían sobre su piel, se metían en su aliento, navegaban por sus venas. La magia libre flotaba entre las marcas. Las luces de los frutos del diente de león se dirigieron hacia ella como zarcillos, se enroscaron suavemente alrededor de su cintura y tiraron y tiraron de ella hasta llevarla a la mesa.

La magia y las luces le provocaron mareos, la aturdieron, como si acabara de despertar de un sueño. Lirael luchó por mantenerse serena, pero la sensación era agradable, no encerraba amenaza alguna. Dejó dormir a la perra y despacio, muy despacio, avanzó envuelta en luz.

De repente se encontró ante la mesa, sin recordar haber cruzado el espacio que antes la separaba de ella. Tenía las manos apoyadas sobre su superficie fresca y pulida. Como cabía esperar de una auxiliar segunda de bibliotecaria, lo primero que hizo fue coger el libro, acariciar el broche de plata que lo mantenía cerrado y leer el título estampado en relieve en letras plateadas sobre el lomo: Libro del recuerdo y el olvido.

Lirael abrió el broche, notó también la magia del Gremio de la que estaba hecho y las marcas que se perseguían por la superficie plateada para hundirse en el metal. Marcas para vincular, marcas para cerrar, marcas para quemar y destruir.

El broche estaba ya abierto cuando descifró lo que significaban las marcas y comprobó que nada le había ocurrido, que seguía indemne. Con cuidado, abrió la cubierta y pasó la portada, el papel crujiente y finísimo tenía un tacto fantástico y las hojas pasaban fácilmente. En las páginas había marcas del Gremio puestas allí en el momento de fabricar el papel. Y había magia libre, canalizada y obligada a guardar su lugar. En el cartón y el cuero de la cubierta había magia de los dos tipos, e incluso en la cola y las puntadas del lomo.

Sin embargo, eran las letras mismas las que contenían más magia, las más poderosas. Lirael había visto libros parecidos, aunque menos poderosos, libros como Con piel de león. Era una obra que nunca se terminaba de leer, porque su contenido variaba según las necesidades, a capricho de su hacedor original, o para adaptarse a las fases de la luna o a los cambios de estaciones. El contenido de algunos libros era imposible de recordar hasta que no ocurrían ciertos hechos. Invariablemente, se trataba de un acto de amabilidad por parte del creador del libro, porque ese contenido trataba casi siempre de cosas cuyo recuerdo podía llegar a convertirse en una verdadera carga.

Las luces bailaron alrededor de la cabeza de Lirael cuando se puso a leer y la sombra de su pelo se movió sobre las hojas. Leyó la primera página, luego la siguiente, y la que venía después. Lirael no tardó en terminar el primer capítulo mientras con la mano iba pasando las páginas cada pocos minutos. A sus espaldas, el aliento pesado y soñoliento de la perra servía de contrapunto al ritmo lento con que volvía las páginas. Horas más tarde o incluso días, porque Lirael había perdido la noción del tiempo, pasó la que parecía ser la última página y cerró el libro. En realidad, se cerró solo con un chasquido del broche.

Lirael se apartó al oír el chasquido, pero no se alejó de la mesa. Cogió la zampona, siete tubitos de plata de diferentes tamaños: el más pequeño como su propio meñique, el más grande como su mano. Se llevó la zampona a los labios pero no sopló. No eran lo que parecían. En el libro estaba escrito cómo la habían hecho, y cómo se utilizaba; Lirael había aprendido, además, que las marcas del Gremio que se movían en la plata no eran más que una capa que ocultaba la magia libre agazapada en su interior.

Tocó las flautas, una por una, de la menor a la mayor, y susurró sus nombres hasta que volvió a dejar el instrumento sobre la mesa. Cogió entonces el último artículo, la cajita metálica. También era de plata y llevaba unos bonitos grabados así como las marcas del Gremio. Estas últimas se parecían a las del libro y amenazaban con toda suerte de desgracias a quien se atreviera a abrirla sin contar con sangre auténtica. No daba más detalles sobre cómo tenía que ser la sangre, pero Lirael pensó que si el libro se había abierto para ella, la caja también lo haría. Rozó el pasador y retrocedió un poco al notar el calor de la magia libre que ardía en su interior. La caja siguió cerrada. Le cruzó por la cabeza la idea de que a lo mejor el libro estaba equivocado o que había leído mal las marcas o que por sus venas no corría sangre auténtica. Cerró los ojos y presionó con fuerza el pasador.

Nada terrible sucedió, pero la caja se estremeció bajo su mano. Lirael abrió los ojos. La caja se había abierto en dos mitades unidas por una bisagra. Una especie de espejito de mesa.

Lirael lo abrió del todo y lo colocó en forma de uve invertida sobre la mesa. Por un lado era de plata y por el otro llevaba algo que la muchacha no logró describir. Allí donde los espejos muestran una superficie brillante, se veía un rectángulo opaco… como un vacío. Un trozo de la oscuridad más negra, un retal hecho con la ausencia total de luz.

En El libro del recuerdo y el olvido había leído que se denominaba espejo oscuro y una somera descripción de cómo se usaba. Sin embargo, el espejo oscuro no funcionaba en esa habitación, ni en ninguna parte del mundo de los vivos. Sólo se utilizaba en el reino de los muertos y Lirael no tenía ninguna intención de visitarlo, aunque en el libro contuviese una explicación detallada para poder regresar. El Reino de la Muerte era terreno de los Abhorsen y no de las Clarvis, pese a que el uso peculiar del espejo oscuro estuviese probablemente relacionado con el don de la visión de estas últimas.

Lirael cerró el espejo oscuro con un chasquido y lo dejó sobre la mesa, sin retirar la mano de él. Permaneció inmóvil durante un buen rato, pensando. Luego lo cogió y se lo metió en el bolsillo izquierdo del chaleco, junto con un plumín, un trozo de bramante encerado y un lápiz enano a fuerza de sacarle punta. Tras un instante más de vacilación, cogió la zampona y la guardó en el bolsillo derecho, donde tenía el ratón mecánico. Por último cogió El libro del recuerdo y el olvido y se lo metió debajo del chaleco.

Fue hasta donde dormía la Perra Canalla. Era hora de que ambas hablaran muy en serio sobre lo que estaba ocurriendo. El libro, el espejo oscuro y la zampona llevaban allí mil años o más, esperando en la oscuridad a que llegase alguien que las antiguas Clarvis sabían que llegaría.

Esperando en la oscuridad a que llegase una mujer llamada Lirael.

Esperándola a ella.