Detrás de la puerta de madera y piedra

Lirael avanzó dos pasos en dirección a la puerta de madera roja y se detuvo al comprobar que la magia del Gremio llameaba y bullía ante ella y que el marco despedía una intensa luz amarilla que le obligó a inclinar la cabeza y entrecerrar los ojos.

Cuando levantó la vista, plantado delante de la puerta vio a un enviado del Gremio, una criatura de carnes y huesos mágicos, conjurada para un fin específico. No se trataba de uno de los ayudantes pasivos de la biblioteca, sino de un guardián con forma humana, aunque mucho más alto y corpulento que cualquier hombre real, ataviado con una cota de malla plateada, un yelmo de acero con la visera baja, que le ocultaba el rostro forjado por el hechizo. Inmóvil como una estatua, estaba en guardia, con la espada empuñada apuntando a escasos centímetros del cuello de Lirael. A diferencia de la carne y los huesos mágicos de los enviados, sus armas o herramientas siempre eran tangibles. En ocasiones, tal como sospechaba Lirael en el caso de la espada que la apuntaba, eran incluso más duras, más afiladas y más peligrosas que si hubiesen sido forjadas en acero.

El enviado mantuvo la espada tendida unos segundos, sin un solo temblor. Acto seguido, con un movimiento tan veloz que Lirael ni se percató, la punta del acero rozó la garganta de la muchacha causándole un corte diminuto del que recogió una sola gota de sangre.

Lirael reprimió un grito de asombro, pero no se movió por temor a que volviera a herirla. Conocía gran parte de las tradiciones referidas a los enviados, pues había seguido estudiándolos incluso después de haber creado a la perra. Sin embargo, no lograba precisar con exactitud el verdadero fin de éste. Por primera vez desde su enfrentamiento con el stilken, sintió mucho miedo, y el temor atávico a que la magia del Gremio se hubiera torcido de algún modo le heló los huesos.

El enviado levantó otra vez la espada y Lirael dio un respingo, incapaz de dominar el miedo. El guardia no hacía más que permitir que la gota de sangre se deslizara poco a poco por el canal de la espada, como un chorrito de aceite, sin dejar rastro en el acero producto del Gremio. Al cabo de un tiempo que se hizo eterno, la gota llegó a la empuñadura y se extendió por la guarda como la mantequilla sobre las tostadas.

A espaldas de Lirael, la Perra Canalla soltó una mezcla de suspiro y ladrido al ver que el enviado hacía la venia con la espada y se desintegraba, los símbolos del Gremio que le habían dado cuerpo se transformaron en volutas que volaron por el aire y desaparecieron. Poco después, del enviado no quedaba rastro alguno.

Lirael se dio cuenta de que llevaba un rato conteniendo el aliento y soltó el aire con un soplido. Se palpó el cuello esperando notar la desagradable humedad de la sangre. No encontró nada. Ni cortes, ni el más leve rasguño en la piel.

La perra le dio un golpecito con el morro a la altura de la rodilla. Pasó a su lado, se volvió y le sonrió.

—Muy bien, has pasado esa prueba —dijo—. Ahora puedes abrir la puerta.

—No estoy segura de querer hacerlo —respondió Lirael, pensativa, sin dejar de palparse el cuello—. Tal vez deberíamos regresar.

—¡Qué dices! —exclamó la perra, irguiendo las orejas con incredulidad—. ¿Y no ver lo que hay detrás? ¿Desde cuándo has adoptado la filosofía del «yo no me meto en esto»?

—Podía haberme rebanado el cuello —dijo Lirael con la voz temblona—. Estuvo a punto.

La Perra Canalla puso los ojos en blanco y, exasperada, se dejó caer sobre las patas delanteras.

—Estaba poniéndote a prueba, para asegurarme de que en tus venas fluye la sangre adecuada. Eres hija de las Clarvis, ninguna criatura producto del Gremio podría hacerte daño. No obstante, como el gran mundo está lleno de peligros, será mejor que vayas haciéndote a la idea de que no debes rendirte ante lo primero que te dé un susto.

—¿Soy hija de las Clarvis? —susurró Lirael con los ojos llenos de lágrimas. Llevaba todo el año conteniendo la pena, pero el día de su cumpleaños le costaba mucho más. Ya no podía reprimirla. Se agachó y abrazó a la perra haciendo caso omiso del tufo a humedad que despedía su pelambre—. He cumplido diecinueve años y todavía no tengo el don de la visión. No me parezco al resto de las Clarvis. Cuando ese enviado sacó la espada, de pronto me di cuenta de que lo sabía. Sabía que no soy una Clarvi y por eso iba a matarme.

—Pero no lo hizo, porque eres una Clarvi, so tonta —contestó la perra con el mejor de los tonos—. Ya sabes lo que les pasa a los perros de caza, de vez en cuando, en alguna carnada sale uno con las orejas caídas o el lomo marrón en vez de dorado. Pero siguen formando parte de la jauría. Lo que te pasa a ti es que has salido con las orejas caídas.

—¡Pero soy incapaz de ver el futuro! —gritó Lirael—. ¿Aceptaría la jauría al perro sin olfato?

—Tú tienes olfato —dijo la Perra Canalla lamiendo la mejilla de la muchacha—. Además tienes otros dones. Como magas del Gremio, las demás no te llegan ni a la altura del zapato, a que no.

—No —musitó Lirael—. Pero la magia del Gremio no cuenta. Lo que cuenta para una Clarvi es la visión. Sin ella, no soy nada.

—Bueno, a lo mejor puedes aprender otras cosas —la animó la perra—. Podrías pensar en algo distinto…

—¿Como qué? ¿Las labores de bordado? —pronunció Lirael con tono monótono y deprimido apoyando la cabeza en los brazos mojados de lágrimas—. Ya puesta, ¿por qué no me sugieres que me dedique a la talabartería?

—Te estás compadeciendo de ti misma —sentenció la perra sin asomo de lástima en la voz—, y sólo hay una manera de lidiar con eso.

—¿Cuál? —preguntó Lirael con resentimiento.

—Ésta —dijo la perra y le dio un mordisco en la pierna.

—¡Ay! —chilló Lirael poniéndose en pie de un salto y tropezando con la puerta—. ¿Por qué me has mordido?

—Porque das pena —dijo la perra mientras Lirael se frotaba la pantorrilla donde se notaban las marcas de los dientes en las calzas de lana—. Ahora estás enfadada. Vamos mejorando.

Lirael le echó una torva mirada a su perra pero no le contestó, porque no se le ocurría nada que decir que no pudiera interpretarse como una reacción malhumorada. Además, se acordó de que cuando había cumplido los diecisiete, otro perro le había obsequiado un mordisco y no tenía ningún deseo de añadir otra cicatriz a su haber.

La perra la miraba fijamente, con la cabeza ladeada y las orejas tiesas; esperaba una respuesta. Lirael sabía por experiencia que, si hacía falta, su perra era capaz de quedarse horas así sentada, y decidió que era mejor dejar de compadecerse. Estaba claro que su mascota no tenía la menor idea de lo importante que era para su ama tener el don de la visión.

—Bueno… ¿cómo la abro? —preguntó Lirael.

Sin darse cuenta, se había quedado apoyada en la puerta para mantener el equilibrio después del salto provocado por el mordisco. Notaba la magia del Gremio fluir por la madera, cálida y rítmica bajo la palma de la mano, se movía despacio, en contrapunto con el pulso que le latía en la muñeca y el cuello.

—Empuja —sugirió la perra acercándose para oler la rendija que había entre la puerta y el suelo—. Probablemente el enviado ha descorrido el cerrojo.

Lirael se encogió de hombros, puso las palmas de las manos sobre la puerta y, por extraño que parezca, en un momento de distracción, los remaches metálicos se habían movido. Antes estaban mezclados, y ahora se habían distribuido siguiendo tres esquemas clarísimos, aunque no tenían un significado especial. Lirael no estaba segura de cuáles eran los símbolos que cubrían las palmas de sus manos, aunque notaba que le dejaban una marca en la piel.

La muchacha notó que los remaches metálicos también estaban impregnados de símbolos del Gremio. Ignoraba qué representaban exactamente, pero era evidente que la puerta era una obra maestra de la magia, resultado de largos meses de encantamientos de alto vuelo, combinados con el trabajo magistral de artesanos del metal y la madera.

Empujó una vez y la puerta crujió. Empujó con más fuerza y, de repente, se plegó como un acordeón separándose en siete paneles diferentes. Lirael no se dio cuenta de que mientras sucedía todo esto, uno de los tres símbolos desapareció por completo dejando sólo dos tipos de remaches. La puerta despidió de pronto una descarga de magia del Gremio que fluyó a través de Lirael. La muchacha la notó en su interior, sintió una felicidad embriagadora que no conocía desde que la Perra Canalla había llegado para poner remedio a su gran soledad. Inundó cada poro de su piel, brilló en su aliento y… desapareció dejándola débil y palpitante, apoyada contra el marco. Las señales dejadas por los remaches en sus manos desaparecieron antes de que Lirael las viera y dedujese qué significaban.

—¡Uf! —resopló, sacudiendo la cabeza mientras con una mano buscaba distraídamente el reconfortante corpachón de su perra—. ¿Qué ha pasado?

—Pues… que la puerta te ha saludado —contestó la perra, se apartó de su ama y la precedió, decidida, golpeteando con las uñas los primeros escalones de un tramo de escaleras que se hundía en la montaña.

—¿Cómo que me ha saludado? —preguntó Lirael. La cola levantada de la perra se perdió de vista en una vuelta de la escalera de caracol—. ¿Cómo es posible que una puerta sea capaz de saludar a nadie? ¡Espérame! ¡Que me esperes te digo!

La Perra Canalla se caracterizaba por su pertinaz desobediencia, no cedía nunca, ni siquiera a las súplicas, pero se detuvo veinte escalones más abajo. Había muy pocas marcas del Gremio para la iluminación y los escalones estaban cubiertos de un musgo renegrido. Era evidente que hacía mucho tiempo que por allí no pasaba nadie.

Miró a Lirael en cuanto la vio llegar, continuó el descenso y volvió a dejar entre ambas una distancia de veinte escalones y a perderse de vista, aunque Lirael seguía oyendo el golpeteo de sus patas contra el suelo.

La muchacha suspiró y fue bajando más despacio, pues no se fiaba de aquellas escaleras cubiertas de musgo. Más adelante había algo que no le hacía ni pizca de gracia y notaba un desasosiego que le oprimía y que no lograba precisar del todo. Era como una desagradable presión que se hacía más insoportable a medida que bajaba.

La perra la esperó, al menos un instante, en ocho ocasiones más antes de que llegaran al final de las profundas escaleras. Lirael calculó que estarían como a cuatrocientos metros por debajo de la montaña, una profundidad a la que no habían llegado antes. No había allí intrusiones de hielo, y ese detalle no hizo más que aumentar su sensación de extrañeza. Aquel lugar no se parecía a ningún otro del dominio de las Clarvis.

Además, cada vez estaba más oscuro; cuanto más descendían, las marcas del Gremio para la iluminación se iban apagando hasta convertirse en puntitos que titilaban aquí y allá. Tras observar las marcas, la muchacha dedujo que quienes habían construido aquella escalera habían empezado desde abajo. Las marcas situadas en lo más hondo eran más antiguas, llevaban siglos sin ser sustituidas.

Normalmente, la oscuridad no le suponía problema alguno, pero ahí abajo, en las profundidades de la montaña, era diferente. Lirael invocó una luz, dos brillantes marcas del Gremio para la iluminación que se prendieron en el pelo, y sus dos haces temblorosos alumbraron el descenso.

Al final de las escaleras, la perra la esperaba rascándose la oreja delante de otra puerta producto de la magia del Gremio. En este caso era de piedra y llevaba unas letras esculpidas, letras grandes, talladas con pericia, pertenecientes al alfabeto medio, así como los símbolos sólo visibles para un mago del Gremio.

Lirael se acercó más para leerlas, retrocedió, volvió a la escalera y quiso salir corriendo. La perra se enredó entre sus piernas y le hizo tropezar. La muchacha cayó y perdió el control del hechizo de la luz, las brillantes marcas se apagaron y volvieron a penetrar en el eterno fluir del Gremio.

Aterrorizada, tanteó la oscuridad hacia donde creía que se encontraban los escalones. Sus manos tocaron entonces la nariz húmeda y blanda de la perra y percibió un débil fulgor espectral que delineaba la silueta de su mascota.

—Vaya, qué lista eres —dijo la perra en la oscuridad acercándose a su ama para ladrarle bajito en la oreja—. Supongo que no te habrás acordado ahora mismo de que te dejaste un pastel en el horno, ¿eh?

—La puerta —susurró Lirael sin hacer el menor esfuerzo por incorporarse—. Es de una sepultura. De una cripta.

—No me digas.

—Tiene mi nombre escrito —añadió la muchacha entre dientes.

Siguió una larga pausa tras la cual la Perra Canalla dijo:

—¿Me estás sugiriendo que alguien se tomó la molestia de construirte una cripta hace cosa de mil años por si a ti se te ocurría algún día pasarte por aquí a que te diera un oportuno ataque al corazón?

—No…

Otra larga pausa tras la cual la perra dijo:

—Suponiendo que se trate de verdad de la puerta de una cripta, ¿me permites que te pregunte si el nombre Lirael es tan poco común?

—Bueno, creo que a mí me llamaron así en recuerdo de una tía abuela mía y antes que ella hubo otra…

—De manera que si se trata de una cripta, probablemente pertenezca a una Lirael que existió hace mucho —sugirió la perra con amabilidad—. Ahora bien, ¿qué te hace pensar que se trata de la puerta de una cripta? Si no recuerdo mal, en la puerta había dos palabras. Y la segunda no tenía nada que ver con «sepultura» ni con «cripta».

—¿Cuál era esa segunda palabra entonces? —preguntó Lirael levantándose con esfuerzo al tiempo que, con las manos tendidas para dibujarlas en el aire, buscaba las marcas del Gremio que le darían luz.

No recordaba haber visto la segunda palabra, aunque no quería reconocer ante la perra que no lo había hecho a causa de la fuerte impresión que se había llevado al descubrir que se trataba de una cripta. Esa sensación, unida al hecho de que había leído su nombre, le hicieron sentir un pánico tal que no atinó a hacer más que buscar el modo de salir, de regresar a la seguridad de la biblioteca.

—Algo muy distinto —contestó la perra, satisfecha, cuando la luz surgió de la punta de los dedos de Lirael y cayó limpiamente sobre la puerta.

En esta ocasión, Lirael observó atentamente las letras talladas mientras pasaba la mano por los huecos profundos de la piedra. Leyó y releyó las palabras con el ceño fruncido, como si no consiguiera unir las letras y darles un sentido.

—No lo entiendo —dijo al fin—. La segunda palabra pone «sendero». «¡El sendero de Lirael!».

—Bueno, en ese caso deberías trasponer la puerta —dijo la perra sin inmutarse ante aquellos signos—. Aunque no seas la Lirael dueña del sendero, eres una Lirael, lo cual, según mis normas, es una excusa bastante buena…

—Cállate ya, Perra Canalla —le ordenó Lirael mientras pensaba.

Si aquella puerta era el inicio de un sendero que llevaba su nombre, debían de haberla construido miles de años antes. Algo no del todo imposible, porque las Clarvis solían tener visiones de futuros tan lejanos. O posibles futuros, como ellas mismas los llamaban, puesto que el futuro era, en apariencia, como un arroyo con muchos ramales que se separaban y convergían para volver a separarse. Gran parte del adiestramiento de las Clarvis, al menos por lo que Lirael sabía, consistía en deducir cuál de los futuros era el más probable… o deseable.

Sin embargo, la idea de que las Clarvis de hacía mucho tiempo habían visto a Lirael no acababa de resultar aceptable, porque las Clarvis del presente no podían ver el futuro de Lirael y nunca habían podido verlo. Sanar y Ryelle le habían contado que incluso cuando la guardia de los nueve días intentaba verla, no recibía señal alguna. El futuro de Lirael era impenetrable, igual que su presente. Ninguna Clarvi había conseguido nunca tener una visión de ella, ni siquiera por casualidad y de refilón, en la que apareciera en la biblioteca, o dormida en su cama a un mes vista. Otra diferencia más, era incapaz de ver y de ser vista.

Si ni siquiera la guardia de los nueve días podía verla, pensó Lirael, ¿cómo era posible que las Clarvis de hacía mil años supieran que un día ella iba a llegar hasta allí? ¿Y por qué iban a construir no sólo la puerta sino la escalera? Lo más probable era que ese sendero hubiese recibido el nombre de algún antepasado suyo, alguna otra Lirael de hacía mucho, mucho tiempo.

Y así pensando, ya no se sintió tan mal por tener que abrir la puerta. Se inclinó hacia adelante y empujó con ambas manos la piedra fría. La magia del Gremio fluía también por aquella puerta, pero no entró en ella, si no que se limitó a latir contra su piel. Era como un perro viejo tumbado junto al fuego del hogar, contento de que lo acaricien sin tener que manifestar su alegría.

La puerta cedió poco a poco, se resistía a que la empujaran, el roce de piedra sobre piedra produjo un sonoro chirrido. La ráfaga de aire frío que salió del otro lado agitó el pelo de Lirael e hizo bailar las luces del Gremio. Lirael percibió también un olor a humedad y la extraña y opresiva sensación que la había asaltado en las escaleras cobró más fuerza, como esa molestia sorda que precede el futuro y lancinante dolor de muelas.

Detrás de la puerta se abría una amplia sala que se extendía hacia arriba y hacia afuera dando la sensación a quienes en ella entraban de encontrarse ante un espacio infinito, más allá del halo de luz que la rodeaba. Una caverna inconmensurable en la oscuridad.

Lirael entró y miró hacia lo alto, hacia la oscuridad, hasta que le dio tortícolis y sus ojos se acostumbraron poquito a poco a la penumbra. Una extraña luminiscencia, que no provenía de las luces mágicas del Gremio, brillaba formando charcos desperdigados y llegaba tan alto, que el fulgor más lejano era como la bruma distante y envolvente de los cielos estrellados. Lirael siguió mirando hacia arriba y se dio cuenta de que se encontraba en el fondo de una grieta profunda que llegaba casi hasta la cumbre del monte Estrella. Miró hacia ambos lados y comprobó que estaba parada en una ancha cornisa y que la grieta continuaba hundiéndose más y más en la oscuridad más negra, tal vez llegara incluso hasta las mismas raíces del mundo. Entonces fue cuando reconoció el lugar, porque sólo sabía de un abismo tan estrecho y tan hondo. Allá arriba, muy alto, se extendían varios puentes cubiertos. En muchas ocasiones, Lirael había cruzado el abismo casi sin saberlo y nunca había notado su terrible profundidad.

—Conozco este lugar —dijo Lirael con un hilo de voz que, no obstante, emitió un eco—. Estamos en el fondo de la Sima, ¿no? —Tras una vacilación, agregó—: El lugar donde entierran a las Clarvis.

La Perra Canalla asintió sin pronunciar palabra.

—Tú lo sabías, ¿no? —prosiguió Lirael, sin bajar la cabeza.

No las veía, pero sabía que la parte más alta de las paredes de la Sima estaban plagadas de cuevas y que cada una de ellas albergaba los restos mortales de una Clarvi desaparecida. Generaciones de difuntas cuidadosamente guardadas en aquel cementerio vertical. Por extraño que pudiera parecer, notaba la presencia de las sepulturas o de los muertos que las ocupaban… o algo.

Su madre no estaba allí, porque había muerto sola en algún país del extranjero, lejos de las Clarvis, demasiado lejos para que pudiesen devolver su cuerpo. Sin embargo, Filris sí que descansaba allí, como las demás Clarvis que Lirael había conocido.

—Es una cripta —dijo la muchacha mirando a la perra con aire severo—. Lo sabía.

—En realidad es más bien un osario —la corrigió la perra—. Entiendo que cuando una Clarvi ve su propia muerte, la bajan con una cuerda hasta la cornisa que le toca, la depositan allí y ella misma cava su propia…

—¡Imposible! —la interrumpió ella, horrorizada—. Sólo saben cuándo les sobrevendrá la muerte hasta cierto punto. Y Pallimor y los jardineros son quienes suelen ocuparse de preparar las cuevas. Tía Kirrith dice que es de muy mala educación cavar tu propia cueva…

Se interrumpió de repente y susurró:

—¿Perrita? ¿Estoy aquí porque me han visto morir y tengo que cavar mi propia cueva porque soy una maleducada?

—Tendré que pegarte un mordisco descomunal si continúas con esas tonterías —gruñó la perra—. ¿A qué viene esa repentina preocupación por morirte?

—Porque es algo que noto, me rodea —masculló Lirael—. Sobre todo en este lugar.

—Eso se debe a que las puertas que conducen al Reino de la Muerte se encuentran entreabiertas precisamente donde han fallecido muchos, o donde hay muchos enterrados —le explicó la perra con aire ausente—. La sangre se mezcla un poco, de manera que siempre hay Clarvis con una percepción especial de la muerte. Es lo que tú sientes. No debes asustarte por ello.

—No estoy asustada, de verdad —dijo Lirael, intrigada—. Es como un dolor o los picores, siempre me impulsan a hacer algo. A rascarme. A buscar el modo de que se me pase.

—¿Por casualidad no sabrás algo de nigromancia?

—¡Claro que no! Eso es magia libre. Está prohibida.

—No necesariamente. En el pasado, las Clarvis han tenido sus escarceos con la magia libre y algunas siguen teniéndolos —dijo la perra distraídamente. Había encontrado el rastro de algo y estaba olisqueando con vigor alrededor de los pies de su ama.

—¿Quién ha tenido sus escarceos con la magia libre? —preguntó Lirael. La perra no le contestó y siguió oliendo alrededor de los pies de Lirael—. ¿Qué hueles?

—Magia —dijo la perra, levantando la cabeza un instante y volviendo a olisquear alejándose en un círculo cada vez mayor—. Magia muy, pero muy antigua. Aquí, oculta en las profundidades del mundo. ¡Es muy, pero muy… aaay!

Sus últimas palabras concluyeron en un gañido cuando una llama repentina saltó de la Sima llenándolo todo de luz y calor. A Lirael la cogió totalmente desprevenida, retrocedió de un salto y cayó en la abertura de la puerta. Al cabo de un instante, la perra cayó encima de su ama desprendiendo un perceptible olor a chamuscado.

Dentro de la pared de fuego comenzaron a percibirse unas formas, siluetas humanoides que flexionaban brazos y piernas en medio de las llamas. Las marcas del Gremio rugían y fluían en el infierno rojo, azul y amarillo a tal velocidad que Lirael no podía descifrarlas. Las siluetas salieron entonces de las llamas; eran guerreros hechos de fuego que blandían espadas relucientes, al rojo vivo.

—¡Haz algo! —ladró la perra.

Lirael se quedó allí, viendo avanzar a los guerreros, hechizada por las llamas que despedían sus cuerpos. Todos ellos formaban parte de un gran conjuro del Gremio, según pudo comprobar, se trataba de un enviado poderosísimo formado por muchas partes. Un guardián transmitido, como el que había en la puerta de madera roja…

Lirael se levantó, le dio una palmadita en la cabeza a su mascota y salió andando en dirección del fuego atroz y los guardianes con sus espadas llameantes.

—Soy Lirael —dijo, dotando a sus palabras de las marcas del Gremio destinadas a la verdad y la elocuencia—. Una hija de las Clarvis.

Sus palabras flotaron un momento en el aire, cortando el crepitar de los abrasadores enviados. Entonces, los guardianes levantaron las espadas a manera de saludo y una oleada de calor aún más intenso partió de ellos privando de aire a los pulmones de Lirael. La muchacha se ahogó, tosió, retrocedió y… perdió el conocimiento.

Cuando volvió en sí, la Perra Canalla se disponía a lamerle la cara. Por enésima vez, a juzgar por el grosor de la capa de saliva acumulado en la mejilla de Lirael.

—¿Qué ha pasado? —preguntó mirando a su alrededor.

Ya no había fuego, ni guardianes llameantes, sino pequeñas marcas del Gremio destinadas a la luz que titilaban alrededor de ella como estrellitas.

—Que cuando te saludaron te dejaron sin aire. Creo que quienquiera que haya creado a esos enviados esperaba que la gente se identificara desde la puerta —sugirió la perra, probando a darle otro lametazo que fue prudentemente frenado—. Aunque también cabe la posibilidad de que se tratara de enviados tontos de remate. Sea como fuere, al menos uno de ellos tuvo la deferencia de soltar este puñado de lucecitas. Ah, por cierto, se te ha quemado parte del pelo.

—¡Maldita sea! —exclamó Lirael mientras se examinaba las puntas chamuscadas de los cabellos que asomaban debajo de la bufanda—. Tía Kirrith lo notará, seguro. Tendré que decirle que me incliné encima de una vela o algo así. Hablando de Kirrith, será mejor que volvamos.

—¡Todavía no! —protestó la perra—. Y menos después de tanto esfuerzo. Además, las luces señalan un sendero. ¡Mira! Por ahí debe de ser. ¡El Sendero de Lirael!

Lirael se incorporó y miró hacia donde señalaba la perra en su clásica postura: una pata delantera en el aire y el hocico apuntando al frente. No cabía duda, ahí delante había un sendero de titilantes lucecitas del Gremio, a lo largo de la cornisa que conducía hasta el lugar donde la Sima se estrechaba en una oscuridad de muy mal agüero.

—Deberíamos regresar —dijo sin mucho entusiasmo.

El sendero de luces seguía allí, llamándola. Los enviados la habían dejado pasar. Del otro lado debía de haber algo que merecía la pena descubrir. A lo mejor hasta podía tratarse de algo que la ayudaría a conseguir el don de la visión, pensó, sintiéndose impotente ante aquel anhelo, ante la débil esperanza que seguía latiendo en su corazón. Los años que había pasado investigando en la biblioteca no le habían servido de mucho. A lo mejor, allí, en el antiguo centro del Reino de las Clarvis, eso podía cambiar.

—Andando, vamos —dijo levantándose con esfuerzo y soltando un gemido. De momento, sólo había conseguido una cabellera chamuscada y una colección de morados—. ¿Qué esperas?

—Ve tú adelante —le respondió la perra—. Me sigue doliendo el hocico por culpa de esos estúpidos guardianes llameantes.

El sendero de luces se internaba por la cornisa, la Sima se estrechaba y las paredes de piedra se cerraban sobre ella, hasta que bastó con que Lirael estirara la mano para pasar los dedos por la piedra húmeda y fría que se alzaba a ambos lados. Dejó de tocarla cuando descubrió que la luminiscencia era producto de un hongo húmedo que hacía brillar la punta de sus dedos y olía a coles podridas.

A medida que la cornisa se iba estrechando, comenzó también a descender hacia el interior de la montaña y un frío húmedo acabó con la quemazón de la cara de Lirael. Se oía también un sonido, como un rugido profundo que hacía vibrar el suelo, le penetraba por los pies y cobraba intensidad a cada paso. Al principio, Lirael pensó que se lo imaginaba, que tal vez formara parte de aquello que la perra llamaba su percepción de la muerte. Entonces se dio cuenta de qué se trataba: era el rugido incesante de aguas impetuosas.

—Debemos de estar cerca de un río subterráneo o algo así —sugirió la muchacha, elevando la voz para hacerse oír por encima del ruido del agua.

Como la mayoría de las Clarvis, apenas sabía nadar, y su experiencia con los ríos se limitaba a los impresionantes torrentes del deshielo que todas las primaveras recorrían el glaciar.

—Estamos a punto de llegar —dijo la perra que, gracias al fulgor del sendero flanqueado de estrellas, alcanzaba a ver hasta muy lejos—. Como dijo el poeta:

Río veloz que naces en la noche profunda,

y avanzas para captar la luz de este mundo.

Tus ropajes son fría escarcha y negrura,

los enemigos del Reino sentirán su mordedura.

Hasta que el Renegado a su fuerza dé rienda suelta

en todos y cada uno de los recovecos del delta.

—Humm… me parece que se me ha olvidado un verso. A ver, a ver… «Río veloz…».

—¿El nacimiento del Renegado está por allí? —preguntó Lirael señalando el frente—. Yo creía que no era más que agua del deshielo. No sabía que tuviera un nacimiento.

—Hay un manantial —contestó la perra tras una pausa—. Un manantial más viejo que Matusalén. En el centro mismo de la montaña, en la oscuridad más profunda. ¡Detente!

Lirael obedeció y con una mano se agarró instintivamente al pliegue de piel suelta que tenía su perra justo detrás del collar.

Al principio no entendió por qué la Perra Canalla le había pedido que se detuviera, hasta que le obligó a dar unos cuantos pasos cautelosos. Tras recorrer esa corta distancia, el sonido del río se convirtió como por arte de encanto en un rugido atronador y el rocío frío cayó sobre su cara como una bofetada.

Habían llegado a la orilla, el sendero seguía estrechándose hasta convertirse en un puente resbaladizo de piedra mojada que se extendía veinte pasos o más, hasta acabar en otra puerta. El puente carecía de barandillas y tenía poco más de medio metro de ancho. Su estrechez y las aguas veloces que fluían allá abajo indicaban claramente que había sido construido como barrera contra los difuntos. Nada que estuviese muerto cruzaría por allí.

Lirael miró el puente, la puerta y la corriente oscura e impetuosa y sintió una mezcla de pánico y fascinación. El movimiento constante del agua y el rugido incesante ejercían un efecto hipnótico, pero al final consiguió apartar la vista. Miró a la perra y pese a que el estruendo del río casi ahogó sus palabras, logró exclamar:

—¡No pienso cruzar por ahí!

La perra no le hizo ni caso y Lirael quiso repetir lo que acababa de decir, pero las palabras se negaron a salir de su boca cuando comprobó que las patas de la perra habían crecido casi al doble de su tamaño y se habían aplanado. Al mismo tiempo, el can había adoptado un aire petulante.

—Sólo falta que te hayan salido ventosas —gritó la muchacha estremeciéndose de asco ante aquella idea—. Como un pulpo.

—Ni más ni menos —le gritó la perra y al levantar una pata produjo un ruido de succión tan fuerte que Lirael lo oyó pese al rugido del río—. Este puente tiene una pinta de lo más traicionera.

—Ni que lo digas —se desgañitó ella volviendo a mirar el puente.

Estaba claro que la perra tenía toda la intención de cruzar; con la ayuda de sus patas dotadas de ventosas, recorrer el puente pasaría de ser imposible a algo meramente peligroso, según dedujo Lirael. Lanzó un suspiro, se inclinó, se quitó los zapatos sin dejar de pestañear a causa del abundante rocío que flotaba en el aire. Se ató los cordones de las botas de cuero suave al cinturón y pisó con decisión la piedra. Estaba muy fría; Lirael se sintió más tranquila al notar que la superficie era bastante rugosa, detalle que se le había escapado por la falta de luz suficiente y que le permitiría agarrarse mejor.

—Me pregunto a quién querrían impedir el paso los que construyeron este puente —comentó, y pasando los dedos por debajo del collar de su mascota notó el cosquilleo reconfortante de la magia del Gremio y el cuerpo firme y seguro de la perra.

Apenas habían dado el primer paso cuando Lirael expresó su segundo pensamiento, aunque sus palabras no pudieron oírse a causa del fragor del río.

—O la salida.