Una puerta con tres señales

Para celebrar su decimonoveno cumpleaños, Lirael y la Perra Canalla decidieron embarcarse en una exploración especial, aventurarse por el agujero irregular de la pálida piedra verde donde la espiral principal de la Gran Biblioteca se interrumpía abruptamente.

El agujero era demasiado pequeño para que Lirael pasara por él, de modo que la muchacha confeccionó para la ocasión una piel con marcas del Gremio. En los años transcurridos desde que encontrara el libro Con piel de león, había aprendido a hacer tres pieles del Gremio. Las había elegido con sumo cuidado por sus ventajas naturales. La nutria de los hielos era pequeña y ágil, y le permitía moverse por lugares estrechos y cruzar fácilmente extensiones cubiertas de hielo y nieve. El oso bermejo era más grande y mucho más fuerte que la forma natural de Lirael, y su grueso pelaje la protegía del frío y de los ataques. El búho bramador le permitía volar y evitaba que la oscuridad fuese un obstáculo, aunque todavía no había ensayado el vuelo fuera de las grandes salas de la biblioteca, que nunca quedaban del todo a oscuras.

Las pieles del Gremio tenían, sin embargo, ciertos inconvenientes. La nutria de los hielos veía sólo en tonos de gris, su perspectiva se mantenía pegada al suelo e inducía un gusto por el pescado que a Lirael le duraba hasta varios días después de haberse quitado la piel. El oso bermejo tenía poca vista y llevar su piel ejercía en la muchacha el efecto adverso de convertirla en un ser malhumorado y goloso, efecto que le duraba incluso tras dejar de utilizarla. El búho bramador servía de poco a plena luz del día; cuando Lirael se quitaba su piel, los ojos le lloraban por efecto de las brillantes luces del salón de lectura. No obstante, estaba contenta con el resultado general de las pieles del Gremio, con la elección hecha, y se sentía orgullosa de haber aprendido a conjurar tres pieles del Gremio en menos tiempo del que indicaba Con piel de león. El mayor inconveniente era el tiempo que llevaba prepararlas y ponérselas. En circunstancias normales, Lirael tardaba cinco horas o más en preparar una piel del Gremio, otra hora en doblarla como debía para que le durara un par de días en el morral o el bolso, y por lo menos media hora para ponérsela. En ocasiones, toda la operación se prolongaba más, en especial con la piel de la nutria de los hielos, porque era mucho más pequeña que Lirael. Era como meter el pie en un calcetín en el que sólo cabía el dedo gordo, con la ventaja de que el calcetín se iba estirando a medida que el pie se encogía. Calibrar el procedimiento resultaba una operación difícil; tanto cambiar y encogerse acababa por provocar náuseas y mareos a la muchacha.

En el día de su cumpleaños, en vista de que el agujero de la piedra tenía menos de sesenta centímetros de diámetro, la única forma que le serviría era la de la nutria de los hielos. Lirael empezó a ponérsela mientras la Perra Canalla escarbaba el agujero. Al parecer, con eso conseguía hacerse más larga y más delgada hasta convertirse en un perro salchicha como los que las reinas de los pastores Rasseli llevaban alrededor del cuello, tal como había visto Lirael en su libro de viajes favorito.

Al cabo de varios minutos de frenética actividad con las patas traseras, la perra desapareció. Lirael lanzó un suspiro y siguió tratando de embutirse la piel del Gremio. La perra tenía un serio problema con las esperas, y a Lirael la ofendió un poco el hecho de que el can no aguardara siquiera el día de su cumpleaños y que no la dejara entrar primero. En realidad, no esperaba que lo hiciese. Para Lirael, su cumpleaños era la fecha más detestada del año, el día en que la obligaban a recordar todas las cosas malas de su vida.

Ese año, como había ocurrido con todos sus aniversarios, se había despertado sin el don de la visión. Aquello se había convertido en un viejo agravio, en una cicatriz imborrable, enterrada en lo más hondo de su corazón. Lirael había aprendido a no mostrar el dolor que le causaba, ni siquiera a la Perra Canalla, con la cual, por otra parte, compartía todos sus pensamientos y sus sueños.

Lirael tampoco pensaba suicidarse, como había decidido al cumplir los catorce años, y como había considerado, si bien fugazmente, a los diecisiete. Había conseguido forjarse una vida que, aunque no ideal, resultaba satisfactoria en muchos sentidos. Seguía viviendo en la Residencia de Jóvenes, y allí continuaría hasta que, al cumplir los veintiuno, le asignaran su propia alcoba; sin embargo, como se pasaba casi todas las horas del día en la biblioteca, conseguía sustraerse en gran parte a las intromisiones de Kirrith. Desde hacía mucho tiempo, Lirael había dejado de asistir a las ceremonias del despertar y a los demás actos oficiales en los que el protocolo mandaba lucir la túnica azul, que ella tanto odiaba, símbolo evidente de que no era una Clarvi con todas las de la ley.

Se vestía con el uniforme de bibliotecaria, incluso para desayunar, y le había dado por cubrirse la cabeza con una bufanda blanca, como hacían algunas de las Clarvis más ancianas. De esa manera ocultaba la cabellera negra y, con el uniforme, nadie dudaba de quién era, incluso entre los visitantes del refectorio inferior.

La semana anterior a su cumpleaños, las prendas de trabajo se habían visto muy mejoradas cuando le cambiaron el chaleco amarillo por otro rojo, orgulloso símbolo de que Lirael había sido ascendida a auxiliar segunda de la bibliotecaria. El ascenso fue bien recibido, aunque no estuvo exento de dificultades, pues la carta oficial con la cual se lo comunicaban, llegó de forma inesperada, a últimas horas del día. En la carta, Vancelle, la bibliotecaria jefa, felicitaba a Lirael y le indicaba que a la mañana siguiente haría una breve ceremonia en el curso de la cual despertarían otro hechizo de la llave que llevaba en la pulsera y le enseñarían ciertos encantamientos «acordes con las responsabilidades y funciones de segunda auxiliar de bibliotecaria en la Gran Biblioteca de las Clarvis».

Por tanto, Lirael había pasado la noche en su estudio, sin pegar ojo, para poner a dormir los hechizos de las llaves que ella ya se había encargado de despertar en su pulsera y evitar así que se descubriesen sus incursiones prohibidas. Por desgracia, resultaba más difícil ponerlos a dormir que despertarlos. Tras muchas horas de intentos fallidos, a las cuatro de la madrugada, sus quejas desesperadas despertaron a la perra, ésta echó un poco de aliento a la pulsera, devolvió los hechizos extra a su estado latente y sumió a Lirael en un sueño tan profundo que a punto estuvo de perderse la ceremonia.

El chaleco rojo era un regalo de cumpleaños por adelantado, al que seguirían otros cuando llegara la fecha señalada. Imshi y las otras jóvenes bibliotecarias que trabajaban más estrechamente con Lirael le regalaron un portaplumas flamante, un bastoncillo de plata con cabezas de búhos grabadas en cuyo extremo llevaba dos pequeñas garras en las que se podían introducir todo tipo de plumines de acero. Iba en una caja forrada de terciopelo que despedía un dulce aroma a sándalo y hacía juego con un tintero antiguo de cristal verde aluminio, con reborde de oro, adornado de runas que nadie sabía leer.

Tanto el portaplumas como el tintero constituían un comentario tácito sobre el muy arraigado hábito de Lirael de hablar lo menos posible. Siempre que podía, escribía una nota. En los últimos años, apenas había pronunciado más de diez palabras seguidas y, con frecuencia, se pasaba días enteros sin hablar con otros seres humanos.

Evidentemente, las demás Clarvis ignoraban que Lirael se resarcía de tanto silencio en sus largas conversaciones con la Perra Canalla. En ocasiones, sus superiores le preguntaban por qué no le gustaba hablar, a lo que Lirael no sabía contestar. Lo único que sabía era que conversar con las Clarvis le recordaba todos aquellos asuntos que le estaban vedados. Las conversaciones de las Clarvis estaban plagadas de referencias a la visión, eje central de sus vidas. El silencio era para Lirael una forma de protegerse del dolor, aunque no fuese consciente del motivo.

Durante el té organizado con motivo de su cumpleaños en la sala de reuniones para jóvenes bibliotecarias, una estancia informal en la que se solían entablar animadas conversaciones salpicadas de risas, Lirael se limitó a pronunciar un «gracias» y a sonreír, aunque fue una sonrisa acompañada de ojos llorosos. Sus compañeras eran muy amables. Aun así eran primero Clarvis y luego bibliotecarias.

El último regalo lo recibió Lirael de la Perra Canalla, que le dio un beso enorme. Y como los besos perrunos se componían de enérgicos lengüetazos en la cara, la joven bibliotecaria se alegró de abreviar la manifestación de buenos deseos dándole la tarta que había sobrado en el té.

—Es lo único que recibo, un beso perruno —masculló Lirael. Ya se encontraba medio metida dentro de la piel de nutria de los hielos y le faltaban todavía diez minutos para poder correr tras su amiga. Lirael no lo sabía, pero había muchas otras personas que habrían deseado darle un beso de cumpleaños. A lo largo de los años, varios jóvenes de la guardia y algunos mercaderes que visitaban con asiduidad a las Clarvis se habían fijado en ella con creciente interés. Ella les dejaba bien claro que se encontraba muy bien sola. Estos admiradores también habían notado que la muchacha no hablaba, ni siquiera con las Clarvis que cubrían el turno de cocina. De manera que se limitaban a observarla, y los más románticos soñaban con el día en que se les acercara y los invitara a subir a su alcoba. Otras Clarvis lo hacían de vez en cuando, pero Lirael no. Seguía comiendo a solas y los soñadores seguían soñando.

Lirael casi nunca reflexionaba sobre el hecho de que a los diecinueve años nadie la hubiera besado. Lo sabía todo sobre la teoría del sexo, porque había seguido las clases obligatorias de la Residencia de Jóvenes y había leído los libros de la biblioteca. Pero era demasiado tímida para acercarse a ninguno de los visitantes, ni siquiera a los que veía con frecuencia en el refectorio inferior, y además, había pocos Clarvis del sexo opuesto.

Con frecuencia, oía de pasada a las otras jóvenes bibliotecarias cuando hablaban sin tapujos de los hombres, a veces incluso con lujo de detalles. No obstante, estaba claro que aquellas relaciones no eran tan importantes para las Clarvis como el don de la visión y su trabajo en el Observatorio, y Lirael juzgaba las cosas con las mismas normas que sus compañeras. La visión era lo más importante, lo que venía en primer lugar. Cuando tuviese el don de la visión, ya pensaría en hacer lo mismo que las demás Clarvis, invitar a un hombre a cenar en el refectorio superior y a dar un paseo por el jardín perfumado y después… tal vez a su cama.

En realidad, a Lirael ni se le pasaba por la cabeza que pudiera gustarle a ningún hombre como les ocurría a las Clarvis de verdad. Como en todo lo demás, la muchacha pensaba que una Clarvi de verdad siempre resultaría más interesante y atractiva que ella.

Fuera del trabajo, Lirael también seguía un camino diferente al de otras jóvenes Clarvis. A las cuatro de la tarde, finalizado el turno en la biblioteca, la mayoría se marchaba a la Residencia de Jóvenes o a sus habitaciones, o a uno de los refectorios, o a las zonas de recreo donde se reunían las Clarvis, como el jardín perfumado o la escalinata del sol.

Lirael siempre iba en dirección opuesta, bajaba del salón de lectura hasta su estudio y despertaba a la Perra Canalla. Con el ascenso le habían dado un nuevo estudio en el que disponía de una habitación más grande con un pequeño cuarto de baño en el que había un váter y lavabo con agua fría y caliente.

Cuando terminaba de despertar a la perra y de acomodar los distintos objetos que tiraban al suelo con el efusivo saludo, Lirael y su mascota esperaban hasta la reunión del turno nocturno de guardia, cuando todas las bibliotecarias de guardia se juntaban brevemente en el salón principal de lectura para el reparto de tareas. Y así, libres de toda mirada indiscreta, Lirael y la Perra Canalla bajaban sigilosamente la espiral principal y pasaban a los niveles antiguos, por donde las demás bibliotecarias rara vez aparecían.

A lo largo de los años, Lirael había conseguido conocer a fondo los niveles antiguos y muchos de sus secretos y peligros. También había ayudado a otras bibliotecarias sin que ellas se enteraran. Al menos tres de ellas habrían muerto si Lirael y la Perra Canalla no se hubiesen ocupado de varias criaturas desagradables que habían logrado colarse en la biblioteca.

—¡Vamos! —gritó la perra, asomando la cabeza por el agujero.

Lirael ya tenía puesta la piel de nutria, pero notaba la barriga rara. Tenía un aspecto distinto y no conseguía saber por qué. Se volvió para mirarla y rodó por el suelo.

—Ya veo que estás contenta con el nuevo chaleco —le dijo la perra con un bufido.

—¿Cómo? —preguntó Lirael.

Se sentó e inclinó la cabeza para mirarse la barriga peluda. Tenía un tono de gris distinto del normal, aunque ella no recordaba haberla cambiado.

—Las nutrias de los hielos no tienen la barriga rojiza, mi querida auxiliar segunda de bibliotecaria —le informó la perra—. ¡Vamos!

—Ah —dijo Lirael.

Nunca antes había cambiado el color de su piel. Aunque había que reconocer que aquello denotaba un dominio inconsciente de la confección de pieles del Gremio. Sonrió y salió corriendo detrás de la perra. Siempre habían querido averiguar qué se ocultaba al fondo de aquel pasadizo, pero por un motivo u otro, nunca habían tenido ocasión. Ahora iban a descubrir lo que se escondía en el otro extremo de la espiral principal.

—El túnel se ha desmoronado —anunció la Perra Canalla, meneando la cola de una manera que restaba importancia a la aparente seriedad de la noticia.

—¡Ya lo veo! —le soltó Lirael.

Estaba irascible, sobre todo porque llevaba las dos últimas horas embutida en la piel de nutria de los hielos. La piel del Gremio empezaba a resultarle muy incómoda, como una prenda muy sudada que se te pega donde no debe. No había nada que le hiciera olvidar la incomodidad, porque el agujero situado en el extremo de la espiral principal había resultado muy aburrido. Al cabo de un trecho se ensanchaba, pero por lo demás, se limitaba a seguir un curso zigzagueante, con avances y retrocesos carentes de intersecciones, cámaras o puertas interesantes.

Descubrieron entonces que terminaba en una pared derruida de hielo que les impedía continuar.

—No hace falta que rezongues, mi ama —contestó la perra—. Además, hay una forma de cruzarla. El glaciar ha proseguido su avance, no hay duda, pero seguro que alguna larva taladradora ha abierto un paso. Si subimos, es muy probable que demos con uno de esos túneles por donde cruzar al otro lado.

—Perdona —se excusó Lirael lanzando un suspiro al tiempo que encogía los hombros de nutria con un movimiento que recorría el resto de su largo cuerpo cubierto de blanca piel—. ¿A qué esperas, pues?

—Ya casi es la hora de comer —dijo la perra remilgadamente—. Te echarán de menos.

—Di más bien que echas de menos la comida que robo para ti —protestó Lirael—. Nadie me echará de menos. Además, no te hace falta comer.

—Pero tengo ganas —protestó la perra, paseándose de un lado al otro y evitando con destreza los trozos de hielo desprendidos del espolón del glaciar que les impedían seguir avanzando por el túnel.

—Limítate a encontrar el camino, por favor —le ordenó Lirael—. Utiliza tu famoso olfato.

—A la orden, mi capitana —dijo la perra, resignada. Empezó a escalar la pared derruida de hielo derritiendo las zonas donde clavaba las uñas—. La larva taladradora está justo allá arriba.

Lirael subió a saltos tras su perra, disfrutando de la ágil sensación de ser una nutria de los hielos. Cuando se quitara la piel del Gremio, el recuerdo de aquella sensación la haría tropezar y caminar haciendo eses durante unos minutos, hasta que su mente volviera a conectar con unos músculos diferentes.

La Perra Canalla se había puesto a escarbar en el agujero de la larva taladradora, un hoyo perfectamente cilíndrico de casi un metro de diámetro que atravesaba el centro mismo de la barrera de hielo. Se trataba de una perforación de tamaño medio. Las grandes medían más de tres metros de diámetro. Las larvas habían pasado a ser una rareza en todos sus tamaños. Lirael era probablemente uno de los pocos habitantes del Glaciar de las Clarvis que había visto una.

De hecho, había visto dos, con un intervalo de varios años. En ambas ocasiones, la perra las había olfateado primero, y eso les había permitido a la muchacha y a su mascota apartarse a tiempo de su camino. Las larvas no eran peligrosas, al menos de forma intencionada, pero eran de reacciones lentas y sus múltiples mandíbulas rotativas se tragaban cuanto encontraban a su paso: hielo, piedras, seres humanos de reflejos lentos.

La perra dio un resbalón que no la hizo retroceder como le habría ocurrido a un can de verdad. Lirael notó que las uñas de su mascota habían crecido el doble para permitirle agarrarse al hielo. Definitivamente algo que ningún chucho de verdad era capaz de hacer, pero hacía tiempo que Lirael se había resignado a la idea de que no sabía muy bien qué era su perra. No había duda de que había nacido de la combinación de marcas del Gremio y magia libre, sin embargo, Lirael no estaba dispuesta a meditar demasiado al respecto. Fuera lo que fuese, la perra era la única amiga fiel que tenía, y a lo largo de los últimos cuatro años le había demostrado lealtad en cientos de ocasiones.

Pese a sus orígenes mágicos, el olor de su mascota era idéntico al de un chucho de verdad, pensó Lirael, especialmente cuando la Perra Canalla estaba mojada. Como en ese momento, cuando la nariz fruncida de nutria que lucía Lirael iba pegada a las patas traseras y la cola de la mascota, mientras la seguía a través de la perforación. Por suerte, el túnel no era largo, y a Lirael se le olvidó el tufillo de la perra en cuanto comprobó que faltaba poco trecho para que el túnel llegara a su fin. Vio el fulgor del techo, producto de la magia del Gremio, y una especie de pared azulejada.

—La habitación es antigua —anunció la perra, al salir disparadas de la perforación y caer sobre las baldosas azules y amarillas del suelo.

Las dos se quitaron el hielo con tres o cuatro sacudidas; Lirael imitó a su perra y se meneó de la cabeza a los pies.

—Es cierto —reconoció Lirael, reprimiendo el impulso de rascarse con fuerza el cuello.

La piel del Gremio empezaba a perder pelo e iba a necesitarla para regresar a través de la perforación y el túnel. Cerró con fuerza las garras de las patas delanteras e intentó concentrarse en la sala, tarea harto difícil con vista de nutria porque su campo visual era diferente y no veía los colores.

Una serie de marcas del Gremio destinadas a crear luz iluminaban la estancia desde el techo, aunque Lirael se dio cuenta en seguida de que estaban algo apagadas y que llevaban encendidas mucho más tiempo del habitual para las de ese estilo. En un rincón había un escritorio de madera rojiza al que le faltaba la silla. En una de las paredes, cubierta de estantes vacíos, había puertas de cristal cerradas. Las marcas del Gremio para repeler el polvo se movían sin cesar en toda su superficie, como lustrosas manchas de aceite en el agua.

En la pared más alejada se veía una puerta de la misma madera rojiza, tachonada de estrellas y torres de oro y llaves de plata. Las estrellas de oro tenían siete puntas, el emblema de las Clarvis, y la torre era la divisa del reino. Lirael ignoraba qué representaba la llave de plata, aunque no se trataba de un símbolo infrecuente. Muchas ciudades y pueblos utilizaban la llave de plata como divisa en sus escudos de armas.

La muchacha notaba que la puerta desprendía un poder mágico considerable. Las marcas del Gremio destinadas a cerrar y proteger corrían parejas a las vetas de la madera, en la que había otras marcas más que describían algo que Lirael no alcanzaba a comprender.

Olvidados los picores, empezó a caminar hacia ella para comprobar de qué se trataba, pero la perra se interpuso en su camino, como quien pone freno a un cachorrillo entusiasmado.

—¡Alto! —gañó—. Está protegida por un guardián transmitido que vería en ti únicamente a una nutria de los hielos y te mataría. Debes aproximarte con tu aspecto normal y permitir que sienta que tu sangre es pura.

—Ah —dijo Lirael, se echó en el suelo y dejó reposar la delgada cabeza sobre las patas delanteras, los ojos relucientes clavados en la puerta—. Si vuelvo a adoptar mi aspecto normal, tardaré gran parte de la noche en hacer una nueva piel del Gremio. Nos perderemos la cena… y las rondas de medianoche.

—Hay ciertas cosas por las que vale la pena perderse la cena —sentenció la perra con tono profético.

—¿Y las rondas, qué? —preguntó Lirael—. Será la segunda vez esta semana. Aunque sea mi cumpleaños, me caerá doble turno en la cocina…

—A mí me gusta que te den doble turno en la cocina —contestó la perra, lamiéndose los belfos, tras lo cual, le dio un lengüetazo en la cara a su ama, por si acaso.

—¡Aaaj! —exclamó Lirael.

No se decidía; seguía pensando no sólo en el doble turno en la cocina, sino en el sermón que le soltaría su tía Kirrith.

Desde el fondo, la puerta de las estrellas, las torres y las llaves la llamaban…

Lirael cerró los ojos y pensó en la secuencia de marcas del Gremio que le permitirían deshacerse de la piel de nutria; su mente se zambulló en el flujo del Gremio, donde se apoderó de una marca por aquí, de un símbolo por allá, y con ellos tejió un conjuro. Pocos minutos más y volvería a ser la Lirael de siempre, la de la larga melena negra y alborotada que tanto la diferenciaba de sus primas rubias y castañas, la del mentón más afilado que las redondas caras de sus parientes, la de la piel blanquísima que jamás se bronceaba, ni siquiera con la intensa luz del sol reflejada en el glaciar, la de los ojos castaños, tan distintos de los azules o verdes de las Clarvis…

La Perra Canalla contempló su transformación; la piel de la nutria de los hielos brilló recorrida por marcas del Gremio que se enroscaron y reptaron hasta convertirse en un torbellino de luz que giró y giró, cada vez más reluciente y veloz, hasta desaparecer. En su lugar surgió una joven con el ceño fruncido y los ojos cerrados con fuerza. Antes de abrirlos, se pasó las manos por el cuerpo, para comprobar si llevaba el chaleco rojo, la daga, el silbato y el ratón mecánico para las emergencias. Al quitarse alguna de sus anteriores pieles del Gremio, las ropas de Lirael habían caído a trozos tras descoserse todas sus piezas como por arte de birlibirloque.

—Bien —dijo la Perra Canalla—. Ahora veremos si podemos abrir la puerta.