Un futuro Perdido

Lirael se dejó caer en la cama y trató de sobreponerse a la desesperación. Debía vestirse para asistir a la ceremonia del despertar de Annisele. Pero cada vez que intentaba incorporarse, algo le impedía continuar y volvía a sentarse. En ese momento le resultaba imposible levantarse. Sólo atinaba a revivir lo ocurrido en el refectorio inferior, cuando no había oído pronunciar su nombre. No obstante, logró apartar la mente de aquellos pensamientos y concentrarse en el futuro inmediato en lugar del pasado. Lirael tomó una decisión. No asistiría a la ceremonia del despertar de Annisele.

Era altamente improbable que la echasen de menos, aunque cabía la posibilidad de que alguien fuera en su busca. Esta idea le dio las fuerzas necesarias para levantarse de la cama y buscar lugares donde ocultarse. Debajo de la cama era lo acostumbrado, pero en la parte inferior del catre de Lirael no había demasiado espacio, además, estaba llena de polvo, puesto que llevaba varias semanas sin cumplir con las normas de limpieza.

Pensó un momento en el armario. Su forma de caja desnuda de madera de pino le recordaba un ataúd puesto de pie. No era la primera vez que lo pensaba. Siempre había tenido lo que sus primas consideraban una imaginación morbosa. Ya de pequeña le gustaba interpretar dramáticas escenas de muerte de relatos famosos. Hacía años que había dejado de hacer teatro, pero nunca había dejado de pensar en la muerte. Sobre todo en la suya.

—La muerte —musitó Lirael, temblando al oír la palabra.

La repitió en voz más alta. Una palabra sencilla, una forma sencilla de evitar las cuestiones que la acosaban. Quizá pudiera faltar a la ceremonia del despertar de Annisele, pero seguramente le sería imposible no asistir a las que vendrían después.

Si se suicidaba, pensó Lirael, no se vería obligada a ver que las niñas cada vez más pequeñas que ella conseguían el don de la visión. Entonces no se vería obligada a estar entre un puñado de crías vestidas con túnicas azules. Niñas que la miraban de reojo durante la ceremonia del despertar. Lirael había visto muchas veces aquella mirada y reconocía el miedo que había en ella. Temían parecerse a Lirael, estar condenadas a que les faltara lo único que importaba de verdad.

Tampoco se vería obligada a aguantar a las Clarvis que la miraban con cara de lástima. Las que siempre la paraban para preguntarle cómo estaba. Como si las palabras pudiesen describir sus sentimientos. O como si aun disponiendo de palabras, Lirael pudiese contarles lo que se sentía al tener catorce años sin haber recibido el don de la visión.

—La muerte —volvió a musitar Lirael, saboreando las palabras.

¿Qué otra salida le quedaba? Cuando era más pequeña siempre había abrigado la esperanza de que un día le llegase el don de la visión. Pero ya tenía catorce años. ¿Dónde se había visto nunca una Clarvi de catorce años sin el don de la visión? La vida nunca le había parecido tan desesperante como ese día.

—Es lo mejor que puedo hacer —declaró Lirael, como si estuviese informando a una amiga de una decisión vital.

Su voz sonaba confiada, pero en el fondo no estaba tan segura. El suicidio era algo impropio de las Clarvis. Si se quitaba la vida, sería como confirmar de manera irrefutable que no tenía nada que ver con aquel ambiente. Tal vez fuese la mejor solución. ¿Cómo iba a hacerlo? Lirael desvió la vista hacia donde guardaba la espada de prácticas en su vaina, detrás de la puerta. Era de acero blando y estaba desafilada. Podía dejarse caer sobre la punta, pero entonces sufriría una muerte lenta y dolorosa. Además, oirían sus gritos y acudirían en su auxilio.

Tal vez existiera un encantamiento que le cortara el aliento, le secara los pulmones y le cerrara la garganta. Pero no lo encontraría en sus libros de texto, el cuaderno de ejercicios titulado Magia del Gremio y el índice de marcas del Gremio, que descansaban sobre la mesa, a unos pasos de distancia. Tendría que investigar en la Gran Biblioteca para encontrar semejante encantamiento y además, ese tipo de magia estaría cerrada a cal y canto por los hechizos.

Solo le quedaban dos medios razonablemente accesibles para acabar con todo: el frío y la altura.

—El glaciar —susurró Lirael.

Era la solución. Subiría por la escalera del monte Estrella cuando todo el mundo estuviera en la ceremonia del despertar de Annisele y desde lo alto se arrojaría al hielo. Con el tiempo, si alguien se molestaba en buscarla, encontrarían su cuerpo roto y congelado, entonces se darían cuenta de lo difícil que era ser una Clarvi sin el don de la visión. Los ojos se le llenaron de lágrimas al imaginar a la multitud silenciosa presenciando el levantamiento de su cuerpo y su traslado al Gran Salón, el azul de su túnica infantil convertido en blanco por el hielo y la nieve que lo cubrían.

Alguien llamó a la puerta e interrumpió su morbosa ensoñación. Aliviada, Lirael se puso en pie de un salto. Daba la impresión de que, para variar, la guardia de los nueve días la había visto. La habían visto subir al glaciar y tirarse de cabeza, y por eso habían enviado a alguien para impedir ese futuro, para decirle que algún día conseguiría el don de la visión y que todo saldría bien.

Se abrió la puerta antes de que Lirael pudiera decir «pase». Ese detalle bastó para que se diese cuenta de que no se trataba de una guardiana de los nueve días, preocupada por su seguridad. Era la tía Kirrith, tutora de las jóvenes. Más tutora que tía, porque trataba a Lirael como a todas las demás, y porque nunca le demostraba el afecto que podía esperarse de una tía.

—¡Por fin te encuentro! —atronó Kirrith sin venir a cuento, con ese tono falsamente alegre que resultaba tan irritante—. Te busqué a la hora del desayuno, pero era tal la aglomeración que no di contigo. ¡Feliz cumpleaños, Lirael!

Lirael miró a Kirrith y el regalo que le ofrecía. Un paquete grande y cuadrado, envuelto en papel azul y rojo, espolvoreado de oro. Un papel precioso, la verdad. Era la primera vez que la tía Kirrith le hacía un regalo. Lirael lo achacaba a que ella tampoco aceptaba regalos, pero en el fondo, tenía la sensación de que la cuestión era otra. La cuestión era dar, no recibir.

—Vamos, vamos, ábrelo —la invitó Kirrith—. Falta poco para la ceremonia del despertar. ¡Quién iba a decir que le tocaría a la pequeña Annisele!

Lirael cogió el paquete. Era blando y bastante pesado. En un periquete, la idea de quitarse la vida desapareció por completo, vencida por la curiosidad. ¿Qué sería el regalo?

Cuando volvió a palpar el paquete, tuvo un terrible presentimiento. A todo correr hizo un agujero en una esquina del papel y descubrió el tono azul delator.

—Es una túnica —dijo Lirael, pero las palabras parecían provenir de otra persona muy lejana—. Una túnica de niña.

—Sí —dijo Kirrith, esplendorosa con su túnica blanca y la diadema de plata y ópalos firmemente sujeta sobre el pelo rubísimo—. Con el estirón que has pegado, la que llevas hace mucho que te viene corta y eso, querida mía, es poco apropiado…

Siguió hablando, pero Lirael no la escuchaba. De repente, todo se volvió irreal. La túnica que sostenía en sus manos. La tía Kirrith que no paraba de cotorrear. Todo.

—¡Venga, vístete! —la animó Kirrith alisándose los pliegues de la túnica.

Era una mujer alta y corpulenta, una de las Clarvis más altas. A su lado, Lirael se sentía muy pequeñita y sucia, comparada con los metros y metros de blanca túnica de su tía. Clavó la vista en aquella blancura y volvió a pensar en el hielo y la nieve.

Estaba sumida en sus pensamientos cuando Kirrith le dio una palmada en el hombro.

—¿Qué? —preguntó Lirael al darse cuenta de que no se había enterado de lo que había dicho Kirrith.

—¡Que te vistas! —repitió tía Kirrith. Arrugó la frente y la diadema se le bajó proyectando una sombra sobre sus ojos—. Sería de muy mala educación que llegásemos tarde.

Como una autómata, Lirael se quitó la túnica vieja y se puso la nueva. Era de grueso lino, tan nueva que estaba tiesa, de manera que tuvo dificultades para ponérsela y tía Kirrith tuvo que tirar de ella hacia abajo. Cuando consiguió meter los brazos por las mangas y acomodarse bien la prenda bien a la altura de los hombros, comprobó que le llegaba a los tobillos.

—El largo suficiente para que sigas creciendo —observó tía Kirrith, satisfecha—. Es hora de irnos.

Lirael miró desde arriba el vasto mar de tela azul que le cubría el cuerpo entero y pensó que jamás llenaría aquella prenda. Tía Kirrith debía de pensar que su sobrina nunca vestiría de blanco para la ceremonia del despertar, porque tenía túnica para treinta y cinco años.

—Ve tú, que enseguida te sigo —mintió pensando en la escalera del monte Estrella, en los acantilados y en el hielo que la esperaba—. Voy a ir al lavabo.

—Muy bien —dijo Kirrith y salió al pasillo—. ¡Pero date prisa! ¡Piensa en lo que diría tu madre!

Lirael la siguió y dobló a la izquierda, hacia el cuarto de baño más cercano. Kirrith dobló a la derecha dando palmas para meterles prisa a tres niñas de ocho años que, sofocando las risas, se iban poniendo las túnicas por la cabeza sin dejar de caminar.

Lirael no tenía idea de lo que habría dicho su madre sobre nada. Ya le habían dado mucho la lata con Arielle cuando era pequeña, antes de que acabara convertida en una extraña con la que nadie quería meterse. Las Clarvis solían buscar amantes ocasionales entre los visitantes del glaciar y no era raro que a veces los encontraran fuera. Pero jamás había dejado de inscribirse a los padres de los niños.

La madre de Lirael había contribuido a que su hija fuera una extraña cuando, impulsada por alguna visión de la que nada había dicho a las demás Clarvis, se marchó del glaciar abandonando a la pequeña de cinco años. Años más tarde, tía Kirrith le contó a su sobrina que Arielle había muerto sin darle nunca más detalles. A Lirael le habían llegado varias teorías, incluida la que sostenía que Arielle había sido envenenada por rivales celosas de la corte de algún señor de poca monta de las heladas tierras del Norte o devorada por las fieras. Al parecer, trabajaba como vidente, un oficio que, según las Clarvis, estaba muy por debajo de la gente de su sangre.

El dolor de la pérdida de su madre quedó encerrado en el corazón de Lirael, pero no tan profundamente para que no aflorara a veces a la superficie. Tía Kirrith era experta en traerlo siempre a colación.

Cuando Kirrith y las tres niñas amonestadas desaparecieron, Lirael regresó a su cuarto y se puso la ropa de calle: una abrigada chaqueta de lana grasienta por la lanolina, un gorro de doble fieltro con orejeras, chanclos impermeables, guantes forrados de piel y anteojos de cuero con lentes ahumados de cristal verde. Una vocecita en su interior le decía que era una tontería llevar tanta ropa para ir al encuentro de su muerte, pero otra vocecita insistía en que eso no era motivo para que no fuese vestida como estaba mandado.

Como todas las zonas habitadas de los dominios de las Clarvis tenían calefacción de vapor transportado por una tubería desde las fuentes termales, Lirael envolvió en el abrigo toda la ropa de lana y demás complementos. Al subir la escalera del monte Estrella entraría en calor y no tendría necesidad de vestirse tanto. Como último gesto de desafío, se quitó la túnica nueva y la tiró al suelo. Decidió ponerse las prendas más neutras utilizadas por las Clarvis cuando trabajaban en la cocina o la antecocina del refectorio inferior, una camisa larga, de algodón gris, que le llegaba a las rodillas, sobre unas calzas de lana azul. El conjunto se completaba con un mandil de loneta, pero la muchacha decidió dejarlo.

Se hacía raro bajar con sigilo por el camino del Norte sin nadie a la vista. Normalmente, aquella vía tan transitada estaba llena de Clarvis que iban o venían de la guardia de los nueve días o se ocupaban de alguna de las infinitas tareas más mundanas de la comunidad. El Glaciar de las Clarvis era en realidad una pequeña aldea, muy extraña, eso sí, puesto que la actividad principal de sus habitantes era observar el futuro. Mejor dicho, tal como las Clarvis se veían obligadas a aclarar constantemente a los visitantes, los numerosos futuros posibles.

En la encrucijada del camino del Norte con el Zigzag, Lirael se cercioró de que nadie la observaba. Dio unos cuantos pasos por la primera vuelta del Zigzag y buscó un agujerito negro, a la altura de la cintura. Cuando dio con él, de la cadena que le colgaba del cuello sacó una llave. Todas las Clarvis tenían llaves como aquélla para abrir la mayoría de las puertas normales. La puerta del monte Estrella se usaba muy de vez en cuando, pero Lirael creía que no precisaba de una llave especial.

Alrededor del agujero de la cerradura no había señales de puerta alguna hasta que Lirael metió la llave y le dio dos vueltas. Del suelo se elevó una suave línea plateada que poquito a poco fue dibujando en la piedra una entrada con su puerta.

Lirael abrió la puerta de par en par. La recibió una ráfaga de aire frío que la obligó a cruzarla a toda prisa. Si por ahí cerca había más gente, lo primero que notarían sería la brisa helada. Las Clarvis podían vivir en una montaña medio oculta tras un glaciar, pero el frío no les hacía una gracia especial.

La puerta se cerró en cuanto Lirael la hubo cruzado y las líneas plateadas que marcaban su contorno se desdibujaron lentamente. Frente a ella partía una escalera que subía en línea recta. Las marcas del Gremio que había en lo alto desprendían una luz más débil que la de los salones principales. Las contrahuellas eran más altas de lo habitual, detalle que Lirael no recordaba de la excursión que había hecho con sus compañeras de curso años antes, cuando todos los escalones le habían parecido altísimos. Hizo una mueca al empezar a subir pues sabía que los músculos de las pantorrillas no tardarían en dolerle a causa de esos quince centímetros de más.

Una barandilla de bronce llegaba hasta los primeros cien escalones, donde la escalera continuaba en vertical. Lirael se agarró con fuerza al subir y notó el frescor del metal. Como tenía por costumbre, empezó a contar los escalones; el ritmo regular borró momentáneamente las imágenes mentales en las que se veía precipitándose por una infinita ladera helada.

Apenas se dio cuenta de que la barandilla se interrumpía y de que los escalones se dirigían hacia adentro, hacia la larga espiral que la conduciría a la cima del monte Estrella. Frente a éste se alzaba su hermano, el monte Ocaso, y entre los dos sostenían el glaciar. En otros tiempos, el glaciar había tenido un nombre propio que ya nadie recordaba. Durante siglos todos se referían a él con el nombre de las Clarvis, por ser ellas quienes vivían justo en lo alto, y en ocasiones, debajo de él. Con el paso de los años, la denominación pasó a designar también al Reino de las Clarvis, de manera que la enorme masa de hielo y las residencias de piedra eran conocidos con el topónimo de Glaciar de las Clarvis, como si formaran una unidad.

No era costumbre de las Clarvis elegir sus moradas tan cerca del glaciar. Llevaban siglos viviendo en la montaña, siguiendo los túneles dejados por las larvas taladradoras, una especie en extinción, o practicando sus propias excavaciones por medios físicos o mágicos.

Entretanto, el glaciar había seguido su inexorable deslizamiento valle abajo, en dirección a las montañas que sujetaban sus bordes. El hielo desgastaba y rompía la piedra y el glaciar se mostraba indiferente a la destrucción de los túneles de las Clarvis producida por su recorrido.

Lógicamente, las Clarvis veían por dónde discurría el loco avance del glaciar, pero eso no había servido para poner freno a la ambición de los constructores de otras épocas. Era evidente que habían calculado que las extensiones excavadas por ellos durarían al menos tres o cuatro generaciones, tiempo suficiente para que la obra mereciera la pena.

Lirael pensó en todos aquellos constructores y se preguntó por qué habrían edificado la escalera con escalones tan incómodos y tan altos. A medida que iba avanzando, ni siquiera el recuento mecánico de escalones logró mantener su fantasía a raya. Empezó a imaginar el aspecto que tendría Annisele en ese preciso instante. Tal vez estuviera de pie, en las primeras filas de los niños, en el Gran Salón, la única silueta blanca en medio de un mar azul. Echaría a andar hacia el otro extremo percatándose apenas de las infinitas filas de Clarvis vestidas de blanco, sentadas en las veintiuna filas de bancos distribuidos a ambos lados del salón durante metros y metros. Los bancos estaban hechos de caoba antigua, con cojines de seda que se cambiaban cada cincuenta años con bastante ceremonia.

En el extremo opuesto del Gran Salón se encontraría la portavoz de los nueve días, y quizá también algunas de las guardianas, si sus obligaciones lo permitían. Estarían todas de pie, alrededor del pilar del Gremio que se elevaba del suelo del salón como un solitario menhir surcado por todo tipo de marcas cambiantes y refulgentes que formaban la carta en la que se describía cuanto existía en el mundo, lo visto y lo no visto. Y en el pilar del Gremio, tan alto que nadie podía alcanzarla, salvo la portavoz con su varita de punta metálica, estaría la diadema de la nueva Clarvi, la plata y los ópalos reflejarían las marcas del Gremio del pilar de piedra.

Lirael pugnó por levantar los pies y subir un escalón más. Annisele no se cansaría durante el paseo de unos pocos cientos de pasos en los que estaría flanqueada de caras sonrientes. Y cuando le colocaran la diadema en la cabeza, se oirían el tumulto de las Clarvis al ponerse de pie y los vítores cuyo eco se propagaría por todo el salón y más allá. El despertar de Annisele, auténtica Clarvi, señora de la Visión. Por todos aclamada.

Qué diferencia con Lirael que, como de costumbre, se encontraba sola, sin que nadie reparara en ella. Sintió ganas de llorar, pero se limpió las lágrimas de un manotazo. Cien escalones más y llegaría a la puerta del monte Estrella. Después de entrar por la puerta y cruzar la amplia terraza que había enfrente, Lirael se detendría en el borde del glaciar y miraría hacía el fondo, donde se encontraba la helada muerte.