Las ideas de Ellimere sobre la educación de un príncipe

Tras dos semanas de esforzada cabalgata, mal tiempo, comida no muy buena y dolores musculares hasta volver a adaptarse a la montura, Sam llegó a la gran ciudad de Belisaere para encontrarse con que su madre no estaba. Sabriel había pasado y había vuelto a marcharse, requerida para hacer frente a un presunto hechicero de magia libre y jefe de unos bandidos, que atacaba a los viajeros en el extremo norte del camino de Los Clavos.

Un día más tarde, partió también Touchstone a caballo, para asistir a una sesión del Tribunal Supremo de Estwael, donde un antiguo y encendido enfrentamiento entre dos nobles familias había desembocado en asesinatos y secuestros.

En ausencia de Touchstone, Ellimere, la hermana mayor de Sam, que le llevaba catorce meses, actuaba en calidad de corregente junto con Jall Oren, el canciller. En realidad se trataba de un formalismo, pues Touchstone rara vez viajaba a más distancia que la cubierta en un par de días por un halcón mensajero, pero era un formalismo que afectaría enormemente a Sam, porque Ellimere se tomaba su responsabilidad muy a pecho. Y creía que uno de sus deberes como corregente era enmendar los puntos flacos de su hermano menor.

Touchstone llevaba apenas una hora fuera de casa cuando Ellimere fue en busca de Sam. Dado que el rey se había marchado al amanecer, Sam seguía durmiendo. Se había recuperado de sus heridas físicas, aunque todavía no acababa de ser el de siempre. Se cansaba con mayor facilidad que antes y buscaba la soledad de los pasillos. Las dos semanas que había pasado levantándose antes del alba y cabalgando hasta la caída del sol, acompañado por el humor bullanguero y campechano de los guardias, no habían contribuido a que se sintiera menos exhausto ni más sociable.

De manera que no le sentó nada bien que, justo la primera mañana que tenía para dormir un rato más, Ellimere fuera a despertarlo abriendo de par en par la ventana y retirándole las mantas. En el Reino Antiguo el invierno había comenzado varios días antes y hacía francamente fresquito. La brisa del mar que entraba a raudales por la ventana podía calificarse, sin temor a errores, como gélida, y los débiles rayos del sol no hacían más que deslumbrar a Sam.

—¡Despierta! ¡Levántate! ¡Arriba! —exclamó alegre Ellimere, con su voz sorprendentemente profunda y cantarina para ser mujer.

—¡Vete! —gruñó Sam, tratando de recuperar las mantas.

Siguió un breve tira y afloja del que Sam desistió cuando una de las mantas se rasgó por la mitad.

—Mira lo que has hecho —dijo Sam con amargura.

Ellimere se encogió de hombros. Se suponía que era guapa, algunos hasta la consideraban hermosa, pero Sam no sabía apreciarlo. Por lo que a él respectaba, Ellimere era la peste personificada. Al nombrarla corregente, sus padres la habían elevado a la categoría de monstruo.

—He venido a hablar de tu agenda —dijo Ellimere.

Se sentó al pie de la cama, con la espalda erguida y las manos entrelazadas regiamente sobre el regazo. Sam vio que llevaba un tabardo fino, con mangas acampanadas, de paño rojo y dorado, encima del vestido de lino de estar por casa; una especie de diadema medio fastuosa le sujetaba la larga cabellera negra peinada con esmero. Dado que su atuendo habitual eran las ropas de cuero para la caza y que llevaba el pelo recogido de cualquier manera para que no le cayera en la cara, el aspecto que presentaba en ese momento no era buen presagio para el deseo de informalidad de Sam.

—¿Mi qué? —preguntó Sam.

—Tu agenda —repitió Ellimere—. Seguro que tienes pensado pasar la mayor parte del tiempo trasteando en ese pestilente taller tuyo, pero me temo que antes están tus deberes para con el Reino.

—¿Qué? —preguntó Sam.

Se sentía cansadísimo y no tenía fuerzas para afrontar aquella conversación. Sobre todo porque entre sus planes figuraba pasar la mayor parte del tiempo en su taller de la torre. En los últimos días, a medida que se acercaba más y más a Belisaere, habían ido aumentando sus ansias de disfrutar de la soledad y la paz de su taller, con las herramientas ordenadas en la pared, encima de la cómoda con cajoncitos llenos de materiales útiles como alambre de plata o feldespato. Había conseguido sobrevivir a la última parte del viaje soñando con los nuevos juguetitos y artilugios que construiría en aquel remanso de calma y recuperación.

—El reino debe ser lo primero —reiteró Ellimere—. La moral del pueblo es muy importante y todos los miembros de la familia deben contribuir a mantenerla bien alta. Como único príncipe, debes…

—¡No! —exclamó Sam, dándose cuenta de repente de lo que su hermana se proponía.

Saltó de la cama, la camisa de dormir se le infló a la altura de las piernas, y miró con rabia a su hermana, hasta que ésta se puso en pie para contemplarlo con aire de suficiencia. No sólo era más alta que él, sino que tenía la ventaja de llevar zapatos.

—Sí —dijo Ellimere, severa—. Se celebra el Festival del Solsticio de Verano. Harás el papel de pájaro del amanecer. Mañana comienzan los ensayos.

—¡Pero si faltan todavía cinco meses! —protestó Sam—. Además, no quiero ser el condenado pájaro del amanecer. ¡El traje debe de pesar como una tonelada y tendría que llevarlo durante una semana entera! ¿No te ha dicho papá que estoy enfermo?

—Me ha dicho que había que mantenerte ocupado —dijo Ellimere—. Y como nunca has bailado en el papel de pájaro, te harán falta cinco meses de práctica. Además, también está la actuación al final del Festival de Invierno, y para eso faltan apenas seis semanas.

—No tengo piernas para ese papel —masculló Sameth pensando en las medias amarillas con ligas que había que llevar debajo del plumaje dorado del pájaro del amanecer—. Búscate a otro con dos piernas como troncos de árbol.

—¡Sameth! Te guste o no, vas a bailar en el papel de pájaro —sentenció Ellimere—. Ya es hora de que hagas algo útil. Además, todas las mañanas, de diez a una, deberás asistir junto a Jall a las sesiones del Tribunal Inferior, y harás prácticas de esgrima dos veces al día con la guardia, y luego, tienes que venir a almorzar… Nada de pedir que te suban la comida a ese taller roñoso. Ah, y para que aprendas perspectiva, trabajarás con los galopillos los miércoles alternos.

Sam lanzó un gemido y se tumbó en la cama. Lo de las clases de perspectiva era idea de Sabriel. Un día cada dos semanas, Ellimere y Sam debían trabajar en algún lugar de palacio, supuestamente como la gente corriente. Aunque resultaba muy difícil que, pese a que fregaran platos y lustraran suelos como el que más, los sirvientes olvidaran que, al día siguiente, Sam y Ellimere volverían a ser el príncipe y la princesa. La mayoría de los sirvientes se enfrentaban a la situación simulando que Sam y Ellimere no estaban presentes; las únicas excepciones eran la señora Finney, la halconera, que les gritaba como a todo el mundo. De manera que la clase de perspectiva consistía en un día de trabajo muy monótono, hecho en un silencio y un aislamiento extraños.

—¿Y tú qué harás para las clases de perspectiva? —preguntó Sam, pues sospechaba que ahora que Ellimere era corregente, aprovecharía para pasarlas por alto.

—Trabajaré en los establos.

Sam resopló. El trabajo en los establos era muy fatigoso, sobre todo porque implicaba pasarse el día entre montañas de estiércol. Aunque a Ellimere le encantaban los caballos y todo lo relacionado con ellos, de manera que era muy probable que no le importase.

—Mamá dijo también que debías estudiar esto.

Ellimere se sacó un paquete voluminoso de la manga. De inmediato no resultaba reconocible, estaba envuelto en un hule y atado con un trozo de bramante grueso y peludo. Sam tendió la mano hacia él y en cuanto sus dedos tocaron el envoltorio, notó un frío tremendo y la repentina presencia de la muerte, pese a los hechizos y encantamientos entretejidos en las piedras preciosas que llevaba incrustadas y que, según se suponía, debían impedir todo intercambio con ese frío reino.

Sam apartó la mano y se refugió en el otro extremo de la cama; el corazón le latía con fuerza y el sudor le humedeció la cara y las manos.

Conocía el contenido de paquete en apariencia inofensivo. Era El libro de los muertos. Un pequeño volumen, encuadernado en cuero verde, con broches de plata deslustrada. Cuero y plata cargados de magia protectora. Marcas para someter y cegar, para cerrar y apresar. Sólo quienes poseían un talento innato para la magia libre y la nigromancia eran capaces de abrir el libro, y sólo un mago incorrupto del Gremio podía cerrarlo. Era un compendio de todas las tradiciones de la nigromancia y la contranigromancia reunida por cincuenta y tres Abhorsen a lo largo de un milenio y mucho más, porque su contenido no era nunca el mismo sino que cambiaba según el capricho del propio libro. Sam había leído algunas partes en compañía de su madre al lado.

—¿Qué te pasa? —preguntó Ellimere, llena de curiosidad, porque Sam se puso cada vez más pálido y empezó a castañetear los dientes.

Depositó el paquete al pie de la cama, se acercó a su hermano y le tocó la frente.

—Estás frío —dijo, sorprendida—. ¡Helado!

—Estoy enfermo —masculló Sam con un hilo de voz. El miedo le cerraba la garganta. El miedo a que el libro lo lanzara al reino de los muertos, el miedo a verse otra vez bajo las aguas del frío río, el miedo a ser arrastrado más allá de la Primera Puerta…

—Métete otra vez en cama —le ordenó Ellimere, en un arranque de amabilidad—. Llamaré al doctor Shemblis.

—¡No! —gritó Sam, al recordar al médico de la corte y sus métodos inquisitivos y curiosos—. Se me pasará. Déjame solo un rato.

—Está bien —aceptó Ellimere, cerró la ventana y ayudó a su hermano a remeter lo que quedaba de las mantas—. Si piensas que así te vas a librar de interpretar al pájaro del amanecer, estás equivocado. Tendrás que hacer el papel, a menos que el doctor Shemblis diga que estás gravísimamente enfermo.

—No lo estoy —dijo Sam—. Dentro de unas horas me habré recuperado.

—¿Y qué te ha pasado a ti, si puede saberse? —preguntó Ellimere—. Papá no me dio demasiados detalles; tampoco tuvimos tiempo para conversar. Me comentó que habías ido al reino de los muertos y que te metiste en líos.

—Más o menos eso fue lo que pasó —murmuró Sam.

—Menos mal que no me ocurrió a mí. —Ellimere cogió el paquete, lo sopesó con curiosidad y lo lanzó junto a Sam—. Me alegro de no tener aptitudes para eso. ¡Imagínate que tuvieras que ser rey y yo la Abhorsen! De todos modos, me alegro de que ya hayas empezado a pasearte por la muerte, porque en estos momentos, a mamá le vendría de perlas que la ayudaran, y le serás más útil así que perdiendo el tiempo con tus trastos. Y ten en cuenta que pensaba pedirte que me hicieras dos raquetas de tenis, de modo que a lo mejor no debería quejarme. No consigo que nadie entienda lo que quiero, y llevo sin jugar un partido desde que dejé Wyverley. Podrías hacerme unas, ¿verdad?

—Sí —contestó Sam, aunque no pensaba en el tenis sino en el libro que estaba a su lado, y en el hecho de que era el Abhorsen en ciernes.

Todo el mundo esperaba que sucediera a Sabriel. Tendría que estudiar El libro de los muertos. Tendría que volver a recorrer el Reino de la Muerte y enfrentarse al nigromante… o a cosas peores, si es que las había.

—¿Seguro que no quieres que llame a Shemblis? —insistió Ellimere—. Estás más blanco que un papel. Haré que te suban una manzanilla, y creo que no hace falta que empieces con el programa hasta mañana. Mañana te sentirás mejor, ¿no?

—Eso creo —dijo Sam.

La proximidad del libro lo dejaba petrificado. Ellimere le echó otra mirada que contenía partes iguales de preocupación, aburrimiento e irritación. Giró en redondo y salió dando un portazo.

Sam se quedó en la cama tratando de respirar acompasadamente. Notaba la presencia del libro a su lado, como si fuera un ser vivo. Una víbora enroscada, al acecho, esperando algún movimiento suyo para atacar. Permaneció largo rato tumbado, escuchando los ruidos de palacio que subían flotando hasta su alcoba en la torre, colándose incluso a través de la ventana cerrada. El santo y seña que daban los guardias en la muralla; la conversación espontánea de quienes cruzaban el patio y se encontraban mientras iban a sus ocupaciones; el entrechocar de las espadas en el campo de prácticas que estaba más allá del Muro interior. Y por encima de todos aquellos ruidos, el estrépito constante de las olas del mar. Belisaere era casi una isla, y el palacio estaba construido sobre una de sus cuatro colinas, en la porción noreste. La alcoba de Sam se encontraba en la torre del acantilado, más o menos a media altura. Pese a la distancia que separaba la torre de la costa, en el curso de las tempestades invernales más enfurecidas, no era infrecuente que el rocío salobre mojara su ventana.

Un criado le llevó una infusión de manzanilla e intercambiaron unas pocas palabras, aunque Sam no tenía ni idea de lo que le dijo. La infusión se enfrió, el sol siguió su curso por el cielo hasta que cruzó de un extremo a otro de la ventana y el aire volvió a enfriarse.

Y al final, Sam se movió. Con manos temblorosas, se obligó a recoger el paquete. Cortó el bramante con el cuchillo que guardaba enfundado en la cabecera de la cama y le quitó rápidamente el hule sabiendo que, si se detenía, sería incapaz de continuar.

Allí estaba, era El libro de los muertos, el cuero verde brillaba como si estuviese recubierto de sudor. Los broches de plata que lo mantenían cerrado estaban empañados, habían perdido su lustre. Se aclararon cuando Sam los miró y volvieron a empañarse, aunque él no les había echado el aliento.

Había una nota, una sola hoja de papel de bordes desiguales que llevaba una sola marca del Gremio y el nombre de Sam, escrito con la caligrafía de trazos firmes e inconfundibles de Sabriel.

Sam cogió la nota y utilizó el hule a manera de guante para ocultar el libro debajo de la cama. No soportaba verlo. Todavía no.

Rozó entonces la marca del Gremio del papel y la voz de Sabriel sonó en su mente. Le habló deprisa, y por los demás sonidos de fondo, Sam dedujo que le había escrito el mensaje inmediatamente antes de partir en su papelonave para combatir a los muertos.

Sam:

Espero que te encuentres bien y que sepas perdonarme por no estar a tu lado en estos momentos. Por el último mensaje que tu padre me envió con un halcón, sé que estás en condiciones de cabalgar de vuelta a casa, pero que el encuentro que tuviste en el reino de los muertos, ha sido para ti una durísima prueba. Sé lo que significa. Y estoy orgullosa de que te arriesgaras a adentrarte en el Reino de la Muerte para salvar a tus amigos. No sé si yo me atrevería a hacer lo mismo que tú sin mis campanas. Ten por seguro que el paso del tiempo se encargará de reparar el daño sufrido por tu espíritu. Está en la naturaleza de la muerte el tomar, y en la de la vida, el dar.

Tu valentía me ha demostrado que ha llegado el momento de que inicies formalmente tu preparación como Abhorsen en ciernes. Es algo que me enorgullece y me entristece a la vez, porque significa que te has hecho mayor. Son muchas las cargas del cargo de Abhorsen. Una de las más pesadas de sobrellevar es el hecho de que estemos condenados a perdernos gran parte de la vida de nuestros hijos…, de tu vida, Sam.

He ido retrasando tu aprendizaje porque quería que siguieses siendo el niñito cuyo recuerdo surge tan fácilmente en mi memoria. Sé que hace muchos años que has dejado de ser ese niño, que ahora eres un muchacho y que debo tratarte como a tal. Para ello, debo reconocer tu herencia y el papel esencial que vas a desempeñar en el futuro de nuestro reino.

Gran parte de esa herencia se encuentra entre las páginas de El libro de los muertos, que ahora tienes en tus manos. Has estudiado conmigo algunas de sus páginas, pero ha llegado el momento de que domines todo su contenido, en la medida en que esto es posible. No cabe ninguna duda de que en estos días he necesitado de tu ayuda, pues se ha producido un extraño renacer de los problemas, tanto por parte de los muertos como por parte de los seguidores de la magia libre, y soy incapaz de dar con la fuente de ninguno de ellos.

A mi regreso, seguiremos hablando de este asunto, por ahora quiero que sepas que estoy orgullosa de ti, Sameth. Tu padre también. Bienvenido a casa, hijo.

Con todo cariño,

MAMÁ.

Sam dejó caer la hoja sobre la almohada. El futuro, tan brillante cuando aquella pelota de críquet había descrito un arco sobre las gradas permitiéndole anotar seis puntos, se presentaba ahora muy negro.