La mano de un padre todo lo cura

El hospital de Bain era relativamente nuevo, lo habían construido seis años antes, cuando desde el Sur había llegado un aluvión de reformas del sistema hospitalario. En esos seis años había muerto mucha gente en el hospital y se encontraba lo bastante cerca del Muro para que el sentido de la muerte de Sam continuara alerta. Debilitado por el dolor y la morfina que le daban para calmarle los dolores, Sam era incapaz de abstraerse de su sentido de la muerte. Estaba siempre presente, como una sombra, le metía en los huesos su frío amargo haciendo que su cuerpo estuviera sumido en un estremecimiento perpetuo y que los médicos le aumentaran la medicación.

Soñaba con criaturas incorpóreas que vendrían del Reino de la Muerte para terminar lo que el nigromante había empezado y no conseguía despertar de esos sueños. Cuando por fin lo lograba, muchas veces veía a ese mismo nigromante acercarse a él y entonces se ponía a gritar y no paraba hasta que la enfermera, que era en realidad quien se le estaba acercando para ponerle otra inyección, le daba más morfina y así volvía a empezar el ciclo de pesadillas.

Sam estuvo cuatro días en este estado, recuperando la conciencia para volver a perderla, sin llegar nunca a despertar del todo ni perder su sentido de la muerte y el temor que llevaba aparejado. A veces, alcanzaba la lucidez suficiente para reparar en que Nick estaba en la cama de al lado, con las manos vendadas. En ocasiones se decían alguna cosa, pero no era una conversación de verdad, porque Sam no contestaba a lo que le preguntaban ni seguía el hilo de lo que Nick le decía.

Al quinto día todo cambió. Sam volvió a caer en las garras de una pesadilla que tenía lugar, una vez más, en el Reino de la Muerte; se veía frente a un nigromante que era muchas cosas a la vez, en el agua, debajo del agua, encima del agua. Sam echaba a correr, se caía y se ahogaba, tal como había ocurrido, y entonces lo aferraban de la muñeca… pero en esta ocasión no lo aferraban de la muñeca, sino del hombro, y notaba una sensación fresca y reconfortante. Esa mano que lo asía lo ayudaba a salir de la pesadilla y lo hacía volar hasta un cielo lleno de sol y de marcas del Gremio.

Cuando Sam abrió los ojos vio la luz por primera vez sin esa calidad nebulosa que le daba a todo la morfina y la sensación de vértigo. Notó unos dedos que le tomaban el pulso en el cuello; no tuvo necesidad de levantar la vista para saber que eran los dedos de su padre. Touchstone se encontraba junto a su cama, con los ojos cerrados, mientras pronunciaba un conjuro curativo sobre el cuerpo de su hijo; con un destello, las marcas salían de sus dedos y entraban en Sam.

El muchacho miró a Touchstone y agradeció que su padre tuviera los ojos cerrados y no viera la trágica expresión de alivio reflejada en la cara de su hijo ni las lágrimas que el muchacho se apresuró a enjugar de un manotazo. La magia del Gremio le infundía calor por primera vez en muchos días. Sam notaba cómo las marcas iban eliminando los medicamentos de su torrente sanguíneo y se encargaban de calmarle el dolor producido por las quemaduras. Sin embargo, para alejar el miedo a la muerte había bastado la presencia de su padre. El muchacho seguía sintiendo el reino de los muertos aunque lejano y amortiguado, y ya no tenía miedo.

El rey Touchstone I concluyó el hechizo y abrió los ojos. Unos ojos grises como los de su hijo, pero los del rey estaban llenos de preocupación y en ellos se reflejaba el cansancio. Poco a poco apartó la mano del cuello de Sam.

Estuvieron a punto de abrazarse pero Sam vio que en la sala del hospital había dos médicos, cuatro miembros de la guardia de Touchstone y dos oficiales del ejército de Ancelstierre, además de un nutrido grupo de policías, soldados y oficiales ancelstierranos que, desde el corredor, espiaban por la puerta. De modo que Sam y Touchstone se limitaron a agarrarse de los brazos mientras el muchacho se incorporaba en la cama. La fuerza con la que Sam se sujetaba y su renuencia a soltarlo indicaban cuánto se alegraba de volver a ver a su padre.

Los dos médicos se quedaron de una pieza al ver que Sam había vuelto en sí; uno de ellos echó un vistazo a la hoja clínica colgada a los pies de la cama, para confirmar que el paciente había estado varios días recibiendo inyecciones endovenosas de morfina.

—¡Francamente imposible! —comenzó a decir el médico hasta que la fría mirada de uno de los guardias de Touchstone lo convencieron de que su opinión no era imprescindible.

Un leve ademán lo convenció de que su presencia tampoco era imprescindible y retrocedió en dirección a la puerta.

Al igual que el rey, los guardias lucían ternos de un sobrio gris oscuro, para no alarmar las delicadas sensibilidades de los ancelstierranos. El efecto no acababa de quedar del todo logrado porque también llevaban espadas, ocultas con poco disimulo entre las gabardinas enrolladas.

—El séquito —dijo Touchstone secamente, al ver que Sam miraba a la gente que ocupaba el corredor—. Les dije que venía como un hombre más, a ver a mi hijo, pero parece que hasta para eso necesito escolta oficial. Espero que te sientas con fuerzas para cabalgar. Si nos quedamos mucho más, acabaré arrinconado por alguna comisión o por los políticos, seguro.

—¿Cabalgar? —preguntó Sam. Repitió la pregunta dos veces, porque tenía la garganta tan débil que al principio no le salían las palabras—. ¿Voy a dejar el colegio antes de terminar el trimestre?

—Sí —contestó Touchstone en voz baja—. Te quiero en casa. Ancelstierre ya no es un refugio seguro. La policía de aquí detuvo al conductor de tu autobús. Lo sobornaron con denarios de plata del Reino Antiguo. Uno de nuestros enemigos ha encontrado la manera de trabajar a ambos lados del Muro. O al menos ha encontrado la manera de gastar dinero en Ancelstierre.

—Creo que estoy en condiciones de cabalgar —dijo Sam, frunciendo el ceño—. Quiero decir, no sé si me queda alguna herida. La muñeca me duele…

Se interrumpió y se miró la venda. Las marcas del Gremio continuaban moviéndose alrededor del vendaje, rezumaban de sus poros como una especie de sudor dorado. Sam se dio cuenta de que lo estaban curando, porque la muñeca le dolía muy poco, cuando antes el dolor había sido insoportable, y las quemaduras leves en muslos y tobillos habían desaparecido.

—Ya te podemos quitar la venda —dijo Touchstone empezando a desenrollarla. Mientras lo hacía, inclinó la cabeza hacia su hijo y le susurró—: No has sufrido daños físicos graves, Sam. Aunque noto que tienes una herida en el espíritu que tardará en curarse, porque no está en mi mano sanarla.

—¿A qué te refieres? —preguntó Sam, preocupado. De repente volvió a sentirse niño, un niño muy alejado del príncipe adulto que se suponía que debía ser—. ¿Y mamá no podría curarme?

—No lo creo —contestó Touchstone, posando la mano en el hombro de Sam. Bajo la luz del hospital, los nudillos le brillaron, plagados de las pequeñas cicatrices blancas dejadas por años de práctica con la espada e incontables peleas—. Aunque no sé decirte cuál es su naturaleza, lo único que puede decirse es que está ahí. Deduzco que por haberte internado en el reino de los muertos sin estar preparado y sin contar con la protección adecuada, un fragmento de tu espíritu te ha sido absorbido. No muy grande, pero lo suficiente para que te sientas más débil o más lento… en una palabra, menos tú mismo. Con el tiempo lo recuperarás.

—No debí hacerlo, ¿verdad? —murmuró Sam, mirando a su padre a la cara en busca de alguna señal de severidad o de reproche—. ¿Está mamá enfadada conmigo?

—En absoluto —dijo Touchstone, sorprendido—. Hiciste lo que consideraste necesario para salvar a otros. Fue muy valiente por tu parte y al hacerlo, seguiste las mejores tradiciones de ambas ramas de la familia. A tu madre lo que más le preocupa eres tú.

—¿Entonces por qué no ha venido? —preguntó Sam sin poder contenerse.

Era una pregunta petulante y en cuanto cerró la boca, deseó no haberla hecho.

—Al parecer, un mordacis se ha metido en el cuerpo de un barquero de Oldmond —le explicó Touchstone pacientemente, igual que había explicado tantas de las ausencias necesarias de Sabriel a lo largo de la infancia de Sam—. Recibimos noticia de su presencia cuando estábamos llegando al Muro. Montó en la papelonave y fue a enfrentarse a él. Se reunirá con nosotros en Belisaere.

—Si es que no le sale un viaje a alguna otra parte —dijo Sam aun a sabiendas de que el tono empleado era amargo y que se comportaba como un crío.

Pero podía haber muerto y, al parecer, eso no era motivo suficiente para que su madre fuera a verlo.

—A menos que reclamen su presencia en alguna otra parte —convino Touchstone con toda la calma de que fue capaz.

Sam sabía que su padre estaba haciendo un gran esfuerzo por no perder los estribos, porque por sus venas corría sangre de antiguo guerrero y Touchstone temía dejarse llevar por ella. La única muestra de esa furia la tuvo Sam una vez, cuando un falso embajador de uno de los clanes del Norte intentó apuñalar a Sabriel con un tenedor de servir, durante una cena de gala en palacio. Rugiendo como una bestia enfurecida, Touchstone levantó por los aires al bárbaro, que medía metro ochenta, lo lanzó por encima de la mesa y lo hizo aterrizar sobre el cisne asado. Aquel arrebato asustó más a los allí presentes que el intento de asesinato, en especial, porque a continuación, Touchstone intentó levantar el doble trono y arrojárselo al hombre. Por suerte, no lo consiguió y al final, Sabriel pudo calmarlo acariciándole la frente mientras su marido tiraba con furia de la base de mármol del trono.

Sam recordó aquel episodio justo cuando vio que su padre entornaba los párpados un segundo y en su frente se dibujaba una arruga.

—Lo siento —murmuró—. Sé que no le queda más remedio porque es la Abhorsen.

—Sí —dijo Touchstone, y Sam intuyó los profundos sentimientos que le inspiraban a su padre las muchas y frecuentes ausencias que exigía la lucha de Sabriel contra los muertos.

—Entonces será mejor que me vista —sugirió Sam sacando las piernas de la cama. En ese momento reparó en que la cama de al lado estaba vacía y hecha.

—¿Dónde está Nick? —preguntó—. Estaba aquí internado, ¿no? ¿O también lo soñé?

—No lo sé —respondió Touchstone, que había conocido al amigo de su hijo en sus anteriores visitas a Ancelstierre—. Ya no estaba cuando yo llegué. ¡Doctor! ¿Ocupaba Nicholas Sayre esta cama?

El médico se acercó a toda prisa. Ignoraba quién era aquel visitante extraño, pero era a todas luces importante, ni quién era el paciente, puesto que el Ejército había insistido en mantener el secreto y utilizar sólo los nombres de pila. Deseó en ese momento no haber oído el apellido del otro paciente, puesto que Sayre le sonaba. Sin embargo, el Ministro Supremo no tenía un hijo de esa edad, de manera que podía tratarse de algún pariente, lo cual era un alivio.

—El paciente Nicholas X —dijo, recalcando la «X»—, fue entregado ayer a los representantes de sus padres. Sólo había sufrido una ligera conmoción y algunas escoriaciones.

—¿Dejó algún mensaje? —preguntó Sam, sorprendido de que su amigo no hubiese intentado comunicarse con él de algún modo.

—No lo creo… —comenzó a decir el médico, pero se vio interrumpido por una enfermera que se abrió paso entre las filas de uniformes de color azul, caqui y gris del corredor.

Era muy joven y bonita, tenía una cabellera pelirroja que la cofia almidonada no conseguía ocultar del todo.

—Ha dejado una carta, majestad —dijo con el acento característico del Norte.

La muchacha era oriunda de Bain, por eso sabía bien quiénes eran Sam y Touchstone, mal que le pesara al médico, que cogió la carta que la chica le tendía con un bufido y se la entregó a Sam, que la abrió inmediatamente.

Al principio, Sam no reconoció la letra, pero luego supo que pertenecía a Nick, aunque el tamaño era mucho mayor de lo habitual y los trazos menos regulares. Tardó un momento en deducir que se debía a que Nick había escrito la carta con las manos vendadas.

Querido Sam:

Espero que pronto estés recuperado y puedas leer estas líneas. Al parecer, yo me he recobrado casi del todo, aunque debo reconocer que los acontecimientos de nuestra noche poco corriente están envueltos en una nebulosa. Imagino que no te habrás enterado de que se me metió en la cabeza que debía ir tras ese nigromante al que te fuiste a perseguir no sé dónde. Por desgracia, entre la oscuridad, la lluvia y el paso en exceso vivo, no conseguí otra cosa que caer al camino hundido y perder el conocimiento. Los médicos dicen que fue una suerte que no me rompiera los huesos, aunque me han salido unos morados la mar de interesantes. ¡No guardo ninguna esperanza de que las debutantes de Corvere estén tan dispuestas a echarles un vistazo como la enfermera Moulin!

Entiendo que el Ejército ha conseguido dar con tu padre y que vendrá para llevarte a casa, así que no acabarás el trimestre. Diría que yo tampoco me voy a molestar en terminarlo, puesto que ya tengo plaza en Sunbere. No será lo mismo sin ti, ni sin el pobre Harry Benlet. Ni sin Cochrane, si me apuras. A la mañana siguiente lo encontraron a cinco kilómetros de donde nos pasó todo, al parecer, murmuraba cosas ininteligibles y echaba espumarajos por la boca. Me imagino que lo habrán internado en el Hospital Especial de Smithwen. Deberían haberlo hecho hace años, claro.

Por cierto, estaba pensando que podría ir a visitarte a tu misterioso Reino Antiguo antes de empezar la universidad la primavera que viene. Debo reconocer que mi interés científico se vio azuzado por esos cadáveres aparentemente animados y la exhibición de eso que hiciste, que no tengo la más remota idea de lo que es. Estoy seguro de que lo consideras magia, pero confío en que todo pueda explicarse aplicando correctamente el método científico. Espero ser yo quien encuentre esa explicación, claro. Teoría sobre la irrealidad de Sayre. O ley de la explicación mágica de Sayre.

El hospital es un aburrimiento, sobre todo si tu compañero de sala es incapaz de mantener una conversación. Así que tendrás que perdonarme si me voy por las ramas. ¿Por dónde iba? Ah, sí, los experimentos en el Reino Antiguo. Deduzco que el motivo por el que no se ha llevado a cabo antes una investigación científica en toda regla es por culpa del Ejército. ¿Quieres creer que nada menos que un coronel y dos capitanes vinieron a verme ayer para que les firmara una declaración por la que admitía conocer la Ley de Secretos Oficiales y por la que me comprometía a no hablar ni escribir nada sobre los recientes y extraños acontecimientos ocurridos cerca de la Frontera? Olvidaron prohibirme el uso de la lengua de los signos, de modo que, cuando vuelva, espero poder informar a un periodista sordo.

No lo haré, claro está. Al menos hasta que tenga algo mejor que contarle al mundo…, algún descubrimiento realmente grande.

Los oficiales querían que tú también firmaras, pero como no estabas para burocracias, se limitaron a esperar y a pelearse entre ellos. Entonces les expliqué que ni siquiera eras ciudadano de Ancelstierre. Eso les dio que pensar y se fueron al pasillo a conferenciar con el teniente al mando de la guardia. Algo me dice a mí que la mano derecha no se entera de lo que hace la izquierda, puesto que estos tipos eran del Departamento de Asuntos Jurídicos de Corvere y los del corredor pertenecían al Cuerpo de Exploradores de la Frontera. Tuve ocasión de comprobar algo muy interesante, que estos últimos profesan esa peculiar religión tuya, y llevan la marca de casta o lo que quiera que lleven en la frente. Me apresuro a advertirte, sin embargo, que la sociología está entre mis intereses.

Bueno, me despido ya. Los ancianos de mis padres han enviado a una especie de subsecretario privado del supersecretario del chambelán, más o menos uno de esos personajes que forman parte de la comisión asesora de reconocido prestigio, para que viniera a recogerme y llevarme a la corte de Amberne. Al parecer, mi padre está demasiado ocupado con el problema de los refugiados sureños, las cuestiones que le plantean en la Cámara y demás, y tío Edward necesita su apoyo… y bla, bla, bla… como de costumbre. Y mi madre, probablemente estaba ocupadísima con sus cenas benéficas o alguna otra actividad apasionante. Te escribiré pronto para que organicemos mi visita. Espero tenerlo todo a punto dentro de un par de meses, a lo sumo tres.

¡Ánimo!

NICK, EL MISTERIOSO PACIENTE X

Sam dobló la carta con una sonrisa. Al menos Nick había pasado por la terrible experiencia de aquella noche sin sufrir verdaderos daños y con el sentido del humor intacto. Era muy propio de él que los muertos no hubiesen hecho más que despertar su interés científico en lugar de azuzar sus miedos.

—¿Todo en orden? —preguntó Touchstone, que esperaba pacientemente. Sam comprobó que casi la mitad de los allí presentes habían perdido todo interés y se habían retirado al final del corredor, para no ser vistos y charlar a sus anchas.

—Padre —dijo Sam—, ¿me has traído ropa? Todo el equipo de la escuela estará destrozado.

—Dadme la bolsa, por favor —dijo Touchstone—. Los demás podéis salir, si no os importa.

Como dos rebaños de ovejas a los que les cuesta mezclarse, la gente que quedaba en la sala intentó salir al mismo tiempo que los del corredor intentaban ayudar complicándolo todo mucho más. Al final, todos acabaron fuera, salvo Damed, el principal guardaespaldas de Touchstone, un hombrecito delgado que se movía a una velocidad alarmante. Damed le entregó una maleta compacta antes de salir y cerrar la puerta.

En la maleta había ropa ancelstierrana obtenida, como la de Touchstone y los guardias, en el consulado del Reino Antiguo en Bain.

—Por ahora ponte esto —le sugirió Touchstone—. En la Frontera nos cambiaremos. Llevaremos ropa más cómoda y práctica.

—Coselete y yelmo, botas y espada —dijo Sameth quitándose la bata del hospital por la cabeza.

—Sí —dijo Touchstone. Tras una vacilación, agregó—: ¿Te molesta? Si te apetece, podrías ir al Sur. Yo tengo que volver al Reino. En Corvere podrías estar a salvo…

—¡No! —gritó Sam.

Quería estar con su padre. Deseaba llevar el peso del coselete, tocar el pomo de la espada con la palma de la mano. Por encima de todo, quería estar con su madre en Belisaere. Porque sólo entonces se sentiría verdaderamente a salvo de la muerte… y del nigromante que seguramente en ese mismo instante esperaba en las frías aguas del río a que Sam regresara.