Nicholas y el Nigromante

Sam regresó al reino de los vivos donde fue recibido por el seco tableteo de las ametralladoras y un paisaje en blanco y negro teñido por el brillo descarnado de las bengalas con paracaídas que caían lentamente en medio de la lluvia.

El hielo se resquebrajó al primer movimiento del muchacho; en la escarcha que cubría su ropa se formaron extraños dibujos. Sam dio un paso al frente y cayó de rodillas, llorando de dolor y angustia, mientras con los dedos arañaba el barro en busca del reconfortante cobijo de la vida.

Poco a poco adquirió consciencia de los brazos que lo sostenían y de la gente que hablaba. No oía bien, porque las palabras del nigromante continuaban repitiéndose en su mente, ordenándole lo que debía hacer. Intentó decir algo pese a que le castañeaban los dientes por el frío y, sin darse cuenta, imitó el ritmo de los disparos.

—Nigromante… El camino se… se hunde… cerca… cerca de las tumbas —murmuró entrecortadamente, sin saber bien a quién se dirigía ni qué estaba diciendo.

Alguien lo agarró de la muñeca y Sam soltó un grito; el dolor lo encegueció mucho más que las bengalas que como flores seguían abriéndose en lo alto del cielo. Y tras el brillo, se hizo la oscuridad. Sam perdió el conocimiento.

—Está herido —dijo Nick al ver las marcas de dedos y las ampollas en la muñeca de su amigo—. Se ha quemado.

—¿Qué? —preguntó el sargento.

Un ese momento miraba ladera abajo, veía cómo la roja estela de las balas trazadoras describía arcos a ras del suelo en la base de la colina y a lo largo del camino. De vez en cuando, una de estas estelas iba seguida de un súbito estallido, una especie de soplo y la luz cegadora del fósforo blanco. No cabía duda de que las tropas de la Frontera se abrían paso con brío hacia donde estaban el sargento y los muchachos. Al sargento le preocupaba la forma en que los artilleros cruzaban el fuego a la derecha y a la izquierda del camino.

—Sam se ha quemado —contestó Nick, incapaz de apartar los ojos de las marcas moradas que su amigo tenía en la muñeca—. Tenemos que hacer algo.

—Ya lo creo —dijo el sargento, como si de repente perdiera coraje al ver que la última bengala se apagaba—. Los soldados de allá abajo están empujando hacia aquí a los muertos… Deben de pensar que ya estamos acabados, porque no ponen ningún cuidado. Si no nos largamos, pronto nos dispararán a nosotros también.

Como para corroborar el comentario, otra bengala describió un arco en lo alto y la ráfaga repentina de una trazadora cruzó por encima de sus cabezas como un trallazo. Todos se agacharon y el sargento gritó:

—¡Poneos a cubierto! ¡A cubierto todos!

Bajo la luz de la nueva bengala, Nick vio unas negras siluetas salir de entre los árboles e iniciar el ascenso de la colina; por el paso desgarbado no cabía duda de lo que eran. Al mismo tiempo, uno de los muchachos situado al otro lado de la colina gritó:

—¡Vienen por detrás! Un montón de…

Sus palabras quedaron ahogadas por los disparos de las ametralladoras y los prolongados estallidos rojizos de las trazadoras que hacían impacto en los muertos, traspasándolos muchas veces. Se retorcían, se tambaleaban con cada disparo, pero no se detenían.

—Han conseguido enfilarlos hacia la colina —dijo el sargento—. Llegarán aquí antes de que las balas los despedacen. Lo he visto otras veces. Las balas nos despedazarán a nosotros también.

Hablaba despacio, casi mecánicamente; Nick advirtió que el sargento había perdido la capacidad de pensar, que tenía el cerebro saturado por la situación de peligro y que no sabía cómo reaccionar.

—¿No podemos hacerles alguna señal a los soldados? —gritó por encima de otra descarga.

Las negras siluetas de los muertos y las brillantes estelas de las trazadoras, hipnótico instrumento del destino, avanzaban hacia ellos a un ritmo inexorable, lentas, pero imparables.

La línea de una trazadora se acercó peligrosamente a ellos y las balas rebotaron en las piedras y la tierra, pasaron silbando por encima de la cabeza de Nick. Se agazapó más en el barro, tiró de Sam para acercarlo a él y cubrir con su cuerpo a su amigo inconsciente.

—¿No podemos hacerles señas? —repitió Nick desesperado, la voz amortiguada, la boca llena de tierra.

El sargento no le contestó. Nick miró hacia donde estaba el hombre y lo vio tumbado, inmóvil. Se le había caído la gorra ribeteada de rojo, su cabeza yacía en un charco de sangre, una masa negra bajo la luz de las bengalas. Nick no supo bien si seguía respirando.

Vacilante, tocando el barro, tendió la mano hacia el sargento mientras su mente se llenaba de imágenes de balas incrustándosele en el hueso. Rozó con los dedos algo metálico, la empuñadura de la espada del sargento. En otras circunstancias habría retirado la mano, pero en ese momento, alguien a su espalda lanzó un grito, un grito tan aterrado que aferró el acero con un movimiento convulsivo.

Se dio media vuelta y vio perfilarse a lo lejos a uno de sus compañeros; luchaba con una silueta mucho más grande. Lo tenía agarrado por el cuello y lo agitaba como quien prepara un batido de leche.

Sin pensar en que podía alcanzarlo una bala, Nick se levantó para ayudar. Al hacerlo, otros compañeros lo imitaron y destrozaron al bracero muerto con bates, palos y piedras.

Segundos después, lo tenían en el suelo y empalado, aunque no habían sido lo suficientemente rápidos para salvar a su víctima. Harry Benlet tenía el cuello roto y nunca más volvería a conseguir tres metas en un solo partido, ni a saltar, por el puro placer de hacerlo, los bancos de la sala de exámenes en Somersby.

La lucha con el bracero los había llevado a lo alto de la colina, desde donde Nick vio que los muertos avanzaban por ambos flancos. Sólo los que venían por la ladera del frente eran derribados por los disparos. Vio desde dónde tiraban los soldados y logró distinguir algunos grupos. En la colina más cercana había varias ametralladoras y al menos cien soldados caminaban entre los árboles a ambos flancos del camino.

Nick contemplaba el panorama cuando una descarga de balas trazadoras se elevó de pronto en dirección a ellos. Llegó a trescientos metros de distancia y se interrumpió de repente. Con la lluvia que caía, resultaba difícil ver con claridad a tanta distancia, pero Nick dedujo que quien disparaba había parado para recargar la ametralladora o cambiar el trípode de sitio, porque divisó a varios soldados moviéndose deprisa, era evidente que habían visto un blanco: las siluetas perfiladas en lo alto de la colina.

—¡Moveos! —gritó, se agazapó y se lanzó colina abajo.

Deslizándose como un fardo por un tobogán, los demás lo siguieron como locos y se detuvieron cuando varios de los muchachos chocaron haciendo caer a los demás.

Poco después, una bala trazadora pasó por encima de sus cabezas y la cima de la colina estalló provocando una ola expansiva cargada de agua, barro y balas que rebotaban.

Nick se agachó instintivamente pese a haber llegado casi al final de la ladera. En ese mismo instante, descubrió tres hechos horripilantes: que había dejado atrás a Sam, casi al otro lado de la colina, que no tenía manera alguna de hacerles señales a los soldados para que no les disparasen, y que aunque siguiesen en movimiento, los muertos les darían alcance antes de que los soldados hubiesen acabado con ellos.

En cuanto Nick se dio cuenta de aquella terrible realidad, una energía y una determinación inusitadas se apoderaron de él y fue tal la claridad de su pensamiento que no daba crédito a su reacción.

—Ted, dame las cerillas —ordenó, porque conocía el gusto de Ted por fumar en pipa, pese a que lo hacía fatal—. Los demás, traedme todo lo que esté seco y arda. ¡Papel, lo que sea!

Sus compañeros se apiñaron a su alrededor, entusiasmados de poder hacer algo al fin. Aparecieron cartas, barajas sobadas y, tras cierta vacilación, las páginas arrancadas de un cuaderno que, hasta ese momento había contenido lo que su propietario consideraba su prosa inmortal. Y como guinda del pastel, un botellín de brandy aportado por el más inesperado de todos, Cooke el menor, que respetaba las normas a rajatabla.

Las tres primeras cerillas se apagaron con un ruido siseante en cuanto las tocó la lluvia y la ansiedad de todos se disparó hasta llegar a las nubes. Ted utilizó la gorra para cubrir la cuarta. Se encendió sin problemas y el papel empapado en brandy ardió la mar de bien. Una fogata de llamas anaranjadas, con los toques azules del brandy, cobró vida tiñendo de color el monótono paisaje atravesado por una sucesión aparentemente infinita de bengalas con paracaídas.

—Estupendo —dijo bruscamente Nick—. Ted, ¿por qué no vas con Mike hasta donde dejamos a Sam y lo traéis hasta aquí sin levantaros demasiado para que no os vean? No os acerquéis a la cima. Y no le toquéis las muñecas, que las tiene quemadas.

—¿Y tú qué vas a hacer? —preguntó Ted tras cierta vacilación, mientras las balas trazadoras seguían volando sobre la colina y las granadas de fósforo blanco estallaban a lo lejos. Era evidente que tenía miedo de ir, aunque no pensaba reconocerlo.

—Intentaré encontrar al nigromante, el hombre que controla todo lo que está pasando —contestó Nick, blandiendo la espada—. Sugiero que los demás os pongáis a cantar, para que el ejército sepa que los que estáis junto a la fogata sois personas de verdad. Además, tendréis que mantener a raya a las criaturas, entretanto, intentaré que me sigan las que están más cerca.

—¿Que cantemos? —inquirió Cooke el menor. Parecía tranquilo, probablemente porque se había tomado la mitad del botellín antes de entregarlo—. ¿Y qué vamos a cantar?

—La canción del colegio —contestó Nick por encima del hombro dirigiéndose colina abajo—. Es la única que se sabe todo el mundo.

Para mantenerse fuera del alcance de las ametralladoras, Nick rodeó la colina para descender en dirección a los muertos, que se encontraban ahora detrás de su posición original. Mientras corría, agitó la espada por encima de la cabeza y gritó palabras sin sentido que quedaron ahogadas por el tableteo constante de las ametralladoras.

Había cubierto la mitad de la distancia que mediaba entre él y los braceros más cercanos cuando los muchachos empezaron a cantar lo bastante alto para imponerse al fragor de la batalla, con un volumen mucho mayor de lo que el maestro de coro de Somersby jamás hubiera soñado.

A Nick le iban llegando frases sueltas de la letra mientras amagaba hacia la izquierda, delante de los braceros, para acabar saliendo disparado hacia la derecha y dirigirse hacia los árboles y el camino.

«Sigue el camino del honor…».

Aminoró el paso para no tropezar con un tronco. Entre los árboles había una mayor oscuridad, la luz de las bengalas que brillaba en lo alto quedaba oculta por el follaje. Nick se arriesgó y echó un vistazo a sus espaldas; se sintió aterrado y contento a la vez al comprobar que por lo menos algunos de los muertos habían virado en redondo y lo seguían. El terror es la más fuerte de las emociones; lo impulsaba a correr entre los árboles más deprisa de lo que el sentido común aconsejaba.

«Juega por el puro placer de jugar…».

La letra de la canción del colegio se interrumpió cuando Nick abandonó el refugio de los árboles, plantó ambas manos en una pared de piedra, saltó por encima, cayó unos dos metros y se encontró en el camino hundido. La espada salió disparada de su mano y él aterrizó sobre el asfalto amortiguando la caída con las manos, que le quedaron en carne viva.

Se quedó tumbado en el camino, para recuperarse y luego empezó a incorporarse. Estaba a gatas cuando notó que alguien se encontraba ante él. Unas botas de cuero con rodilleras metálicas taconearon al acercársele.

—De modo que has venido como te he ordenado, aunque no traes a Saraneth para sellar la promesa —dijo el hombre.

La voz de aquel hombre poseía la extraña cualidad de apagar todos los demás sonidos que llenaban los oídos de Nick. Los disparos, las explosiones de las granadas, el canto…, todo desapareció. Sólo se oía aquella tremenda voz, una voz que le inspiraba un terror indescriptible. Nick había empezado a levantar la cabeza cuando el hombre le habló, pero enseguida tuvo miedo de mirarlo. Su instinto le decía que se trataba del nigromante en cuya busca se había lanzado de forma tan atolondrada. Se limitó a fijar la vista en el suelo, la visera de la gorra de críquet le ocultaba la cara impidiéndole ver una mirada que intuía terrible.

—Levanta la mano —le ordenó el nigromante. Las palabras atravesaron el cerebro de Nick como hierros candentes. El muchacho se arrodilló despacio, como si rezara con la cabeza inclinada, y tendió la mano derecha ensangrentada.

El nigromante acercó la mano despacio, con la palma hacia fuera, y tocó la del muchacho. Nick pensó que iban a darse un apretón de manos y en ese mismo instante le vino a la mente las marcas de las serias quemaduras que tenía Sam en las muñecas. ¡Eran marcas de dedos! Fue incapaz de reaccionar. Su cuerpo estaba paralizado por la fuerza de las palabras del nigromante.

La mano del nigromante se detuvo a pocos centímetros, algo temblaba bajo la piel de la palma, como un parásito que trataba de salir. Y quedó libre. Era una fina lámina de metal plateado que, poco a poco, se dirigió hacia la mano abierta de Nick. Quedó suspendida en el aire un segundo y luego dio un brinco.

Nick notó cómo le golpeaba la palma, penetraba en su piel y se perdía en su torrente sanguíneo. Lanzó un grito, su cuerpo se arqueó, presa de las convulsiones y, por primera vez, el nigromante le vio la cara.

—¡Tú no eres el príncipe! —aulló el nigromante. Levantó la espada cortando el aire y la bajó hacia la muñeca de Nick. El acero se detuvo a menos de un centímetro de su blanco mientras las convulsiones cesaban y el muchacho lo miraba con calma, sosteniéndose la mano contra el pecho.

En el interior de la mano, la lámina de arcano metal avanzaba por los complejos senderos de las venas del muchacho. A este lado del Muro, no tenía tanta fuerza, aunque la suficiente para llegar a su destino final.

Alcanzó el corazón de Nicholas Sayre un momento después y allí quedó alojada. Al cabo de otro momento, el muchacho comenzó a despedir por la boca nubecillas de espeso humo blanco.

Hedge esperó mientras observaba el humo. La nubecilla se disipó repentinamente y Hedge sintió que el viento rolaba al Este y que eso hacía que sus fuerzas mermasen. Oyó el taconeo de botas con tachuelas avanzar por el camino y el zumbido de una bengala disparada al cielo.

Hedge tuvo un instante de vacilación, saltó el Muro de contención con asombrosa destreza y se perdió entre los árboles. Agazapado detrás de los troncos, observó a los soldados que se acercaban con cuidado al muchacho desmayado. Algunos iban armados de fusiles con bayonetas y había dos que portaban ametralladoras ligeras Lewin. Esas armas no constituían peligro alguno para Hedge, sin embargo, otros soldados del grupo llevaban espadas con las brillantes marcas del Gremio y escudos con el símbolo de los Exploradores de la Frontera. Estos hombres lucían marcas del Gremio en la frente y eran magos experimentados, pese a que el Ejército negaba su existencia.

Hedge lo sabía, eran muchos, los suficientes para apresarlo. Casi todos sus braceros muertos habían desaparecido, o bien inmovilizados de un modo que no acababa de comprender, o devueltos al Reino de la Muerte cuando los cuerpos ocupados recientemente quedaban demasiado dañados para seguir albergándolos.

Hedge parpadeó, mantuvo los ojos cerrados un brevísimo instante, único gesto por el que reconocía que su plan se había ido al garete. No obstante, había conseguido pasar cuatro años en Ancelstierre y poner en marcha otras tramas. Pronto volvería por el muchacho.

Hedge huyó al abrigo de la oscuridad mientras los camilleros recogían a Nick; un joven oficial convenció a los colegiales que seguían en la colina de que de verdad podían parar de cantar; Ted y Mike procuraron contarle a Sam, que a duras penas se tenía en pie, lo que había ocurrido mientras un médico del ejército le revisaba las quemaduras de las muñecas y las piernas y preparaba una inyección de morfina.