En el reino de la Muerte
Excepto por el rugido lejano de la cascada que indicaba dónde se encontraba la Primera Puerta, en el Reino de la Muerte todo era silencio. Sam se quedó quieto, muy cerca del límite con la vida, escuchando y mirando atentamente. La extraña luz grisácea, que parecía achatar las figuras y distorsionar la perspectiva, no permitía ver a mucha distancia. Sólo distinguía el río, de aguas negrísimas, salpicadas por la blanca espuma de los remolinos que se formaban alrededor de sus rodillas.
Sam echó a andar con cautela por el borde de la muerte, luchando contra la corriente que intentaba tragárselo y llevárselo lejos. Calculó que el nigromante también estaría cerca de la Frontera con el reino de los vivos, aunque el muchacho no tenía ninguna duda de que estuviese yendo en la dirección correcta para dar con él… o con ella. El muchacho carecía de la habilidad necesaria para saber en qué lugar de aquel vasto reino de los muertos se encontraba en relación con la vida, lo único que tenía claro era dónde estaba el punto que iba a permitirle regresar a su cuerpo.
Se movía con más cautela que la última vez que había estado allí. Había sido el año anterior, en un recorrido hecho con su madre, la Abhorsen. Ahora que iba solo y desarmado, la sensación era completamente distinta. Si bien era cierto que silbando y batiendo palmas podía ejercer cierto control sobre los muertos, sin las campanas le sería casi imposible dominarlos y expulsarlos. Seguramente se trataba de un mago del Gremio con unas habilidades más que notables, pero el nigromante podía muy bien ser un adepto de la magia libre, en cuyo caso, Sam se encontraría en franca desventaja.
La única táctica posible era acercarse sigilosamente a su enemigo, pescarlo desprevenido, algo que sólo era posible si el nigromante estaba concentrado por completo en buscar y someter espíritus muertos. Sam se dio cuenta de que lo peor de todo era que al avanzar en ángulo recto contra la corriente hacía mucho ruido. Por más que intentara ir despacio, le resultaba imposible silenciar el chapoteo. Además, se trataba de una tarea ardua, tanto física como mentalmente, pues el río tiraba de él y le llenaba la cabeza de sensaciones de cansancio y derrota. Qué fácil sería tumbarse y dejarse llevar por la corriente, no tenía ninguna posibilidad de vencer…
Sameth frunció el ceño y se obligó a seguir avanzando y a expulsar de su mente aquellos pensamientos morbosos. Como seguía sin encontrar señales del nigromante, comenzó a preocuparse de que su enemigo no estuviese en el Reino de la Muerte. A lo mejor estaba en el reino de los vivos, ordenando a los muertos que atacaran. Sam tenía la certeza de que Nick y el sargento harían lo imposible por proteger su cuerpo, pero estarían indefensos frente a la magia libre del nigromante.
Por un instante, Sam pensó en regresar, y fue entonces cuando un leve sonido lo obligó a centrarse en la muerte. Oyó una nota suave, purísima, que al principio parecía venir de muy lejos, pero que avanzaba a toda velocidad hacia él. Vio entonces las ondas que acompañaban el sonido, ondas que se movían en ángulo recto con respecto a la corriente del río… ¡e iban directamente hacia él!
Sam se tapó las orejas con las manos y apretó con fuerza. Conocía aquel llamado prolongado y clarísimo. Provenía de Kibeth, la tercera de las siete campanas. Kibeth, la caminante.
La nota solitaria se deslizó entre los dedos de Sam y penetró en sus oídos llenando su mente con su fuerza y su pureza. Luego cambió y se convirtió en una serie de sonidos casi idénticos. Juntos formaron un ritmo que recorrió el cuerpo de Sam, llegó a sus miembros e hizo palpitar un músculo aquí, otro allá, impulsándolo hacia adelante, contra su voluntad.
Desesperado, Sam intentó fruncir los labios para silbar un hechizo defensivo o producir incluso un ruido al azar que pudiera interrumpir la llamada de la campana. Imposible, las mejillas no le respondían, y las piernas comenzaron a chapotear en el agua llevándolo a toda prisa hacia el lugar de donde provenía el sonido, hacia quien tañía la campana.
Demasiado deprisa, porque el río tuvo así ocasión de aprovecharse de la súbita torpeza de Sam. La corriente cobró fuerza enredándose entre los pies del muchacho, tiró de una de sus piernas, lo hizo tambalear tumbándolo como un bolo. El príncipe Sameth se hundió estrepitosamente en las aguas. Los mil puñales del frío atravesaron su cuerpo entero.
La llamada de Kibeth se interrumpió entonces, pero lo mantuvo sujeto, como un pez al anzuelo. Kibeth intentó llevarlo de vuelta pese a que la corriente pugnaba por retenerlo en sus garras. Sam luchó por mantener la cabeza despejada, por tomar aire antes de tragar agua. Los efectos de la campana y la corriente eran demasiado fuertes, lo obligaron a enzarzarse en una pelea en la que había perdido el control de su cuerpo. Pese a que ya no oía a Kibeth, se estremecía de pies a cabeza, recorrido por la tremenda fuerza de la Primera Puerta, la cascada que se lo tragaba llevándolo cada vez más hacia lo hondo, cada vez más cerca.
Sam hizo un esfuerzo sobrehumano y consiguió sacar la cabeza a la superficie y tomar aire. En ese instante, oyó que el rugido de la puerta se elevaba en un crescendo. Estaba demasiado cerca, lo sabía, en cuestión de instantes la corriente lo arrastraría hasta el otro lado de la puerta. Desprovisto de las campanas, sería presa fácil de cualquiera de los habitantes del segundo recinto. Aunque lograra huir de ellos, probablemente estaba ya demasiado débil para resistirse a la corriente. Sería arrastrado hasta llegar a la Novena Puerta, y al trasponerla, lo estaría esperando la muerte definitiva.
Fue entonces cuando algo lo aferró de la muñeca izquierda y notó que se detenía de repente mientras el río bullía y se arremolinaba imponente a su alrededor. Sam estuvo a punto de resistirse a quien lo rescataba, temía que se tratara de alguna extraña criatura, pero se impuso su temor al río, además era tal su desesperación por respirar que no pensó en otra cosa. Pataleó hasta hacer pie y entonces tosió con fuerza para expulsar el agua que se le había metido en los pulmones.
Notó entonces que de la manga le brotaba una nube de vapor y que la muñeca le ardía. Lanzó un grito. El miedo que le provocaba su captor volvió a apoderarse de él; no se atrevía a mirar para comprobar de quién… o de qué se trataba.
Sam levantó la cabeza despacio. Estaba en poder del nigromante al que el muchacho había planeado pillar por sorpresa. Se trataba de un hombre enjuto, medio calvo, que vestía una armadura de cuero, reforzada con placas esmaltadas en rojo y, cruzada sobre el pecho, llevaba una bandolera con campanas.
En el Reino de la Muerte, la magia libre aumentaba su estatura, envolviéndolo en un gran manto de sombra y fuego y la oscuridad avanzaba cuando él lo hacía, transformando su presencia en algo terrible y cruel. Al tocar a Sam, aquella criatura le había dejado un brazalete de ampollas; ahora lo miraba echando llamas por las cuencas de sus ojos.
En la mano izquierda sujetaba una espada con la que apuntaba al cuello de Sam, la hoja afilada a escasos centímetros de su garganta. Una serie de lenguas de fuego recorrían el acero moviéndose como el mercurio y cayendo a la superficie del río, donde seguían ardiendo hasta acabar arrastradas por la corriente.
Sam volvió a toser, no porque tuviera necesidad, sino para disimular su intento de recurrir al Gremio. En cuanto estableció contacto, la espada se acercó más y el humo acre del acero encantado lo obligó a toser de verdad.
—No —dijo el nigromante con una voz que destilaba magia libre y un aliento que apestaba a sangre reseca.
Sam trató por todos los medios de buscar una salida. No podía establecer contacto con el Gremio ni enfrentarse a puño limpio a la espada. Para colmo de males, estaba paralizado, como si su brazo hubiese quedado inmovilizado para siempre en la garra ardiente del nigromante.
—Regresarás a la vida y me buscarás —le ordenó el nigromante, la voz queda y dura, llena de confianza.
Sam comprobó que lo que oía no eran sólo palabras. Sintió la obligación de hacer exactamente lo que el nigromante le pedía. Se trataba de un hechizo de la magia libre, un hechizo que no estaría completo hasta que no quedara sellado con el poder de Saraneth, la sexta campana. Y en ese momento tendría Sam su oportunidad, porque el nigromante se vería obligado a soltarlo o a envainar la espada para empuñar la campana.
«Ay, que me suelte —deseó Sam con todas sus fuerzas, tratando de no tensar demasiado los músculos para no delatar sus intenciones—. Que me suelte, que me suelte».
El nigromante optó por envainar la espada y sacar con la mano derecha la segunda campana en tamaño. Saraneth, la que sojuzgaba. Con ella vincularía a Sam a su voluntad, aunque era muy raro que quisiera que el muchacho regresara al mundo de los vivos. Los nigromantes no sentían un especial interés por los siervos vivos.
La mano que sujetaba a Sam no se abrió un ápice. El dolor era intenso, tan intenso que se hacía insoportable y el muchacho decidió borrarlo de su mente. De estar viéndose los dedos, habría creído que le había quemado la mano a la altura de la muñeca hasta haberla separado del cuerpo.
El nigromante abrió con cuidado la bolsa en la que guardaba a Saraneth. Antes de que sujetara la campana por el badajo para sacarla, Sam se lanzó hacia atrás y cruzando las piernas en tijera, enganchó al hombre por la cintura.
Cayeron los dos a las aguas heladas; el nigromante despidió una enorme nube de vapor en cuanto tocó el líquido elemento. Sam quedó debajo y el agua le llenó la boca y la nariz y llegó a sus pulmones. Pese al frío, notó un ardor en los muslos, pero no aflojó la llave. El nigromante se retorcía para soltarse; Sam entreabrió los ojos bajo el agua y comprobó que el nigromante era una silueta de fuego y oscuridad, más monstruosa y mucho menos humana que antes.
Con la mano que le quedaba libre, Sam tiró con fuerza de la bandolera del nigromante tratando de coger una de las campanas. Al tocarlas, le resultaron extrañas, los mangos de ébano eran ásperos y cortantes, muy distintos de la caoba suave, cargada de marcas del Gremio, con la que estaban hechos los mangos de las campanas de su madre. Sus dedos no conseguían sujetar ni un solo mango, sus piernas iban cediendo poco a poco ante la fuerza descomunal del nigromante, que seguía asiéndolo sin piedad de la muñeca… Sam se había quedado sin aliento.
La corriente se avivó envolviéndolos a ambos en un vertiginoso torbellino hasta que Sam no supo ya qué más hacer para respirar. Fueron arrastrados hasta caer por la cascada de la Primera Puerta.
La cascada les dio mil vueltas y se encontraron en el segundo recinto donde Sam no consiguió seguir sujetando al nigromante. El hombre deshizo la llave de Sam y le dio un codazo en el estómago que le hizo soltar el poco aire que le quedaba en los pulmones produciendo una explosión de burbujas.
Sam trató de devolver el golpe, pero estaba tragando agua en vez de aire y se había quedado sin fuerzas. El nigromante lo soltó y se alejó de él, moviéndose en el agua como una serpiente; a partir de ese momento, el muchacho no tuvo más meta que luchar por su vida.
Poco después, Sam llegó a la superficie y tosió con furia tragando tanta agua como aire. Al mismo tiempo y pese a la corriente, hizo lo imposible por mantener y por localizar a su enemigo. Abrigó una chispa de esperanza cuando comprobó que no había señales del nigromante y que se encontraba cerca de la Primera Puerta. En el segundo recinto no era fácil calcular las distancias, pues la luz poseía una particularidad que impedía ver más allá de lo que tocabas.
No obstante, Sam distinguía la espuma de la cascada y cuando avanzó a trompicones, tocó el agua corriente de la Primera Puerta y no le quedó más que recordar el hechizo que le permitiría cruzarla. Estaba escrito en El libro de los muertos, que había empezado a estudiar el año anterior. Pensó en el grueso volumen y ante sus ojos brillaron las páginas y las palabras del hechizo de la magia libre, dispuestas para que él las pronunciara.
Abrió la boca… y dos manos ardientes lo agarraron de los hombros lanzándolo de cabeza al río. Esta vez no tuvo ocasión de contener la respiración; su grito, convertido en burbujas y espuma, apenas alteró el fluir del río.
El dolor lo obligó a volver en sí. El dolor en los tobillos, la extraña sensación en la cabeza. Tardó un instante en darse cuenta de que seguía en el Reino de la Muerte, aunque cerca de la Frontera con la vida. Y de que el nigromante lo sujetaba cabeza abajo por los tobillos, mientras Sam seguía soltando agua por la nariz y las orejas.
El nigromante volvía a hablar, pronunciaba palabras poderosas que se elevaban alrededor de Sam como aros de acero. El muchacho notó cómo lo aprisionaban y fue consciente de que debía resistirse. Era inútil. Apenas podía mantener los ojos abiertos, e incluso ese mínimo esfuerzo exigía de toda su energía y su voluntad.
El nigromante seguía hablando; sus palabras iban tejiendo una trama alrededor de Sam hasta que comprendió al fin lo único importante: el nigromante lo devolvía a la vida y aquel hechizo vinculante tenía por finalidad que él hiciese lo que le ordenaban.
El hechizo vinculante carecía de importancia. Nada importaba más que regresar al reino de los vivos. Le daba igual que, una vez estuviese de vuelta, tuviera que seguir los terribles designios del hechicero. Estaría otra vez en el reino de los vivos…
El nigromante le soltó un tobillo y Sam se balanceó como un péndulo; su cabeza rozó apenas la superficie del agua. El hechicero parecía haberse vuelto muchísimo más alto, porque no levantaba demasiado el brazo. Aunque tal vez, pensó Sam pese al embotamiento que le producían el dolor y el asombro, cabía la posibilidad de que él hubiera encogido.
—Me buscarás en el reino de los vivos, allí donde el camino se hunde y las tumbas yacen abiertas —le ordenó el nigromante.
El hechizo se apoderó de Sam con tanta firmeza que se sintió como una mosca atrapada en una telaraña. Todavía faltaba el sello de Saraneth. Sam se revolvió al ver aparecer la campana, pero su cuerpo ya no lo obedecía. Intentó invocar al Gremio y en lugar del agradable consuelo del flujo incesante de marcas, se sintió envuelto en un inmenso torbellino de fuego, una vorágine que amenazaba con quemarle la mente, tal como había ocurrido con su cuerpo.
Saraneth sonó, profunda, clara, y Sam lanzó un grito. El instinto lo ayudó a dar con la única nota que desentonara con la campana. El grito se impuso al tono imperioso de Saraneth y la campana se quebró en la mano del nigromante, su toque transformado en un sonido agudo y ronco. El nigromante lo soltó de inmediato y trató de sujetar el badajo con la mano, porque las campanas que tañían desafinadas tenían consecuencias desastrosas para quien las empuñaba.
Cuando la campana calló al fin, el nigromante se concentró otra vez en el muchacho. No lo encontró por ninguna parte, y además, era imposible que la corriente lo hubiese sustraído de su vista tan deprisa.