Los muertos son muchos
Cinco minutos más tarde, todo el equipo estaba bajo la lluvia, en mitad del camino, corriendo en dirección al Sur. Siguiendo el consejo de Sameth, se habían armado con bates de críquet, los palos con punta metálica y las pelotas usadas en los partidos. El sargento de la policía militar corría con ellos, su revólver desenfundado continuaba acallando las protestas de Cochrane.
Entre bravatas y jaleos, al principio, los muchachos se lo tomaron a broma. A medida que oscurecía y la lluvia caía más tupida, se calmaron. Las bromas cesaron por completo cuando a sus espaldas oyeron cuatro disparos en rápida sucesión, seguidos más lejos de un grito angustiado.
Sameth y el sargento se lanzaron una mirada cargada de miedo, una mirada en la que se adivinaba que, para su desgracia, sabían qué estaba pasando. Los disparos y el grito debían de venir del soldado de primera clase Harris, que había vuelto al puesto fronterizo.
—¿Hay algún arroyo u otra corriente de agua por aquí cerca? —jadeó Sameth, consciente de la cantinela de advertencia que, desde la infancia, venía oyendo sobre los muertos.
El sargento negó con la cabeza, sin pronunciar palabra. No dejaba de mirar por encima del hombro y de correr, con el peligro de perder el equilibrio. Poco después de haber oído el grito, vio lo que buscaba y se lo indicó a Sameth: tres bengalas con paracaídas flotaban en dirección al suelo, pocos kilómetros más al Norte.
—Parece que Harris consiguió al menos soltar la paloma —resopló—. O tal vez, el teléfono funcionaba, igual que la pistola. Pronto enviarán a la compañía de reserva y un pelotón de Exploradores, príncipe Sameth.
—Eso espero —contestó el muchacho.
Percibía a los muertos; los seguían por el camino y se acercaban rápidamente. Daba la impresión de que allá adelante no había ni esperanza ni seguridad en ninguna parte. Ni una granja o granero de construcción sólida, ni un arroyo cuya agua corriente los muertos no pudieran cruzar. El camino proseguía un trecho e iba a terminar en un sendero hundido, más oscuro y más cerrado, el lugar perfecto para una emboscada.
En el instante en que estos pensamientos pasaban por la cabeza de Sam, el muchacho advirtió que el sentido que le permitía percibir a los muertos había cambiado. Al principio se desorientó, hasta que descubrió lo que pasaba. En algún lugar de la oscuridad que los rodeaba, en el camino flanqueado de altos terraplenes, frente a ellos, acababa de alzarse el espíritu de un muerto. Y peor aún, se trataba de un espíritu reciente, escapado hacía poco del Reino de la Muerte. No eran espíritus de muertos obstinados que habían conseguido cruzar la Frontera. Eran braceros muertos, resucitados en el lado ancelstierrano del Muro por un nigromante. Eran controlados por la mente del nigromante, y por eso, resultaban mucho más peligrosos que los espíritus delincuentes.
—¡Alto! —aulló Sam; su grito se impuso al repiqueteo de la lluvia y de pasos en el asfalto—. Están delante de nosotros. ¡Debemos abandonar el camino!
—¿Quiénes están delante de nosotros, muchacho? —gritó Cochrane, perdiendo otra vez los estribos—. Ya está bien de sandeces…
Enmudeció al ver una silueta que salía a trompicones de las sombras, delante de ellos, y se plantaba en mitad del camino. Era humana o lo había sido, de sus brazos colgaban restos de carne y la cabeza era casi, casi un cráneo reseco, las cuencas de los ojos, dos negros y profundos hoyos y una hilera de dientes brillantes. No cabía duda alguna, estaba muerta; el olor a podrido que de ella se desprendía, mataba el aroma suave de la lluvia. Al avanzar iba soltando terrones de tierra, prueba patente de que acababa de salir de la sepultura.
—¡A la izquierda! —gritó Sam—. ¡Todos a la izquierda!
A su grito, los muchachos, hasta ese momento inmóviles y silenciosos, brincaron por encima de la tapia de piedra que flanqueaba el camino. Cochrane fue el primero, se precipitó hacia ella lanzando el paraguas a un lado.
La cosa muerta se movió también y echó a correr desmañadamente al notar la presencia de la vida que tanto ansiaba. El sargento se apoyó en la tapia y esperó hasta tenerla a tres metros. Entonces, con el pesado revólver calibre 455 apuntó al torso de la criatura y descargó todas las bailas, cinco disparos en rápida sucesión, acompañados de un suspiro de alivio al comprobar que el arma funcionaba.
La criatura se detuvo y cayó de espaldas, pero el sargento no esperó. Llevaba en la Frontera el tiempo suficiente para saber que no tardaría en levantarse. Las balas detenían a los braceros muertos, aunque sólo si las criaturas eran despedazadas. Las granadas de fósforo blanco resultaban más efectivas, las dejaban reducidas a cenizas, siempre y cuando funcionaran. Las pistolas, las granadas y otras armas corrientes de la tecnología militar ancelstierrana tendían a fallar cuanto más cerca del Muro y del Reino Antiguo se utilizaban.
—¡Subamos la colina! —gritó Sam, señalando a una elevación del terreno que tenían delante, donde el bosque raleaba.
Si conseguían llegar hasta allí, al menos tendrían la ventaja de ver desde lo alto cualquier cosa que se acercase.
Echaron a correr y a sus espaldas se elevó un grito discordante, inhumano, un sonido como de fuelles rotos pisoteados de repente por un montón de pies, más chillido que grito. Sam sabía que aquel grito partía de los pulmones resecos de un bracero muerto. Sin embargo, provenía de algún lugar situado más a la derecha de donde se encontraba el muerto viviente que el sargento había eliminado. Al mismo tiempo, presentía a otros moviéndose a diestro y siniestro, rodeando la colina.
—Allá abajo hay un nigromante —dijo sin dejar de correr—. Y calculo que habrá muchos cadáveres, muertos no hace mucho.
—Un camión lleno de sureños… se salió del camino por esta zona hará algo así como mes y medio —dijo el sargento hablando a toda prisa en cuanto terminaba de tomar aliento—. Hubo diecinueve muertos. Todo un misterio… adonde se dirigían…, en fin…, que el coadjutor de Archell no… no los quiso… en el crematorio del Ejército, tampoco… así que los enterraron junto al camino.
—¡Estúpidos! —gritó Sameth—. ¡Estamos demasiado cerca del Muro! ¡Deberían haberlos incinerado!
—Malditos cagatintas burócratas —resopló el sargento agachándose con agilidad para evitar una rama—. Las disposiciones prohíben sepultar a nadie dentro de la… Frontera. Pero aquí estamos fuera… ¿me comprende?
Sameth no contestó. Empezaron a subir la colina y había que ahorrar aliento. Notaba la presencia de al menos doce braceros muertos a sus espaldas, y tres o cuatro desplegados a ambos lados. Percibía también algo, una presencia, probablemente un nigromante, en la zona donde los cuerpos estaban enterrados…, mejor dicho, donde habían sido enterrados.
En la cima de la colina la arboleda desaparecía, quedaban apenas unos cuantos arbolillos raquíticos a merced del viento. Faltaban pocos metros para llegar a lo alto y el sargento les ordenó que se detuvieran.
—¡Acercaos todos! ¿Falta alguno? ¿Cuántos…?
—Dieciséis, incluido el señor Cochrane —dijo Nick, que era una luz para los cálculos. Cochrane le lanzó una mirada colérica, pero no dijo nada, inclinó la cabeza y trató de recuperar el aliento—. Están todos.
—¿Cuánto tiempo tenemos, príncipe Sameth? —le preguntó el sargento a Sam al tiempo que ambos miraban hacia los árboles de abajo.
La lluvia arreciaba y la noche caía veloz; apenas se veía.
—Tendremos a los dos o tres primeros encima dentro de pocos minutos —contestó Sameth sombríamente—. La lluvia los demorará un poco. Habrá que derribarlos y atravesarlos con palos para que no se muevan. Nick, organiza a todos en grupos de tres. Dos bateadores y alguien que sujete los palos. No, Hood…, ve con Asmer. Cuando vengan, yo los distraeré con un… bueno, los distraeré. Los bateadores deberán golpearlos con todas sus fuerzas y sin pérdida de tiempo, a la altura de las rodillas, y después, clavarles palos en brazos y piernas.
Sameth calló al ver que uno de sus compañeros observaba el palo de madera de setenta y cinco centímetros de largo con el pincho metálico en la punta. Por la expresión del muchacho, quedaba claro que era incapaz de verse clavando aquello a nada.
—¡No son personas! —gritó Sam—. Están todos muertos. Si no lucháis contra ellos, nos matarán. ¡Pensad en ellos como en animales salvajes y no olvidéis que luchamos por nuestras vidas!
Uno de los muchachos se echó a llorar, las lágrimas silenciosas rodaron por sus mejillas. Sam creyó en un primer instante que era lluvia, hasta que reparó en la desesperación y el terror más absoluto que destilaba la mirada de su compañero.
Iba a decirle unas cuantas palabras para infundirle ánimos cuando Nick señaló colina abajo y gritó:
—¡Ya vienen!
Tres braceros muertos salieron de entre los árboles, haciendo eses como borrachos, los brazos y las piernas despendolados. El choque había destrozado sus cuerpos, pensó Sam, al tiempo que calculaba cuánta fuerza tendrían, el que estuvieran tan maltrechos era una buena noticia: avanzaban con mucha torpeza, medio descoyuntados.
—Nick, tu equipo se ocupará del que está a la izquierda —ordenó, hablando deprisa—. Ted, el tuyo se encargará del que está en el medio, y el de Jack, del que está a la derecha. Apuntadles a las rodillas y clavadles los palos en cuanto los tengáis en el suelo. No dejéis que os agarren, son mucho más fuertes de lo que parecen. Los demás, y por favor, también ustedes, sargento y señor Cochrane, manténganse a distancia y ayuden a los equipos que se vean en dificultades.
—¡A sus órdenes! —contestó el sargento.
Cochrane se limitó a asentir sin abrir la boca, la vista clavada en los braceros muertos que iban acercándose. Era la primera vez, desde que Sam tenía memoria, que el entrenador no se ponía rojo como un pimiento. Estaba pálido, casi tanto como la asquerosa carne descolorida de los muertos que se aproximaban.
—Esperad que os dé la orden —gritó Sam.
Buceó en las profundidades en busca del Gremio. En casi todo el territorio de Ancelstierre era imposible lograrlo, sin embargo, estando cerca del Muro, no sería imposible, le costaría lo suyo, eso sí, como tratar de zambullirse en la parte más honda de un río.
Sameth dio con el Gremio y aquel contacto familiar lo reconfortó; sintió que su permanencia y su totalidad lo vinculaban a todo lo existente. Invocó las señales que necesitaba, las retuvo en la mente mientras formaba sus nombres para pronunciarlos. Cuando todo estuvo dispuesto, estiró el brazo derecho separando tres dedos de la mano para señalar a las criaturas muertas que se aproximaban.
—¡Anet! ¡Calew! ¡Ferhan! —rugió Sam.
Las marcas del Gremio salieron de sus dedos en forma de relucientes cuchillas plateadas que cruzaron silbando el aire a tanta velocidad que ningún ojo humano fue capaz de seguir su curso. Cada una de ellas golpeó a un bracero muerto abriéndole en las carnes putrefactas un agujero del tamaño de un puño. Los tres se tambalearon, uno de ellos cayó al suelo agitando brazos y piernas como un escarabajo patas arriba.
—¡Demonios! —exclamó uno de los muchachos que estaba cerca de Sam.
—¡Adelante! —gritó Sam.
Los colegiales avanzaron lanzando un rugido de guerra y revoleando las improvisadas armas. Sam y el sargento los siguieron, pero Cochrane atacó en solitario, bajó corriendo la colina en ángulo recto respecto de los demás.
Todo fueron gritos, bates levantados en el aire y asestados con fuerza, el sonido amortiguado de los palos al traspasar la carne muerta y clavarse en la tierra empapada.
Sam lo vivió todo en una especie de extraño frenesí; los sonidos, las imágenes y las emociones se amalgamaron de tal forma que no tuvo certeza de lo que realmente ocurría. Salió de la intensa furia y se vio ayudando a Druitt el menor a clavar un palo en el antebrazo de una criatura que se revolvía en el suelo. Pese a tener ambas piernas sujetas, siguió luchando, rompió uno de los palos y a punto estuvo de soltarse, hasta que los muchachos del equipo de reserva intervinieron certeramente colocándole una piedra encima del brazo suelto.
Cuando retrocedió y se enjugó la cara empapada de lluvia, Sam comprobó que todos daban vivas. Todos menos él, porque notaba la presencia de más muertos que venían por el camino, por el otro lado de la colina. Tras un rápido examen comprobó que sólo quedaban tres palos y que dos de los cinco bates se habían roto.
—¡Retroceded! —ordenó, acallando los vítores—. Vienen otros. Mientras retrocedían, Nick y el sargento se acercaron a Sam. Nick fue el primero en preguntar en voz baja:
—¿Y ahora qué hacemos, Sam? ¡Esas cosas siguen moviéndose! Dentro de media hora se habrán soltado.
—Ya habrán llegado las tropas de la Frontera —masculló Sam, al tiempo que echaba una rápida mirada al sargento, que asintió con la cabeza—. Los que me preocupan son esos otros que están subiendo ahora. Lo único que se me ocurre es…
—¿Qué? —inquirió Nick al comprobar que Sam se interrumpía en mitad de la frase.
—Son todos braceros, por tanto, carecen del libre albedrío de los muertos de verdad —contestó Sam—. Además, son de confección reciente. Los espíritus que los albergan hacen lo que el nigromante les ordene, de manera que no son ni poderosos ni listos. Si lograra dar con el nigromante que los controla, tal vez podría hacer que se atacaran entre ellos o que dieran vueltas en círculos. Con un poco de suerte, incluso consigo que algunos regresen al reino de los muertos.
—¡Pues entonces, a buscar al nigromante ése! —pronunció Nick con firmeza. Pese a que la voz no le tembló, no pudo evitar echar una mirada nerviosa colina abajo.
—No es tan sencillo —comentó Sam, pensativo. Concetraba gran parte de su atención en los braceros muertos cuya presencia notaba por doquier. Habría unos diez en el camino y otros seis ocultos en el otro lado de la colina. Ambos grupos comenzaron a formar en filas irregulares. Estaba claro que el nigromante se disponía a lanzarlos a todos al ataque desde ambos flancos.
—No es tan sencillo —repitió Sam—. El nigromante está allá abajo, en alguna parte, al menos físicamente. Aunque lo más seguro es que en realidad se encuentre en el Reino de la Muerte, donde habrá dejado su cuerpo protegido por un hechizo o algún tipo de guardaespaldas. Para llegar a él, tendré que adentrarme en el Reino de la Muerte… y no dispongo de espada, ni de campanas, ni de nada.
—¿Adentrarte en el Reino de la Muerte? —preguntó Nick elevando la voz media octava. Iba a decir algo más, pero bajó la vista y contempló a los braceros empalados y se calló.
—Ni siquiera tengo tiempo de levantar un escudo protector en forma de diamante —rezongó Sam a media voz.
En realidad nunca había ido solo al Reino de la Muerte. Siempre lo había hecho acompañado de su madre, la Abhorsen. Deseó con toda el alma que estuviera allí para ayudarlo. Pero no estaba, y a él no se le ocurría otra solución. Podía salvarse solo, aunque jamás se permitiría dejar atrás a sus compañeros.
—Nick —dijo, tomando una decisión—. Voy a adentrarme en el Reino de la Muerte. Mientras esté allí, no veré ni sentiré nada en este mundo. Mi cuerpo parecerá congelado, de modo que necesito que tú, con la ayuda del sargento, me vigiles lo mejor posible. Pienso regresar antes de que los muertos hayan llegado hasta aquí; si no lo consiguiera, tratad de detenerlos. Lanzadles pelotas de críquet, cualquier cosa que tengáis a mano. Si no conseguís detenerlos, agarradme del hombro, pero no me toquéis nada más que el hombro.
—De acuerdo —contestó Nick.
Estaba intrigadísimo y tenía miedo, pero le tendió la mano. Sam se la estrechó mientras los demás muchachos los miraban con curiosidad o contemplaban la lluvia. Sólo el sargento se adelantó y le entregó a Sam su espada por la empuñadura.
—Le hará más falta que a mí, príncipe Sameth —dijo. Y como si le leyera el pensamiento al muchacho, añadió—: Ojalá estuviera aquí su señora madre. Buena suerte, mi señor.
—Gracias —dijo Sam devolviéndole la espada—. Por desgracia, sólo me sirve una espada encantada. Quédesela.
El sargento asintió y recuperó la espada. Sam adoptó la postura de defensa de los boxeadores y cerró los ojos. Tanteó en busca del límite entre la vida y la muerte y lo encontró sin tropiezos; experimentó la extraña sensación de la lluvia deslizándose por la nuca al tiempo que el frío tremendo del Reino de la Muerte, donde nunca llovía, le daba en la cara.
Concentrando toda su fuerza de voluntad, Sam empujó en dirección al frío para que su espíritu se adentrara en el reino de los muertos. A continuación, sin previo aviso, se encontró allí, y notó el frío en todo el cuerpo, no sólo en la cara. Abrió los ojos como platos, vio la luz grisácea y monótona del Reino de la Muerte y notó en las piernas que la corriente del río tiraba de él. De lejos le llegó el rugido de la Primera Puerta y se estremeció.
Entretanto, en el reino de los vivos, Nick y el sargento comprobaron de repente que el cuerpo de Sam se ponía rígido. De la nada surgió una niebla que, cual enredadera, se enroscó a sus piernas. Ante sus ojos, vieron su cara y sus manos cubrirse de escarcha, una capa helada que la lluvia no conseguía disolver.
—No sé si creer en lo que veo —susurró Nick apartando la vista de Sam para observar a los muertos que se aproximaban.
—Más te vale dar crédito a tus ojos —dijo el sargento sombríamente—. Porque creas o no en ellos, te matarán.