Príncipe Sameth

A más de mil kilómetros al sur del Glaciar de las Clarvis, veintidós muchachos jugaban al críquet. En el Reino Antiguo, al otro lado del Muro, situado a cincuenta kilómetros al Norte, estaban a finales del otoño. Aquí, en Ancelstierre, el final del verano traía consigo días luminosos y cálidos, perfectos para la final del muy disputado Campeonato Juvenil por el Trofeo, en el que participaban los alumnos de los dos últimos cursos de dieciocho escuelas.

Era el último over del partido, sólo quedaba una pelota por lanzar y con tres carreras había que ganar el turno de lanzamiento, el partido y el campeonato.

Al bateador que le tocaba darle a la última pelota le faltaba un mes para cumplir los diecisiete años y un centímetro para pasar del metro ochenta. Tenía el pelo castaño oscuro lleno de rizos apretados y unas características cejas negras. No era guapo, lo que se dice guapo, pero llamaba la atención y los pantalones de franela blancos le sentaban de maravilla. Claro que ya no estaban tan almidonados y planchados como al empezar el partido, porque al cabo de setenta y cuatro carreras del equipo, sesenta de las cuales se debían al bateador, habían quedado completamente empapados de sudor.

Un nutrido público llenaba las gradas del campo de críquet de Bain, un público más nutrido de lo normal para tratarse de un partido juvenil y viniendo uno de los equipos de la cercana Escuela Dormalan. Casi todos los espectadores habían ido a ver al bateador alto y joven, no porque fuera más habilidoso que el resto del equipo, sino porque era un príncipe. Para ser más exactos, era un príncipe del Reino Antiguo. Bain no sólo era el pueblo más próximo al Muro que separaba Ancelstierre de aquella tierra de magia y misterio, sino que hacía diecinueve años también había padecido la incursión de los muertos, derrotados con la ayuda de los padres del bateador, sobre todo de su madre.

El príncipe Sameth era consciente de la curiosidad que despertaba en los habitantes de Bain, pero no permitió que eso lo distrajera. Concentró toda la atención en el lanzador que se encontraba en el otro extremo del punto de lanzamiento, un temible muchacho pelirrojo cuya fuerza al lanzar le había permitido ganar tres wickets. Aunque daba la impresión de estar un poco cansado, y su último over había sido algo irregular, pues había permitido que Sam y su bateador, Ted Hopkiss, bateara la pelota a la otra punta del campo en su afán por conseguir las últimas y vitales carreras. Si el lanzador no recuperaba las fuerzas y la precisión del principio, pensó Sameth, tenía una oportunidad. Cuidado, el lanzador no parecía tener prisa, flexionaba despacio el brazo con el que bateaba y miraba las nubes que surcaban el cielo.

El tiempo era un factor de distracción, pero sólo para Sameth. Hacía unos minutos que se había levantado un viento. Soplaba directamente del Norte trayendo consigo la magia recogida en el Reino Antiguo y el Muro. Como reacción, la marca del Gremio que Sameth llevaba en la frente le producía un cosquilleo y aumentaba su percepción de la muerte. Desde luego, su fría presencia no se notaba con excesiva intensidad donde él estaba. Pocos habían muerto en el punto de lanzamiento del campo de críquet, al menos en época reciente.

El lanzador emprendió por fin su carrera y la pelota rojo brillante salió aullando en dirección del punto de lanzamiento y rebotó hacia arriba cuando Sameth dio un paso al frente para recibirla. El bate de sauce chocó contra el cuero produciendo un potente crujido y la pelota salió disparada por encima del hombro izquierdo de Sameth. Subió y subió formando un arco por encima de los fielders que corrían, en dirección a las gradas, donde un hombre de mediana edad saltó del asiento en una exhibición de su maña algo olvidada para el críquet y la agarró. ¡Seis tantos! Sameth notó que la boca se le ensanchaba en una sonrisa al oír que el público de las gradas aplaudía con fervor. Ted se le acercó a la carrera para estrecharle la mano y balbució algo, luego se vio estrechando la mano a los jugadores del equipo contrario y a un montón de gente más mientras se abría paso hacia las casetas. Entre un apretón de manos y el siguiente, levantó la vista para ver el marcador que continuaba cambiando. Había conseguido sesenta y seis not out, su mejor marca personal y un final apropiado para su trayectoria en el críquet escolar. Probablemente de toda su trayectoria en el críquet, pensó, al recordar que faltaban apenas dos meses para que regresara al Reino Antiguo. Al norte del Muro no se jugaba al críquet.

Su amigo Nicholas fue el primero en felicitarlo cuando llegó al vestuario. Nick era fantástico como lanzador con efecto, pero batear ya no se le daba tan bien y como fielder era un desastre. Con frecuencia desconectaba, como si entrara en un sueño, y se ponía a analizar un insecto del suelo o alguna nube con forma rara en el cielo.

—¡Has estado genial, Sam! —exclamó Nick estrechándole la mano con fuerza—. Otro trofeo más para el viejo Somersby.

—Muy pronto, Somersby será tan viejo que pasará a la historia —contestó Sam sentándose en un banco y empezando a desatarse las espinilleras—. Tiene gracia, ¿eh? Nos pasamos diez años quejándonos del lugar y cuando llega el momento de largarnos…

—Sí, ya lo sé, ya lo sé —dijo Nick—. Por eso deberías venir conmigo a Corvere, Sam. La universidad es más de lo mismo. Olvida tu miedo al futuro…

La frase quedó interrumpida cuando el resto del equipo entró en tropel a estrecharle la mano a Sameth. Hasta el señor Cochrane, entrenador y profesor de educación física de Somersby famoso por su irascibilidad, se dignó a darle una palmada en el hombro y a declarar:

—Magnífico espectáculo, Sameth.

Una hora más tarde, estaban todos en el autobús escolar, empapados por el chaparrón repentino que había traído consigo el viento del norte. Los chubascos se iban alternando con los claros que duraban pocos minutos. Por desgracia, el último chubasco los había pillado justo cuando cruzaban el camino hacia el autobús.

El viaje a Somersby era en dirección sur por el camino de Bain y duraba tres horas. Por ello los pasajeros del autobús se sorprendieron cuando, justo a las afueras de Bain, el conductor abandonó el camino principal y enfiló por una carretera comarcal de un solo carril.

—¡Eh, chofer, pare! —exclamó el señor Cochrane—. ¿Dónde diablos cree que va?

—Por un desvío —contestó brevemente el hombre, apenas sin mover los labios. Sustituía a Fred, el chófer habitual de la escuela, que el día anterior se había fracturado el brazo en una pelea por un polémico campeonato de dardos—. El camino de Bain está inundado a la altura de Armas del Criquetista.

—Muy bien —dijo Cochrane; su ceño fruncido indicaba que no estaba tan de acuerdo como aparentaba—. Qué cosa más rara. Juraría que no ha llovido tanto. ¿Está seguro de que conoce otro camino?

—Sí, jefe —afirmó el hombre y en su cara de comadreja se vio algo parecido a una sonrisa—. El puente de Beckton.

—En mi vida lo había oído nombrar —dijo Cochrane con desdén—. En fin, supongo que sabrá lo que hace.

Los muchachos no prestaron demasiada atención a la conversación ni al camino. Llevaban levantados desde las cuatro de la mañana para poder llegar a Bain a tiempo, y se habían pasado el día entero jugando al críquet. La mayoría de ellos, incluido Nick, se pusieron a dormir. Sameth se mantuvo despierto, todavía le duraba el entusiasmo por los seis tantos ganadores. Contemplaba por la ventanilla cómo caía la lluvia sobre el campo. Dejaron atrás una serie de granjas colonizadas en cuyas ventanas se veía el cálido fulgor de la luz eléctrica. Los postes del telégrafo, al costado del camino, pasaban raudos, como la cabina de teléfono roja cuando cruzaron el pueblo a toda velocidad.

Pronto dejaría atrás todo aquello. La tecnología moderna como el teléfono y la electricidad no funcionaban al otro lado del Muro.

Diez minutos más tarde, dejaron atrás un paisaje que Sameth tampoco vería al otro lado del Muro. Un gran campo lleno de cientos de tiendas, la colada puesta a secar en todas las cuerdas tensoras disponibles y un aire general de desorden. El autobús aminoró la marcha al pasar y Sameth vio que en la puerta de la mayoría de las tiendas se amontonaban mujeres y niños contemplando tristemente la lluvia. Casi todos ellos llevaban la cabeza cubierta con pañuelos o sombreros azules, que los identificaban como refugiados sureños. Más de diez mil recibían cobijo temporal en lo que el Corvere Times describía como «las lejanas regiones norteñas del país», en clara referencia a su proximidad al Muro. Aquél debía de ser uno de los campamentos de refugiados que habían surgido en los últimos tres años, dedujo Sameth, al reparar en la triple alambrada de acordeón que rodeaba el campo y en los policías que montaban guardia en la entrada mientras la lluvia caía a raudales sobre sus yelmos y los chubasqueros azul oscuro.

Los sureños huían de una guerra que libraban cuatro estados del lejano Sur, al otro lado del Mar Hendido que bañaba Ancelstierre. La guerra había comenzado tres años antes, a raíz de una pequeña rebelión en la Autarquía de Iskeria que, contra todo pronóstico, resultó un éxito. Aquella rebelión se había convertido en una guerra civil en cuyos bandos opuestos se vieron implicados los países vecinos de Kalarime, Iznenia y Korrovia. Sameth sabía que había por lo menos seis facciones en guerra, entre las cuales estaban las fuerzas del autócrata iskeriano, los primeros rebeldes anarquistas, los tradicionalistas apoyados por Kalarime y los imperialistas korrovianos.

Tradicionalmente, Ancelstierre se mantenía neutral cuando el Continente Sur estaba en guerra y confiaba a su marina de guerra y su cuerpo de aviación la tarea de mantener los problemas al otro lado del Mar Hendido. Sin embargo, la guerra había alcanzado gran parte del continente y en ese momento, el único lugar seguro para los no combatientes era Ancelstierre.

Ancelstierre era así el destino elegido por los refugiados. A muchos les impedían la entrada en alta mar o en los principales puertos, pero por cada barco que regresaba, una embarcación menor recalaba en algún punto de la costa ancelstierrana donde descargaba los doscientos o trescientos refugiados que habían viajado en ella apretados como sardinas.

Muchos más morían ahogados o de inanición, pero eso no disuadía a los demás.

A la larga, terminaban cayendo en las redadas que se organizaban para perseguirlos y eran conducidos a los campamentos temporales. En teoría, a partir de ese momento, reunían los requisitos para convertirse en inmigrantes de la Mancomunidad de Ancelstierre, pero en la práctica, sólo los que tenían dinero, contactos o aptitudes útiles llegaban a obtener la ciudadanía. Los demás se quedaban en los campamentos de refugiados hasta tanto el gobierno ancelstierrano encontrara la manera de enviarlos de vuelta a sus países de origen. El recrudecimiento de la guerra y la confusión que traía aparejada no contribuían en nada a que quienes habían huido regresaran voluntariamente. Los intentos de deportaciones masivas culminaban siempre en huelgas de hambre, disturbios y todo tipo de protestas.

—Tío Edward dice que el tal Corolini quiere enviar a los sureños a tus pagos —comentó Nicholas con voz soñolienta cuando, al disminuir la marcha el autobús, despertó—. Al otro lado del Muro. Aquí no hay sitio para ellos, dice, mientras que en el Reino Antiguo sobra.

—Corolini es un agitador populista —contestó Sameth, citando el editorial del Times.

Su madre, que estaba al frente de gran parte de la diplomacia del Reino Antiguo con Ancelstierre, tenía una opinión todavía más dura sobre ese político que, desde los comienzos de la guerra del Sur había adquirido cada vez más importancia. Lo consideraba un ególatra peligroso, capaz de cualquier cosa con tal de conseguir el poder.

—No sabe de lo que habla. Morirían todos en las Tierras Fronterizas. No es seguro.

—¿Qué problema hay con que se vayan para allá? —preguntó Nick.

Sabía que a su amigo no le hacía gracia hablar del Reino Antiguo. Sam siempre decía que no se parecía en nada a Ancelstierre y que Nick no lo entendería. Casi nadie conocía a fondo esa zona, y en las bibliotecas existía poca información importante que Nick hubiera visto. El ejército mantenía la Frontera cerrada y eso era todo.

—Hay… animales y… y cosas peligrosas —le contestó Sameth—. Ya te lo he dicho. Las armas, la electricidad y esas cosas no funcionan. No se parece en nada a…

—Ancelstierre —lo interrumpió Nicholas con una sonrisa—. La verdad es que no me faltan ganas de ir a verte en las vacaciones para comprobarlo con mis propios ojos.

—Ojalá pudieras venir —dijo Sameth—. Me hará falta ver una cara amiga después de seis meses en compañía de Ellimere.

—¿Y cómo sabes que no es a tu hermana a quien quiero ir a visitar? —preguntó Nick con una mirada lasciva.

Sam nunca hablaba bien de su hermana mayor. Iba a comentar algo más, pero las palabras se le helaron en la boca cuando miró por la ventanilla. Nick también miró.

El campamento de refugiados había quedado atrás hacía rato para dar paso a un bosque bastante cerrado. A lo lejos, la bola del sol, desdibujada por la lluvia, colgaba encima de las copas de los árboles. Ellos eran los únicos asomados a las ventanillas del lado izquierdo del autobús y el sol debería haber estado a la derecha. Iban en dirección norte, y ya llevaban un buen trecho. En dirección Norte, hacia el Muro.

—Será mejor que avise a Cockers —dijo Sameth, que ocupaba el asiento del pasillo.

Se había levantado para dirigirse a la parte delantera del autobús cuando el motor comenzó a resoplar y el vehículo dio un bandazo que casi echó al suelo a Sam. El conductor lanzó una maldición y redujo las marchas, pero el motor siguió resoplando. El conductor renovó las maldiciones y entonces aceleró con tanto ímpetu que el quejido del motor despertó a cuantos seguían dormidos. Y entonces se apagó. Las luces interiores y los faros se apagaron y el autobús acabó deteniéndose del todo.

—¡Señor Cochrane! —gritó Sam imponiéndose al repentino alboroto que hicieron sus compañeros al despertar—. ¡Nos dirigimos al Norte! Creo que estamos cerca del Muro.

Cochrane, que escudriñaba por su ventanilla, se volvió en el mismo instante en que Sam pronunció su nombre, se plantó en el pasillo y su imponente mole bastó para hacer callar a los muchachos que tenía más cerca.

—¡Calma! —ordenó—. Chorradas, Sameth. Volved a vuestros asientos. Iré a ver qué…

Se interrumpió bruscamente cuando oyó al conductor cerrar de golpe la puerta tras haberse bajado del autobús. Todos los muchachos se asomaron a las ventanillas pese al rugido de Cochrane, y comprobaron que el conductor saltaba el murete que bordeaba el camino y echaba a correr entre los árboles como si lo persiguiese un enemigo mortal.

—Pero ¿qué diablos pasa aquí? —gritó Cochrane volviéndose para mirar por el parabrisas.

Estaba claro que lo que había asustado al conductor a él no le parecía tan terrible, porque abrió la puerta de acceso de pasajeros y salió bajo la lluvia al tiempo que sacaba el paraguas.

En cuanto se apeó del autobús, todos corrieron a la parte delantera. Desde el lugar que ocupaba en el pasillo, Sam fue el primero en llegar. Se asomó y lo primero que vio fue que una barrera atravesaba el camino y junto a ella un enorme cartel rojo. No se leía bien a causa de la lluvia, pero de todas maneras sabía lo que ponía. Todas las veces que había vuelto al Reino Antiguo a pasar las vacaciones, había visto carteles idénticos. Los carteles rojos indicaban el comienzo de la Frontera, la zona militar que el ejército ancelstierrano había delimitado justo frente al Muro. Más allá de esos carteles, los bosques a ambos lados del camino desaparecían para dar paso a una franja de algo menos de un kilómetro, plagada de plazas fuertes, trincheras e interminables vallas de alambre espino que se extendían desde la costa este a la oeste.

Sam recordaba exactamente lo que decía el cartel. Fingiendo tener una vista de lince que le permitía ver a través del parabrisas empañado, recitó la advertencia desconocida por los demás, pero que él sabía de memoria. Era importante que ellos también la conocieran.

MANDO FRONTERIZO EJÉRCITO DEL NORTE

Queda terminantemente prohibido salir de la zona fronteriza.

Se disparará sin previo aviso a toda persona que intente cruzarla.

Los viajeros autorizados deberán presentarse en el Cuartel General del Mando Fronterizo.

SE RECUERDA A TODOS QUE SE DISPARARÁ SIN PREVIO AVISO.

En el silencio que siguió a su fingida lectura, todos se pusieron muy serios. De inmediato surgió un torrente de preguntas que Sam no contestó. Creía que el conductor había huido por el miedo que le causaba estar tan cerca del Muro. ¿Y si los hubiese llevado hasta allí adrede? ¿Y por qué había huido de los dos policías militares tocados con gorra roja que habían abandonado su garita para acercarse?

La familia de Sameth tenía muchos enemigos en el Reino Antiguo. Algunos eran humanos, y en Ancelstierre pasaban muy bien por inofensivos. Algunos no lo eran, y contaban con el poder suficiente para cruzar el Muro y bajar hacia el Sur, hasta allí mismo. Sobre todo en días en que el viento soplaba del norte.

Sin molestarse en ponerse el impermeable, Sam se bajó del autobús de un salto y corrió hacia donde los dos policías militares acababan de encontrarse con el señor Cochrane. O más bien hasta donde el sargento de la policía militar le chillaba a Cochrane.

—Haga bajar a todos del autobús y hágalos retroceder lo más rápido posible —le gritó el sargento—. Corran lo más lejos posible y luego caminen. ¿Entendido?

—¿Por qué? —inquirió el señor Cochrane, irritado. Como la mayoría de profesores y el personal de Somersby, no era del Norte, y no sabía nada del Muro, la Frontera o el Reino Antiguo. Siempre había tratado a Sameth como trababa al otro príncipe de la escuela, un albino del lejano país de Karshmel, como un niño adoptado que no acababa de pertenecer a la familia.

—¡Limítese a obedecer! —le ordenó el sargento. Sameth lo notó nervioso. Llevaba la funda del revólver abierta y no paraba de echar miradas furtivas hacia los árboles. Como la mayoría de los soldados apostados en la Frontera, aunque a diferencia de todas las demás unidades del ejército de Ancelstierre, también llevaba una especie de espada larga, casi una bayoneta, colgada de la cadera izquierda y una cota de malla cubría su traje de campaña color caqui, aunque lucía la gorra roja de policía militar en lugar del yelmo con protección de barrotes en nariz y cuello, propio de la plaza fuerte de la Frontera. Sam se dio cuenta de que ninguno de ellos lucía en la frente la marca del Gremio.

—Ésa no es una explicación válida —protestó Cochrane—. Insisto en hablar con un oficial. ¡No permitiré que mis chicos vayan por ahí corriendo bajo la lluvia!

—Será mejor que obedezcamos al sargento —sugirió Sam, acercándose por detrás—. Hay algo en el bosque… y se está acercando.

—¿Y tú quién eres? —preguntó el sargento, desenfundando la espada.

El soldado de primera que estaba a su lado lo imitó al instante y comenzó a rodear al muchacho. Los dos miraban la frente de Sam y la marca del Gremio que asomaba apenas debajo de su gorra con la inscripción «Críquet XI».

—El príncipe Sameth del Reino Antiguo —contestó Sam—. Sugiero que llame al mayor Dwyer, de los Exploradores o al general Tindall del Mando Central y les diga que estoy aquí… y que hay por lo menos tres braceros muertos ocultos en el bosque.

—¡Por las barbas de mi abuelo! —exclamó el sargento—. Sabíamos que este viento no traería nada bueno. ¿Cómo habrán…? En fin, da igual. Harris, vuelva a toda prisa al puesto fronterizo y advierta al cuartel general. Avíseles que tenemos aquí al príncipe Sameth, a un puñado de colegiales y al menos tres intrusos de categoría A. Utilice una paloma y el cohete. Seguramente el teléfono estará estropeado. ¡Dese prisa!

El soldado de primera clase desapareció antes de que el sargento terminara de cerrar la boca y justo cuando Cochrane intervino.

—¡Sameth! ¿De qué estás hablando, si puede saberse?

—No tengo tiempo de explicárselo —contestó Sam.

Percibía la presencia de braceros muertos, cuerpos dotados de espíritus convocados entre los difuntos, se movían en el bosque, paralelos al camino. No daban la impresión de haber notado la presencia de seres vivos, en cuanto lo hicieran, los tendrían encima.

—Hay que sacar de aquí a todo el mundo… y alejarnos del Muro lo más posible.

—Pero… pero… —soltó Cochrane.

La impertinencia de uno de sus muchachos, que se atrevía a darle órdenes nada menos que a él, lo hizo enrojecer de rabia y asombro. Habría dicho algo más, si el sargento no hubiese empuñado el revólver y le hubiese mandado con toda calma:

—Sáquelos de aquí ahora mismo, señor, o le meto un disparo entre ceja y ceja.