Cómo entrar en la guarida de la bibliotecaria jefa
Cuando el gran reloj hidráulico del refectorio central marcaba las doce menos cuarto de la noche, Lirael abandonó su escondite en el mostrador donde se servía el desayuno y trepó por un conducto de ventilación hasta la Vía Angosta, desde donde se accedía a la Vistasur y a las habitaciones de Vancelle, la bibliotecaria jefa.
Por si llegaba a cruzarse con alguien, Lirael se puso el uniforme de bibliotecaria, y además, llevaba un sobre dirigido a la jefa. Un grupo reducido de bibliotecarias trabajaba toda la noche, aunque en ese turno nunca recurrían a auxiliares terceras como Lirael. Si la detenían, Lirael podía aducir que iba a entregar un mensaje urgente. De hecho, en el sobre llevaba la nota que había escrito por si acaso, en la que alertaba a la jefa de la presencia del stilken.
No se encontró con nadie. Nadie bajó por la Vía Angosta, digna de su nombre, porque era tan estrecha que en ella no cabían dos personas una al lado de la otra. Se utilizaba muy rara vez, porque si alguien venía de frente, la Clarvi más joven debía volver sobre sus pasos, desandando a veces toda su extensión, de más de medio kilómetro.
La Vistasur era más ancha y mucho más arriesgada para Lirael porque muchas de las habitaciones de las Clarvis veteranas daban a esta amplia expansión. Por suerte, las marcas que la iluminaban con tanta intensidad durante el día, por las noches se convertían en un débil fulgor que proyectaba pesadas sombras que la muchacha aprovechaba para ocultarse.
Sin embargo, la puerta que daba a las habitaciones de la jefa estaba brillantemente iluminada por una especie de aro de marcas del Gremio distribuidas alrededor del emblema del libro y la espada tallada en la piedra, junto a la entrada.
Lirael lanzó una torva mirada a las luces. Por enésima vez se preguntó qué estaba haciendo. Tal vez lo mejor que debería haber hecho meses atrás, cuando se había metido en el atolladero en el que se encontraba, era confesarlo todo. Entonces, alguien se habría encargado del stilken…
Algo le rozó la pierna impulsándola a dar un salto y a lanzar un grito aterrado. Se contuvo al constatar que se trataba de la Perra Canalla.
—Pensé que no ibas a ayudarme —susurró cuando la perra se alzó en las patas traseras e intentó lamerle la cara—. ¡Bájate, idiota!
—No voy a ayudarte —dijo la perra alegremente—. He venido a observar.
—Estupendo —bufó Lirael, tratando de sonar sarcástica. En el fondo, se sentía satisfecha. En cierto modo, la presencia de la perra hacía que la guarida de la bibliotecaria jefa le resultara menos amenazante.
—¿Cuándo va a pasar algo? —preguntó la perra al cabo de un momento, al comprobar que Lirael seguía vigilando la puerta desde las sombras.
—Ahora —respondió Lirael con la esperanza de que pronunciando la palabra encontraría el valor para empezar—. ¡Ahora!
Cruzó el corredor en diez grandes zancadas, aferró el pomo de bronce de la puerta y empujó. A las Clarvis no les hacía falta cerrar con llave las puertas de sus alcobas, de manera que Lirael no esperaba encontrar resistencia alguna. La puerta se abrió, Lirael entró y la perra se coló delante de ella.
La muchacha cerró la puerta sin hacer ruido y se dio media vuelta para explorar el cuarto. Era como una sala de estar, dominada por las estanterías distribuidas en tres paredes, y se veían varias butacas cómodas y una escultura alta y delicada de una especie de caballo plano, tallado en piedra translúcida.
A Lirael le llamó la atención la cuarta pared. Era un ventanal inmenso, del suelo al techo, del cristal más transparente y limpio que había visto en su vida.
Por la ventana Lirael veía el valle del Renegado extenderse hacia el Sur; hacia el fondo, la cinta ancha y plateada del río brillaba bajo la luz de la luna.
Fuera la nieve caía blanda; los copos daban vueltas en el aire y descendían bailando de mil formas por las laderas de la montaña. Y no se pegaban a la ventana ni dejaban en ella marca alguna.
Lirael dio un respingo y se apartó al ver una sombra oscura pasar rauda en medio de la nieve que caía. Se dio cuenta de que se trataba de una lechuza que volaba hacia el valle en busca de algún bocado.
—Hay mucho por hacer antes de que amanezca —susurró la perra, con ganas de charla, mientras Lirael seguía mirando por la ventana, paralizada por la cinta plateada que se alejaba serpenteando hacia el horizonte y por el extraño paisaje bañado de luna que se perdía en la distancia.
Más allá del horizonte se extendía el reino propiamente dicho: la gran ciudad de Belisaere, con todas sus maravillas, abierta al cielo y rodeada de mar. El mundo entero, el mundo que las demás Clarvis veían en el hielo del observatorio, estaba allá fuera, pero de él sólo sabía lo que había leído en los libros o aprendido de las anécdotas que contaban los viajeros en el refectorio inferior.
Por primera vez Lirael se preguntó qué trataban de ver las Clarvis allá fuera durante sus prolongadas guardias. ¿Dónde se encontraría el lugar que se resistía a ser penetrado por la visión? ¿Qué futuro se estaba gestando allí, incluso mientras ella contemplaba el paisaje?
En el fondo de su mente tuvo la sensación de haber estado allí antes, una especie de recuerdo fugaz. Aunque no sacó nada en limpio, continuó como en trance, mirando el mundo exterior.
—¡Queda mucho por hacer! —repitió la perra en voz algo más alta.
Lirael se apartó a regañadientes de la ventana y se concentró en la tarea que tenía entre manos. La alcoba de la jefa tenía que encontrarse después de la sala. ¿Pero dónde estaría la puerta? No veía más que la ventana, la puerta exterior y los estantes…
Lirael sonrió al descubrir que al final de un estante asomaba el picaporte de una puerta en lugar de libros. Si a alguien podía ocurrírsele disimular una puerta detrás de un estante, ese alguien era la jefa.
—Encontrarás la espada en el pedestal, a la izquierda —susurró la perra, que de repente se mostró un tanto ansiosa—. No abras demasiado la puerta.
—Gracias —dijo Lirael tanteando con mucha delicadeza el picaporte para comprobar si la puerta cedería tirando o empujando de él o girándolo—. Creía que no ibas a ayudarme.
La perra no contestó, porque en cuanto la muchacha posó la mano en el picaporte, la estantería entera se desplazó, dejando un hueco enorme. Lirael consiguió a duras penas aferrar con firmeza el picaporte para impedir que se desplazara del todo, y tuvo que tirar para dejar una rendija lo bastante amplia para colarse.
El dormitorio estaba en penumbras, la única parte iluminada por la luz de la luna era la alcoba exterior. Lirael asomó la cabeza despacio y esperó un momento para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, mientras aguzaba el oído para captar ruidos o el movimiento repentino de alguien que despierta en mitad de la noche.
Tras unos minutos, logró ver la mole desdibujada de la cama y percibió la respiración acompasada de alguien dormido, aunque no supo bien si la oía de verdad o se la imaginaba.
Tal como había dicho la perra, junto a la puerta había un pedestal. Una especie de jaula metálica redonda, abierta por arriba. Pese a la escasa luz, Lirael alcanzó a ver que Sojuzgadora estaba allí, metida en su vaina. La empuñadura se encontraba a pocos centímetros del borde del pedestal, al alcance de la mano, aunque debería situarse justo al lado de él para levantar la espada lo suficiente para sacarla de la jaula. Se agachó un poco y respiró hondo. El aire del dormitorio parecía más denso, más oscuro, empalagoso, como si conspirara contra ladrones como Lirael.
La perra la miró y le hizo un guiño para darle coraje. Pese a todo, a Lirael empezó a latirle el corazón más y más deprisa a medida que cruzaba la puerta y empezaba a notar un frío cargado de misterio.
Tras dar unos cuantos pasos sigilosos se plantó delante del pedestal. Lo tocó con ambas manos y luego avanzó con suavidad para aferrar la espada debajo de la empuñadura, justo donde empezaba la vaina.
Los dedos de Lirael tocaron apenas el metal, la espada lanzó un silbido bajito y las marcas del Gremio de la empuñadura comenzaron a brillar. Lirael la soltó de inmediato y se encorvó encima del arma tratando de ocultar la luz y amortiguar el sonido con el cuerpo. No se atrevió a darse la vuelta. No quería ver a la jefa despierta y enfurecida.
No oyó ningún arranque súbito de cólera, ni su voz severa le exigió saber qué hacía allí.
Despareció de sus ojos la imagen borrosa y rojiza y logró ver otra vez en la oscuridad. Aguzó el oído e intentó oír por encima del tamborileo de su corazón.
Calculó entonces que el silbido y la luz no habían durado ni un segundo. Pese a ello, estaba claro que Sojuzgadora elegía quién podía o no podía empuñarla.
Lirael reflexionó un momento, luego se inclinó hacia adelante y susurró tan despacito que casi, casi ella tampoco se oyó.
—Sojuzgadora, te tomaré prestada por esta noche, necesito que me ayudes a someter a un stilken, una criatura producto de la magia libre, prometo devolverte antes del amanecer. Lo juro por el Gremio cuya marca llevo.
Se tocó la marca del Gremio de la frente y dio un respingo al ver que se iluminaba de pronto alumbrando el pedestal. Luego tocó la guarda de Sojuzgadora con los dos dedos de antes.
No silbó y las marcas de su empuñadura se limitaron a desprender un leve fulgor. Lirael estuvo a punto de dar un suspiro, pero lo reprimió para no delatarse.
La espada salió del pedestal sin hacer ruido y la muchacha tuvo que levantarla muy por encima de la cabeza, para sacar la punta del interior de la jaula; pesaba mucho. No sabía que fuese tan larga ni que pesara casi el doble que su pequeña espada de prácticas, además, era tres veces más larga. Demasiado para atar la vaina al cinturón, a menos que se ajustara éste a la altura de las axilas, de lo contrario, la punta rozaría el suelo al caminar.
Aquella espada no había sido forjada para una muchacha de catorce años, concluyó Lirael, mientras salía y cerraba la puerta con mucho cuidado. En ese momento, la cabeza no le daba para pensar nada más elaborado.
No vio señales de la Perra Canalla. Lirael miró a su alrededor y no encontró nada lo bastante grande para que la perra se ocultara, a menos que se hubiese encogido y metido debajo de una de las sillas.
—¡Eh, perrita! ¡Ya la tengo! ¡Vámonos! —siseó Lirael. Nadie le respondió. La muchacha esperó un minuto entero, aunque a ella le pareció mucho más tiempo. Fue hasta la puerta exterior, se asomó y aguzó el oído para ver si oía pasos en el corredor. Regresar a la biblioteca con la espada sería la parte más complicada de la empresa. Si llegaba a cruzarse con alguna de las Clarvis, le resultaría imposible ofrecer una explicación creíble.
Como no oía nada, salió con sigilo. Cuando la puerta se cerró con un chasquido, Lirael vio una sombra larga surgir delante de ella y el miedo la recorrió de pies a cabeza. Se trataba, una vez más, de la Perra Canalla.
—¡Me has dado un susto tremendo! —susurró Lirael mientras se ocultaba en las sombras y bajaba por la segunda escalera trasera que la llevaría directamente hasta la biblioteca—. ¿Por qué no me esperaste?
—Porque no me gusta esperar —contestó la perra, trotando detrás de su ama—. Además, quería echar un vistazo a las habitaciones de Mirelle.
—¡No! —exclamó Lirael más alto de lo que hubiera deseado. Se inclinó sobre una rodilla, se metió la espada debajo de la axila y agarró a la perra de la mandíbula inferior—. ¡Te dije que no entraras en las habitaciones de la gente! ¿Qué haremos si a alguien se le ocurre pensar que eres una amenaza?
—Soy una amenaza —farfulló la perra—. Cuando quiero. Además, ya sabía que ella no estaba. Olí que no estaba.
—Por favor, te lo suplico, no te metas en ningún sitio donde puedan verte —le pidió Lirael—. Prométemelo.
La perra intentó apartar la vista, pero Lirael la aferró con firmeza de la mandíbula. Al final masculló algo que quizá contuviese la palabra «promesa». En vista de las circunstancias, la muchacha tuvo que conformarse con eso.
Poco después, al bajar a hurtadillas por la segunda escalera trasera, Lirael recordó la promesa que le hiciera a Soguzgadora. Le había jurado que la devolvería a la alcoba de Vancelle antes del amanecer. ¿Y si no lo conseguía?
Abandonaron la escalera y bajaron por la espiral principal hasta llegar casi a la puerta de la habitación del campo de flores. Cuando la divisó, Lirael se detuvo de golpe. La perra, que se encontraba a unos cuantos metros detrás de ella, se le acercó al trote y le lanzó una mirada interrogante.
—Perrita, sé que no me ayudarás a luchar contra el stilken —dijo Lirael con cuidado—. Pero si no logro someterlo, quiero que cojas a Sojuzgadora y vuelvas a ponerla en la alcoba de Vancelle. Antes de que amanezca.
—La llevarás tú misma, ama —dijo la perra llena de confianza, casi con un gruñido. Luego vaciló y, con tono más suave, añadió—: Pero si fuera necesario, haré lo que me pides. Te lo prometo.
Lirael asintió en señal de agradecimiento, incapaz de articular palabra. Recorrió los últimos metros que la separaban de la puerta. Al llegar, comprobó que llevaba el ratón mecánico en el bolsillo derecho del chaleco y la botellita plateada en el izquierdo. Desenvainó a Sojuzgadora y, por primera vez, la blandió como un arma, poniéndose en guardia. Las marcas del Gremio de la hoja se encendieron como una brillante hoguera al percibir al enemigo, y Lirael notó la fuerza latente de la magia que portaba la espada. Sojuzgadora había derrotado a muchas criaturas extrañas, lo sabía, y eso la llenaba de esperanza, hasta que recordó que quizás era la primera vez que la esgrimía una muchacha que no tenía ni idea de lo que hacía.
Antes de que semejante pensamiento la paralizara, Lirael tendió la mano y rompió el hechizo que mantenía la puerta cerrada a cal y canto. Tal como había dicho la perra, el encantamiento había sufrido la corrosión de la magia libre, una corrosión tan profunda que el hechizo se desmoronó en cuanto la muchacha lo tocó y susurró una orden.
Y entonces hizo un movimiento de muñeca. Las esmeraldas de la pulsera se encendieron y la puerta se abrió con un crujido. Lirael se dispuso a recibir el ataque violento del stilken… pero no ocurrió nada.
Con paso vacilante, cruzó el umbral frunciendo la nariz por si captaba el hedor de la magia libre, y abrió los ojos como platos tratando de buscar algún indicio que delatara la presencia de la criatura.
A diferencia de lo ocurrido en su visita anterior, al fondo del corredor no brillaba ninguna luz, sólo se percibía un fulgor fantasmagórico que teñía todos los colores con distintos matices de gris. En alguna parte, el stilken acechaba en la penumbra. Lirael levantó la espada bien alta y entró en la cámara haciendo crujir las flores bajo sus pies.
La Perra Canalla la seguía a diez pasos de distancia; los pelos del lomo erizados formaban una cordillera en su espalda y del fondo del pecho le subía un gruñido contenido. Encontraron allí rastros del stilken, aunque su olor estaba algo difuminado. Se ocultaba en alguna parte, dispuesto a atacar por sorpresa. La perra estuvo a punto de decir algo. Pero entonces recordó que Lirael debía derrotar sola al stilken. Se echó con la panza pegada al suelo y se quedó mirando a su ama que avanzaba entre las flores hacia el árbol y el estanque donde, sin duda, estaría emboscado el stilken.