La marca de la espada adecuada
El paseo que Lirael y la Perra Canalla dieron ese día fue el primero de muchos, aunque la muchacha nunca recordara con exactitud adonde iban ni las conversaciones que mantenía con su mascota. Lo único que recordaba era que sentía el mismo aturdimiento que cuando se había golpeado la cabeza, aunque sin hacerse daño.
Poco importaba que no lo recordase, porque la Perra Canalla nunca contestaba de verdad a sus preguntas. Lirael repetía entonces las mismas preguntas en otras ocasiones y obtenía otras respuestas distintas aunque no menos evasivas. Las más importantes, «¿Qué eres? ¿De dónde vienes?», tenían una amplísima gama de contestaciones, algunas de las cuales eran «Soy la Perra Canalla» y «de otro lugar», y ocasionalmente otras tan elocuentes como «Soy tu perra» y «Dímelo tú… Al fin y al cabo, el hechizo fue obra tuya».
La perra tampoco quería o no podía contestar a preguntas sobre su propia naturaleza. En muchos sentidos se parecía a un perro de verdad, con la diferencia, eso sí, de que hablaba. O al menos ésa fue la impresión que dio al principio.
Las dos primeras semanas estuvieron juntas, la perra dormía en el estudio de Lirael, debajo del escritorio de recambio que la muchacha se había visto obligada a sustraer de un estudio desocupado cercano al suyo. Nunca supo qué había ocurrido con el anterior, puesto que después de la súbita aparición de la perra, se había esfumado sin dejar rastros.
La perra comía lo que Lirael robaba del refectorio o de las cocinas. La sacaba a pasear cuatro veces al día por los corredores y las habitaciones menos frecuentadas que conseguía encontrar; el ejercicio era enervante, aunque de un modo u otro, la perra siempre se las arreglaba para ocultarse a último momento, en cuanto se acercaba alguna Clarvi. También era discreta en otros sentidos, siempre escogía los rincones oscuros y solitarios para hacer sus necesidades y nunca dejaba de avisar a Lirael que había dejado por ahí sus regalitos, aunque su amiga humana se negara a olerlos.
De hecho, exceptuando el collar con marcas del Gremio y la peculiaridad de que hablaba, la Perra Canalla tenía todo el aspecto de ser un chucho mestizo, de gran tamaño y orígenes extraños.
Aunque no lo era. Lirael regresó sigilosamente a su estudio una noche, después de cenar, y se encontró a la perra leyendo en el suelo. Hojeaba un voluminoso libro gris, que Lirael no reconoció, con una pata, una pata que se había hecho más larga y se había dividido en tres dedos muy flexibles.
La perra levantó la vista del libro y descubrió a su supuesta ama petrificada en el umbral. Lirael sólo atinó a recordar que el libro de Nagg decía que la forma del stilken era fluida y que la criatura de manos ganchudas se había estirado mucho hasta adelgazarse para poder pasar a través de la puerta custodiada por la luna en cuarto creciente.
—Eres un producto de la magia libre —le soltó Lirael al tiempo que metía la mano en el bolsillo del chaleco para sacar el ratón mecánico y buscaba con los labios el silbato prendido a la solapa.
Esta vez no cometería ningún error. Pediría ayuda de inmediato.
—Pues nada de eso —protestó la perra, irguiendo las orejas enfurecida, mientras la pata volvía a su tamaño normal—. ¡Y desde luego no soy ningún producto! Formo parte del Gremio tanto como tú, aunque tengo propiedades especiales. ¡Fíjate en mi collar! Y desde luego no soy un stilken ni ninguno de sus varios centenares de variantes.
—¿Qué sabes de los stilkens? —preguntó Lirael sin entrar en el estudio, con el ratón preparado en la mano—. ¿Por qué los has mencionado justo a ellos?
—Leo mucho —contestó la perra con un bostezo. Olisqueó el aire y sus ojos se encendieron, llenos de expectación—. ¿Qué me has traído, un hueso de jamón?
Lirael no le contestó, se limitó a enseñarle el paquete envuelto en papel que aferraba con la mano izquierda y había ocultado a su espalda hasta ese momento.
—¿Cómo has sabido que estaba pensando en un stilken? Y por cierto, todavía no tengo la certeza de que no seas uno de ellos, o algo peor.
—¡Tócame el collar! —protestó la perra adelantándose relamiéndose el morro.
Era evidente que la conversación no le resultaba tan interesante como la perspectiva de comer.
—¿Cómo has sabido que estaba pensando en un stilken? —repitió Lirael pronunciando cada palabra despacio y con énfasis.
Levantó el hueso de jamón por encima de la cabeza mientras hablaba y observó cómo la perra seguía el movimiento con la cabeza. Era evidente que una criatura producto de la magia libre no estaría tan interesada en un hueso de jamón.
—Lo adiviné, porque últimamente piensas mucho en los stilkens —contestó la perra señalando con la pata los libros que había sobre el escritorio—. Estás estudiando todo lo que hace falta para sojuzgarlos. Además, ayer escribiste catorce veces la palabra «stilken» en una hoja que después quemaste. Quedó calcada en el papel secante y de ahí la leí. Y he olido tu hechizo en la puerta de abajo y al stilken que acecha detrás ella.
—¡Has salido sola! —exclamó Lirael.
Olvidó entonces el temor que le inspiraba no conocer la naturaleza exacta de la perra y, hecha una furia, entró y cerró de un portazo con tanto ímpetu que se le cayó el ratón, pero no el hueso de jamón.
El ratón rebotó dos veces y fue a aterrizar cerca de las patas de la perra. Lirael contuvo el aliento, consciente de que estando la puerta cerrada, el ratón tardaría bastante en salir, en caso de que ella precisara ayuda. Pero la perra no parecía peligrosa, al contrario, resultaba más fácil hablar con ella que con la gente… exceptuando a Filris, que ya no estaba.
La Perra Canalla olisqueó el ratón con ahínco, luego lo apartó empujándolo con el morro y se concentró nuevamente en el hueso de jamón.
Lirael suspiró, recogió el ratón y se lo guardó en el bolsillo. Desenvolvió el hueso y se lo dio a la perra que, de inmediato, lo aferró entre los dientes y lo depositó en un rincón, debajo del escritorio.
—Ésa es la cena —dijo Lirael frunciendo la nariz—. Más vale que te la comas antes de que empiece a oler.
—Lo sacaré más tarde para enterrarlo en el hielo —contestó la perra. Vaciló un instante e inclinó la cabeza un poco antes de añadir—: Además, aunque no tengo necesidad de comer, lo hago porque me gusta.
—¿Cómo? —dijo Lirael, enfadadísima—. ¿O sea que he estado robando comida para nada? Si llegan a pescarme me…
—¡Para nada, no! —la interrumpió la perra acercándose sigilosa a la muchacha, dándole un ligero cabezazo en la cadera y mirándola con ojos suplicantes—. Para mí. Y lo bien que me sabe. Anda, tócame el collar. Comprobarás que no soy un stilken, ni un margrú, ni un siseante. Y ya que estás, aprovecha para rascarme el cogote.
Lirael vaciló, pero la perra se parecía tanto a los canes amistosos a los que acariciaba cuando visitaban el refectorio, que su mano se movió casi automáticamente hacia el lomo del animal. Notó su calidez, la suavidad de su pelambre y empezó a rascarle la columna vertebral en dirección al cogote. La perra se estremeció y murmuró:
—Un poquito más arriba. Más a la izquierda. No, más abajo. ¡Aaah, qué gustito!
Lirael tocó entonces el collar con dos dedos y por un instante sintió como si la hubieran lanzado fuera del mundo. Sólo veía, oía y percibía marcas del Gremio, estaba rodeada de ellas, como si hubiese caído en el interior del Gremio mismo.
Acto seguido, volvió a verse dentro de sí misma, mareada y temblorosa. Sin saber cómo, se dio cuenta de que estaba rascando con ambas manos a la perra justo debajo de la mandíbula.
—El collar —dijo Lirael al recuperar el equilibrio—. Tu collar es como un pilar del Gremio…, un medio para entrar en el Gremio. Pero cuando te estabas formando vi magia libre. Tiene que estar en alguna parte… ¿o no?
Guardó silencio, pero la perra no le contestó hasta que Lirael dejó de rascarla. Volvió la cabeza, se levantó de un salto y lamió a Lirael en la boca abierta.
—Necesitabas una amiga —dijo la perra, mientras Lirael escupía y se limpiaba la boca primero en una manga, luego en la otra—. Por eso vine. ¿No te parece bastante? Sabes que mi collar es del Gremio y sea yo lo que quiera que fuera, él se ocupará de poner freno a mis actos, aunque me empeñara en hacerte daño. Oye, ¿tú y yo no tenemos que acabar con un stilken?
—Sí —contestó Lirael.
Obedeciendo a un impulso, se inclinó y se abrazó al cuello de la perra notando la calidez de su pelambre; el suave hormigueo de las marcas del Gremio contenidas en el collar traspasó la fina tela de su camisa.
La Perra Canalla se dejó hacer con paciencia, luego resopló y movió las patas en el sitio. Lirael la entendió enseguida, era algo que había visto hacer a los perros que iban de visita, y la soltó.
—Ahora bien —anuncio la perra—. Hay que deshacerse del stilken lo antes posible, antes de que salga y se dedique a soltar cosas peores o las deje entrar de fuera. Supongo que habrás conseguido lo necesario para sojuzgarlo, ¿no?
—No, al menos si te refieres a las cosas que Nagg menciona: una varita de serbal o una espada cubierta de marcas del Gremio…
—Sí, sí —se apresuró a afirmar la perra, antes de que Lirael pudiera recitar la lista entera—. Ya lo sé. ¿Por qué no has conseguido esos elementos?
—Pues porque no suelen estar tirados por los rincones —contestó Lirael, a la defensiva—. Pensé que podía servirme una espada normal a la que le pusiéramos las…
—¡Llevaría meses! —la interrumpió la perra, que había empezado a pasearse con aire pensativo—. Yo calculo que ese stilken conseguirá superar el hechizo que dejaste en la puerta dentro de unos días.
—¿Cómo? —gritó Lirael. Y después, en voz más baja, repitió—: ¿Cómo? ¿Quieres decir que está escapando?
—No tardará en hacerlo —le confirmó la perra—. Creía que ya lo sabías. La magia libre es capaz de corroer tanto las marcas del Gremio como la carne. Supongo que cabría la posibilidad de que renovases el hechizo.
Lirael negó con la cabeza. La garganta no se le había terminado de curar del todo tras haber utilizado la marca maestra. Era demasiado arriesgado volver a pronunciarla sin haberse recuperado del todo. Y menos sin la fuerza adicional de una espada mágica del Gremio… y eso la devolvía al problema del principio.
—Entonces tendrás que pedir prestada una espada —sentenció la Perra Canalla mirando seriamente a su ama—. Imagino que nadie tendrá la varita que hace falta. El serbal no es precisamente algo que abunde en el mundo de las Clarvis.
—Me parece que las espadas con hechizos de sojuzgamiento tampoco lo son —protestó Lirael encogiéndose en la silla—. ¿Por qué no puedo yo ser una Clarvi corriente y moliente? Si tuviera el don de la visión, no estaría dando vueltas por la biblioteca y metiéndome en líos. Si alguna vez llego a adquirir el don, juro por el Gremio que no volveré a explorar en mi vida.
—¡Uh! —dijo la perra con una expresión que Lirael no entendió pese a tener toda la pinta de estar cargada de sentido—. Puede ser. En cuanto a las espadas, estás equivocada. Dentro de estos muros hay unas cuantas espadas cargadas de poder. La capitana de las tropas de asalto tiene una, la guardia del Observatorio tiene tres…, mejor dicho, una es un hacha, pero su acero contiene los mismos encantamientos. Más cerca de casa, la bibliotecaria jefa también posee una. Se trata de una espada antiquísima y famosa cuyo nombre, Sojuzgadora, describe muy bien su función. Nos vendrá como anillo al dedo.
Lirael lanzó a la perra una mirada tan perdida que el animal dejó de pasearse, carraspeó y dijo:
—Pon atención, Lirael. He dicho que te equivocabas al decir que…
—Ya he oído lo que has dicho —le espetó Lirael—. ¡Te has vuelto completamente loca! ¡No puedo robarle la espada a la jefa! No se desprende de ella en ningún momento. ¡Seguro que no se separa de ella ni para dormir!
—En efecto —contestó la perra con tono petulante—. Lo he comprobado.
—¡Estás como una regadera! —gimió Lirael, tratando de no respirar tan deprisa—. ¡Por favor, te lo ruego, ni se te ocurra meterte en las habitaciones de la bibliotecaria jefa! ¡Ni en ninguna otra parte! ¿Qué pasaría si te vieran?
—No me ha visto nadie —contestó la perra alegremente—. Como iba diciéndote, la jefa guarda la espada en su dormitorio, pero no se mete en la cama con ella. La deja en un pedestal, bien a mano. Puedes tomarla prestada cuando esté dormida.
—Ni hablar —respondió Lirael negando con la cabeza—. No pienso colarme en la habitación de la jefa. Prefiero enfrentarme al stilken sin espadas.
—Entonces morirás —dijo la Perra Canalla muy seria—. El stilken se beberá tu sangre y así se hará más fuerte. Se esconderá en los niveles más bajos de la biblioteca y luego se dedicará a salir de vez en cuando para capturar bibliotecarias, se apoderará de ellas de una en una, se las zampará en algún rincón oscuro donde nadie encontrará nunca los huesos. Se buscará aliados, criaturas atadas a los niveles más subterráneos de la biblioteca y abrirá las puertas para que entre el mal que acecha fuera. Debes sojuzgarlo, pero no lo conseguirás sin la espada.
—¿Y si tú me ayudaras? —preguntó Lirael.
Debía existir un modo de pasar por alto a la jefa, alguna forma de no utilizar las espadas. Sustraerle el acero de Mirelle a los del Observatorio no sería empresa más sencilla que quitársela a la jefa. Ni siquiera sabía con exactitud dónde estaba el Observatorio.
—Ya me gustaría —contestó la perra—. Pero se trata de tu stilken. Tú lo dejaste salir. Eres tú quien debe afrontar las consecuencias.
—O sea que no me ayudarás —concluyó Lirael con tristeza. Por un momento había abrigado la esperanza de que la Perra Canalla entrara en acción y lo arreglara todo. Al fin y al cabo se trataba de una criatura mágica dotada, tal vez, de ciertos poderes. Aunque, al parecer, no los suficientes para plantarle cara a un stilken.
—Te aconsejaré —dijo la perra—. Cuando haga falta. Ahora bien, deberás encargarte tú misma de tomar prestada la espada y realizar el hechizo de sojuzgamiento. Posiblemente esta noche sea un momento tan bueno como otro cualquiera.
—¿Esta noche? —preguntó Lirael con un hilo de voz.
—Esta noche —confirmó la perra—. Cuando den las doce, la hora en que deberían dar comienzo las aventuras de este tipo, entrarás en la alcoba de la bibliotecaria jefa. La espada está a la izquierda, pasado el armario que, cosa extraña, está lleno de chalecos negros. Si todo sale bien, podrás devolverla antes del amanecer.
—Si todo sale bien —repitió Lirael sombríamente recordando el fuego plateado que ardía en los ojos del stilken y aquellas garras temibles—. ¿Crees que… crees que debería dejar una nota por si… por si no sale todo bien?
—Sí —contestó la perra borrando de un plumazo la última pizca de confianza que sentía Lirael—. Sí. Buena idea.