Un cumpleaños fastidioso

Desde lo más profundo del sueño, Lirael sintió que alguien le acariciaba la frente. Una mano tierna y suave recorría su piel afiebrada. Notó que sus labios esbozaban una sonrisa. Aquel contacto le resultaba delicioso. El sueño cambiaba entonces y la muchacha arrugó la frente. El contacto de la mano ya no era tierno y amoroso, sino áspero y rudo. Ya no era fresco, sino caliente… La quemaba.

Despertó. Tardó un instante en darse cuenta de que se había aferrado a la sábana y que había estado tumbada boca abajo sobre la colcha de tela basta. La lana era muy áspera. La almohada estaba en el suelo. La funda había sido arrancada en el curso de alguna pesadilla y colgaba del respaldo de la silla.

Lirael echó un vistazo a la pequeña alcoba pero no apreció otras señales de daño nocturno. La cómoda sencilla de pino pulido estaba en su sitio y el pasador de acero opaco seguía echado. El escritorio y la silla continuaban en el otro rincón. Su espada de prácticas colgaba detrás de la puerta, metida en su vaina.

Seguramente aquélla había sido una noche relativamente tranquila. En ocasiones, en medio del sueño cargado de pesadillas, Lirael se levantaba y echaba a andar, hablaba, sembraba el caos. Aunque nunca salía de su alcoba. De su preciado cuarto. No quería ni pensar en lo que sería la vida si llegaban a obligarla a regresar a las habitaciones colectivas.

Cerró otra vez los ojos y prestó atención. Reinaba el silencio, lo cual indicaba que debía de faltar bastante para el toque de campana. Tocaba todos los días a la misma hora para que las Clarvis se levantaran de la cama y recibieran el nuevo día.

Lirael apretó los ojos con más fuerza e intentó dormirse otra vez. Quería recobrar la agradable sensación que le había producido aquella mano en la frente. Aquella caricia era lo único que recordaba de su madre. Había olvidado su cara y su voz, pero conservaba vivo el recuerdo del fresco contacto de aquella mano.

Hoy necesitaba aquel contacto con desesperación. Sin embargo, la madre de Lirael se había ido hacía mucho llevándose con ella el secreto de la paternidad de la muchacha. Se había marchado cuando Lirael tenía cinco años, sin decir una sola palabra, sin una sola explicación. Tampoco hubo explicaciones después, sólo las noticias de su muerte: un mensaje confuso procedente del lejano Norte, recibido tres días antes de que Lirael cumpliera los diez.

En cuanto se ponía a pensar en aquel asunto, ya no había manera de que volviera a dormirse. Como hacía todas las madrugadas, Lirael ya no intentó mantener los ojos cerrados. Los abrió y miró el techo durante un rato. La piedra seguía tal cual estaba la noche anterior, fría y gris, con algunas vetas rosadas.

La marca del Gremio correspondiente a la luz resplandecía cálida y dorada en la piedra. Había brillado con mayor fuerza cuando Lirael despertó y se avivó más cuando la muchacha sacó los pies de entre las sábanas y tanteó el suelo con la punta de los dedos en busca de las chinelas. La residencia de las Clarvis contaba con la calefacción de las fuentes termales y de la magia, pero el suelo de piedra estaba siempre frío.

—Hoy cumplo catorce años —susurró Lirael.

Ya tenía puestas las chinelas, pero no hizo ademán de ir a levantarse. Desde que había recibido el mensaje de la muerte de su madre pocos días antes de cumplir los diez, todos sus aniversarios posteriores sólo habían traído consigo el presagio de nuevas fatalidades.

—¡Catorce! —repitió Lirael no sin cierta angustia en la voz.

Cumplía catorce años y, según los cánones del mundo que había más allá del Glaciar de las Clarvis, ya era una mujer. No obstante, debía seguir llevando la túnica azul de las niñas, porque las Clarvis señalaban el paso a la edad adulta no por los años, sino por el don de la visión.

Lirael volvió a cerrar los ojos y los apretó con fuerza mientras se obligaba a ver el futuro. Todas las chicas de su edad tenían el don de la visión. Muchas niñas más pequeñas vestían la túnica blanca y la diadema de ópalos. Nunca se había visto a nadie que, al cumplir los catorce años, no le llegara el don de la visión.

Lirael abrió los ojos: de visiones, nada. Sólo veía su sencilla alcoba, una imagen borrosa a causa de las lágrimas. Las enjugó de un manotazo y se levantó.

—Sin madre, sin padre y sin don de la visión —dijo mientras abría el armario y sacaba una toalla.

Se trataba de una conocida letanía. La repetía a menudo pese a que le producía siempre una terrible punzada de pena en el estómago. Era como hurgar en una muela picada con la punta de la lengua. Dolía, pero era incapaz de contenerse. La herida formaba ya parte de ella.

Algún día, quizá, la portavoz de los nueve días la mandaría llamar. Entonces despertaría y diría: «Sin madre, sin padre, pero tengo el don de la visión».

—Tendré el don de la visión —masculló Lirael para sus adentros, abrió la puerta y recorrió de puntillas el pasillo que llevaba a los baños.

Las marcas del Gremio fueron encendiéndose a su paso llevando el día allí donde había oscuridad. Las demás puertas de la Residencia de Jóvenes seguían cerradas. En otros tiempos, Lirael solía llamar entre risas a todas ellas para invitar a las demás huérfanas que vivían allí a que fueran a bañarse.

De aquello hacía muchos años. Antes de que a todas les fuera dado el don de la visión. En la época en que Merell, tutora de las jóvenes, había dirigido a sus niñas con mano blanda. Kirrith, la tía de Lirael, era ahora la nueva tutora. En cuanto oía un ruido, salía de su habitación con la bata de rayas blancas y granate para ordenar silencio y respeto por los mayores que descansaban. No escatimaba reprimendas a Lirael por el hecho de que fuese su sobrina. Al contrario. Kirrith era el polo opuesto de Arielle, la madre de Lirael. Estaba a favor de las normas, la tradición, la obediencia.

Kirrith nunca habría abandonado el glaciar para irse a quién sabe dónde y regresar siete meses más tarde con una hija. Lirael lanzó una mirada iracunda a la puerta de Kirrith. En realidad, su tía nunca había hecho comentario alguno. De pequeña, Lirael se fue enterando de detalles de la vida de su madre por las conversaciones de sus primas más cercanas. En aquellas conversaciones comentaban que no sabían qué hacer con una niña tan rara.

Lirael volvió a lanzar una mirada colérica al pensar en aquello. La rabia que llevaba dentro se negaba a marcharse, siguió acompañándola incluso después de haberse frotado la cara con piedra pómez en la bañera llena de agua caliente. El choque del agua fría cuando se zambulló en el estanque largo logró al fin borrarle la expresión ceñuda.

La frente de Lirael volvió a arrugarse cuando se peinó delante del espejo comunitario del vestuario, anexo al estanque largo. El espejo era un rectángulo de acero plateado, de más de dos metros de alto y tres de ancho, un tanto desazogado en los bordes. Promediada la mañana, ante él iban a peinarse al mismo tiempo hasta ocho de las catorce huérfanas que vivían en la Residencia de Jóvenes.

Lirael detestaba compartir el espejo, porque no hacía más que destacar otra de las diferencias. La mayoría de las Clarvis tenían el pelo rubio, los ojos claros y la piel morena que, tras la exposición al sol en las laderas del glaciar, adquiría un tono castaño intenso. En comparación con ellas, Lirael se veía como un hierbajo pálido entre hermosas flores. Ella nunca se ponía morena, la piel blanca se le quemaba al contacto con el sol y tenía los ojos negros y el pelo más negro aún.

Estaba segura que se parecía a su padre, quienquiera que hubiese sido. Arielle nunca había revelado su nombre, una vergüenza más con la que su hija tuvo que cargar. Las Clarvis solían quedarse preñadas de los hombres que las visitaban, pero no tenían por costumbre abandonar el glaciar para encontrarlos, tampoco ocultaban sus nombres. No se sabía por qué, pero casi siempre parían niñas. Niñas rubias, de piel castaña y ojos azules o verdes.

Lirael era una excepción.

Sola, delante del espejo, la muchacha se olvidó de todo. Se concentró en la tarea de peinarse, cuarenta y nueve cepilladas a cada lado. Se sentía algo más esperanzada. Quizás ése sería el día. Un decimocuarto cumpleaños marcado por el mejor de los regalos. El don de la visión.

Aun así, a Lirael no le apetecía desayunar en el refectorio central. La mayoría de las Clarvis comían allí, y ella tendría que compartir mesa con niñas tres o cuatro años menores, destacando como un cardo en un parterre de flores primorosamente cuidadas. Un cardo vestido de azul. Todas las muchachas de su edad iban de blanco y ocupaban las mesas destinadas a las Clarvis coronadas y reconocidas.

Lirael atravesó dos pasillos silenciosos, bajó dos escaleras de caracol que descendían en direcciones opuestas y llegó al refectorio inferior. Era el lugar donde comían los mercaderes y los suplicantes que acudían a ver a las Clarvis para que les predijeran el futuro. Las únicas Clarvis allí presentes eran las encargadas del turno de cocina y las camareras.

O casi las únicas. Había otra que Lirael esperaba encontrar. La portavoz de los nueve días. Al descender los últimos peldaños, Lirael se imaginó la escena. La portavoz bajaba la escalinata principal, golpeaba el gong y hacía una pausa para anunciar que la guardia de los nueve días la había visto a ella, a Lirael, cuando la coronaban con la diadema de ópalos, la había visto tras conseguir por fin el don de la visión.

El refectorio inferior no estaba muy concurrido esa mañana. Sólo tres de las sesenta mesas estaban ocupadas. Lirael se dirigió a la cuarta, lo más lejos posible de las demás, y apartó el banco. Prefería sentarse sola, aunque no se encontrara entre Clarvis.

Dos de las mesas estaban ocupadas por mercaderes, probablemente de Belisaere; hablaban a voz en cuello de las importaciones de pimienta en grano, jengibre, nuez moscada y canela que habían traído del extremo norte y esperaban vender a las Clarvis. Era evidente que alababan sin recato la calidad de las especias que anunciaban con el propósito de que sus comentarios llegasen a oídos de las Clarvis de la cocina.

Lirael olisqueó el aire. Era posible incluso que lo que decían fuese cierto. El aroma del clavo y la nuez moscada que despedían los sacos de los mercaderes era intenso, agradable. Lirael lo interpretó como un buen presagio.

La tercera mesa la ocupaban los guardias de los mercaderes. Aunque se encontraran en el interior del Glaciar de las Clarvis, seguían llevando los coseletes compuestos de escamas entrelazadas y tenían las espadas envainadas debajo de los bancos. Seguramente pensaban que los bandidos, o algo peor, podían seguir sin problemas el estrecho sendero que bordeaba el desfiladero del río y derribar la puerta que daba al vasto complejo de las Clarvis.

No era menos cierto, sin embargo, que habrían sido incapaces de ver la mayor parte de las defensas. El sendero del río estaba plagado de marcas del Gremio para ocultar y cegar, y debajo de las lajas se escondían los enviados de bestias y guerreros que, a la menor amenaza, se levantarían en armas. Por otra parte, el sendero cruzaba el río no menos de siete veces, por medio de puentes estrechos de antigua construcción, en apariencia tallados en piedra. Puentes de fácil defensa, debajo de los cuales pasaba el río Renegado, que era lo bastante profundo y rápido para impedir el paso a los muertos.

En las paredes del refectorio menor también había magia del Gremio en estado latente, y enviados que dormían en la áspera piedra labrada del suelo y el techo. Aunque las marcas del Gremio eran muy tenues, Lirael alcanzaba a verlas y a desentrañar los encantamientos que formaban. Los enviados eran los más difíciles de descifrar porque sólo estaban claras las marcas que les daban origen. Evidentemente, también había marcas bien visibles, las que iluminaban la estancia y todos los rincones de los dominios subterráneos de las Clarvis estaban metidas en la piedra de la montaña, cerca de la masa helada del glaciar.

Lirael escrutó el rostro de los visitantes. Se habían quitado el yelmo y llevaban el cabello cortado casi al cero, por lo que se podía comprobar que ninguno de ellos tenía la marca del Gremio en la frente. Por lo tanto, era casi seguro que no percibían la magia que los rodeaba. Siguiendo un impulso, Lirael se apartó el flequillo demasiado largo y se palpó la marca. Al tocarla, latió levemente, y la invadió la sensación de estar conectada, de pertenecer al gran código del Gremio que describía el mundo. Aunque careciera del don de la visión, al menos era algo parecido a una maga del Gremio.

Los guardias de los mercaderes deberían confiar más en las defensas de las Clarvis, pensó Lirael, mientras volvía a observar a hombres y mujeres armados. Uno de ellos la sorprendió observándolos; sus miradas se cruzaron un momento y la muchacha apartó la vista. En ese breve instante, vio a un joven con la cabeza más rapada que sus compañeros, en cuya calva reluciente se reflejaba la luz de las marcas del Gremio del techo.

Pese a que intentó no hacerle caso, Lirael comprobó que el guardia se levantaba y se acercaba a ella, el coselete de escamas demasiado grande para alguien que no completaría su desarrollo hasta varios años más tarde. Lirael arrugó el entrecejo cuando lo vio acercarse e intentó ocultar más la cara. Por el mero hecho de que de vez en cuando las Clarvis eligieran pareja entre los visitantes, algunos pensaban que toda aquélla que bajara al refectorio inferior lo hacía porque iba a la captura de un hombre. Era una idea particularmente arraigada entre los jóvenes de dieciséis años.

—Disculpa —dijo el guardia—. ¿Me puedo sentar?

Lirael asintió de mala gana; el chico se sentó y una infinidad de escamas tintinearon sobre su pecho como una cascada de metal.

—Me llamo Barra —dijo él alegremente—. ¿Es la primera vez que bajas?

—¿Cómo? —preguntó Lirael, intrigada y tímida—. ¿Te refieres al refectorio?

—No —contestó Barra riéndose e indicando con un amplio ademán el espacio a su alrededor—. Me refiero al Glaciar de las Clarvis. Es la segunda vez que vengo, de manera que si necesitas que alguien te guíe… Aunque supongo que tus padres vendrán a menudo a comprar y vender.

Lirael apartó la mirada y notó que las mejillas se le teñían de rojo. Trató de pensar en una respuesta cortante, pero lo único que le vino a la cabeza fue que los forasteros sabían que no era una verdadera Clarvi. Hasta los más tontos, canijos y ataviados con trajes que parecían sonajeros como el que tenía enfrente.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Barra sin percatarse del sonrojo ni del terrible vacío que había crecido en el fuero interno de la muchacha.

Lirael tragó saliva, se humedeció los labios, pero las palabras se resistieron a salir. Tenía la impresión de carecer de nombre y de identidad. Ni siquiera se atrevía a mirar a Barra porque los ojos se le habían llenado de lágrimas, y para disimular había clavado la vista en la pera a medio comer que tenía en el plato.

—Yo sólo quería saludarte —dijo Barra la mar de incómodo cuando el silencio se fue prolongando.

Lirael asintió; sobre la pera cayeron dos lagrimones. No levantó la mirada ni intentó enjugarse las lágrimas. Siguió allí sentada, con los brazos caídos, inútiles, como su voz.

—Lo siento —se disculpó Barra al tiempo que se levantaba ruidosamente.

Escudada tras un mechón protector, Lirael lo vio regresar a su mesa. Cuando el chico estuvo a unos metros de distancia, uno de los hombres hizo un comentario en voz baja, casi inaudible, Barra se encogió de hombros y el resto de los hombres y algunas mujeres se echaron a reír.

—Es mi cumpleaños —susurró Lirael mirando el plato, con voz desconsolada—. No debo llorar el día de mi cumpleaños.

Se levantó, pasó por encima del banco con torpeza, recogió el plato y el tenedor y los llevó al ventanuco que comunicaba con la antecocina, poniendo mucho cuidado de no mirar a los ojos a ninguna de sus primas que trabajaban allí.

Seguía con el plato en la mano cuando una de las Clarvis bajó la escalera principal y con la varita de punta metálica golpeó el primero de los siete gongs que había al pie de los siete escalones. Lirael se quedó paralizada y cuantos se encontraban en el refectorio interrumpieron sus conversaciones al ver a la Clarvi descender y golpear uno por uno los gongs restantes arrancándoles distintas notas que se fundieron en una sola antes de volver a quedar en silencio.

La Clarvi se detuvo en el último escalón y levantó la varita. A Lirael le dio un vuelco el corazón y notó un nudo en el estómago. Era tal y como lo había imaginado. Tan idéntico a lo que había imaginado que tenía la certeza de que no eran imaginaciones suyas, sino el inicio de la visión.

Tal como indicaba su varita, Sohrae era la actual portavoz de los nueve días, que anunciaba cuándo la guardia veía algo de interés público para las Clarvis o el reino. Y lo más importante era que la portavoz, también anunciaba cuándo la guardia había visto a la niña que acababa de adquirir el don de la visión.

—Aquí y ahora proclamo —proclamó Sohrae y su voz clara llegó hasta el último rincón del refectorio y las cocinas—, que la guardia de los nueve días tiene el placer de anunciar que el don de la visión ha despertado en nuestra hermana…

Sohrae inspiró hondo antes de continuar; Lirael cerró los ojos porque sabía que pronunciaría su nombre. «Tengo que ser yo, tengo que ser yo —pensó—. Dos años más tarde de lo habitual pero tengo que ser yo porque hoy es mi cumpleaños. Tengo que ser…».

—Annisele —dijo Sohrae.

Se dio media vuelta y subió las escaleras golpeando ligeramente a su paso los gongs cuyos sonidos se unieron al suave coro de voces de los visitantes.

Lirael abrió los ojos. El mundo no había cambiado. No tenía el don de la visión. Todo continuaría como hasta ese momento. Lamentablemente.

—¿Me das el plato, por favor? —le pidió la prima invisible apostada detrás del ventanuco de la antecocina—. ¡Ah, pero si eres tú, Lirael! Creía que era un visitante. Será mejor que te des prisa y subas, querida. En breve comenzará el despertar de Annisele. Ya sabes que ésta es la última parada de la portavoz. ¿Cómo es que se te ha ocurrido venir a comer aquí?

Lirael no le contestó. Soltó el plato, cruzó el refectorio como una sonámbula rozando con los dedos las esquinas de las mesas al pasar. Como una letanía, la voz de Sohrae le daba vueltas en la cabeza.

—El don de la visión ha despertado en nuestra hermana Annisele. Annisele. Annisele sería quien luciera la túnica blanca y la diadema de plata y ópalos, mientras Lirael tendría que conformarse otra vez con ponerse su mejor túnica azul, el uniforme de las niñas. La túnica a la que ya no le quedaba dobladillo de tantas veces como se la habían alargado. La túnica que todavía le venía demasiado corta.

Annisele había cumplido los once hacía diez días. Pero el día de su cumpleaños no sería nada comparado con éste, el de su despertar.

Los cumpleaños no significaban nada, pensó Lirael, poniendo mecánicamente un pie delante de otro mientras subía los seiscientos escalones que llevaban del refectorio inferior al camino del oeste, y que continuaba por el sendero hasta llegar a los doscientos escalones que la separaban de la puerta trasera de la Residencia de Jóvenes. Contó todos los escalones sin mirar a nadie a los ojos. Lo único que vio fue el vaivén de las túnicas blancas y el brillo que desprendían las chinelas negras cuando todas las Clarvis entraron en tropel en el Gran Salón para rendir honores a la niña que acababa de unirse a las filas de quienes veían el futuro.

Al llegar a su cuarto, Lirael se encontró con que no había podido disfrutar de ninguna de las pequeñas alegrías que suelen acompañar un cumpleaños. Todas se habían apagado como una vela. Era el día de Annisele, pensó Lirael. Debía hacer lo posible y alegrarse por su prima. Debía pasar por alto la pena inmensa que le rompía el corazón.