—Deberían reprenderlo por aventar las cartas —dijo enojado—. No deberían permitirle jugar.

—Tiene un tatuaje —dije.

Todos los jugadores me voltearon a ver.

—Tiene un tatuaje —repetí—. Aquí —señalé mi brazo—. Un tatuaje de campo de concentración.

—Oh.

—Oh.

Nadie dijo nada más. En el silencio, pude ver a todos en la mesa haciendo un cambio interior hacia la comprensión, la pena y la amabilidad. Tenía un tatuaje. Todos sabíamos lo que eso significaba, y estábamos conscientes de que nadie de nosotros sabía realmente lo que eso significaba.

Cuando regresó a la mesa, el señor chino junto a él lo ayudó con su silla. El jugador iraní sonrió y asintió con la cabeza. El anciano mostró sus cartas al final de la siguiente mano que jugó, y varios dijeron "Buena mano". Vi las cartas ganadoras de David mientras las ponía bocabajo y me sonrió con complicidad. "Buen trabajo, David", susurré mientras veíamos a nuestro nuevo amigo recoger el dinero. Un pequeño momento, un pequeño regalo, una pequeña victoria. Pero ese día yo gané algo mayor que unas cuantas fichas.

Mientras tiraba mis propias cartas en el montón, desapareció mi enfoque en el juego; miré alrededor de las mesas a los jugadores y vi indios, árabes, iraníes, israelíes, coreanos, chinos y japoneses. También vi afroamericanos, jamaicanos, latinos, suecos, franceses, vietnamitas y tailandeses. Hombres, mujeres, viejos, jóvenes, sobrios, ebrios, ricos, pobres, criminales, virtuosos. Todos estaban jugando.

Y en ese momento, vi sus tatuajes. Tatuajes de penas soportadas y tragedias sobrevividas; tatuajes escritos en tinta invisible de valentía, de vergüenza, de gloria. Y todos estos guerreros estaban sentados uno junto a otro, esperando la siguiente mano que les repartían en el juego de cartas de la vida.

En ese instante, simplemente amé a todo el mundo en la sala, y en todas las salas en todos lados.