Pensé mucho en esto y, en retrospectiva, fue un momento decisivo para mí y mi futuro. Me di cuenta de que aunque mi papá amaba cuando yo ganaba y me motivaba para ser inteligente y franca, ese no fue el tipo de mujer que eligió para casarse. Mi mamá era una hermosa pelirroja sureña que podía cocinar para un batallón, animar a todos en una fiesta, organizar a la familia y cuidar de todos. Esas no eran habilidades que yo había apreciado hasta entonces y en realidad no las había aprendido ni practicado. Cuando entré a la preparatoria en 1962 y luego a la universidad en 1966, buscaba modelos femeninos a seguir que se parecieran a mí. No conocía a ninguna mujer en los negocios (al menos a ninguna que fuera dueña de uno). En 1960, solo 38% de las mujeres trabajaba fuera del hogar, más que nada como maestras, enfermeras y secretarias. Aunque los consejeros académicos y los maestros nos exhortaban a escoger carreras que abarcaran muchos campos diferentes, no había muchos ejemplos reales de mujeres que fueran políticas, ejecutivas corporativas, presentadoras de noticias o doctoras. La expectativa sobreentendida era que íbamos a la universidad "a conseguir un título MMC" (mientras me caso). Elegí convertirme en actriz porque era divertido y creativo y porque me encantaba recibir aplausos. Pero también lo hice debido a que era el único trabajo, según mi percepción, en el que las mujeres podían brillar y ser la estrella —y también ser aceptadas y aclamadas—. Como contratistas independientes, eran lo más cercano que podía ver a poseer un negocio. Shirley MacLaine, linda y graciosa, cantaba, bailaba y se juntaba con Frank Sinatra. ¡Eso me parecía genial! Llegué a Hollywood para comenzar mi carrera de actuación en 1970, en la cumbre del movimiento de las mujeres. Los cigarros Virginia Slim tenían un eslogan: "Has recorrido un largo camino, nena". La National Organization for Women (NOW; Organización Nacional de Mujeres), respondió con un botón que decía: "No hemos recorrido tanto, ¡y no me llames ‘nena’!". |